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Juego final [SeKaiSoo] por FlyToXin

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Fui cogiéndole el tranquillo. Una vez roto el hielo todo me pareció más fácil. Y estaba motivado. Ya no me daba miedo enfrentarme a algo nuevo.

 

Era un reto. Y no, no era igual que mi pasión por escribir, pero estaba internándome en una parte de mis capacidades que no conocía, y me gustaba. Era otro KyungSoo, uno más serio, más ejecutivo y pragmático, que de pronto sabía manejar cifras, relaciones comerciales y que hablaba en un idioma nuevo. Algo así como un «spanglish» de negocios que a veces me daba hasta risa.

 

Y me acostumbré a las reuniones y las comidas con clientes. A controlar los nervios. A ser más duro. A concentrarme. A las largas jornadas de trabajo en una oficina un poco más gris que el trabajo de mis sueños. Algo que podría hacerme feliz.

 

Y es que nos lanzamos de cabeza a encontrar nuestra vocación y, cuando la encontramos, a veces se nos olvida que la vida da muchas vueltas y que hay demasiadas cosas que pueden hacernos felices como para cerrar las puertas. Con las personas es lo mismo. No somos mitades de naranja que caminan por el mundo tratando de encontrar a nuestra única alma gemela. No. Podemos enamorarnos mil veces, equivocarnos, rompernos, volver a empezar. No hay una única persona para nosotros. Podemos ser felices de muchas maneras, incluso solos..., a veces se nos olvida.

 

Resumiendo: mi vida iba bien. Tenía una casa preciosa a un precio asequible tratándose de Seúl. Tenía un trabajo mejor pagado incluso que el periódico. Mis amigos y mis reuniones con ellos. Las charlas intrascendentes y las que pueden cambiarnos la vida. Tenía a mi hermano, a mi familia. Tenía un futuro labrándose y la posibilidad de seguir buscando algo «de lo mío». Me sentía activo y capaz. Había despertado. Pero...

 

¿alguien echa de menos algo en esta enumeración?

 

Sehun. Y que conste que no es que nada fuera mal. Iba bien, como mi vida, pero de pronto había cosas más importantes que cenar juntos o irnos al cine.

 

Y que el sexo, aunque mi cuerpo no se contentara con la sequía y siguiéramos castigando al colchón alguna que otra noche. Siendo completamente sincero diré que teníamos una relación más parecida a la de una pareja que lleva toda la vida junta que a dos personas que comparten la vida desde hace menos de un año. La pasión desmedida del principio y el cosquilleo en el estómago habían desaparecido. Ya solo quedaba placidez y tranquilidad. Y estaba bien, pero si me ponía a pensarlo me asaltaba la duda de si eso era realmente lo que quería. Por eso... no solía reflexionar sobre el asunto. Pensaba que de pronto nuestras tardes de sexo eran tranquilas porque no quería nada que nos recordara que un día hubo una intensidad rozando lo insoportable entre nosotros dos y otra persona. Esa otra persona.

 

Entre todas las cosas nuevas con las que empecé a lidiar a partir de tomar posesión de mi nuevo puesto, había una a la que todavía no me había acostumbrado y que cada día me turbaba un poco más. Al principio pensé que era el recuerdo y luego que se debía a la cercanía. Al final me confesé a mí mismo que Jongin siempre despertaría en mí ciertos instintos que no encajaban en una relación de amistad ni en la de un casero y su inquilino o un director comercial y su ayudante. Malditos trajes hechos a medida. Malditas camisas entalladas.

 

Malditos una y mil veces los jerséis que se ponía debajo del traje ahora que hacía tanto frío.

 

Y yo me sentaba a su lado, detrás del escritorio siempre limpio y ordenado, tratando de no acercarme demasiado. Pero él tiraba de mi silla sin ni siquiera mirarme, supongo que con la intención de que pudiera participar más de los apuntes y del papeleo. Y allí estaba, como en una nube, el olor de su perfume de Loewe..., sutil, magnético, masculino, sexi..., elegante.

 

Como él. Yo respiraba despacito por no emborracharme demasiado. Y siempre terminaba teniendo que esforzarme de más para no perder la mirada y embobarme en sus manos.

 

Las manos de Jongin son las manos de un hombre. Menuda obviedad, pensaréis. No, no me habéis entendido. Son las manos de un hombre.

 

Tostadas, grandes, de dedos largos y equilibrados. Sin adornos. En la muñeca izquierda siempre llevaba reloj; debía tener muchos porque le conocía ya unos cuantos. Tenía un Cartier vintage que me dijo que había sido de su tío abuelo. Tenía un Nixon precioso, cuadrado, con fondo negro y metalizado en mate. Aunque mi preferido era el Omega, clásico y muy él, de líneas sencillas. Siempre me quedaba mirando las manecillas, atontado, acordándome del gesto con el que se lo quitaba antes de acostarse. Solía dejarlo sobre la parte alta de la cómoda de su habitación.

 

Era cuestión de tiempo que no pudiera callarse más y me llamara la atención sobre el hecho de que yo entrara en coma a su lado. Y un día que no disimulé lo suficiente, me pilló con el carrito del helado, se me quedó mirando muy fijamente y me preguntó si le seguía. Se refería al discurso sobre el cliente que teníamos entre manos.

 

—Sí —le respondí—. Decías que es imposible venderles ningún servicio de asesoramiento jurídico porque tienen una relación muy estrecha con el gabinete legal de Pinto & Menéndez.

 

—Creía que estabas dormido con los ojos abiertos. Esto es aburrido pero...

 

—No. Tenía la mirada perdida...

 

—¿Dónde?

 

—En tu reloj.

 

—¿Por algo en especial? —Le echó un vistazo. Llevaba el Nixon y un traje gris marengo, con jersey gris perla sobre camisa blanca. Matadme.

 

—No. No sé. Es bonito. Simplemente me abstraje.

 

—Vale, suenas como si se te hubieran tostado todas las neuronas. Vamos a hacer un descanso.

 

Me levanté de la silla con prisa y él tiró de mí hasta volver a sentarme. Cuando me giré a mirarle, fruncía el ceño.

 

—¿Estás bien? ¿Pasa algo?

 

Lo que pasaba era que, de mirar su reloj y sus manos, había terminado por imaginar todo tipo de escenas tórridas en las que esos dedos terminaban enterrados muy dentro de mí, manejándome, sobándome, clavados en mi carne..., pestañeé para concentrarme.

 

—Estoy bien. Cansado pero bien.

 

—¿Mala noche?

 

—No. —Me encogí de hombros. Él seguía con sus dedos alrededor de mi muñeca—. Todo bien, Jongin. Puedes soltarme. Solo voy a por un café.

 

—Te acompaño. Tengo hambre.

 

Se levantó de la silla y se estiró. Madre de Dios. Metro noventa de morenazo bien vestido y turgente. Se le levantó un poco el jersey y la camisa y se atisbó un trozo de piel de su estómago; me quedé pasmado observándole hasta que me di cuenta de que se había percatado y se reía de mí, momento en el que aparté los ojos.

 

—Bueeeno..., tranquilo, hijo. No hay nada nuevo por aquí —comentó con sorna—. ¿Qué pasa? ¿No te dan alpiste en casa?

 

—¿Es eso de su incumbencia, jefe? —Salí hacia mi mesa y cogí el monedero de dentro del maletín.

 

—Oh, sí. Yo a mi equipo lo quiero satisfecho. En todos los sentidos. Voy a tener que amonestarte.

 

—¿Por follar poco? La culpa es tuya, que me revientas a trabajar aquí y cuando llego a casa no sirvo de nada.

 

Jongin se unió a mí en la puerta y caminamos por el pasillo.

 

—Menudas excusas. Si solo tienes que tenderte boca arriba y abrir las piernas.

 

Me giré y le arreé con fuerza en el brazo. Él frunció el ceño, pero sonreía.

 

—Menudo brazo de pajillero tienes. No sé por qué te molestas.

 

—¿«Tenderme boca arriba y abrir las piernas»? ¡¡Pídeme perdón ahora mismo!!

 

—Peeerdónnnn. Pero acéptalo, somos nosotros los activos los que siempre acabamos encargándonos de todo el trabajo duro.

 

—Ay, sí. Ya veo. Pobres. Cómo sufrís.

 

—Pues no te creas que es fácil. Y cansa —contestó con una sonrisa socarrona.

 

—Oh, sí, empujar es un arte.

 

—Puede llegar a serlo.

 

—Y ahora es cuando me dices que tú eres un artista.

 

—Yo no diría «artista», pero no se me da mal. ¿O es que tienes queja?

 

Le miré con el ceño fruncido. ¿Íbamos a hablar de cuando nos acostábamos? ¿De verdad?

 

—No. No tuve queja —remarqué el tiempo verbal en pasado—. Y ya que lo hablamos, tú tampoco; no sé a qué viene eso de que solo tengo que tenderme y abrir las piernas.

 

Levanté la mirada justo a tiempo de ver que no estábamos solos en el pasillo y que el señor encorbatado con el que nos cruzábamos me lanzaba una mirada desdeñosa.

 

—Qué expresivo —murmuró con sorna Jongin.

 

—Sí, bueno, tú ríete. A estas alturas todo el mundo debe pensar ya que me paso el día lamiéndote el rabo.

 

—Todo un arte también, por otro lado.

 

Lo miré con la intención de increparle pero me contagié de su sonrisa; me abrió la puerta de la cocina. Yo pasé primero y fuimos los dos hacia la cafetera. Él se puso a estudiar con ojo clínico lo que ofrecía la máquina de comida.

 

—¿A ti no te preocupa que piensen que nuestra relación laboral se basa en el sexo? —le pregunté mientras me sacaba un café.

 

—Nuestra relación laboral y personal se basa en todo menos en el sexo. Dicho esto..., lo que opinen los demás..., ¿a mí qué? Tú y yo tenemos una relación de lo más civilizada que no incluye ni pajas ni felaciones ni sexo animal encima de ninguna superficie. Que digan lo que quieran, no es verdad. Oye..., ¿has comido alguna vez algo de aquí dentro?

 

Pajas, felaciones, sexo animal encima de..., ¿la mesa de su despacho?

 

Despierta, KyungSoo.

 

—El otro día me comí eso. —Señalé unas patatas bajas en calorías—. No está mal. Pero tampoco esperes mucho.

 

Jongin metió las monedas y yo me quedé mirándolo. Pajas. Felaciones.

 

Sexo encima de cualquier superficie..., como la encimera de la cocina... Él retomó la conversación.

 

—¿Te preocupa a ti?

 

—¿El qué? —Me había perdido.

 

—Que piensen que estás aquí porque se te dan muy bien... «los idiomas».—Me guiñó un ojo, socarrón.

 

—No. No mucho en realidad. Pero... uno se pone a darle vueltas y...

 

—No le des ni media. Al final lo único que importa es que tu novio no crea que follamos en horario de trabajo.

 

—Ni en horario de trabajo ni en ningún otro horario.

 

—Era una forma de hablar. Me refiero a que sería el único caso en el que me preocuparía. Los demás no me importan lo suficiente como para que sus opiniones me afecten.

 

—Ya, claro, porque al fin y al cabo nadie va a pensar que tú eres un cerdo. Dirán que eres un machote y yo el gorrino que te la come.

 

—Y dale... —Se rio—. Pero ¿qué más te da? No es verdad. Y en cualquier caso, mientras el resultado de nuestro trabajo siga siendo bueno, quien me la coma es asunto mío. Y no eres tú. Insisto en que me supondría un problema solo en el caso de que lo creyera Sehun. Al final él está ahí, en el piso de abajo, y nosotros aquí arriba y no tiene ni idea de lo que pasa a puerta cerrada dentro de nuestro despacho.

 

—Normalmente las parejas no trabajan juntas y no pasa nada. —Me reí—. Se llama confianza.

 

—Se llama oportunidad —contestó abriendo la bolsa de patatas—. La mayor parte de las infidelidades se perpetran en el ambiente laboral. Se pasan muchas horas en el puesto de trabajo. Somos humanos y el roce hace el cariño. Al final te pones tierno y se te va la cabeza...

 

—¿Es eso lo que nos pasó a nosotros? —Me apoyé en la pared, sonriente, un poco burlón.

 

Él masticaba con una sonrisa enigmática.

 

—No. Y esto, piernas, sabe a corcho.

 

—Pues lámete un brazo —le respondí.

 

—¿Y si te lo lamo a ti mejor?

 

Me eché a reír. Dios..., ¿no estábamos pelando un poco la pava?

 

—A ver, lo primero: no vas a lamerme nada.

 

—Una pena. —Se metió otra patata en la boca. Sí que tenía hambre..., con lo sibarita que es.

 

—Lo segundo: si no es lo que nos pasó a nosotros..., ¿qué fue?

 

—Fueron tus pantalones ajustados. —Se giró hacia la máquina de bebida y sacó una Coca-cola—. Y tus andares, piernas. Que meneas mucho el culito y no pude evitar echar un vistazo.

 

—La primera vez que me viste estaba sentado.

 

Bebió un trago y después asintió.

 

—Es verdad. ¿A quién quiero engañar? Tu boca. Tu boca me volvió loco.

 

Hubo un silencio allí dentro. Recordé sus labios jugosos diciéndome «qué boca tienes, niño» durante una mamada. La textura de su erección deslizándose por encima de mi lengua. El sabor del sexo en mi paladar. Lo muchísimo que me gustaba ponerme de rodillas delante de él y fingir que me dominaba y que yo estaba a merced de sus deseos. Dejarme llevar por la poderosa energía sexual que emitíamos los dos cuando estábamos juntos, en la misma habitación, con poca ropa.

 

—¿En qué piensas?

 

—En nada. —Por hacer algo me acerqué y le robé una patata de la bolsa.

 

Mastiqué, nervioso.

 

—No te preocupes, piernas. Soy consciente de que ahora tu boca la goza otro.

 

—Me la gozo yo —contesté muy chulito.

 

—Sí, pero habrá quid pro quo, digo yo.

 

—Te repito que eso no es de tu incumbencia. Pero... ¿y tú? ¿Tienes quién te goce?

 

—Bueno... —Se encogió de hombros—. No me quejo.

 

Celos. Muerte. Destrucción.

 

—¿Ah, sí? Déjame adivinar... ¿Tiffany?

 

—Tiffany y yo tenemos algún que otro encontronazo, pero eso no se puede llamar goce. Eso es una paja acompañado.

 

—Eres muy cruel —dije entornando los ojos, odiándolo a él, a ella y al cosmos...—. Si no quieres, no te acuestes con ella y andando.

 

—Tienes toda la razón. —Se dio la vuelta y se dirigió hacia el despacho y yo le seguí—. Pero la cabra tira al monte y de vez en cuando...

 

—El mundo está lleno de tías y tíos que querrían hacérselo contigo..., no vayas a lo fácil —comenté amargamente.

 

—Bueno..., volvemos al tema de la oportunidad. Pero no tienes de qué preocuparte. Procuro tener variedad.

 

—¿Hay más? —pregunté con una nota chillona en la voz.

 

—Con Tiffany solo me equivoco de vez en cuando, pero no me regodeo.

 

—¿Y entre tanta variedad..., hay alguien especial? —Jongin se partió de risa—. ¿De qué te ríes?

 

—De lo mal que se te da esto.

 

—No tengo ni idea de a qué te refieres.

 

—Me refiero a esa sutil manera de intentar sonsacarme qué hago con mi vida sexual.

 

—A mí tu vida sexual me da igual.

 

—Si te diera igual no preguntarías.

 

—Tu vida de pajillero no me interesa —respondí como un quinceañero.

 

—Que me la pelo no es un secreto, piernas. Todos necesitamos un momento con nosotros mismos. Si no sabes lo que te gusta..., ¿cómo vas a pedírselo a otros?

 

Pasamos por delante de la recepción y saludamos con la cabeza.

 

Seguimos en silencio hasta entrar en el despacho y cerró la puerta. Yo fui hacia mi mesa, pero hizo un gesto recordándome que habíamos dejado una propuesta a medias. Le seguí, muerto de curiosidad, celos, rabia y morbo.

 

Yo quería saber qué hacía ahora que no pasaba las noches enroscado a mí, que no me gemía en el oído y que se había cansado de compartir pareja en la cama. ¿Con quién lo haría? ¿Tendría amiguitas a las que llamar? No. Tenía pinta de esos hombres a los que le gusta la acción y la adrenalina del directo. Me senté en mi silla, tras su escritorio y él se paró frente al termostato de la habitación.

 

—¿No tienes calor? —me preguntó y señaló el jersey de cuello alto que yo llevaba.

 

—No.

 

Se alejó de la pared y se quitó el jersey. Joder. Matadme. Matadme. Se desabrochó un botón de la camisa y se sentó a mi lado.

 

—¿Qué? —preguntó, pasándose una mano por el pelo.

 

—A lo mejor tienes calor de tanto pensar en «la variedad» de tu cama.

 

—Sigues tratando de sonsacármelo. —Sonrió—. Qué curiosidad más ávida, periodista.

 

—¡Que me da igual!

 

—Tranquilo, hombre, ya te despejo las dudas. No hay nadie recurrente y tampoco es que vaya cada noche con una. Me pica de vez en cuando y... pues eso. —Se encogió de hombros.

 

Después se entretuvo en arremangar su camisa...

 

—¿Y cómo lo haces? ¿Tienes chorbiagenda?

 

—No. Me parece una ordinariez.

 

Lo miré alucinado y me eché a reír. El puñetero marqués...

 

—Me refiero a que no voy a guardar el teléfono de una tía con la que solo me apetece follar y esperar que cuando la llame esté disponible para mí.

 

—¿Y entonces?

 

—Entonces si me apetece follar, me voy a un bar como cualquier hijo de vecino.

 

—¿Y? ¿Qué más?

 

—Qué morboso eres... —susurró entre dientes, con los ojos entrecerrados—. Pues me siento en la barra, me tomo una copa, coqueteo con la mirada y después me acerco.

 

—¿Y les preguntas si estudian o trabajan?

 

—Eso me lo preguntaste tú a mí. —Levantó las cejas—. Yo voy rápido al grano..., un «perdona el atrevimiento, pero no puedo dejar de mirarte». Si están interesadas coquetean... y yo también. ¿Algo más?

 

—¿Te las llevas a casa o vas tú a la suya?

 

—Follamos en el coche.

 

Miré sus labios conjugar el verbo «follar» y empecé a notar ese calor del que hablaba.

 

—¿Podrías bajar un poco la calefacción?

 

—Ah, sí, ¿eh? —Sonrió seguro de sí mismo—. Pero si aún no hemos llegado a la información de valor. Aún no te he contado que echamos polvos rápidos en la parte de atrás, sin quitarnos la ropa. A lo sumo una mamada o mis dedos follándoselas antes. Sexo práctico, sin acrobacias. Ellas encima, casi siempre. Les quito las bragas, me la sacan, me pongo un condón y jodemos. Jadeamos. Gemimos y nos corremos. Cuestión de diez minutos.

 

Después ellas recuperan las bragas con dignidad, las llevo a su casa y nos damos un beso de buenas noches que no se repetirá nunca más. ¿Alguna duda?

 

La única duda que tenía era si él estaba tan cachondo como yo. Cada frase que había dicho la había imaginado entre los dos. No había chicas sin caras gozando de las manos de Jongin, ni de su boca ni de los empellones de su cadera. Solo era yo. Nosotros dos. Y los cristales del coche se empañaban siempre que follábamos, porque no había manera de follar con nadie que no fuera él. Ojalá él me viera a mí en vez de todas aquellas chicas que se corrían en su regazo.

 

Miré su pantalón y, efectivamente, una erección empezaba a marcarse bajo la tela. Imaginé cómo sería alargar la mano y tocarle, primero por encima, después desabrochando el pantalón y colándome dentro. Hacerle una paja. Me ponía tanto la idea..., cogerla con la mano derecha, acariciarla, sentir el calor y cómo palpitaban las venas bajo la piel suave. Verlo morderse el labio inferior mientras la punta se humedecía, brillando. Y mover la mano suavemente pero con firmeza, arriba y abajo. Ir acelerando poco a poco. Debajo de la mesa. En secreto. Estaba prohibido.

 

—¿Qué pasa, piernas? —susurró. Su tono era oscuro, sexual.

 

Levanté la mirada a su cara.

 

—La tienes dura —contesté con un hilo de voz. Cuando me escuché decirlo en voz alta, noté una bofetada de calor en las mejillas. Pero ¿cómo había dicho algo así?

 

Jongin se miró y asintió.

 

—Sí. No debe estar al tanto de que hablar de sexo no conlleva hacerlo.

 

Volví a mirarlo. Sus ojos se deslizaban sobre mis labios.

 

—Paremos esto —le pedí.

 

—Empezaste tú —susurró.

 

—Me has buscado.

 

—Touché.

 

Puse la palma de la mano en su rodilla y levanté la mirada hacia su cara para estudiar su reacción; su nuez viajó arriba y abajo. Deslicé hacia arriba la mano y se mordió el labio con fuerza.

 

—Joder..., piernas...

 

Su mano se posó en mi rodilla también y subió. Estábamos tan cerca que podía ver palpitar la vena de su cuello..., hasta aquello me pareció sexi. Creí que nos besaríamos, creí que su lengua iba a llenar mi boca. El corazón me iba a explotar dentro del pecho y yo caería muerto encima de su pecho, de ganas y envenenado por el olor narcótico de su jodido perfume. No pude más y acerqué mi nariz a su cuello para aspirar su olor. Jongin gimió y su nariz se enterró en mi piel, entre mi pelo.

 

—Piernas...

 

—Dios... —jadeé—. Echaba de menos tu olor.

 

—Tú hueles como quiero que huela mi cama —susurró—. Siempre.

 

—Para... —le pedí.

 

A esas alturas de la situación, los dos jadeábamos. Mis dedos rozaron el bulto de su pantalón y los suyos se metieron entre mis muslos subiendo cada vez más. Las piernas se me abrieron un poco inconscientemente.

 

—Te juro que si me tocas me corro —se quejó cuando subí un poco más la mano.

 

Mis dedos se cerraron siguiendo la forma de su erección y gemí mordiéndome el labio inferior. Él también gimió y su mano cubrió mi sexo por encima de mi bragueta.

 

—Piernas..., nos vamos a arrepentir de esto.

 

Apoyé la frente en su brazo, jadeando. Fuerza de voluntad... nunca haces acto de presencia; huyes a la primera. Las dietas, el ejercicio, la vida sana..., no aguantas nada. Pero esta vez es diferente..., ayúdame. Hagamos las cosas bien.

 

—Esto no es sexo —susurró en mi oído—. Lo sabes. No lo estropeemos más o dejará de tener solución.

 

Levanté la cara hacia él y al ver su gesto me di cuenta de que tenía razón.

 

Estallaríamos. Y sí, sería placentero caer encima de su mesa, sobre todos aquellos papeles y hacer el amor hasta que me corriera y él me llenara con su orgasmo. Pero después..., ¿qué?

 

Me levanté atolondrado y me arreglé el pantalón con toda la dignidad de la que fui capaz. Después salí murmurando que necesitaba aire, pero nadie respondió. Tardé media hora en volver; treinta minutos que pasé en la puerta, soportando el viento cortándome la cara a cuatro grados, tratando de que bajara así el calor que Jongin encendía dentro de mi pecho. Cuando regresé no hablamos sobre ello. Los dos fingimos que nada había pasado, pero trabajamos cada uno desde su mesa.

 

Por la noche Sehun no pudo esconder su sorpresa cuando metí la mano en la bragueta de su traje antes de cenar y le pedí que me dejara hacerle una paja. Quiso desnudarse, pero le dije que no. Al final terminamos jodiendo encima de la alfombra del salón. Y fue genial. Brutal. Increíble... pero porque con los ojos cerrados... no fue con él. Ahí está, KyungSoo. Ya lo sabes.

 

Los tres lo sabéis.

 


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