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El precio de la venganza por Kheslya

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El precio de la venganza. Capítulo 19: Cuando una montaña se derrumba (II).

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El día amaneció tan húmedo y neblinoso como su propia mente, a tal punto de hacer difícil distinguir si era mañana, tarde o noche. Llovía copiosamente y el viento hacía impactar con tanta fuerza las gotas contra el cristal que habría jurado que granizaba. La cabeza le palpitaba como si tuviese un segundo corazón y cada nuevo repiqueteo en los cristales era como una aguja clavándose con saña en su cerebro.
Con los ojos todavía a medio abrir y la mente más presente en los reinos me Morfeo que en su propia realidad, palpó el colchón, hallando junto a él el cuerpo todavía durmiente de Marcus dándole la espalda. Se aferró a éste e inhaló su inconfundible esencia, percibiendo cierto toque agrio que al instante identificó como el característico olor del alcohol, dándose cuenta que no era de Marcus de quién procedía aquel olor, sino de sí mismo. Débiles flashes inundaron su mente, recuerdos vagos de la noche anterior. Abrazó con más fuerza el cuerpo junto al suyo, dándole silenciosamente las gracias por cuidar de él en sus peores días. No sabía cómo lo hacía, pero Marcus, aún con su manera algo huraña y hasta fría de ser habitual, lograba llevar paz a su corazón. Tal vez no mataba sus demonios, como él mismo no era capaz de matar los de Marcus, pero los apaciguaba. Los amansaba como un curtido domador lo hacía con fieros leones.
Sin demasiada prisa por abandonar el lecho, y más concretamente a quien también dormía allí, se fue deshaciendo de las sábanas que cubrían su desnudez para después, sin vergüenza alguna (¿qué vergüenza podía tener? Solo estaban ellos dos, y entre ambos era más natural verse de esa manera que cubiertos por ropas), caminar con pesadez fuera de la habitación, echando un último vistazo a las pálidas nalgas descubiertas de Marcus. Rió desganadamente y entró al cuarto de baño para darse una ducha con la esperanza de que, no solo abandonasen su cuerpo los restos de alcohol de la noche pasada, sino también la consecuente resaca y por qué no, también aquellos monstruos que lo habían llevando a estar así.

Abrió el grifo de la bañera hasta el tope y esperó sentado en el borde de ésta a que se llenase lo suficiente como para cubrir su cuerpo, observando ensimismado el agua caer. Una vez estuvo lo bastante llena, se introdujo sin cuidado, sin importarle el agua que pudiese salpicar el suelo. El agua estaba tan caliente que en seguida los azulejos aguamarina se empañaron. Joel posó una de sus manos en los azulejos, dibujando distraídamente formas difusas y abstractas que después él mismo borró. Casi sin quererlo, empezó a recordar el inicio de esa noche, y lo que inevitablemente eso traía con ella.

Lo que antes había sido de un intenso marrón ahora recordaba más al aspecto de una infusión demasiado aguada. El hielo prácticamente fundido ya, capturaba por completo sus ojos, tan marrones como quizá lo había sido aquel whisky una escasa media hora atrás. Pero sus pensamientos no podían encontrarse más lejanos de aquel lugar, muy lejos. Lejos del resto de personas que lo rodeaban y bebían riendo, ajenos a problemas que preferían dejar fuera una vez que cruzaban la puerta de locales como aquellos. Lugares para olvidar, para divertirse o al menos para desinhibirse como nunca harían en cualquier otro lugar. Pero su principal padecimiento era él mismo y su mente, un fantasma del pasado. Y eso no podía dejarlo en guardarropa.

(6 años antes)

El primer año tras la marcha de Marcus a Irlanda había supuesto un cambio muy significativo en la vida y día a día de Joel. Al conocer al más joven y posteriormente convertirse en amigos, casi sin percatarse de ello su vida había empezado a girar alrededor de Marcus y de aquel hospital que los vio conocerse. Dejó a sus amigos de lado sin pensarlo (y de hecho, en su mente no los había dejado de lado ni les había dado menos importancia de la que antes tuvieron), e incluso a su familia, aunque ver a su padre todos los días en el hospital era algo inevitable. Le costó mucho volver a habituarse a una vida normal (pues, aunque en su momento no se lo pareció, que un adolescente pasase las tardes y todos sus fines de semana en un hospital, no era lo más normal), y todavía más lograr el perdón de unos amigos que se sentían sumamente dolidos por sus constantes desplantes (¿y qué iba a hacer, si cada vez que sus amigos le invitaban a salir un viernes o un sábado, se imaginaba a su pequeño y arisco amigo de ojos verdes solo en aquel hospital, mientras él, ajeno a ello, salía a divertirse por ahí?).

Casi dos años después de que Marcus se hubiese marchado, su vida volvía a ser, dentro de lo que cabía (pues el recuerdo de él seguía muy presente, y las ganas de ir a verlo a todas horas incrementaban cada día más) normal, con los altibajos normales de alguien de su edad que intentaba compaginar los estudios con una vida social cada vez más escasa (descubrió que las palabras resaca y exámenes no eran buena combinación y procuró evitar como buenamente pudo la cercanía en su vida entre la una y la otra, aunque sus amigos,  «valientes cabrones», se quejaba, no ayudaban demasiado con ello).
Marcus y él solían hablar todas las tardes de los viernes por videollamada por insistencia suya, y entre semana no faltaban los mensajes (que eran más monólogos suyos que otra cosa, pero ya estaba acostumbrado a ello).
Aunque Joel no era el mejor hijo del mundo, no era de discutir fuerte con sus padres. Pero a un mes de las vacaciones de invierno, eso cambió. Pidió a sus padres su consentimiento (y ayuda económica para ello pues, aún a sus diecinueve años, todavía era dependiente económicamente de ellos), para pasar las vacaciones en Irlanda, más concretamente junto a Marcus. Ya llevaba dejando caer el tema como quien no quería la cosa cada vez que cenaban los tres juntos, y aunque no se habían mostrado desagradados con la idea, al momento de la verdad, le negaron el permiso. Todo acabó derivando en constantes discusiones entre los tres, sobre todo entre Gael Joel, ya daba igual cuál fuera el motivo. Finalmente, fue su madre, Rebecca, o como prefería ser llamada, Becca, quien, con su acostumbrada sonrisa indolente le permitió ir a aquel viaje, no sin hacerle prometer antes que disfrutaría como nunca.

Huelga decir la felicidad que Joel experimentó y que permaneció durante todo el viaje, le duró todas las vacaciones. Volvía a dormir una vez más junto a Marcus, volvía a besarlo y volvía a abrazarlo cuando en mitad de la noche las pesadillas lo atacaban (aunque siempre quedaba en su fuero interno la pregunta de si alguien más había ocupado su lugar, y a veces espantarla era difícil).

Todo iba bien en esos momentos. Cuando se es tan joven y no se ha estado expuesto a dolores psicológicos que trae la experiencia, se es irremediablemente estúpido, y Joel, como joven protegido que había sido, lo era mucho más. Por eso, no le pareció extraño que los meses anteriores, su madre se hubiese empeñado en constantes planes familiares, o que su padre de un día para el otro se hubiese tomado un año sabático del hospital. Tampoco se preguntó en su momento qué había cambiado en sus padres para que no quisiesen dejarlo pasar las vacaciones de invierno lejos de casa.
La llamada de madrugada fue corta, fría y directa, como jamás antes había escuchado a su padre. La mañana del siguiente día Joel volvía a estar montado en un avión camino a casa.

El funeral fue sobrio pero concurrido. Joel no lloró una sola vez frente a todas aquellas personas que se le antojaban extrañas, raras, y sobre todo, falsas. Hipócritas.
Gente que ni siquiera conocía le expresaba sus condolencias por la fatal e irreparable pérdida. Se lamentaban y lloraban, contaban anécdotas que pretendían ser graciosas pero que solo desembocaban en una nueva cacofonía de temblorosos llantos. Su abuela materna había tenido que ser atendida de urgencia pues, en mitad del velatorio, sufrió una bajada de tensión y de no haber sido por varias de aquellas personas desconocidas para él (que sin embargo lo trataban como amigos de toda la vida) la anciana se habría precipitado de bruces contra el suelo, a los pies del féretro de su única hija. Y su padre estaba tan ido como él mismo. Su cuerpo, físico, se encontraba allí, junto al de su esposa, rodeado de gente que intentaban consolarlo. Pero su mente se hallaba muy, muy lejos. Miraba el cuerpo de la que hasta ese momento había sido el amor de su vida, la madre de su hijo, como si ésta fuese a abrir los ojos solo para él, a sonreírle como siempre hacía cuando lo pillaba mirándolo infraganti y a besar sus labios como la primera vez. Tomaría su mano entre las suyas, más pequeñas y huesudas, e irían a casa, lejos de allí. Pero Becca no abrió los ojos, ni le sonrió, ni le besó, y lo único que acompañó a padre e hijo a su casa fue una urna con las cenizas de la mujer más importante para ambos.
Joel jamás podría llegar a perdonarse por no haber sabido leer las señales. Por no haber estado junto a su madre en sus últimos momentos.


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