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El precio de la venganza por Kheslya

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El precio de la venganza. Capítulo 4: Eberhard.
 
 
 
El hombre trajeado, de aspecto impecable, a la par que duro e imponente repasaba uno tras otro los documentos que se extendían ante él, medio desparramados por la mesa, pero extrañamente ordenados y clasificados.
Sus ojos azules miraban un documento y después de leerlo detenidamente, decidía qué hacer con él.
 
Eberhard Nachnamen Schwarzschild, conocido en los bajos fondos como "von Schwarzschild, la muerte alemana", había sido uno de los abogados más importantes y prestigiosos de todo el país, temido y respetado por toda la comunidad jurídica. Todos rezaban para no tener que enfrentarse contra el alemán en un juicio, porque aquel hombre siempre ganaba.
 
Siempre. Y algunas veces, no de forma justa.
 
Pero nadie vivía lo suficiente como para acusar al abogado von Schwarzschild, actualmente unos de los jueces más famosos. Y aunque lo hiciesen, ¿quién iba a creerlos?
 
"Nunca dejar cabos sueltos." Aquel era su lema por excelencia, y tanto él como sus hombres lo cumplían a rajatabla.
 
Salvo, quizá, una única vez...
 
Unos golpes en la puerta se oyeron, haciéndolo apartar la vista de todos aquellos documentos para dirigirla hacia la puerta.
 
— Adelante.
 
La puerta se abrió y por ella ingresó al despacho una mujer joven, de veinticinco años quizá, con su cabello castaño cobrizo recogido perfectamente en un impecable moño en la base de la nuca, ataviada con un traje de chaqueta gris. Entre sus brazos, apretadas contra sus pechos,  cargaba varias carpetas de distintos colores y tamaños.
 
— Señor Nachnamen —habló con voz firme, clavando la vista en el cielo azul que se distinguía a través de la ventana tras el juez. Había servido al alemán como ayudante (jamás como mano derecha, ese puesto ya estaba ocupado) el último año y medio, y sabía que él odiaba que le mirase directamente a los ojos, parecía que eso lo cabreaba.—. Le traigo todos los documentos relacionados para el caso de la farmacéutica —él le hizo un gesto para que dejase todos los documentos sobre su mesa, volviendo a posar toda su atención sobre los que ya yacían ahí . Ella dudó unos segundos, mirando de un lado a otro con evidente nerviosismo.
 
— Irina, ¿necesitas algo? —seguía sin mirarla.
 
— B-bueno... —empezó a hablar, nerviosa, con su mirada marrón ahora clavada en el suelo—, el próximo lunes comienzan las clases, y no podré atender sus asuntos como los últimos meses en que estaba desocupada. Es mi último año y no quisiera que mis notas bajen...  —con miedo, alzó la vista del suelo para mirar a Eberhard, quien le devolvía la mirada totalmente serio. Irina tragó saliva. Ese hombre le daba miedo, la aterraba. ¿Quién, en su sano juicio, no temía a ese hombre?
 
— Acércate. —Eberhard, impulsándose con sus manos sobre la mesa, echó su sillón hacia atrás.
 
Irina, sabiendo ya perfectamente lo que su jefe quería, caminó hasta quedar frente a él y se sentó en su regazo, con las piernas abiertas y su rostro mirando al del hombre, tragándose la vergüenza que en aquellos instantes la embargaba.
 
— Siempre que después de clases regreses aquí —sus manos comenzaron a acariciar las curvas de las caderas de Irina, provocándole a esta pequeños escalofríos—, no habrá ningún problema.
 
Irina ya no habló más. Tan solo se dejó hacer por las grandes manos de aquella bestia alemana que decía ser un hombre, perdiéndose en el placer que le brindaba, como tantas otras veces.
 
Ella había querido dejar el trabajo ese día. Parecía que eso no iba a ser posible.
 
                         ••••••••♠••••••••
 
Eran pasadas las dos de la tarde y Johann había decido seguir durmiendo, ignorando los molestos rayos del sol que le daban de lleno en el rostro y a su hermano pequeño que parecía haber confundido su cama con una colchoneta y no paraba de brincar sobre ella, haciendo que el cuerpo del mayor se sacudiese también.
 
Debía de haberse dormido sobre las once de la mañana y estaba agotado. Su cuerpo le gritaba que le diese ese descanso que tanto necesitaba, y él no se negaría a ello, sobre todo ahora que dentro de una semana tendría que regresar a clases, y eso implicaba dormir poco y mal.
 
Claro que su cuerpo también le estaba gritando que asesinase a su hermano pequeño, escondiese el cadáver y volviese a dormir. Pero eso estaba descartado; su madre le arrancaría la piel a tiras y se haría un abrigo con ella si tocaba a su amado Alger. Alger era el pequeño de los tres hermanos con sus trece años. Johann a veces pensaba que el pequeño era excesivamente maduro para su edad y que ocuparía el cargo de su progenitor sin problema alguno, pero después se daba cuenta que podía ser más infantil que un niño de ocho años.
 
— ¡Largo! —le espetó a su hermano pequeño mientras, en un rápido movimiento que el niño no pudo evitar, le agarró uno de sus finos tobillos y lo hizo caer sobre el colchón haciendo sonar los muelles de la cama, que se fusionaron con el grito de sorpresa del menor. — Ahora. 
 
— Papá no va a tardar en llegar... —el chico hizo un mohín que normalmente hubiese hecho reír al mayor, pero la falta de sueño y ese horrible despertar habían agriado demasiado su humor—, pensé que quizá, si todos estábamos vestidos y preparados cuando llegase, podríamos convencerlo para salir juntos a algún lugar... —Alger no lo miraba a los ojos, sino que miraba todo el tiempo mientras hablaba sus propias manos, retorciéndose los dedos con nerviosismo.
 
A Johann de alguna manera se le bajó algo el mal humor al verlo así. Su hermano no solía decirlo en voz alta, pero Johann sabía perfectamente que Alger, más que el último ordenador o videoconsola del mercado, más que ese videojuego de guerra tan sangriento y poco recomendado para menores, lo que de verdad quería y ansiaba era un padre que jugase con él, que le hablase para algo más que no fuera preguntarle cuáles eran sus notas. Un padre que le demostrarse su cariño y amor. Y Johann sabía todo aquello por el simple motivo de que él también se había sentido así por años. Quizá, una parte de su ser todavía se sentía así. Al menos el pequeño de la familia tenía el amor incondicional de su madre, quien lo defendía a capa y espada de cualquier cosa, algo de lo que ni Erika ni él habían gozado jamás.
 
Esbozó una diminuta sonrisa y apretó el hombro de su hermano para indicarle que saliese de la habitación, y este, en silencio lo obedeció, dejándolo de nuevo solo.
 
Volvió a dejar reposar su espalda sobre la cama y en el momento que oyó la puerta cerrarse, un suspiro salió de sus labios.
 
Era increíble que pensar en aquel chico, cuyo nombre ni siquiera conocía, lo hubiese privado de algo tan importante para él como eran sus horas de descanso.
 
Ya no tenía claro si odiaba a Joel o al chico de ojos verdes. Pero lo que sí tenía claro, era que había algo conocido para él en este último, algo le decía, le gritaba que no era la primera vez que lo veía. Sin embargo, el chico no parecía haberse fijado en él para nada, más bien lo había ignorado como si nada cuando le sonrió.
 
Soltó un bufido.
 
La gente normal sonreiría si les sonríes..., ¿o no?
 
— Se acabó, no pienso comerme la cabeza por un niñato maleducado de primer año. —habló en voz alta, mientras se obligaba a sí mismo a salir de la cama para vestirse y conceder la petición de Alger, aun sabiendo perfectamente que su padre o no acudiría a casa o, si lo hacía, no querría salir a ningún sitio, menos aún en familia.
 
                       ••••••••♣••••••••
 
— Estaba pensando... —dijo Joel desde el sillón, donde se encontraba medio tumbado mirando la televisión, aunque sin verla realmente. Marcus y él habían ido directamente a casa del segundo en cuanto hubieron arreglado todos los papeles de la matriculación para la universidad.
 
— ¿Tú pensando? Algunos planetas han debido de alinearse...
 
— ¿Por qué no vivimos juntos? —soltó de golpe, ignorando por completo las pullas de Marcus. Tantos años con él lo habían enseñado a no hacerle caso con ese tipo de cosas. El moreno no era precisamente la persona más habladora del planeta pero, cuando lo hacía, solía tener la legua bastante afilada. Joel no estaba seguro si hablaba de aquella manera con la intención de herir, o simplemente no se percataba de ello.
 
Marcus entrecerró los ojos y frunció el ceño, removiéndose para sentarse de lado en el sofá junto a Joel y así poder mirarlo.
 
— ¿Qué?
 
— Bueno, de casa de tus padres hasta la universidad hay mínimo media hora de viaje en coche —explicó el castaño—. Pero desde aquí hay poco más de un cuarto de hora a pie. ¿O pensabas alquilar un apartamento? Para eso mejor quédate aquí. Sabes que mi casa es tu casa.
 
Y lo cierto era que, aunque no le gustase admitirlo, Marcus sabía que Joel tenía razón.
 
Alphonse podía permitirse perfectamente pagarle un piso cerca de la universidad, pero Marcus consideraba que ya había abusado demasiado del hombre los últimos diez años. Podía constar como hijo de Alphonse y Helen ante la ley y ante los ojos de prácticamente todo el mundo —incluso de la propia Helen—, pero no lo era, y no tenían ningún deber de mantenerlo económicamente, ni él quería que lo tuviesen.
 
— ¿Y bien? —Joel insistió.
 
— Con una condición.
 
— ¿Cuál?
 
— No dormiré en tu habitación. —Joel hizo un ruido parecido a un gruñido de protesta ante la condición de Marcus.
 
— Pero no es justo... —la voz del moreno sonó en un tono lastimero que pretendía ablandar el empedrado corazón del moreno.
 
— De acuerdo, entonces me quedaré en casa de... —la voz de Joel lo cortó.
 
— ¡Vale, vale! No te obligaré a dormir en mi cuarto...
 
Marcus sonrió y, aprovechando que Joel se encontraba con la mirada clavada en la televisión y una mueca de disgusto pintada en su rostro por no haber conseguido su objetivo, pasó por encima de él, sentándose sobre sus piernas, con las manos sobre los hombros de Joel y una pierna a cada lado de su cadera.
 
Aunque Joel quería fingir seguir enfadado un poco más, no pudo evitar devolverle la sonrisa a Marcus y morder delicadamente su labio inferior cuando este lo besó y seguir así su juego, dejando escapar jadeos de puro placer cuando Marcus comenzó a alternar lamidas y mordidas en su cuello, mientras movía sus caderas sobre su creciente erección.
 
En poco tiempo Marcus se había deshecho tanto de sus pantalones como de sus calzoncillos dejando su pene erecto totalmente expuesto, así como de la camisa de Joel.
 
Lentamente, fue bajando sus manos desde los hombros de Joel hasta su pecho, acariciándolo y pellizcando sus pezones, llegando hasta sus abdominales y después a su abdomen, para finalmente toparse con los pantalones del chico que parecían a nada de explotar por culpa de excitación del castaño.
 
Marcus sonrió al alzar la vista y toparse con el rostro de su compañero ligeramente sonrojado, y aquella mirada de pura lujuria que tan acostumbrado estaba a ver. Llevó sus manos hasta el botón del pantalón del chico y le bajó la cremallera junto a sus bóxer. Tomó su miembro y empezó a masturbarlo lentamente, torturándolo.
 
Le gustaba jugar con Joel de aquella forma. Ver su mirada ansiosa y demandante esperando.
 
Cuando iba a acelerar el ritmo con el cual lo masturbaba, sintió una intrusión brusca en su entrada y gimió, ganándose una risilla de Joel.
 
Dejó que Joel lo preparase durante unos minutos antes de levantarse un poco, agarrando con una mano todavía la erección de mayor para guiarla hasta su entrada, mientras que apoyaba la otra en uno de sus hombros para sujetarse. Joel poseyó sus labios justo cuando empezaba a bajar, penetrándose a sí mismo mientras ahogaba un gran gemido entre besos húmedos. Marcus quedó sentado de nuevo sobre el castaño durante unos segundos, intentando acostumbrarse al intruso que ahora lo llenaba.
 
Empezó a mover las caderas de arriba a abajo, lentamente, pero poco duró a ese ritmo y empezó a acelerar, gimiendo y gruñendo cerca del oído de Joel, consiguiendo excitarlo más, si eso era posible.
 
Joel se dejó llevar por el ritmo regular que marcaba el menor, dejando descansar las manos sobre sus caderas. A pesar de que el pasivo solía ser Marcus la mayoría de las veces que tenían relaciones sexuales, la realidad era que el ritmo de todo siempre acababa por marcarlo el moreno. Quien realmente llevaba la batuta en aquella extraña relación que se había forjado hacía años, era él. Y a Joel no le importaba, se había dejado llevar por él desde el principio, y lo seguiría haciendo, hasta el último momento.

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