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Juego final [SeKaiSoo] por FlyToXin

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Fueron unos días de vacaciones aburridos. Desde que volvimos del pueblo no vi ni a Jongin ni a Sehun. Tuve la tentación de llamar o de acercarme a su piso (que no estaba muy lejos del mío, todo hay que decirlo) pero me resistí.

 

Estaba seguro de que imponer cierta distancia mejoraría algo la situación. Al menos un poco. Dicen que no sabes cuánto quieres a alguien hasta que lo pierdes, ¿no? Pero tampoco quería llegar a extremos. En realidad no sabía ni lo que quería, porque yo en mi fuero interno sabía que debía estar solo.

 

El día cinco sucumbí a la presión materno filial y me fui a casa de mis padres a hacer pasteles con mi madre..., tradición familiar. Mi hermano entró en la cocina mientras nos contaba que en la calle hacía un frío de la torta. Dicho esto, se quitó los guantes y empezó a meter las manos en la masa cruda para chuperretearse los dedos después. Mi madre lo miró quieta durante unos segundos, sin decir nada, y después se giró hacia mí y preguntó realmente confusa:

 

—¿De dónde lo sacamos? Yo estoy segura de que me lo cambiaron en el hospital.

 

Baek se sentó a la mesa de la cocina y se puso a liar un cigarrillo.

 

—¿Dónde has estado? —le preguntó mi madre.

 

—Pues tomando chocolate con Jongin en Gangnam.

 

No me pasó inadvertida la mirada de soslayo de mi madre. Los imaginé sentados en una de sus mesitas redondas, pequeñas, riéndose de alguna de sus bromas propias y me puse celoso.

 

—Yo no sé hasta qué punto me hace gracia que andes arriba y abajo con el exnovio de tu hermano. Es raro —apuntó mi madre.

 

—Es mi mejor amigo —dijo orgulloso.

 

—Es un buen chico, mamá. Y lo trata como a un hermano pequeño —ratifiqué yo.

 

—¿Puedes volver a explicarme por qué..., bueno, no sé cómo lo decís ahora..., por qué no salís?

 

—Por cosas —contesté crípticamente.

 

—La tiene pequeña —dijo mi hermano. Después le enseñó el dedo meñique y se descojonó él solo.

 

Mi madre le tiró el trapo a la cabeza.

 

—Cafre, más que cafre. —Y mentiroso además.

 

—¿Le compraste algo para año nuevo? —me preguntó mi hermano.

 

—Sí. Una tontería. Me da hasta vergüenza dárselo.

 

—Qué coincidencia. Él dice exactamente lo mismo.

 

Deseé tener otro trapo a mano para tirárselo también.




Fue una noche bonita, como todos los años. Cenamos los cuatro, nos pusimos finos a gambas y después de unos cafés y unas copitas de pacharán, comimos un trocito de tartaleta recién hecho y abrimos los regalos. A mi madre aquel año le tocó un vale por una manipedi en My Little Momó, porque siempre se quejaba de que nunca le hemos dado el lujo de ir a ese tipo de sitios. Iríamos los tres y disfrutaríamos como madre e hijos. Le encantó. A mi padre, un puzle en tres dimensiones de Notre Dame (padre jubilado..., ya se sabe, hay que mantenerlo ocupado). Y nosotros recibimos el clásico paquetito de boxers de algodón de Oysho con dibujitos (esto..., mamá..., igual me da una vergüenza brutal que alguien me quite esta ropa interior en un momento dado y prefiero ir en plan comando), unos calcetines primos hermanos de los boxers, un par de libros y un maletín para el trabajo muy bonito con cuatro productos de aseos y perfumes. Parecíamos niños pequeños enseñándonoslo todo el uno al otro.

 

Cuando mis padres se acostaron, Baek me preguntó si quería salir un rato a tomar una copa, pero mientras decidíamos qué hacer y adónde ir..., nos quedamos dormidos en mi habitación.





El día siguiente desayunamos chocolate y tartaleta y después volví a mi hogar dulce hogar a leer con una manta en el regazo. Era un día muy gris y frío. De camino a mi casa me tropecé con un montón de niños dispuestos a probar sus regalos. Iban tan abrigados que apenas podían moverse.

 

Vamos..., que las rodilleras y los cascos para los paseos en bici, patines y patinetes... casi ni hacían falta. Los padres habían llevado a los niños un montón de juguetes y habían acolchado a los niños con ropa de abrigo para que jugaran en la calle.

 

Llegué helado, me di una ducha caliente, me puse el pijama y me senté en el sofá. Ni siquiera había abierto el libro cuando sonó el timbre. Tras la puerta me encontré con Sehun sosteniendo nervioso un paquete envuelto.

 

—Hola —le dije con una sonrisa—. ¿Eso es el regalo de año nuevo para mí?

 

—Eh... —Miró el paquete como si fuera la primera vez que lo veía—. Pues sí. Sí. Te has debido de portar muy bien.

 

—No sé. ¿Lo he hecho?

 

—A ratos. ¿Puedo pasar?

 

—Claro. ¿Qué tal en casa de tus padres?

 

—Muchos sobrinos. Demasiados. —Puso cara de agobio—. Creo que sumo los niños de seis a nueve años a la lista de cosas que no me gustan.

 

—Ya será para menos. Dame un segundo.

 

Me metí en mi habitación y salí con un paquete mucho más pequeño que el suyo y se lo tendí.

 

—¡Tarán! —canturreé.

 

Sonrió y nos intercambiamos los regalos. Los dos rompimos el papel y nos miramos sonrientes, como dos niños. Cuando vi lo que era el suyo por poco no salí corriendo y me tiré por la ventana. Una cámara de fotos Leika, que le habría costado un pastón. No pude evitar sonreír con miedo. Me senté sobre mis talones encima de la alfombra y la saqué de la caja.

 

—Madre mía, Sehun..., te has pasado un montón.

 

—¡Qué va! Sabes que conozco a gente que me las deja más baratas. ¿Te gusta?

 

—¡Me encanta! ¿Sabré utilizarla?

 

—Seguro que sí. En Tailandia apuntabas maneras. Seguro que le sacarás partido. Yo..., bueno, la compré hace tiempo y pensaba que... saldríamos a hacer fotos... los dos, nosotros...

 

—Podemos hacerlo. —Le sonreí—. Somos amigos, ¿no?

 

Sehun se mordió el labio y suspiró. Después acabó de abrir su paquete, en el que descubrió un objetivo para su cámara que sabía que no tenía. Cuando lo compré aún estábamos juntos y había pensado que me gastaba una pequeña fortuna. Pero nada como el regalo que me acababa de dar a mí...

 

—Me siento fatal. Tú te has gastado mucho dinero y...

 

—Me encanta. —Sonrió—. Me gusta porque..., bueno, quería comprarlo y... es especial que hayas acertado tanto.

 

Me levanté y me acerqué para darle un abrazo, pero Sehun se adelantó y me besó en los labios. Fue un beso breve pero certero y él esperó una reacción con sus bonitos ojos avellanados bien abiertos.

 

—Sehun...

 

—Piensa en las cosas y aparta el miedo. El miedo existe para que podamos hacerle frente y nos sintamos mejores después.

 

—No es miedo. Es que quieres un imposible.

 

Pestañeó. Tocado.

 

—Bueno. —Suspiró—. Me bajo a casa. Si quieres venir Jongin ha preparado no sé qué gaitas al horno y está como loco porque no le ha quedado seco. Nos encantaría que vinieras.

 

—Yo... he desayunado tarde y un montón. Me tomaré una sopa y me echaré a leer un rato. Pero gracias.

 

Sonrió y dándome las gracias otra vez por su regalo se marchó. Me daba pánico que pudiera llegar a convencerme de que volver a intentarlo era buena idea. Yo sabía que no. No lo era. Yo solo quería... mi cuento de hadas.




Serían las ocho de la tarde y no había podido separarme del libro que había empezado tras marcharse Sehun. Había vuelto a las andadas e ingerido a toda prisa ramen y sopa y ya me dolían los ojos de leer tantas horas seguidas. Tan metido estaba en la historia que me había olvidado de la visita que esperaba. Bueno, no habíamos quedado, pero estaba claro que bajaría como había hecho Sehun. Me pregunté por qué no había bajado con su amigo

si lo que quería era imponer distancia. Una visita en pack mucho más protocolaria que sentimental, aunque Sehun hubiera podido interpretarla como que nos acercábamos un paso hacia lo que él quería que intentáramos.

 

Pero no, allí estaba, con tres golpes suaves de sus nudillos sobre la tabla de madera. Cuando le abrí me miró de arriba abajo. Llevaba unos de los calcetines gruesos que me había regalado mi madre, a rayas blancas y rojas y a Batman en todo su esplendor, por encima de pantalón de casa, negro y un jersey que había sido de mi padre. Vamos..., unas pintas de impresión.

 

—Los calcetines son..., no tengo palabras.

 

—Cuando las encuentres llama a mi madre y compártelas con ella, son idea suya.

 

—Hum... —murmuró con los ojos bien abiertos. En la mano llevaba una bolsa de cartón bastante grande.

 

—Pasa.

 

—Qué oscuro tienes esto.

 

—Estaba leyendo en el sofá. Con la luz de la lamparita me bastaba.

 

Le di la espalda y me marché hacia mi habitación a buscar su regalo. Era una tontería... o eso creía yo. Me daba vergüenza haberme tomado la libertad de comprarle un reloj a un hombre con el que me unía... ¿qué? El trabajo, el piso y un montón de recuerdos. Y de ganas. Y un cuento de hadas.

 

—Bueno, bueno, señorito Do. En este Año Nuevo me he encargado de hacerte llegar un regalo.

 

—Vaya, vaya. Qué coincidencia. Yo también me he encargado que le entregue uno a usted, señor Kim.

 

—Interesante. —Se acercó a la ventana, apartó la cortina y se puso a acariciar su barbilla con la mano derecha, mientras la izquierda sostenía la bolsa a su espalda.

 

—Qué cretino eres. Venga..., dámelo.

 

—Menudos modales.

 

—¿Quieres un café?

 

—Sí, gracias.

 

Fui a la cocina y preparé la cafetera. Yo no tenía una Nespresso porque soy de los que prefieren las antiguas cafeteras oroley. Me tomó un par de minutos y cuando salí, lo pillé agitando la cajita de su regalo para intentar averiguar qué contenía.

 

—Eres un tramposo.

 

Sonrió.

 

—¿Qué es?

 

—No sé, ábrelo. Aunque me da vergüenza dártelo.

 

—Ya somos dos.

 

Sacó un paquete cuadrado y plano y otro muy parecido al que yo le había dado. Nos miramos.

 

—Tú primero —le dije.

 

Despegó el celo con cuidado y abrió el papel como si fuese parte integrante del regalo. Me dio risa ver su minuciosidad.

 

—¡Quieres abrirlo de una vez!

 

—Qué poca paciencia tienes, querido...

 

Cuando pudo ver la cajita en la que se leía «Nixon» le entró la risa.

 

—¿Soy muy previsible?

 

—Para nada. Ya lo entenderás.

 

La abrió y sonrió.

 

—Si no te gusta puedes cambiarlo. —Y me sentí tan torpe y avergonzado...

 

—Me encanta. —Y se murió de risa después de decirlo.

 

Era muy parecido a ese reloj suyo que tanto me gustaba, el cuadrado. Tenía la correa plateada, al igual que las manecillas que destacaban sobre el fondo verde botella. Cuando lo vi me lo imaginé a él llevándolo con ese jersey de cuello de pico del mismo color y yo embobado mirándolo. Creo que me puse hasta rojo. Lo sacó y se lo colocó con dedos ágiles. Tal y como lo había imaginado, aunque llevara puesto otro suéter mucho más grueso y de color gris.

 

—¿De verdad te gusta? —pregunté.

 

—¿No lo ves? —Me sonrió—. Muchísimas gracias..., cuánto me conoces.

 

Sonreí y los dos nos quedamos como tontos mirándonos. Él carraspeó pasados unos segundos y me suplicó que abriera uno de los paquetes.

 

—Primero el pequeño.

 

Rasgué el papel y vi que se ponía nervioso. Recogió los jirones del envoltorio e hizo una pelotita con ellos para girarse hacia mí después y ver mi cara de estupefacción.

 

—¿Lo entiendes ya?

 

Era un reloj exactamente como el suyo, pero en dorado. Todo dorado y más pequeño. Le miré sonriendo y se tapó los ojos, como si él también estuviera avergonzado. Tiré la cajita sobre el sofá y me apresuré a ponérmelo, pero no acertaba a cerrar la correa. Él se acercó y me pidió permiso antes de ayudarme.

 

—Ni siquiera te diste cuenta de que te medí la muñeca con los dedos un día en la oficina. Y no hacías más que mirarme como si fuera un tarado. «Puedes soltarme, Jongin, que solo me voy a por un café» —repitió con voz burlona.

 

El reloj cerraba a la perfección. Y era tan bonito que creí que lloraría.

 

—¡¡Es precioso!! —Me lancé a sus brazos sin pensarlo y me abrazó—. ¡Me encanta!

 

Y lo dije con la voz amortiguada por el tejido de su jersey. Sus brazos me ceñían la cintura y hasta me levantó un poco. Estaba contento. Y yo también.

 

—Tienes que abrir el otro.

 

—Te has pasado.

 

—Tú también.

 

Me separé un palmo y alcancé el otro paquete, plano y cuadrado. Repetí la ceremonia de romper el papel y él volvió a recogerlo al momento. Cuando vi lo que tenía en las manos sí creí que iba a llorar. Levanté los ojos, triste, y él se encogió de hombros.

 

—Partimos de la base de que no tienes tocadiscos. Fallo de principiante.

 

—Da igual —musité.

 

Me senté en el sofá y acaricié la portada del vinilo. Fondo blanco y un dibujo que representaba un ojo negro y una lágrima. En letras rojas, «Bebo Valdés y El Cigala. Lágrimas negras».

 

—En realidad ha sido una estupidez —dijo—. Pero... me acordé de aquel sitio en Nueva York..., el 55 bar, ¿te acuerdas?

 

—Te pregunté si creías en el destino y me dijiste que no, pero sí en las señales.

 

Levanté la mirada hacia él. Tenía el ceño fruncido.

 

—No sé qué hacer con esos recuerdos —confesó honesto.

 

—Yo tampoco.

 

—Supongo que... son bonitos a pesar de todo.

 

—Claro que lo son.

 

Se sentó a mi lado. El salón estaba en semipenumbra y las luces de las farolas de la calle refulgían a través de las cortinas abiertas. Suspiró y yo hice lo mismo.

 

—Sé que a veces no soy coherente. No consigo serlo con esto. Es como si me estuviera volviendo loco. —Se revolvió el pelo—. Quiero hacer las cosas bien y dejarlo pasar, pero no puedo. De pronto es como si nada tuviera el mismo sentido que antes. Y es horrible no saber hacia dónde quiero ir. El Club no me interesa. Ni mi música, mis chicas de fin de semana, mi cocina, mis chorradas..., solo quiero ir a trabajar.

 

Ladeó la cabeza hacia mí y me miró. Sonreí con pena.

 

—¿Qué quieres que te diga, Jongin? A mí me pasa lo mismo.

 

Un hombre que lucha contra lo que siente y lo que necesita. No creo que fuera cómodo para él encontrarse en la disyuntiva de elegir, pero no por el hecho en sí de tener que hacer una elección, sino por tener que hacerlo entre lo que quería y lo que tenía. Suspiró, como si diera por perdida la batalla y desvió la mirada de nuevo hacia la ventana. Su gesto fue cambiando hacia una sonrisa y se levantó.

 

—¡Mira...!

 

Le seguí hasta allí y me sorprendió que abriera la puerta corredera que daba a la terraza. Me azotó una bofetada de frío y me puse a temblar. Estaba nevando. Caían unos copos grandes y gordos que estaban cubriéndolo todo de blanco. Hacía años que no veía nevar así y mucho menos en Navidad. Me hizo una ilusión muy estúpida y salí un poco más para poner una palma boca arriba y que se posaran los copos.

 

—¡¡Está nevando!! —y lo dije como un niño pequeño, aunque fuera una obviedad.

 

—Ven. Hace frío.

 

Jongin me envolvió por detrás. Su calor me puso triste. Era una de esas escenas estúpidamente románticas que hacen sentirse especial a una pareja. Una de esas tonterías de película que hacen que te revoloteen las mariposas en el estómago y te sientas morir de amor. Pero él no quería morirse de amor y yo sí. Sus labios se posaron en mi sien y sus brazos me asieron de la cintura. Me sentí como si tras unos puntos suspensivos demasiado largos, el cuento de hadas se reescribiera de nuevo. Si el primer capítulo lo cerramos besándonos frente al Hudson, bailando baladas anticuadas, el segundo empezaba con nosotros en una terraza, tiritando de frío y cubiertos de copos de nieve. Era demasiado bonito como para obviarlo. Me giré y levanté la cabeza hasta encontrarme con sus ojos. Tiré de su jersey para que se agachara y me acerqué a su boca. Se resistió.

 

—No me robes este momento —susurré a escasos milímetros de sus labios.

 

Se contuvo. Lo sé. Luego solo contestó...

 

—No lo voy a hacer.

 

Fue un beso casto, casi de película de Disney. ¿Dónde habían quedado esas sensaciones que casi nos dejaban devastados? Fue tierno. Tranquilo.

 

Jongin me envolvió con los brazos para protegerme del frío porque yo solo llevaba un jersey de lana fina y temblaba. Pellizqué su labio inferior suavemente con mis dientes y su lengua acarició la mía; lo que me explotó dentro solo podía ser amor. Del que se siente una vez en la vida. Un beso, saboreándonos. Y otro, con los ojos cerrados. Y otro, acariciándonos la cara. Y la nieve cayendo encima de nosotros hasta que él se separó de mí.

 

—Vamos a morir de una pulmonía.

 

Y si no contesté que íbamos a morirnos de amor fue porque me dio vergüenza. Cuando entramos y cerró la ventana me acerqué de nuevo, pero dio un paso hacia atrás.

 

—No, piernas. Por favor.

 

—Pero...

 

—Si insistes terminaré cediendo..., quiero hacerlo, pero no está bien. Solo déjame ser un buen tío. Déjame hacer las cosas como creo que deben ser.

 

—Si estás tan seguro, ¿por qué soy yo el que tengo que permitirte hacerlo de ese modo?

 

—Porque podrías hacer conmigo lo que quisieras y no estoy seguro de que el resultado nos hiciera felices.

 

Después se acercó, me besó la mejilla izquierda y acarició con su pulgar la derecha.

 

—Me encanta el regalo.

 

—Y a mí.

 

—Te veo el lunes en la oficina.

 

Y la magia tal y como apareció... se fue. Se fue andando por la puerta hasta el cuarto piso.


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