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Colores primarios por blendpekoe

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Tomé nuestras billeteras y mi celular, tratando de actuar de manera lógica y calmada, áreas que me fallaban en crisis. A Santiago le costó pararse incluso con ayuda, disimulaba todo lo que podía pero los grandes movimientos lo afectaban mucho. Iris complicaba la parte de mantener la calma porque no paraba de preguntarle a su padre qué le sucedía y a él se le dificultaba responder al intentar no demostrar el dolor. Caminamos despacio hasta llegar al auto, no se apoyaba en mí pero agarraba mi brazo con mucha fuerza en su única forma de decirme lo mal que lo estaba pasando porque lo poco que hablaba era para decirle a su hija que se tranquilizara. Sentarse en el auto también fue difícil y dejó escapar un quejido que no pudo contener. Iris parecía querer llorar y estar al borde de empeorar la situación, de puro miedo hacía caso pero también del miedo no lograba acatar todo lo que se le pedía.


Me dirigí al hospital más cercano que cubría su seguro médico, temí llevarlo a uno público sabiendo que podrían demorar en atenderlo. Mi cabeza no colaboraba para bien y recordé las urgencias que me había tocado ver que comenzaban con una situación parecida a la nuestra; las que terminaban mal siempre estaban relacionadas a la atención tardía. Traté de manejar lo más rápido que mis nervios me permitían porque detrás de mí Iris lloraba y Santiago ya no hacía ningún intento de calmarla, se enfocaba en soportar lo que sea que le estaba ocurriendo. Ponía sus manos en su abdomen, que era el lugar de donde parecía nacer el dolor y sus ojos estaban húmedos a causa de la intensidad. Tuve que dejar de ponerles atención para llegar al hospital y de algún lado saqué la concentración necesaria para manejar a pesar de lo que ocurría a mi alrededor.


Estacioné en la puerta del ingreso de emergencias, en pleno paso peatonal, y fui a buscar asistencia. El hospital era uno de esos que eran demasiado grandes, demasiados ostentosos, demasiados iluminados y con demasiado personal. Un médico que hablaba con la recepcionista fue el primero en escucharme y empezó a hacer lo que más necesitaba en ese momento: darme indicaciones. Me pidió respirar para serenarme y entenderme con claridad, era más una maniobra que una necesidad, lo había visto muchas veces en mi trabajo anterior. Un enfermero caminó conmigo hasta el auto donde, después de un par de preguntas, asintió sin dar ninguna opinión. En cuestión de minutos ayudaron a Santiago para salir del auto y pasar a una silla de ruedas. El médico veía mi pánico por lo que me mandó a dejar el auto en el estacionamiento y luego darle todos los datos a la recepcionista, ellos se ocuparían del resto.


Adentro del auto Iris lloraba y preguntaba por su padre.


—Está con los médicos, está bien —respondía con poca convicción.


Le di la identificación de Santiago a la recepcionista, quien se compadecía de la niña que me asediaba sin parar, también intentó tranquilizarla pero fue ignorada. El médico que me había acompañado apareció de la nada, lleno de calma.


—Ya lo están revisando.


Pero no traía novedades, solo volvía a su puesto original.


Lo único que podíamos hacer era sentarnos a esperar, un concepto difícil de entender para Iris que hacía preguntas imposibles de responder. Después de un rato se cansó o me creyó que nada malo pasaba y se calmó un poco. Se quedó parada mirando hacia la puerta de la cual, le había explicado, alguien saldría a decirnos que su padre ya estaba bien. Me era muy difícil transmitirle tranquilidad cuando yo mismo estaba angustiado y con ansiedad miraba la misma puerta.


La sala de espera estaba bastante poblada, muchos esperaban ser atendidos mientras que otros, como nosotros, esperaban novedades. Algunos nos miraban con simpatía. El médico tenía como trabajo evaluar desde la misma puerta qué era urgente y qué podía esperar. En un momento ingresó una mujer que traía un niño inconsciente en los brazos y el médico la llevó directamente hacia la zona de atención. Se hizo un gran silencio en la sala y a mí se me revolvía el estómago por no saber qué estaba sucediendo con Santiago; si había empeorado, si podrían descubrir qué padecía, si habíamos llegado a tiempo.


La espera se hizo eterna. Iris se sentó a mi lado enojada y yo me conformé con eso, la tardanza me ponía nervioso. Llevábamos casi una hora de espera cuando escuché el apellido de Santiago. Me acerqué al médico quien estaba muy relajado, reconocí esa expresión, lo que fuera no era grave.


—El dolor es causado por el apéndice —me explicaba con sencillez.


Sentí que volvía a respirar y la noticia de que debía ser operado en ese momento era menos trágica comparado con todo lo que había pasado por mi cabeza.


Iris me golpeaba para llamar mi atención, ella no entendía qué ocurría.


—¿Podemos verlo antes de la operación?


—No se va a poder, ya se lo llevaron para prepararlo.


Explicarle a la niña el tema de la operación fue agotador, no tanto por la parte de que su padre sería operado, ella no relacionaba la intervención con algo más complejo que tomar un remedio, el problema era que ella no entendía de tiempos. Su cansancio fue lo único que la hizo controlable pero renegaba y hasta me echó la culpa de no poder ver a su padre. No discutía con ella, solo la miraba con pena. A un costado de la sala había un par de máquinas expendedoras y le ofrecí que eligiera lo que quisiera, eso ayudó a su mal humor. Como si lo hubiera hecho a propósito, eligió una lata de gaseosa.


Después de otra gran espera, un cirujano nos dio las novedades, todo había salido bien con la operación y Santiago estaba despierto. Hasta yo sabía que era algo sencillo y común pero, aun así, me sentí aliviado al escucharlo. Para verlo, teníamos que ir a la habitación donde lo trasladarían.


En ese momento eran más de la una de la madrugada y, al intentar ir a la habitación, nos detuvo el personal de seguridad.


—Los menores no pueden ingresar fuera del horario de visita —informó con discreción.


La regla no me sorprendía, era política en cualquier hospital. A un costado de la entrada al sector de internación se encontraba un cartel donde se leía que el horario de visita comenzaba a las nueve de la mañana.


Regresé con Iris a la sala de espera de urgencias donde ella no escuchaba más razones y yo no sabía qué hacer. Me senté a pensar angustiado por toda la situación, viendo como ella lloraba en silencio porque no podía ver a su padre y no podía comprender el motivo. Santiago, por su parte, estaba solo sin saber nada de su hija. Fui a buscar una bebida para mí en la máquina y ella me siguió pidiendo también algo para beber. No me hablaba, únicamente señalaba lo que quería. De otra máquina agregué un sándwich que comió hasta la mitad.


—Vamos a ir a casa —decidí—. Y volvemos para la hora que nos dejan pasar.


—Yo no me voy.


Se agarró de la silla como si fuera necesario.


—Hasta mañana no podemos verlo.


—No.


—No podemos quedarnos aquí toda la noche —dije con más firmeza.


Me levanté en señal de que no negociaría.


—Nadie te quiere. Vete.


Seguía agarrada de la silla queriendo llorar. Así que volví a sentarme, tampoco podía llevármela a la fuerza. Me recosté en el respaldo vencido por la situación, frustrado, sintiéndome un inútil. Para ese momento el reloj mostraba que eran las dos.


—Tu papá está durmiendo. Nosotros también tenemos que dormir.


Aunque yo estaba lejos de poder dormir ella no podía pasar la noche allí. Se comió lo que quedaba del sándwich ignorándome. Dejé de insistir.


Después de un largo rato de silencio comenzó a darle sueño y cuando no aguantó más, como hacía con su padre, tiró de mi ropa pidiendo que la levantara. Con cierta desconfianza le di el gusto, porque nunca había hecho eso antes, y se durmió.


No podía culparla de nada, apenas entendía lo que pasaba, estaba asustada y yo no era su mejor compañía. Fue una noche muy larga. Alrededor de las cuatro se despertó.


—¿Ya podemos ver a papá?


—Todavía falta —respondí con suavidad, sabiendo que reaccionaría mal.


No dijo nada ni se mostró molesta por estar en mis brazos, después de un largo rato volvió a dormirse. Yo estaba agotado y dolorido por la posición pero prefería que ella durmiera a que ambos estuviéramos peleando.


Por la mañana desayunamos en la cafetería esperando que se hicieran las nueve. Otra espera eterna. Iris seguía somnolienta pero no rechazó la comida, tampoco había vuelto a quejarse. En punto estuvimos frente a la entrada al sector de internación para que nos abrieran y poder ir a la habitación donde estaba Santiago. Él se encontraba recostado, con el suero infaltable a su lado, se veía extenuado más que aliviado del dolor. Pero su expresión se iluminó un poco al ver a su hija que corrió hacia él con desesperación. Ella preguntaba muchas cosas con urgencia, él respondía lo que podía con lentitud. La imagen de su padre en la cama de hospital le quitó la alegría y volvió a asustarse. Le tomaba la mano y pronto lo puso al tanto de nuestro pernocte en el pasillo. Santiago me miró por sobre su hija preocupado y yo levanté los hombros con culpa sin saber qué decir al respecto. No había sido mi mejor actuación ni había sido la mejor opción ante la situación que se nos presentó pero ya estaba hecho. Me acerqué a él y besé su frente.


—¿Estás mejor?


—Sí. Ahora no me duele nada hasta que me saquen el analgésico. Tengo seis puntos.


Me sorprendió que tuviera una cirugía abierta pero ante una emergencia no había mucha alternativa. Acaricié su pelo sin poder dejar de mirarlo después de todo el susto. Mostraba un cansancio inusual que se notaba hasta en cómo apoyaba la cabeza en la almohada pero estaba tranquilo.


—¿Se portó bien? —me preguntó con pena.


—Sí —se apuró en responder Iris—, me porté bien.


—Sí —afirmé después de ella—, se portó bien.


Sonrió con sospecha por nuestras palabras. Pero la noche de pesadilla que habíamos pasado ya no tenía ninguna importancia.


***


Gabriel llegó a media mañana y lo esperé en la puerta del hospital para encargarle que fuera a mi casa a buscar el celular de Santiago, entre otras cosas. Cuando regresé a la habitación, Iris veía la televisión junto a su padre, había acercado una silla para quedar a su lado, no quería alejarse de él. Un médico apareció antes del almuerzo y después de una breve evaluación determinó que Santiago no se iría ese día del hospital, él no cuestionó la decisión, le faltaba fuerza y agilidad, estaba deshidratado.


Gabriel regresó trayendo, además de lo solicitado, un ramo de flores que se ganó nuestra extrañeza. A Iris le gustó mucho y se prestó para ayudar a ponerlas en un florero que había en la habitación.


—Quise traer chocolates pero me dijeron que no puedes comer nada de eso —explicó.


Santiago tuvo un momento de decepción ante esas palabras pero las flores volvieron a distraerlo.


—Es la primera vez que me regalan flores —comentó.


Mi hermano lo tomó como un gran halago. Dispuesto, como siempre se mostraba conmigo, se quedó con nosotros. Pero la simpatía y la amabilidad se perdieron cuando fuimos a almorzar a la cafetería, fuera de la vista de Santiago, al reclamarme que no lo llamé cuando llegamos a emergencias.


—Te hubiera hecho compañía —decía enojado—. Aunque no te pudiera ayudar en nada. No tenías que haberte quedado solo de esa forma, pasando la noche en un pasillo de hospital como un loco.


Nos sentamos a comer y él no dejaba de mirarme con acusación.


—No dormiste nada.


Por un momento vi la viva imagen de nuestra madre en él, en su enojo, en su gestos, en su exageración. No quise discutir su preocupación, Iris estaba con nosotros y escuchaba todo con atención, aunque no temió interrumpir para pedirme que le cortara la carne.


—Tienes razón, en todo, pero no estaba pensando con claridad —me defendí.


Con esas palabras Gabriel accedió a darme paz verbal aunque de él no dejaba de emanar una energía de resentimiento a nivel dramático.


Cuando regresamos a la habitación, Santiago tenía nueva compañía, Julieta estaba sentada a su lado hablando con él.

Notas finales:

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