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El precio de la venganza por Kheslya

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Notas del capitulo:

Me está dando por actualizar bastante rápido. Espero que os esté gustando

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El precio de la venganza. Capítulo 5: Chicago.
 
 
 
Marcus no podía dejar de preguntarse, una y otra vez, si había tomado la decisión correcta al aceptar la propuesta de Joel de ir a vivir con él a su piso.
 
Era cierto que el mayor y su optimismo crónico, a veces le resultaban agotadores y llegaba a sacarlo de sus casillas –cosa difícil de conseguir–, pero si tenía que sincerarse consigo mismo, los momentos que pasaba junto al él, era lo más cercano a sentirse a gusto que había experimentado desde hacía más de diez años. 
 
Pero no quería involucrarlo en ningún asunto turbio. No quería meter en problemas a Joel, y viviendo él, no estaba seguro de si eso sería posible. De una forma u otra, acabaría por arrastrarlo consigo en su caída hacia las profundidades.
 
No, en el fondo sabía que Joel ya estaba involucrado por el simple hecho de ser la persona más cercaba a él.
 
— ¿Puedo pasar? —la voz de Helen se oyó desde la puerta entreabierta de su habitación y por ella ingresó la mujer de mediana edad, acercándose hasta Marcus y sentándose sobre la cama.
 
— Ya has pasado, mamá... —murmuró por lo bajo, dando una respiración más profunda que el resto, y continuando con la difícil tarea de conseguir meter diez años de su vida en apenas un par de maletas. A Marcus le daba igual, él hubiese preferido llevarse tan solo lo imprescindible, pero Alphonse le había advertido que si no se llevaba recuerdos y supuestas fotos familiares, Helen se sentiría mal. Así que había acabado por meter un par de álbumes familiares al fondo de una de sus maletas, junto a la cajita azul marino que contenía sus posesiones más preciadas y a la vez dolorosas. No sabía si llevar la caja a casa de Joel sería una buena idea, pero tampoco podía arriesgarse a dejarla y que Helen acabase por dar con ella. — ¿Pasa algo? —preguntó dejando de luchar contra sus maletas y mirando de reojo a la mujer, la cual alisaba su falda compulsivamente, una y otra vez. Estaba nerviosa, era evidente, y en cuanto formuló la pregunta, las manos de Helen quedaron congeladas, como si ella misma ya supiese que eso era lo que la delataba.
 
— No quiero que te vayas... —confesó entonces. Marcus iba a replicar algo, pero Helen no se lo permitió—, pero eres un adulto. Quiero... quisiera que siempre fueses mi pequeño hijo, pero eres un adulto que debe vivir la vida y tener sus propias experiencias. Mamá siempre estará esperando que vengas a hacernos una visita de vez en cuando.— no aguantó más y, aprovechando que su hijo se había sentado también en la cama junto a ella, lo abrazó fuertemente, como si aquella fuese la última vez que fuera a verlo en mucho tiempo y necesitase grabar en su cerebro el calor del cuerpo del moreno.
 
— ¿Interrumpo? —Alphonse se encontraba junto a la puerta, observando la escena con los brazos cruzados sobre su pecho. Llevaba todavía puesto uno de sus sombríos y oscuros trajes que usaba para trabajar, y en el suelo, apoyado en el marco de la puerta, estaba su maletín de cuero negro.
 
— Solo me despedía de Marcus, y le estaba diciendo, que si en algún momento se pelea con su amigo o está incómodo viviendo con él, puede regresar cuando quiera. —Antes siquiera de terminar de hablar, Helen ya se había levantado de la cama, dándole un beso en la mejilla a Marcus y caminando con rapidez hasta la puerta, pasando junto a su marido y dándoles la espalda a ambos, perdiéndose entre alguna de las otras habitaciones de la casa.
 
Tanto Alphonse como Marcus decidieron pasar por alto el hecho de haber visto las lágrimas silenciosas cayendo por el rostro de la mujer, que intentaba ocultar huyendo lejos de ellos.
 
En cuanto Helen se hubo marchado, Marcus regresó a su tarea de llenar de ropa su maleta, introduciéndola perfectamente doblada, mientras Alphonse terminaba de entrar en la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
 
— ¿Estás seguro de esto? —Alphonse, quien había ocupado el rol de padre de Marcus los últimos años, se paró tras este, clavando su mirada en la espalda del más joven.— No hagas tonterías, Marcus.
 
— Completamente seguro —mintió. Podía sentir tras él el cuerpo de Alphonse, y su mirada casi verde taladrándolo. Pero ya había tomado una decisión, y no pensaba echarse atrás por nada.— Seguiré viniendo a entrenar.
 
Alphonse sonrió ante la nueva información. Eso lo dejó algo más tranquilo.
 
                         ••••••••♦••••••••
 
Marcus, después de despedirse de un serio Alphonse y una deprimida Helen por enésima vez los últimos minutos, y prometer a esta varias docenas de veces que volvería a casa de vez en cuando, arrastró como pudo todas sus maletas hasta la entrada de casa, donde Joel, lo esperaba tras el gran portón que comunicaba la casa con la acera de la calle, con los brazos cruzados sobre su pecho, unas grandes gafas de sol negras que ocultaban la mitad de su rostro e impedían distinguir el color avellana de sus ojos, y apoyado contra su coche —un mercedes negro—, lo esperaba.
 
Los labios de Joel se curvaron en una sonrisa burlona. Marcus siempre había pensado que aquellas sonrisas estaban especialmente hechas para ser usadas por el castaño, ya que nunca había conocido a nadie a quien le sentasen tan bien como a Joel. Puede que quizá solo fuese la costumbre adquirida por ver diariamente ese tipo de sonrisa grabada en el rostro del mayor.
 
— Te has tomado tu tiempo, ¿eh? —reprochó el castaño sin borrar su sonrisa en el instante en el cual vio a Marcus abrir las grandes puertas que daban al exterior.
 
— Helen no quería que me fuese —explicó, mientras Joel llegaba hasta su posición en apenas cuatro zancadas y prácticamente le arrebataba de las manos dos de sus tres maletas y la gigantesca bolsa de viaje, cargándolas en peso hasta el coche y guardándolas en el angosto maletero; ese tipo de coches no estaba hecho precisamente para hacer mudanzas. — Gracias.
 
— Si tu madre pudiese, te metería en una jaula —hizo una breve pausa, durante la cual ambos montaron en el coche, abrocharon sus cinturones y Joel arrancó, despidiéndose con la mano y una sonrisa tensa de la madre de Marcus, la cual lo miraba con aire amenazante, asomada desde una de las ventanas del segundo piso. Helen jamás terminó de saber la clase de relación que ambos jóvenes mantenían, sin embargo, desde el primer momento, Joel pareció caerle mal.— Aunque yo también lo haría —sonrió—. Y la mayoría del tiempo me lo pasaría dentro, contigo... ¿Marcus?
 
— Dime.
 
— ¿Lo hemos hecho alguna vez contra unos barrotes? Creo que no..., lo recordaría.
 
— ¿Joel? —Marcus imitó el mismo tono interrogativo.
 
— ¿Sí?
 
— Sigue conduciendo, o el próximo lugar en el que podrías acabar haciéndolo, será en un hospital.
 
— Ah..., pero en un hospital ya lo hicimos. Varias ve...
 
— Joel —lo cortó.
 
— Vale, vale, lo pillo. Joel está muchísimo más guapo y sexy calladito.
 
                         ••••••••♣••••••••
 
Johann miró por séptima vez en los últimos veinte minutos en dirección al más grande de los lujosos sofás de tonos sobrios que adornaban la sala de estar de su casa. Allí, exactamente en la misma posición que las seis veces anteriores, se encontraba su hermano pequeño, Alger, vestido con unos pantalones vaqueros al igual que el mayor, y una camiseta azul de manga corta con el logotipo de su equipo de béisbol favorito, resaltado en un tono también azul ligeramente más claro, muy semejante al tono de ojos que toda la familia Nachnamen —salvo su madre y el propio Alger— compartía.
 
Muy en el fondo, el niño sabía que esa vez, al igual que tantas otras antes, su padre no acudiría a la cita acordada con su familia.
 
Si había algo que el mediano de los hermanos había llegado a comprender a lo largo de los años, era que solo podías estar al cien por cien seguro de la palabra de Eberhard Nachnamen si eras cliente suyo y, claro, siempre y cuando no apareciese un mejor postor, porque entonces el alemán cambiaba de bando como de chaqueta.
 
Johann por una parte quería que Alger abriese los ojos con respecto a su padre lo antes posible, que lo viese tan y como era realmente, y así dejase de llevarse una desilusión tras otra. Pero por otra parte, era esa inocencia que el adolescente todavía conservaba, la que le hacía tener la diminuta esperanza de que después de todo, no sería una fotocopia de Eberhard en el futuro.
 
— Vamos —Johann cogió su cartera y la lleves de su coche antes de abrir la puerta de casa, aguardando allí una respuesta por parte de su hermano.
 
— ¿A dónde? —alzó el rostro confundido, clavando sus ojos ambarinos en los azules. Erika y Johann habían heredado los ojos azules de Eberhard, mientras que él, había sacado los ojos ámbar de su madre Minna.
 
— ¿No llevas molestándonos a Eri y a mí desde que abrieron esa heladería que está tan de moda para que vayamos? Pues vamos, antes de que me arrepienta y me vuelva a la cama —gruñó Johann en mitad de un bostezo—. Ganas no me faltan. —a pesar de lo gruñón de su tono, Johann solo quería ver feliz a su hermano, distraerlo para que su desilusión fuese menor.
 
Alger dio un salto, levantándose del sofá, y en menos de dos minutos ya había montado en el todoterreno sin esperar al mayor. Johann solo sonrió, andando tranquilamente hacia su vehículo.
 
La heladería Chicago había abierto sus puertas por primera vez tres meses atrás, justo antes de los exámenes finales y el comienzo del verano. En cuestión de días, toda la ciudad hablaba ya de dicho local. No solo servían helados, sino que también poseía una parte de restaurante y otra de cafetería muy íntima, donde los clientes, tan solo solicitándolo con antelación, podían disponer de un pequeño cubículo dotado de un par de sofás uno frente al otro y una mesa entre ambos, un lugar perfecto para aquellos que querían buen servicio e intimidad.
 
— Esto está lleno. —se quejó Johann al no ver ni una sola mesa libre en toda la terraza del Chicago.
 
— Podemos esperar... —Alger lo miró con ojos suplicantes.
 
Pero Jonann ya no estaba prestando atención a su hermano, toda ella había sido captada por el chico de estatura media, cabellos oscuros y penetrantes ojos verdes que bajaba de un Mercedes, conducido, cómo no, por Joel Graham.
 
— Te has dejado el maletero abierto —habló el más bajo de los dos chicos.
 
— Con tanta maleta no cerraba, no es mi culpa. —se excusó Joel terminando de abrir el maletero para sacar las maletas de Marcus.
 
Antes de que llegase a sacar nada del maletero, los ojos de Joel se fijaron en Johann, a tan solo diez o quince metros de distancia de ellos. Su mirada parecía estar analizando a Marcus de arriba a abajo, mirándolo fíjamente sin ningún tipo de reparo. Joel sonrió con malicia, quizá solo fuesen imaginaciones suyas, pero una idea realmente divertida para él se estaba abriendo paso en su mente.
 
Joel miró a Marcus.
 
— ¿Tienes hambre? —le preguntó. El moreno se encogió de hombros, dándole a entender que le daba igual.
 
— ¡Johannes! —gritó entonces el castaño, saludando al rubio con una mano alzada.
 
El grito sacó a Johann de golpe de su ensimismamiento con el moreno y miró a Joel con el ceño fruncido, obligándose a alzar él también una mano en forma de saludo, acompañado de un simple "Hey".
 
Joel medio cerró el maletero y fue hacia los hermanos a paso decidido, con una gran sonrisa en el rostro. Marcus lo seguía sin decir absolutamente nada.
 
El castaño pasó por delante de los hermanos y atravesó la terraza del Chicago, esquivando mesas y sillas ocupadas. Cuando consiguió llegar hasta la puerta del local, hizo un gesto con la mano para que Johann y Alger lo siguieran. Marcus ya estaba a su lado.
 
Johann no sabía qué era lo que Joel pretendía con aquello, y se mostraba reacio a seguirlo, pero tuvo que hacerlo cuando Alger empezó a andar hacia el castaño sin pensarlo dos veces.
 
Siguieron a Joel hasta el interior, donde tras unos minutos de espera, una atractiva camarera con el cabello negro recogido en una coleta y la piel tostada, vestida con un uniforme que constaba de una camisa blanca con un chaleco negro, una falda de tubo por encima de las rodillas también negra y una corbata igualmente negra, los condujo al segundo piso, donde se encontraban los cubículos privados. 
 
Los cuatro entraron al sexto cubículo. Marcus, naturalmente, se sentó junto a Joel en uno de los dos sofás, en la parte pegada a la pared, quedando frente a Johann, que se había sentado en el sofá de en frente, junto a su hermano pequeño.
 
Aquel lugar del Chicago era totalmente distinto al resto del lugar, tanto que Johann llegó a preguntarse si de verdad seguía allí o lo habían llevado a otro lugar por arte de magia. El bullicio y las risas estridentes de la terraza, habían quedado atrás, siendo sustituidas por un agradable y fino hilo musical que incitaba a hablar en tono bajo. Las paredes eran de un elegante negro, a juego con la mesa que separaba ambos sofás de un tono rojo oscuro que recordaba al vino tinto.
 
Íntimo, esa era la palabra exacta con la cual todos solían describir aquel lugar.
 
Alger se movían en el sofá cada pocos segundos, con la hiperactividad típica de alguien de su edad, tamborileando con sus dedos sobre la mesa.
 
— Si quieres —le habló Joel—, puedes ir a la barra para ver todos los helados y elegir —Alger miró a su hermano, como pidiéndole permiso y salió corriendo en cuanto este asintió—. Eh, tú también —Joel miró a Marcus y este se levantó, pasando por encima del castaño para salir del cubículo y seguir a Alger escaleras abajo, dirección a la barra.
 
El silencio se hizo presente en la habitación de pequeñas dimensiones. Johann estaba pasando por uno de los momentos más incómodos de su vida estando a solas en aquel lugar con el hombre con quien su novia le había sido infiel. Y Joel solo sonreía de medio lado como era costumbre en él, mientras rezaba mentalmente para que Marcus no volviese con cuatro quilos de helado solo para él. No sería la primera vez que algo así sucedía.
 
—¿Qué tal las vacaciones, Jo? —preguntó Joel, rompiendo así el silencio reinante.
 
Johann se revolvió incómodo en su lugar ¿Qué era lo que pretendía Joel?¿Ser amiguitos? Antes muerto. Jamás se había terminado de llevar bien con el castaño, su manera de ser le molestaba, y, aunque él mismo no era ningún santo, le asqueaba saber que el otro tenía relaciones con prácticamente todo lo que se movía. Que se follase a su novia solo fue la gota que colmó el vaso.
 
— ¿Qué es lo que quieres de verdad, Graham? No me hables como si fuésemos amigos, porque sabes que nunca lo hemos sido.
 
Joel ensanchó su sonrisa y, apoyando las manos sobre la mesa, se acercó peligrosamente al rostro del rubio.
 
Tanta era la cercanía entre ambos, que cuando habló, Johann pudo sentir el aliento de Joel pegar contra sus labios.
 
— No te acerques a él —tanto su voz como sus ojos castaños irradiaban amenaza, aunque la sonrisa no abandonaba los labios de Joel—. Es mío.
 
Aunque no dijo ningún nombre, Johann supo que Joel hablaba del chico de ojos verdes.
 
— Hermano, ¿eres marica? —preguntó Alger desde la entrada, con Marcus tras él.

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