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Juego final [SeKaiSoo] por FlyToXin

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Volvimos a casa casi sin hablar. Jongin apretaba los dientes y su mandíbula se marcaba bajo la piel rasposa de su mentón. Hubiera podido entablar conversación, pero lo único que me salía decirle era que le quería. Yo no jugaba por placer. Y sí, vale, mi cuerpo se sentía muy necesitado de él, pero si había tanteado, provocado y tocado, era porque quería... estar cerca.

 

Jongin sabía que me quería y yo sabía que nos queríamos los dos. Pero Sehun era la única persona en el mundo que él consideraba tener a su lado incondicionalmente. ¿Cómo apartarlo de lo que un día fue también suyo? Porque una cosa era romper, dar portazo, adiós muy buenas y tan amigos. Pero es que no era el caso. Yo había roto porque estaba enamorado de Jongin. Enamorado como el tonto que casi lloró cuando se arrodilló delante de él con un puñetero anillo en lo alto del Rockefeller Center. Jongin me había devuelto la capacidad de discernir lo que quería y lo que creía que debía querer. Y no porque él, por ciencia infusa, fuera la solución para mis problemas; solo es que yo había ordenado mi vida hasta darle el espacio que merecía. Y no era él, él, él, él. Nada de Jongin, Jongin, Jongin, Jongin. Solo él y yo. Él y yo y la convicción de que Jongin era esa persona junto con la que yo podría construir algo que me llenase de verdad. Apagó el motor y me di cuenta, sorprendido, de que ya habíamos llegado. Él se giró a mirarme y yo le sostuve la mirada.

 

—No me quiero meter en casa —me dijo.

 

—¿Por qué?

 

—No quiero mirarle a la cara y ser consciente de que he elegido otra cosa.

 

—¿Lo has elegido?

 

—¿Tengo en realidad elección? —Sonrió.

 

—Claro que la tienes. Siempre se tiene la posibilidad de elegir.

 

—Es como mi hermano. Los hermanos no se hacen estas cosas —rumió casi para sí mismo.

 

—Jongin, lo que él quiere es imposible.

 

—Pero él está convencido de que es la única opción viable para llevar lo nuestro.

 

—Tú tienes que tomar tus propias decisiones, él las suyas y yo las mías. Lo que no podemos hacer es dejar de hacerlo porque lo que Sehun quiere interfiere en lo que nosotros... —Jongin no me miraba, miraba sus manos agarradas aún al volante. Suspiré, dejando la frase en el aire—. Da igual. No quiero discutir contigo hoy.

 

Negó con la cabeza y después de un suspiro dijo:

 

—Solo estamos hablando.

 

—Es que lo nuestro no se habla.

 

—¿Y qué entonces?

 

—Jongin, para querer bien hay que ser un poco egoísta. Primero tú y yo. Lo demás vendrá después.

 

—No sé si puedo hacerlo.

 

—Es algo que yo no puedo hacer por ti.

 

Se frotó la cara y después asintió.

 

—Vamos.

 

Salimos del coche y anduvimos hasta el ascensor. Dentro de este, no hablamos. Él pulsó el cuarto y yo el séptimo; cuando llegamos a su piso, nos quedamos sin saber cómo despedirnos.

 

—Joder. No quiero bajar —me dijo en una especie de tono de queja infantil.

 

—Pues no te bajes.

 

Tragó. Vi cómo su nuez iba arriba y abajo y después negó.

 

—Tengo que bajar.

 

—¿No hay beso?

 

—No debería haber beso.

 

—Creía que ya habías tomado una decisión.

 

Pero no hubo respuesta. Salió del ascensor con los ojos fijos en el suelo y se fue. Me dieron ganas de terminar de ayudarle a llegar a casa con una soberana patada en el culo. Uno a veces se pregunta por qué narices se creyó durante tanto tiempo queéramos los débiles. ¿Es que ellos no se miran hacia dentro nunca?

 

Cuando llegué a casa me fui directo a la ducha; todo me olía a él, a mí, a sexo. A mis manos tibias tocándole y a él corriéndose encima de mí. Lo peor es que solo con recordarlo me calentaba y no quería. No señor. Esperaba un empuje más valiente por su parte. Al final, aunque nos lo neguemos, esperamos que ellos aparezcan con el corcel blanco, aunque a la hora de la verdad nos resistamos a pensar en que las riendas las lleven otros. Malditos cuentos de Disney. ¿Dónde están las historias de verdad en las que ellos no se atreven y tenemos que esperar a que se den cuenta? Nosotros, que lo tenemos claro, que no nos avergonzamos y que aceptamos nuestros sentimientos de la manera más honesta que conocemos. Y eso me hacía pensar..., ¿cabía la posibilidad de que nunca se diera cuenta, que nunca fuera sincero consigo mismo? ¿En relación a qué?, puede que alguien se pregunte.

 

Pues a que Sehun estaba alargando algo que empezó a desmoronarse en el mismo momento en el que nos planteamos querernos los tres. Estaba convencido de que a Sehun lo que

más le gustaba de aquella idea era el statu quo sobre el que se cimentaba. Llevaba años sin tomar una decisión por sí mismo. ¡Nuestra relación se basó en el abandono de Jongin a aquel experimento! Yo también, lo admito. Pero es muy posible que Sehun ni siquiera se lo planteara de esa manera, que no se diera cuenta de lo que había detrás de su empecinamiento porque los tres volviéramos al país de Nunca Jamás de las orgías en la cama. Era fácil verlo: Sehun tenía un vacío en el pecho que se agrandaba cada vez que nosotros nos alejábamos de ese idílico final a tres, porque nunca se había planteado dónde quería estar. Solo... se había dejado llevar.

 

Como es de esperar, dormí de culo. Para terminar de arreglarlo Baek llamó borracho perdido porque «se había ido a tomar unas birritas» para celebrar que la entrevista con Google había sido un éxito. Por un agujerito me hubiera gustado a mí haberlo visto. Pero el caso es que le habían dicho que lo llamarían para la siguiente ronda y... lo avisaron esa misma tarde. No

creo que Jongin estuviera detrás de aquello, sería menospreciar a mi hermano, cuyo proyecto de fin de carrera sobre los posibles usos de la imagen holográfica en las telecomunicaciones había dejado al tribunal sin habla. Pero quizá..., quizá lo estaban tratando con más cariño. Me tuvo hasta las doce de la noche con su «bla, bla, bla» etílico en el que solo me dejaba mediar para decir: «Qué bien», «genial» y «ajá». Para rematar, se despidió con un:

 

—Estoy muy cansado. Ya hablamos mañana.

 

Aún estoy esperando a que me pregunte qué tal yo... Después de una noche de perros soñando con pelotas de golf, mi hermano y Jongin (todo mezclado y sin sentido) me esperaba un día de los de agárrate y no te menees. Por fin había llegado la cita con ese cliente que Jongin no quería que conociera. Creo que si le hubieran dado a elegir entre que yo asistiera a la reunión o sodomía con una calabaza (de las alargadas, no de las redondas, tampoco vayamos a pasarnos) hubiera elegido lo segundo. Ni siquiera pensé en lo que me ponía. Ya no me preocupaban esas cosas. Con ir sobrio y transmitir una imagen profesional me valía, así que tampoco puedo decir que eligiera una prenda de mi armario buscando ni taparme

frente a los ojos de un supuesto asqueroso machista ni lucirme en plan provocación. De verdad que esa no era mi guerra. Era la de Jongin, que tendría que darse cuenta de que uno demuestra la caballerosidad y la valentía siendo coherente con su vida personal, asumiendo los riesgos que sean necesarios, no gruñendo ni blasfemando si otro mira a tu chico. Esas cosas me ponen bastante enfermo. ¿Qué tipo de demostración de amor es que alguien te diga que no puedes ponerte algo porque es demasiado provocativo? Nosotros somos los que debemos juzgar si estamos cómodos con nuestra vestimenta o con ajustado de nuestro ropero. Para gustos, los colores. Así que... agradecía que Jongin no hubiera hecho alarde de ese tipo de arranque «testosteronil» para no tener que vérmelas con mis ganas de hacerle comer el teclado del ordenador.




Cuando entré en el despacho haciendo resonar mis zapatos, Jongin levantó la vista de los papeles que estaba revisando y me miró de arriba abajo. Había elegido uno de esos outfits recurrentes; lo típico que te pones para ir a trabajar cuando no sabes con qué conjuntar: pantalones negros de traje ceñidos, camisa blanca y americana. Nada especial. No me

había dado tiempo a arreglarme el pelo, así que lo llevaba como recién lavado y secado.

 

—¿Vamos? —le dije nada más recoger algunas carpetas de encima de la mesa.

 

—¿Qué prisa tienes? —le escuché preguntar a regañadientes.

 

—No he desayunado. Invítame a un café antes de la reunión.

 

Jongin llevaba la chaqueta del traje gris marengo, jersey de color granate, corbata negra y camisa blanca.

 

—¿No puedo convencerte para que te quedes, verdad?

 

—Ni lo menciones.

 

Chasqueó la lengua y con un portafolios bajo el brazo salió del despacho. Demasiadas cosas mezcladas allí dentro, pensé viéndolo arrastrar el abrigo. Nos unían demasiadas cosas. «KyungSoo..., búscate otro trabajo, otro piso u otro amor de tu vida, porque así... no».

 

Tomamos un café al lado de las oficinas del cliente. Era un edificio bajo; uno de esos bloques de los años setenta que se habían quedado obsoletos en cuanto a equipación y aspecto. Lo que ahora era Nam, S.L. había empezado su andadura con un par de perfumerías en Seúl a mediados del siglo pasado, que se convirtieron en paradigma del estilo y la sofisticación.

 

Al parecer traían el género desde París, e incluían en su catálogo cosméticos, perfumes y medias de seda. El negocio había prosperado y también evolucionado y el señor Nam era ahora dueño de una de las cadenas con más renombre. Tampoco es que estuvieran montados en el dólar; su negocio tenía asociada la expresión «rancio abolengo» en todo su esplendor. Habían tenido que cerrar una de las tiendas que habían puesto en funcionamiento en los últimos años y estaban viendo que el negocio no tiraba como antes. Jongin les había planteado un plan de acción el año anterior que incluía la necesidad de subirse al carro de la modernidad y dejar los brocados y dorados para las fotos del «cómo era este local hace cuarenta años». Habían cumplido paso por paso la propuesta de servicios: modernización de los sistemas informáticos de la empresa, aprovechamiento de sinergias entre departamentos, revisión salarial, revisión en el catálogo..., todo menos lo que más beneficio les supondría: remodelación de las tiendas. Y no es que Jongin pudiera hacer mucho, porque si no atendieron a este punto fue porque el señor Nam no quiso «mancillar» su imagen. Hasta ahí el trabajo del director comercial. No podíamos hacer más. Pero..., y aquí viene uno de los motivos por los que Jongin lo odiaba con toda su alma, el dueño había considerado que le habían mandado a un muchacho demasiado joven cuyas propuestas no eran más que humo (y que encima era reacio a cerrar los tratos como antaño, con un puro y una pilingui en el regazo).

 

Jongin puede ser muchas cosas, pero en el trabajo destaca por su profesionalidad. No lo veía riéndole las gracias a alguien que le obligaba a poner un pie en un club chusco de moral distraída. Esta vez volvíamos a sus oficinas con una propuesta en firme sobre el cambio de su imagen, con una presentación comparativa entre su marca y otras del mercado y estimaciones sobre costes y demás. No era nuestro trabajo. Nuestro departamento de diseño se encargaba de branding, sí, es verdad, pero nunca se había metido en un proyecto de remodelación de establecimientos. No éramos interioristas, pero habíamos pringado a todo un equipo de diseñadores para llevar algo que sostuviera nuestra hipótesis de que la propuesta de servicios profesionales anterior no había dado sus frutos porque Nam seguía anclado en el siglo pasado. Bueno, historias aburridas del curro.

 

La cuestión es que la primera impresión ya no fue buena. Hasta la recepción enmoquetada apestaba a tabaco rancio, como si no se hubiera ventilado aquella planta desde la ley antitabaco. ¿Hablamos de la moqueta marrón? Mejor lo dejo. Y las lámparas de los setenta, los sillones de «terciopelo» de la recepción..., hasta el uniforme de la pobre chica que atendía tras el mostrador. Mientras esperábamos que la secretaria del señor Nam nos recibiera, Jongin se puso a repasar como un loco el protocolo de la reunión:

 

—Yo os presento, expongo mi opinión educada de sus quejas, planteas la posible solución y le doy el presupuesto.

 

—Lo has dicho ochenta veces. ¿Qué te pasa?

 

—Que este tío me cae fatal —rebufó arreglándose la corbata.

 

—Vale, ¿y qué? ¿Es que toda tu cartera de clientes es íntima amiga o qué?

 

—Es muy maleducado, KyungSoo. No estoy seguro de cómo va a reaccionar cuando te vea.

 

—Pues tú por eso no te preocupes, que padre ya tengo uno y hace muchos años que me valgo por mí mismo.

 

Gruñó. Y no le dio tiempo a decir más porque nos hicieron pasar al mastodóntico despacho de aquel señor, que tenía enmarcado un póster simulando el cartel de una tarde de toros con su nombre entre los de los toreros. Sentado en un sillón de piel que había vivido tiempos mejores nos esperaba él. Tenía una espesa melena negra brillante (no sé si por grasienta o por usar aún brillantina), un bigote recortado y una de esas bocas como pequeñas y babosas. Me dio asco a rabiar, pero supongo que estaba contaminada por lo que Jongin me había contado de él. No se levantó para recibirnos. Se quedó hundido en su trono de piel falsa mientras Jongin se inclinaba para darle la mano. Yo hice lo mismo y cuando sus dedos estrujaron los míos, una mueca parecida a una sonrisa se dibujó en su cara.

 

—Vaya, vaya —dijo.

 

Escuché los dientes de Jongin rechinar.

 

—Señor Nam, le presento a Do KyungSoo, es mi ayudante.

 

—Encantado —repetí.

 

—Encantado yo. Madre de Dios, lo lozanos que salís ahora de la escuela.

 

—Yo ya hace años que salí de la universidad —contesté escuetamente, haciendo hincapié en mi formación.

 

—No mientas —dijo zalamero—. Tú aún estás en edad de merecer.

 

Él sí que se merecía un par de hostias. Tomamos asiento y seguimos con lo programado. Jongin entabló primero la típica charla de cortesía, preguntándole por «su señora» y por sus hijos y cuando su interlocutor contestó con monosílabos sin quitarme la mirada de encima, se metió de lleno en el trabajo. Hablaba, hablaba, hablaba, pero el señor Nam no le prestaba ninguna atención. Y que conste que lo estaba haciendo brutalmente bien: era profesional, claro, ejecutivo. Terminó con un gesto de evidente frustración y yo tomé el testigo para seguir.

 

—Señor Nam, lo que le proponemos es que considere la idea de redirigir la imagen de su marca al público que más le conviene y que le traerá mejores resultados. —Me incorporé y le pasé un dosier—. Hemos realizado algunas pruebas con nuestro equipo de branding.

 

—¿De qué?

 

—Marca. Diseño de marca —contesté—. Como verá...

 

Sus ojos solo veían la piel que mi camisa dejaba al descubierto. Carraspeé.

 

—Como verá, creemos necesario un lavado de cara para sus tiendas..., ha hecho un gran trabajo renovando el catálogo de productos, pero la imagen tradicional de sus establecimientos supone en muchos casos un impedimento para que la o el clienta o cliente media se acerque. Incluso el uniforme de la gente que se encuentra tras el mostrador...

 

—No les voy a poner pantalones holgados—dijo sin venir a cuento—. No me gusta que los empresarios o empleados no enseñen las piernas, que para algo las tienen. Esa moda de vestirse como gamberros..., no me gusta. Y no estoy de acuerdo. Los pantalones para quienes los llevan en casa. Las faldas para ellas.Y pantalones ceñidos para ellos. —Miró mis piernas—. Antes en la escuela de secretariado les daban buenos consejos sobre cómo vestir en el trabajo.

 

—Yo no he ido a una escuela de secretariado —contesté con firmeza.

 

—Falda —impuso—. Me gustan las rodillas de las chicas. Y los boxer ajustados para los hombres. ¿Usted usa de esos boxers, señor? Mi padre los traía de París, de los de seda, ¿sabe usted? No esos sacos horribles. Los clásicos de...

 

Miré a Jongin de reojo. Estaba rojo y apretaba los puños sobre las piernas.

 

—Bueno —sonreí falsamente—, que use o no medias no creo que sea una cuestión importante. No quiero entretenerle con ese tipo de datos que seguro son secundarios.

 

—A mí no me lo parecen. Y seguramente a su jefe tampoco.

 

Jongin abrió la boca para contestar, pero me adelanté.

 

—A mi jefe le importa más mi currículo. Y mis ideas. Si le parece, en las siguientes páginas puede ver varias propuestas de...

 

—Pequeño... —dijo con tono condescendiente—. Estaré encantado de que pases por algunas de mis tiendas a probarte unos cuantos bóxers. Esto mejor que me lo explique el señor Kim.

 

Jongin y yo nos miramos.

 

—¿Por qué?

 

—Prefiero tratar los temas profesionales con un caballero. Así mantengo la mente más fría —se burló.

 

—No entiendo por qué no iba a mantenerla fría conmigo.

 

—Pues porque soy un hombre y usted un caballero delicado con bonitos atributos... —Sus manos insinuaron la forma de trasero recorriendo mi cuerpo con la mirada.

 

Supongo que tenía que habérmela sudado todo y haber pasado el testigo a Jongin. Supongo que tendría que haberme mordido la lengua, porque no valía la pena malgastar energía en discutirle nada a aquel gañán. Pero... no me pude aguantar.

 

—Señor Nam, antes de estar en esta empresa fui redactor en uno de los periódicos más importantes de este país. He trabajado con muchos hombres, hombres..., de los de verdad, y cuando trabajan no piensan en si llevo calzoncillos de seda o cuero—carraspeé—. Dicho esto, me gustaría que tuviera la amabilidad y la educación de dejarme hacer mi trabajo.

 

Abrió la boca indignado.

 

—Señor Kim, ¿tolera usted ese tono?

 

—¿Qué tono? —Y Jongin se acomodó en su asiento con una sonrisa.

 

—Haga el favor de dejarnos hacer negocios —me dijo con firmeza—. Siéntese, sonría y a la próxima, si quiere vender algo, póngase un buen conjunto. Esa camisa no se transparenta lo suficiente y los pantalones no son ajustados como para que queramos escuchar su opinión.

 

—Si vuelve a hablarme en ese tono me marcho de aquí y le pongo una denuncia por acoso sexual y trato vejatorio. Así, de primeras. Porque resulta que uno de mis amigos, de los que llevan pantalones en lugar de pantalones «ajustados», es uno de los mejores abogados de Seúl. Así que guárdese la chorra en los pantalones, deje de mearse en la boca y cállese. A nosotros nos da igual, porque al fin y al cabo, su negocio tiene los días contados. Echará la cortina en cuanto entierren a las cuatro momias empolvadas que siguen entrando en sus tiendas, que, por cierto, dan tanto asco como este despacho.







Dos horas después Jongin y yo estábamos sentados con la mirada gacha en el despacho de Osito Feliz, que no tenía pinta de ser demasiado feliz entonces. Llevaba diez minutos recriminándonos el encontronazo con Nam y, aunque fingíamos mucha seriedad, nosotros llevábamos diez minutos descojonándonos internamente.

 

—... porque no contentos con olvidar que el cliente siempre tiene la razón, le habéis dicho no sé qué de su chorra, de mearse en la cara y de que va a morirse como una momia.

 

—No ha sido exactamente así —empecé a decir.

 

—¡Me da igual! —contestó—. En esta empresa no se trabaja así. ¡¡Me da igual cuántas películas americanas hayáis visto!! ¿¡Quiénes os creéis que sois!? ¿Los Vengadores?

 

A Jongin le dio la risa y se escondió, mirando hacia el suelo.

 

—¿Y encima te ríes? Pero ¿es que estás borracho?

 

—No, no. Claro que no —contestó aguantándose las carcajadas—. Pero lo cierto es que haber permitido que el señor Nam siguiera tratando a KyungSoo así, hubiera rozado la ilegalidad. Él solo se ha defendido.

 

—¿Y tú qué hacías mientras él «se defendía», si se puede saber?

 

—Disfrutar —le respondió.

 

La reprimenda duró cosa de cuarenta minutos. Fuimos «castigados» bastante más severamente de lo que hubiera esperado, porque se nos congeló un porcentaje importante de nuestro variable, que no cobraríamos al final del año fiscal. Osito Feliz se declaró de acuerdo en no tolerar el trato que había recibido pero condenó totalmente las formas. Y lo entiendo, pero no hay dinero en el mundo que pague la sensación de triunfo con la que salí de aquel despacho. De los dos. No me sentía regañado. Me sentía... bien. A veces uno se tiene que ponerse de chulo porque hay gente que no merece otra cosa. Así que con la cabeza bien alta volví hacia nuestro despacho, pensando que si mi padre se enterara diría exactamente lo mismo que Osito, que hay miles de maneras de tratar el tema sin tener que hablarle así a un cliente. No sé ni por qué lo hice, pero me dio gustito hacerlo. Y a juzgar por la expresión de Jongin..., a él también le había gustado la sensación.



Cuando llegamos al despacho y cerramos la puerta, Jongin se apoyó en ella y se descojonó. Nos dio la risa tonta a los dos. Había sido una niñería reaccionar así. Lo más maduro hubiera sido levantarnos de aquel despacho e irnos; rechazar la cuenta de ese cliente y esperar que aceptaran la renuncia y le encalomaran el marrón a algún otro rancio de nuestra empresa, con el que seguro que aquel señor encontraba la horma de su zapato, pero no pude evitarlo. Tengo el genio muy corto cuando me tocan las gónadas repetidas veces. Jongin se tapó los ojos y se encogió sobre sí mismo sin poder parar de reírse. Y yo me carcajeaba delante de él como un tonto.

 

—Para —le pedí.

 

Pero él no dejaba de reírse. Solo respiraba hondo y volvía a estallar en carcajadas.

 

—Joder. ¡Eres más chulo que un ocho, piernas!

 

—Es que... —Me reí—. ¡Me dio mucho asco!

 

—¡Te lo dije! —pero contestó con una sonrisa enorme, preciosa, contento de haber visto cómo me desenvolvía.

 

—Pero ¡no me vale con que me lo digas, Jongin! —le contesté con una sonrisa—. ¿Qué voy a hacer, esconder la cabeza para evitar tener un problema? Hay problemas demasiado divertidos.

 

El gesto le cambió. Su sonrisa se volvió algo insegura y sus ojos se concentraron en los míos.

 

—Tienes razón. Siempre la tienes.

 

—No, no siempre. No te dejes engañar por mi pinta de chico listo.

 

Lanzó una carcajada.

 

—Maldito descarado —murmuró con una sonrisa—. Qué guapo eres.

 

—¿Te gusto porque soy guapo? —pregunté con sorna—. Qué superficial.

 

—Me gustas por ser quien eres. Y porque nunca dejas que otros te pasen por encima.

 

Sonreí como un tonto.

 

—Bah... —Me giré y fui hacia mi mesa—. No me gusta que un hombre me hable mal.

 

—Mmmm... —murmuró con guasa.

 

—¿Qué quiere decir ese «mmmm»?

 

—Que no estoy del todo de acuerdo. En algunos momentos sí te gusta que un hombre te hable mal.

 

—¿De qué estamos hablando exactamente? —le pregunté levantando una ceja.

 

—Bueno, creo que ya lo sabes.

 

Me reí y me dejé caer en mi silla. Jongin me guiñó un ojo y se metió en su despacho mientras se quitaba la chaqueta. Tenía razón. Había una única situación en la que sí me gustaba que un hombre me tratara mal. Un hombre en concreto, él, tratándome mal porque yo se lo pedía bajo su cuerpo o con su erección enterrándose en mi boca. Respiré hondo. Por el amor de Dios, Jongin. Desbloqueé el ordenador y traté de concentrarme en lo que el día anterior había dejado a medias por hacerle una paja. Una paja..., con su polla caliente y pesada palpitando en mi mano. Recordé la sensación de recibir su semen encima de mi piel y sus jadeos adornándolo todo a nuestro alrededor. Mierda, volvía a estar cachondo. Me había sabido tan a poco. Una ventanita apareció en mi ordenador, parpadeando. Era Jongin.

 

—¿Desde cuándo prefieres mandarme un chat a darme dos gritos desde tu silla? —le pregunté.

 

—Impertinente —me contestó divertido.

 

Lo abrí.

 

Kim Jongin:



Estoy tan orgulloso de ti...



Do KyungSoo:



Y yo de que tú no hayas saltado como un perro rabioso.



Kim Jongin:



Creí que a los chicos como tú les gustaba que os defendiéramos.



Do KyungSoo:



Quizá en el siglo pasado. Sé hacerlo solo.



Kim Jongin:



Lo sé. Lo he visto. Y lo has hecho mucho mejor de lo que lo hubiera hecho yo de haberme metido.



Do KyungSoo:



¿Y cómo lo hubieras hecho, si es que se puede saber?



Kim Jongin:



A lo vikingo. Me he imaginado lanzándome encima de él, apuñalándole con el abrecartas y después...



Do KyungSoo:



¿Y después?



Kim Jongin:



Después... Huir. No sé.



Le escuché reírse desde su mesa.

 

Do KyungSoo:



Y después... ¿haciéndome el amor encima de la alfombra?



Kim Jongin:



Sí. Pero encima de la alfombra no..., que daba bastante asco.



Do KyungSoo:



Y ¿entonces?



Kim Jongin:



Y ¿entonces qué? Deja de pincharme. Estamos trabajando. No voy a mantener contigo cibersexo en la oficina.



Do KyungSoo:

 

Eres tú quien ha propuesto lo del cibersexo, que conste en acta. Y... que no quieras mantener conmigo una de esas charlas en la oficina..., ¿significa que sí querrías en otro sitio?



Kim Jongin:



Quizá. Necesito que me mandes por favor el PowerPoint con las cifras de la aseguradora. Gracias.



Bonito cambio de tema. Menudo fastidio. En el momento en el que empezaba a divertirme, cuando sentía que mi interior se estremecía, como si estuviera sintiéndolo metiéndose en mí... Llevaba demasiado tiempo sin ver a Jongin deshacerse en un orgasmo dentro de mi cuerpo y hay pocas cosas más deseables que aquello que te niegan.




El día siguió normal. Trabajamos. Comí con Bora. Tomé un café con Jongin frente a la máquina. Sehun vino a vernos (creo que esperaba abrir la puerta y encontrarnos follando como descosidos encima de la mesa de mi escritorio) y la revisión de unos textos para una propuesta comercial se llevó el resto de la tarde por delante. Pero nada se pudo llevar esa sensación cálida, algo húmeda, que colonizaba por completo mis sentidos. Necesidad, le llaman. Necesitaba más de Jongin.


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