Parte 7: Fugitivos
Nuevo día. Tres hombres azules se encontraban en la parte baja de unas enormes formaciones rocosas, montando la tienda donde vivirían de ahora en adelante…
—Genial, arruinaste otra estera (1).
—No es mi culpa que sean de mala calidad.
—¡Qué mala calidad ni qué nada! ¡Yo mismo las hice!
—Eso lo explica.
—¡¿Qué se supone que significa eso?! —…o al menos eso intentaban.
Unas semanas atrás, cuando guiaban a unos viajeros por una ruta cercana a otra que daba a las tierras de Nubia, una colonia de Egipto (2), se enteraron que el poderoso faraón estaba de cacería tras quien fuera el Médico Real y cuentista de la Divina Adoratriz. Al principio el rubio pretendía marcharse del campamento, sin testigos, para evitar que la ira del hombre-dios se desatara sobre gente inocente. Sin embargo Camus y Milo lo atraparon en su clandestina huida nocturna, y luego de una acalorada discusión resolvieron que irían los tres juntos. Por supuesto el rubio no reveló del todo el porqué de su huida.
Transcurrió un buen rato desde que montaron la tienda, hasta que terminaron de grabar los símbolos de la escritura tifinagh (3) en los soportes de madera, y acondicionar la misma. Ahora ya se encontraban cenando alrededor de una fogata.
—Vaya lío en el que te metiste —hablaba Milo—, mira que involucrarte con la esposa del faraón cuando podías haber elegido a cualquiera de sus concubinas…
—Para tu información, no tiene, no ha tenido, y nunca tendrá una (4). Las que viven en el harem eran concubinas del faraón anterior…
—¿Por qué? —interrumpió el peli-azul, sorprendido— Teniendo tanto poder, siendo el hombre-dios… yo diría que está obsesionado…
—¡Milo! —regañó Camus ante el tono burlesco y desdeñoso empleado por su compañero.
—¿Qué? Cualquiera lo pensaría…
—Silencio —el cuentista sacaba de su discusión a la pareja—. Parece que tenemos compañía.
En efecto no se encontraban solos. Tras unas rocas dos pares de ojos les observaban. Habían estado siguiéndolos por días, a una distancia prudente y sin perderles el rastro. Por instinto los tres hombres azules se pusieron a la defensiva y justo cuando Milo pretendía atacar donde quiera que estuvieran ocultos sus acompañantes, un ruido se dejó escuchar entre las rocas…
—¡No! —…delatando así a sus perseguidores.
—¿Shun? ¿Hyoga? ¡¿Qué rayos hacen aquí?!
Los nombrados eran en realidad dos niños que anteriormente vivían en la tribu. Hyoga tenía unos diez años, mientras Shun apenas tocaba los tiernos ocho años.
—Nos aburrimos de esperar a que el señor Shaka fuera a contarnos un cuento, así que tuvimos que seguirlo ¿verdad, Shun?
—Tiene que ser una broma —murmuró el de cabello aguamarina. Luego soltó un suspiro resignado. —Está bien, niños, pueden quedarse —agregó.
Ambos infantes tomaron asiento entre Shaka y Milo, y luego de una sencilla pero sabrosa cena vino un cuento.
—Este se llama Los ojos verdes (5) —con esta frase el cuentista abrió el cuento de esta noche.
Aunque a Shaka no terminaba de agradarle el hecho de que a los niños de ese pueblo se les dejara prácticamente a su suerte, mientras que a las niñas se les protegía en casa y se les instruía (6), se sintió algo conmovido por la presencia de ambos infantes. A decir verdad le recordaban un poco al hermano menor de su Divina Adoratriz, a quien conoció el mismo día en que se presentó a palacio hace un buen tiempo. No lo olvidaba.
Después de recibir semejante puñetazo de aquel sirviente llamado Afrodita, y del noble gesto de su Ilustrísima al perdonarle su falta e inclusive limpiar su herida, decidió que lo mejor sería mostrar todo respeto con la familia real. De la forma más solemne posible, se arrodilló frente al peli-lila e hizo entrega de la bendita caja por la que pasó algunas peripecias al salir de Asiria. Aunque no lo demostraran sus facciones, internamente estaba hecho un mar de nervios, pues en todo el tiempo que trajo la caja consigo jamás le echó siquiera un vistazo —por indicación de Saori— y temía que el contenido terminara por agraviar a la Divina Adoratriz.
—Esto es… —la expresión atónita del peli-lila no le auguraba nada bueno. El corazón le latía demasiado aprisa— es…
Vio con cierta admiración cómo su Majestad pasaba del pasmo a la curiosidad en un segundo, mientras sacaba de la caja unos pequeños recipientes de vidrio, tapados con un corcho. Sin embargo, antes de que el menor siquiera pensara en destapar el primero, el ruido de pasos acercándose rápidamente les indicó la llegada de alguien más.
—¡Mamá, mamá…! ¡¿Es cierto que vino el señor del que tanto habla la señorita Shaina?!
—¡Kiki! —replicó el de ojos verdes sin levantar la voz— ¿Qué haces aquí? ¿No deberías estar estudiando…?
—Me aburrí de la clase de comportamiento de la señorita Shaina y quise venir a verte.
—¿Cómo entraste? Shion prohibió…
—Ah, sí, papá ya no estaba. Dijo que tenía que hablar con los señores Saga y Aioros, pero que Afrodita se encargaría de todo.
Le extrañó de sobremanera que aquel pequeño pelirrojito, que pintaba unos ocho años de edad, refiriera al peli-lila como su madre. Lo natural era llamarle así a la nodriza que lo hubiera alimentado en sus primeros años de vida, y eso si existía un vínculo emocional. Además no había parecido físico entre el chiquillo y la Divina Adoratriz más allá de la piel clara o los dos lunares que sustituían sus cejas, y la diferencia de edades no era suficiente como para justificar ese tipo de parentesco.
—Cuántas veces lo he dicho ya: Shion y Mu no son tus padres, son tus hermanos… —increpó Afrodita con tono paternal— de diferentes madres, claro, pero al fin de cuentas son hermanos.
—Eso lo explica —murmuró para sí mismo, pero fue escuchado por los otros tres.
—¡¿Quién eres tú y qué quieres hacerle a mamá?!
Cualquier otra persona habría estallado en carcajadas al escuchar la pregunta tan exigente hecha con un tono de voz un tanto chillón, pero la edad del infante no desmeritaba su poderío inherente a su pertenencia a la familia real y, por ende, debía ser cuidadoso con la respuesta que le daría. Además, a su parecer, el peli-lila se había puesto tan rojo de la vergüenza que podría hacer un agujero en el piso y esconderse en él.
—Él es el que va a curar a Mu —respondió el peli-celeste con simpleza—, o al menos eso dice él.
—¡¿De verdad?! —el tono imperativo del niño pasó a uno de emoción mezclado con intriga— ¿Cómo sé que no intentará raptar a mamá después?
—¡¿Qué?! —el de ojos verdes, hasta ahora tan calmo, no pudo evitar alterarse ante la pregunta— Kiki, por favor, basta…
—Pero mamá es una persona muy bonita, cualquiera querría robársela. Papá dice que los dos tenemos que cuidarla.
—Con todo respeto, pequeño príncipe, no tengo esa clase de intenciones con su Alteza —respondió él formalmente.
O al menos no eran sus intenciones en aquél entonces. Saliendo de sus recuerdos, procedió a acostar a los dos niños una vez que hubo terminado su relato.
—Milo ¿Qué es tan gracioso? —inquirió Camus al escuchar a cierto peli-azul soltar una risita.
—Mientras algunos son encerrados en preciosas jaulas de oro por su seguridad, estos dos pequeños tienen que enfrentarse al mundo… —respondió el nombrado, y agregó en un suspiro: —Sin nadie más que ellos mismos.
—Te equivocas —espetó, mientras arropaba al más pequeño—. Nos tienen a nosotros.
“Así como usted a mí, Majestad”
CONTINUARÁ...