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Juego final [SeKaiSoo] por FlyToXin

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POV JONGIN



Entré en casa entre cabreado y confuso. No entendía nada. Ni a mí ni a KyungSoo ni a Sehun. ¿Podía ser verdad lo que afirmaba KyungSoo? ¿Estaba Sehun haciéndose el tonto para no tener que tomar una decisión? Porque... si al final KyungSoo y yo dábamos el paso, todos tendríamos que hacer algo con nuestras vidas. Cambios. No es que no me gusten, es que soy de esos hombres que piensan tres veces antes de actuar.

 

Sehun estaba sentado en el sofá cambiando de canal sin dar ni siquiera tiempo a que la imagen se estabilizara en la pantalla. Creí que ahí vendrían los reproches. Incluso lo imaginé lanzándome el mando a distancia a la cara... y Sehun tiene buen brazo y puntería. Pero... nada.

 

—Hola —me dijo—. ¿De dónde vienes tan tarde aún con el traje?

 

—Del Club —mentí con soltura.

 

Me quedé mirándole para ver si algo en su cara delataba que sospechaba (o sabía) de dónde venía yo, pero él ni siquiera se fijó en mí. En su rostro no había rastro de emoción ninguna.

 

—¿Y qué tal? —volvió a preguntar.

 

—Bien.

 

Se giró hacia mí.

 

—¿Qué haces ahí parado?

 

Como no supe qué responder, cambié de tema:

 

—¿Has cenado?

 

—Sí. Me comí un sándwich.

 

Asentí como un gilipollas y me dirigí hacia mi habitación.

 

—Oye, Jongin...

 

Me giré hacia él en el quicio de la puerta y frunciendo un poco el ceño me dijo:

 

—¿Has hablado con KyungSoo?

 

—Trabajo con KyungSoo, claro que he hablado con él. Concreta un poco más.

 

—Quiero decir..., ¿te ha contado KyungSoo si sale con alguien?

 

Contuve la respiración y dejé salir el aire muy despacio de dentro de mi pecho.

 

—No —le dije—. Pero ahora que lo mencionas sería lo mejor para todos.

 

—Quizá tengas razón —confesó mientras miraba de nuevo la televisión justo en el canal que KyungSoo y yo habíamos estado viendo en su casa—. A lo mejor..., a lo mejor seguir con esto es un error y lo único que puede hacer con nosotros es estropearlo.

 

—¿Estropearlo?

 

—Sí. —Me miró de nuevo—. Estropear nuestra relación. La tuya y la mía.

 

Cuando me metí en la habitación cerré la puerta a mi espalda y me sentí como un perro. Me sentí el peor amigo del mundo. Un hermano de vergüenza. Merecía que me abandonara, que hiciera su vida sin preocuparse de mí y de nada de lo que pasara. Merecía que KyungSoo volara tomando por fin el camino más fácil que le llevara a los brazos de otra persona. Aquella noche no dormí.




Llegué pronto a la oficina y me sorprendió encontrar a KyungSoo ya allí. Llevaba un jersey sencillo, gris muy oscuro, conjunto con los zapatos de cuero y unos pantalones grises como de traje, de esos que dejaban sus tobillos a la vista. Estaba de pie junto a su mesa, ordenando los papeles de dentro de una carpeta y cuando se giró hacia la puerta.

 

—Buenos días —saludó seco.

 

—Buenos días.

 

Entorné la puerta y me acerqué a él. Cogió una carpeta y me la colocó sobre el pecho.

 

—El dosier de la empresa de aplicaciones móviles. Briefing y perfiles personales.

 

Cogí la carpeta y le di las gracias. Estaba enfadado. No le culpo, yo también lo estaba y ni siquiera sabía con quién ni por qué. Al menos él sabía las razones por las que no tenía un buen día y quién era el culpable.

 

—Esto..., KyungSoo.

 

—¿Qué?

 

—KyungSoo... —volví a llamarlo. Me había dado la espalda y estaba amontonando papeles y carpetas marrones—. No hagamos esto.

 

Me acerqué tanto cuanto pude y le besé la sien. Él cerró los ojos.

 

—¿Sabes lo que pasa, Jongin? Que trabajamos juntos. Porque si hoy yo acudiera a otra oficina y no tuviera que verte, se me terminaría pasando, pero tengo que estar lidiando contigo todo el día, con el trabajo y con todo lo que llevamos a rastras. Y así es imposible que se me pase.

 

—Tienes razón —le dije.

 

—Bien. Pues ya sabes lo que significa eso.

 

—No. ¿Qué significa?

 

—Que deberías ir buscando otro ayudante porque yo voy a terminar aceptando el primer trabajo que me pase por delante.

 

Suspiré.

 

—Hagamos las cosas con cabeza. No nos precipitemos.

 

Se giró hacia mí. Esos ojos grandes como gacela mirándome. Era...perfecto, pero no porque fuera guapo, sexy, elegante, ni porque mis dedos tuvieran carne a la que agarrarse cuando le rodeaba las caderas y lo empujaba hacia mí. Era perfecto porque era la puta horma de mi zapato. Curioso, inteligente, risueño, valiente, independiente y un poco travieso. Porque no le gustaba cocinar y nunca se planteó tener que aprender a hacerlo para contentarme. Porque no temía ser fuerte y él mismo ni decir abiertamente qué era lo que quería. Yo me había creído muy entero, muy mío, muy yo, pero no fue hasta que le conocí que me di cuenta de que estaría siempre incompleto si no compartía mi vida con alguien como él. Él.

 

—No sé hacerlo mejor —le dije.

 

—Pues tendrás que encontrar la manera. Ya me cansé de amoldarme a tu forma de hacer las cosas.

 

—¿Y qué propones?

 

—Esa es una pregunta que debes contestarte tú.

 

Volvió a girarse hacia su mesa, pero tiré de su mano y lo atraje hacia mí.

 

—Tienes razón en una cosa: trabajamos juntos y tenemos que lidiar con muchas cosas. No voy a dar pie con bola hasta que no me des un beso y me digas que me perdonas por ser un cretino.

 

—Tengo razón en más de una cosa.

 

—Vale —le respondí.

 

—No me digas vale. No quieras amansarme sobándome el lomo.

 

Agarré su cara entre mis manos y lo acerqué a mí.

 

—Dame un beso —le pedí—. Buscaré el modo de hacerlo.

 

Sus cejas se relajaron y aflojó la tensión de sus hombros. Se arrimó a mí y me dio un beso breve que me supo a nada. Supongo que hubiera tenido otro sabor de haberme quedado a dormir con él. Recordaba vagamente la sensación de rodear su cintura con mi brazo y notar sus piernas acomodándose junto a las mías... y lo añoraba. Añoraba todo su cuerpo, al completo.

 

—Habla con Sehun—me pidió después—. Habla con él de frente y claro.

 

—Solo... dame tiempo, ¿vale? Quiero hacerlo bien.

 

—Esto suena demasiado a tío casado que promete que se divorciará. ¿Y sabes cómo suelen

terminar esas historias? Él nunca se separa.

 

—No siempre termina así. No seas cínico. Siempre pensé que tú creías en el amor.

 

—Creía. Ahora necesito tener donde agarrarme para poder mantener ciertas creencias.

 

Y no pude añadir nada, porque tenía razón.





A la hora de comer KyungSoo se marchó con Bora y yo bajé a por un horrible sándwich. Ojalá tuviera más tiempo, no solo para almorzar. La idea fue mutando, primero partí del recuerdo del último rato que había invertido en preparar una buena cena, por placer, hasta alcanzar el resto de aspectos de mi vida. Siempre corriendo de un lado a otro. El trabajo. Los clientes. El Club. Sehun. Entre esas cosas, organizadas con orden marcial, aderezaba mi existencia con sexo e innombrables placeres que hacían la vida más soportable. Pero tenía treinta y cuatro años. ¿Por qué tenían que ser las cosas así? Nadie más que yo había impuesto ese orden y nadie más que yo podría cambiarlo.

 

Aprovechando parte de mi hora de la comida saqué de mi cartera una tarjeta e hice una llamada. No fue muy larga, pero dio mucho de sí. Nunca pensé que fuera a hacerla motu proprio. Siempre creí que, si algún día me planteaba vender El Club, lo haría harto de que me rondaran con ofertas. Todo el mundo tiene un precio. Pero... ¿y mi vida? ¿Lo tenía?

 

Aquel señor, por llamarlo de alguna manera sin utilizar las palabras proxeneta de lujo, me dio toda la información que le pedí y conseguí que me hiciera por fin una oferta en firme, con cifras concretas y nada desdeñables. Le pedí que me pasara por escrito punto por punto lo que ofrecía y prometí contestar pronto.

 

—Tengo que hablarlo con mi socio.

 

«Con mi parte de la pasta que nos ofrecen podría pedirme una excedencia y darme la jodida vuelta al mundo», me dijo Sehun una de las veces en las que tanteamos el tema de vender El Club. Eso quería decir que estaba abierto a vender, ¿no? Lo había dicho muy claro. «Vendemos, sin más».

 

Un carraspeo me sacó de mi estado de concentración y me di cuenta de que aún sujetaba el teléfono en la mano. KyungSoo estaba de pie en el quicio de la puerta que separaba nuestros despachos, con el cuerpo apoyado en el marco.

 

—Hola, piernas.

 

—Hola. —Agachó la cabeza—. ¿Puedo pasar?

 

—Claro.

 

Al llegar a mi lado me sorprendió que se sentara en mis rodillas. Me di cuenta entonces de que la puerta que daba al pasillo estaba cerrada.

 

—Ya se me ha pasado... un poco —me dijo.

 

—Bien.

 

—¿Vais a vender El Club?

 

—Es de mala educación escuchar conversaciones ajenas.

 

—Al fin y al cabo ibas a contármelo, ¿no?

 

—No sé si lo haremos. Solo estaba... tanteando el terreno.

 

—Pero esa oferta la tienes desde antes de verano.

 

—Sí, aunque no habíamos tocado ciertos temas —afirmé.

 

—¿Y qué te ha empujado a... tantear?

 

Me eché hacia atrás, apoyando la espalda en el respaldo de la silla y lo miré. Estaba magnífico allí sentado sobre mis rodillas. Lo querría siempre así, mirándome con sus enormes ojos oscuros, regalándome palabras desde sus dos jugosos labios rojos.

 

—El día que te dijimos de qué iba nuestro negocio..., ¿te acuerdas?

 

—Claro.

 

—Me avergoncé. Eso me hizo pensar.

 

—¿Y llevas ocho meses pensando en ello?

 

—Sí.

 

—¿Te lo piensas todo tanto?

 

—Suelo hacerlo, sí.

 

—No te lo pensaste tanto conmigo. —Sonrió formando un corazón con sus labios.

 

—Hay cosas que uno no puede controlar.

 

—La de cosas que te habrías ahorrado de haberlo hecho...

 

—¿Y qué me dices de las cosas que me habría perdido? —Le sonreí.

 

—Podrías regalarme un poco los oídos y decírmelas.

 

—Ya las sabes.

 

Él sonrió espléndidamente y me sentí morir. Otra vez la asfixia. El amor.

 

—Entiendo que eres uno de esos hombres que estudian muy bien el terreno en el que ponen los pies y por eso estoy dispuesto a darte un tiempo de reflexión. No volveré a sacar el tema si no lo haces tú antes, pero permíteme sugerirte que tantees el tema de la venta del negocio con Sehun.

 

—¿Por qué?

 

—Porque si tengo razón en lo que creo que está haciendo, no aceptará.

 

—Él nunca ha tenido problemas con la idea de venderlo.

 

—Ahora los tendrá.

 

Se levantó de mis rodillas y volvió hacia su mesa.

 

—Me pongo con el comunicado sobre el cambio de la base de clientes.

 

—Vale —asentí.

 

—Llévame a casa hoy, ¿vale?

 

Y lo que él quisiera, yo lo haría.

 

Llegamos al garaje a las siete y cuarto. Nos habíamos entretenido con el trabajo y tuve que decirle que eran mucho más de las seis para que despegara sus ojos de la pantalla. El trayecto lo habíamos hecho casi en silencio, aunque a él no le gustara. Sonaba el disco de Imagine Dragons y se había entretenido en tararear las canciones y mirar por la ventanilla. Y no sé si en ese silencio él se había planteado lo mismo que llevaba torturándome a mí toda la tarde. Sé que teníamos problemas de los que ocuparnos, pero no dejaba de pensar en volver a sentirlo encima, debajo. No podía evitar imaginar que, por fin, después de cuatro o cinco meses, volviera a hacer el amor con él aquella noche. A decir verdad, lo había imaginado y pensado tantas veces que albergaba en mi cabeza como una docena de versiones. En todas él terminaba arqueado, sudoroso, conteniendo un gruñido de placer de sus cuerdas vocales en su pecho. Y yo me correría en su interior caliente y palpitante mientras sentía todos sus músculos aferrarse a mí. Lo necesitaba por tantos motivos... y casi todos estaban lejos del alivio de una sesión de sexo completa.

 

Cuando subimos en el ascensor, él pulsó el piso de su casa y yo no hice amago de hacer lo

mismo con el mío. Iríamos a su casa. Haríamos el amor. Le besaría. Entramos y él colgó las llaves en el perchero que yo había puesto para él seis meses atrás. Se quitó el abrigo y lo metió en el armario de la entrada. Le di el mío cuando con un gesto me lo pidió. Después entró en la cocina y sacó dos cervezas frías; me pasó una y brindamos en un gesto rápido con el culo de los botellines. Se dejó caer en el sofá y se quitó los zapatos de cuero y los calcetines los movió a un lado.

 

Sonreí.

 

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó poniéndome las piernas encima del regazo cuando me senté a su lado.

 

—Tú.

 

—¿Qué parte de mí?

 

—Tus pies.

 

Movió los deditos y se rio.

 

—Sé que son horribles —se quejó—. No los mires.

 

—Son muy monos. —Jugueteé con uno de sus dedos y él encogió las rodillas.—Siempre tan

elegante..., siempre tan...

 

—¿Tan qué?

 

—Tan perfecto.

 

—Me has visto recién levantado. ¿Sigues pensando eso de la perfección?

 

—Cuando te levantas aún lo estás más.

 

—Es una cosa que nunca he entendido. ¿Cómo pueden decir eso la gente? ¿Lo hacen por quedar bien, verdad? No me explico cómo pueden vernos mejor despeinados y con restos de

babilla seca al lado de la boca.

 

—Puede, pero hay una cosa que no entienden y es que no nos enamoramos de la perfección absoluta.

 

—¿Ah, no?

 

—Claro que no. Todas esas cosas que tú crees que te hacen peor, más imperfecto, son las que sostienen lo enamorado que estoy de ti. ¿De qué serviría tener al lado a alguien que siempre está impecable si es incapaz de provocarte ternura, por ejemplo?

 

—¿Soy tierno recién levantado?

 

—Eres un furby tierno, sí.

 

Me dio una patada y se levantó con una sonrisa.

 

—Dame los zapatos. Voy a ponerme cómodo.

 

—¿Puedo acompañarte? —le pregunté levantando la ceja izquierda.

 

Entramos en la habitación tropezándonos con la puerta, el diván, rebotando en el armario y caímos a la cama con las bocas pegadas, compitiendo por quién se comería a besos al otro. Iba ganando yo. Me podían las ganas, lo confieso. Quería que aquella vez fuera especial. Quería hacerlo despacio, besarle y que cuando termináramos supiera todo lo que sentía hacia él sin necesidad de tener que decírselo. Pero... me aceleré.

 

Le quité el jersey con él tumbado sobre la cama y mi rodilla entre sus piernas abiertas. Seguimos besándonos y sus dedos se deslizaron entre los mechones de mi pelo que a aquellas alturas ya estaba hecho un desastre. Me quitó el jersey, la corbata y la camisa a tirones. Y yo me desabroché el pantalón como un quinceañero impaciente por sentir el calor del interior de alguien. Jadeaba antes incluso de quitarle el pantalón. Llevaba unos bóxers ajustados y negro.

 

—Joder —farfullé.

 

—No los rompas —gimió—. Por el amor de Dios, valen una pasta...

 

Los saqué por los tobillos con cuidado y me quité el pantalón como pude. Estuve a punto de no quitarme ni los calcetines, pero me volvió la cordura en el último momento. KyungSoo me recibió con las piernas abiertas y flexionadas. Le penetré y cerré los ojos en el proceso. ¿Cómo se me podía haber olvidado aquella sensación? Todo mi cuerpo subió unas décimas de temperatura.

 

—Ah... —gimió cuando me moví—. No hay nada en el mundo como esto, Jongin.

 

Ni contesté. Me mordí con fuerza el labio inferior notando un calambre de placer en la parte baja de mi espalda. No, no, no. Paré. Él jadeaba y me miraba.

 

—No pares, por favor. Hazlo. Quiero tenerte dentro.

 

Y sin moverme mi polla dio una sacudida dentro de él.

 

—Esto... —gemí—, esto va deprisa, cielo.

 

—Sigue...

 

Mi cadera volvió a empujar y lo sentí..., lo sentí demasiado tarde como para parar. Dos

penetraciones más y tuve que agarrarme a la almohada. Grité mientras su interior acogía mi erección con calor y humedad, apretado. Me corrí sin poder remediarlo. Me moví torpe y descargué una y otra vez, vaciándome por completo. Cuando el temblor me abandonó y me atreví a mirarlo, KyungSoo tenía los ojos abiertos de par en par por la sorpresa. Creo que había durado dos jodidos minutos. O menos. Es posible que no llegaran a ser más de seis o siete empellones.

 

—Joder..., cielo. —Apoyé la frente en su clavícula, avergonzado.

 

No me había pasado en la vida. Bueno..., miento. Me había pasado una vez, hacía muchos años. Muchos. No había cumplido aún los veinticinco y conocí a una mujer de treinta y cuatro que me hizo con la lengua cosas que yo no sabía ni que existían. Cuando se la metí..., dos empujones tardé en correrme y eso que me tranquilicé un poco en el proceso de ponerme la gomita. Pero es que habían pasado casi diez años de eso.

 

—Lo siento —repetí.

 

Si yo fuera él creo que estaría mosqueado. Me incorporé un poco, sosteniéndome con mis brazos y le vi sonreír. La sonrisa fue ampliándose y me contagió.

 

—Si te ríes ahora me haces polvo —le pedí a punto de echarme a reír yo también.


KyungSoo se giró un poco, se tapó la cara con un trozo de almohada y se descojonó. Cuando me apoyé en su pecho a reírme también, supe que era el hombre de mi vida y que nunca, nada, ni nadie, podría cambiar ese hecho. Tendría que buscar cómo hacerlo posible. No había más.


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