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Pero siempre tendremos París por Marbius

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7.- Amor no correspondido.

 

Igual que habían hecho al arribar a París, apenas poner un pie en la estación de Languedoc Gustav se encargó de conseguir un taxi y al conductor que los llevara a la central de autobuses de donde partirían al campo en que se encontraba el castillo donde se hospedarían. Para entonces la tarde ya iba en claro descenso, y la iluminación natural difería de la de la capital  como nunca se imaginó que podría ser. En París el cambio de día y de noche pasaba desapercibido por la torre Eiffel iluminando a lo lejos igual que lo haría la luna, y las farolas se encargaban del resto. Como ciudad cosmopolita, tenía una reputación que mantener en cuanto a ser llamada ‘La ciudad de la luz’, y luz precisamente era lo que sobraba en sus boulevares, avenidas y hasta callejuelas rebuscadas.

En manifiesto contraste con Languedoc, que sin llegar a ser una pequeña ciudad, carecía de esa aura luminosa que en la capital tenían de sobra. Además, su viaje no terminaba ahí, sino que todavía les faltaba ocupar sus asientos en el último autobús que partiría a la inpronunciable región donde Gustav había reservado noche en un castillo.

Ese otro viaje les tomó casi dos horas más, y cuando por fin llegaron a su destino final, Georg estaba por lanzar la toalla y desplomarse de cansancio.

—Qué arquitectura —exclamó Gustav complacido de que la fachada era idéntica al folleto turístico, pero Georg no estaba para tales atenciones, y pasó a un lado suyo arrastrando la maleta y los pies.

—Me importa un rábano. Yo quiero una ducha y no saber nada más.

En recepción los atendió un hombre de mediana edad con ojos diminutos que casi se perdían en la maraña de una cabellera larga y una copiosa barba cerrada. A diferencia del hotel en el que se hospedaban en París, el castillo era propiedad de una familia que lo regentaba con mano firme en las cuentas, pero laxa en cuestiones de formalismo, y que se decantaban por una experiencia más del tipo hogareña e histórica de la que se podía encontrar en otros sitios similares.

—La reservación era para una pareja —dijo el hombre, revisando el archivo, y a través de sus pobladas cejas les echó un vistazo sin reprobación—. ¿Correcto?

—Correcto —dijo Gustav, indeciso si explicarse o no—. Nosotros…

—Estamos aquí en una escapada romántica —se inmiscuyó Georg, pasándole a Gustav el brazo en torno a la cintura y poniendo su mejor sonrisa encantadora.

El recepcionista no dio muestras de nada excepto profesionalismo y tolerancia. Si era de la opinión que los gays no tenían cabida en el mundo, no lo demostró, y en cambio los trató como a cualquier otro huésped que se alojara en su propiedad.

—Todos los datos son correctos. Su habitación se encuentra en la segunda planta, en la parte trasera, así que síganme, por favor, y les mostraré el camino.

El interior del castillo era tan imponente como lo era por fuera con sus muros altos, resistentes y de piedra gris claro, por lo que Gustav tuvo dificultad para procesar la decoración al mismo tiempo que trataba de memorizar la ruta por la que el hombre los llevaba, pero sin éxito alguno. Al cabo de varios giros ya estaban confundidos y con pronóstico de perderse si intentaban volver sus pasos.

—La cena se servirá dentro de una hora en el comedor principal —explicó el hombre de recepción—. Nos encantaría contar con su presencia. Además de ustedes, también están alojados aquí en el fin de semana otras tres parejas y una familia con siete hijos que vienen de Polonia.

—Vaya, presiento que la recepción del televisor en Polonia es bastante mala… —Murmuró Georg, que como hijo único que era, consideraba las familias con más de dos hijos como copiosas.

Una vez dentro de la habitación que se les había asignado, el hombre les enseñó dónde se encontraba el baño, cómo funcionaban las llaves de agua caliente y fría que eran una adición reciente a las instalaciones, el interior del ropero y sus múltiples cajones, además de invitarlos a mirar por la ventana y comprobar que habían subido un piso sin siquiera darse cuenta.

—Es parte del diseño moderno, porque cuando este castillo se construyó existía una escalinata de piedra que se vino abajo durante la segunda guerra mundial con los bombardeos. Todavía están las escaleras de las torres, pero casi no se utilizan. Los turistas prefieren siempre la ruta que incluye esta rampa.

—Impresionante —se admiró Gustav. Su ventana daba a lo que podría considerarse como el jardín trasero, y los últimos rayos de sol iluminaban los viñedos hasta donde la vista abarcaba—. ¿Usted también es dueño de todo eso?

—Mi padre, en realidad. Mi nombre es Pierre —se presentó el hombre formalmente. Pierre hijo, de hecho. Y mi hijo es Pierre tercero. A mi padre lo llaman Pierre el viejo, así que no se sorprendan. El castillo, junto con los terrenos circundantes nos han pertenecido desde siempre y por lo menos de siete generaciones atrás. Puede que hasta más, pero los registros oficiales que se mantenían en la vicaría hace tiempo que se perdieron en un incendio, así que es imposible precisarlo con exactitud.

—Wow —se sorprendió Georg, quien no estaba acostumbrado a un linaje tan ilustre cuando en su familia los nombres de los bisabuelos ya habían desaparecido de la memoria—. ¿El vino que se produce aquí también lo comercializan ustedes?

—De eso se encarga mi segundo hijo.

—¿Pierre nieto segundo? —Adivinó Georg, y Pierre sonrió tanto que sus ojos se achicaron hasta cerrarse.

—No, él se llama Denis. Desde pequeño demostró buena habilidad para los números y es quien se encarga de los viñedos y la contabilidad de ambas propiedades. Mi hijo Pierre es quien me ayuda con el castillo, o más bien, yo le ayudo a él porque desde hace tres años se encarga de la mayor parte del trabajo aquí.

—Increíble —corearon al unísono Gustav y Georg sin ser conscientes de ello.

Pierre no tardó en dejarlos solos, reiterando que sería un gusto presentarlos con los demás inquilinos, y tras explicarles dónde se encontraba la cocina y una ruta para llegar sin tantos rodeos, cerró la gruesa puerta de madera del cuarto.

—Me siento como una de esas historias medievales de caballeros, hechiceros y justas por el honor de una bella doncella —dijo Georg sentado a los pies de la cama y extasiado por la decoración—. A riesgo de contradecirme, pero habías elegido un excelente lugar para traer a Bianca. Estoy seguro que si pudiera ver todo esto con sus propios ojos, se pondría de rodillas y te pediría volver.

—Mmm… —Ocupado con rebuscar su cepillo de dientes dentro de la maleta, Gustav se abstuvo de responder. La mención de Bianca le atravesaba el pecho como una aguja delgada y de gran finura, que si bien no mataba, era particularmente dolorosa.

—¿Bajaremos a cenar? No es que tenga mucha hambre, pero presiento que aquí no hay servicio a la habitación y odiaría tener que bajar solo después. Seguro me perdería, y me encontrarían en una semana vagando en el sótano o en la torre más alta.

—Te advierto que aquí no hay comida de lujo. El folleto que leí cuando hice las reservaciones era muy claro al respecto. Aquí tratan de emular todo lo posible la vida campirana, así que… seguro tendrán queso de cabra y pan recién horneado, pero hamburguesa con papas lo dudo.

—Oye, que yo acepto lo que me pongan el plato sin rechistar. Yo no soy el quisquilloso que tiene un pleito a muerte con los vegetales.

—Vegetales —hizo Gustav una mueca—, ewww…

Georg le reprochó con un chasquido de lengua que el baterista ignoró, y mejor se ocupó de amonestar a Georg por darle a entender al señor Pierre que ambos eran pareja.

—¿Y qué con ese malentendido de antes?

—¿Cuál? —Inquirió el bajista, sentado del lado de la cama que ya había reclamado como propio y descalzándose.

—Tú y yo. En una, ¿cómo dijiste?, uhmmm… Escapada romántica. Eso es.

—Ah, eso —dijo Georg sin afectarse en lo más mínimo—. Quería ver si lograba provocarlo, pero por lo visto han recibido clientes de todo tipo, que ni siquiera pestañeó cuando se lo dije. Es bueno, ¿no? Porque sería incómodo alojarnos en su castillo si el dueño fuera homofóbico.

—Esa no es la cuestión aquí, pero… Da igual —desechó Gustav el reprender a su amigo por la jugarreta de antes. De nuevo, era algo que solían hacer cuando estaban de gira con la banda por Europa y su objetivo no era otro más que divertirse con bromas de medio calibre y a costa de terceros. Era sólo que le extrañaba la repentina regresión, porque si mal no le fallaba la memoria, la última vez que habían hecho eso había sido en Berlín, poco antes del último concierto que dieron ahí, y había incluido nalgada y un guiño descarado a uno de los empleados de la sala donde tocarían.  Por lo menos dos años, sino es que tres.

—¿Crees que deba cambiarme de ropa para bajar a cenar? —Interrumpió Georg sus pensamientos, y Gustav se encogió de hombros.

—No sé. Dudo que nos pidan ponernos traje y corbata.

—¿Vas a bajar con a ropa que traes puesta?

—Lo más probable, ¿por?, ¿qué tiene de malo?

—Manías mías. Eso de pasar tantas horas encerrado con otras tres docenas de personas me hace sentir un poco sucio del viaje. Pero bueno, si tú no lo haces, yo tampoco me cambiaré.

Apenas terminar de acomodar sus escasas pertenencias y poner a cargar sus teléfonos, Gustav y Georg salieron de la habitación con rumbo a la cocina, pero según comprobaron luego de cinco minutos de caminar sin ton ni son por largos pasillos, descubrieron que las instrucciones de Pierre habían caído en saco roto en sus memorias de teflón porque no sólo no lograban dar con la cocina, sino que además tampoco podían retroceder a su habitación por qué ya habían olvidado cómo hacerlo.

—Basta —refunfuñó Gustav, asomándose por una ventana, y a partir de la vista, deducir en qué lado del castillo se encontraban y cómo llegar de ahí a la recepción de donde nuevamente pedirían señas.

Resultó que su plan tampoco dio los resultados esperados, pero al menos sirvió para que en una de sus tantas vueltas por corredores tan idénticos como el anterior, se encontraron con una pareja de mediana edad que también provenía de Alemania y que a pesar de ser su tercera noche ahí, tampoco lograban dar con la cocina a pesar de hacer sus tres comidas ahí.

—Yo soy Karin y él es Klaus —se presentó la mujer, e intercambiaron los cuatro los apretones de mano de rigor para esos casos.

Bastó un poco de charla para que Klaus preguntara si los conocía de algún lado, porque sus rostros le resultaban familiares pero no estaba seguro de dónde o por qué.

—Querido —se burló de él su esposa—. Piensa en el cuarto de Lily. Los pósters de su pared. Su grupo favorito.

—¿Los de…? Mmmm… ¿Kyoto Motel, correcto? —Inquirió su esposo, y Georg no pudo más con lo chusco del error y se rió fuerte a pesar de que intentó sofocar su repentina emoción con el dorso de la mano.

—Perdón. Es que… —Más risas que iban en aumento.

—¿Qué es tan gracioso?

—Klaus, son ellos —dijo Karin sin perder ritmo en su andar—. Son de la misma banda que tu hija adora. Santo cielo contigo, que a estas alturas ya te sabes sus canciones de tanto que las repite, y no intentes negármelo, que cada vez que lavas el coche y juegas con la manguera acabas cantando la de Durch den Monsun. Por cierto —se diirigió esta vez a Gustav y a Georg—, no quisiera ser una de esas fans que se inmiscuyen donde no se les llama, pero Lily me mataría si se entera que su padre y yo tuvimos la suerte de hospedarnos en el mismo castillo donde ustedes estaban y no haberles pedido un autógrafo.

—No hay problema —aceptó Gustav.

—Eso explica todo… —Murmuró Klaus para sí—. Aunque tú tienes el cabello diferente —le dijo a Georg, quien todavía seguía riéndose de buena gana—. En los pósters te ves diferente, ¿o es que eres nuevo en la banda? Ay, soy malísimo con las caras.

—No, nuevo no. Pero cambié de look y fue radical, así que tal vez por eso…

—¡Tadán! —Exclamó Karin de pronto cuando al dar vuelta en un pasillo reconoció los últimos pasos que los llevarían a la cocina—. Por fin. Teníamos más de diez minutos dando vueltas en este castillo y ya estábamos por rendirnos.

—Habla por ti, querida —la adelantó su esposo, y precedieron a Gustav y a Georg, quienes iban un poco apabullados por tan extraño encuentro.

La cocina del castillo se parecía a una de esas que se ven en shows medievales. Por un lado las paredes eran de piedra ennegrecida por siglos de uso, lo mismo que el piso, aunque en el área del comedor se podía apreciar el toque a madera reciente pero en estilo rústico para que no desentonara con el resto de la atmósfera. De los techos colgaban ollas de cobre y peltre, y además de la moderna estufa electrónica, también había una de leña en la que un cazo gigantesco hervía, y a juzgar por el aroma, esa noche cenarían sopa de pollo y verduras. El área era amplia, pero iluminada con velas y lámparas de gas, daba al mismo tiempo la impresión de ser acogedora. Dividida en dos espacios separados por un medio muro de piedra que fungía de barra, por un lado se encontraba la cocina donde tres empleados del castillo trabajaban a buen ritmo para tener lista la cena, y del otro un largo comedor de madera como para al menos cuarenta personas prescidía la estancia.

—Buenas noches —los recibió una versión joven pero igual de velluda que Pierre, así que supusieron que ese era su hijo mayor—. Qué alegría contar con su compañía. ¿Ustedes son…?

—Georg Listing, mucho gusto —intercambió el bajista saludos.

—Yo soy Gustav Schäfer.

—Mucho gusto, yo soy Pierre. Oh, y ustedes son los huéspedes que vienen de luna de miel, si mal no entendí. ¿Cierto?

Cómo se había hecho de esa versión, Gustav no lo sabía, pero bastó eso para que Georg se aprovechara de la situación y dijera que sí de lo más ufano.

—Así es. Nos casamos la semana pasada y este es nuestro viaje de novios.

—Maravilloso. Mil felicitaciones. —Guiándolos a la mesa del comedor, Pierre les indicó que cualquier asiento era libre para sentarse, y que ya sería su decisión personal si se unían a los demás huéspedes o se sentaban apartados de los demás.

En otras cirucunstancias quizá se hubieran ido al rincón más retirado para no tener que relacionarse con los demás huéspedes, pero Karin les hizo señas para que se sentaran frente a ella y Karl, y como en sí su compañía les había sido agradable, Gustav y Georg aceptaron de buena gana.

—Y bueno, ¿qué es lo que los trae a los dos a este rincón tan distanciado del mundo? —Preguntó Karin una vez que los mozos de las cocinas les hubieran colocado al frente los platos con sopa y una bandeja con pan recién salido del horno.

—Nosotros-… —Empezó Georg, pero Gustav le dio un certero codazo en las costillas y lo mandó callar.

No que la broma de hacerse pasar por una pareja le pareciera mala, pero en ese caso en particular era jugar con dinamita y un fósforo. Bastaría que Karin o Klaus le contaran a su hija que se los habían topado en Francia como más que amigos y en menos de veinticuatro horas ya la noticia estaría en el encabezado de Bild.de rompiendo récords de audiencia.

—Un viaje entre amigos, nada más —mintió a medias, porque técnicamente eso era, aunque por el nerviosismo con el que se expresó y el tic de su ojo, nadie con dos dedos al frente se lo creería.

—Ah, ok —asintió Karin, quien seguro no se tragó sus embustes, pero para no incomodarlos no comentó nada al respecto.

Tal como habían supuesto, la cena de esa noche era un reconstituyente caldo de pollo con verduras, pan y de bebida sangría. Como postre, un platito de arroz dulce con leche y espolvoreado con canela del que comieron hasta quedar satisfechos. Mientras tanto, la conversación entre los cuatro se derivó al tema de los viajes, y fue así como Gustav y Georg aprendieron que Klaus y Karin tenían debilidad por las áreas antiguas de Europa, y que su meta era visitar tantos castillos como les fuera posible antes de cambiar de giro. En números exactos, éste en el que se hospedaban era el décimoquinto en su lista.

—Fue Karin quien me compartió su gusto por estas edificaciones. A mí no me interesaba nada que tuviera más de diez años de antigüedad, a menos que fuera un coche clásico, claro está. Yo sólo la acompañé por el vino la primera vez, pero acabé contagiado por su pasión. Y hablando de vino…

El cierre de la noche se dio con una copa por cabeza del vino local que se producía en ese castillo, y que su encargo corría a cargo de Céline, la tercera y única hija mujer del matrimonio que regentaba el lugar. A diferencia de sus hermanos, ella no presumía de ningún vello facial fuera de lugar, pero a cambio llevaba sobre la cabeza una melena de abundante cabello castaño que relucía con cada movimiento suyo, y que entre los hombres presentes, atrapó la atención de más de uno.

—Parece comercial de shampoo —comentó Georg, arrobado por su belleza, y Gustav se vio obligado a recordarle que seducirla no sería una buena idea o corrían el riesgo de que Pierre padre les cancelara la reservación y los sacara a base de puñetazos a la calle en plena noche.

La cena acabó cuando los comensales empezaron a despedirse para subir a sus habitaciones, y Gustav aceptó encantado la ayuda de Karin para guiarlos al segundo piso, porque en su opinión, para estar perdidos ellos dos, mejor que fueran los cuatro.

Luego de varias vueltas innecesarias y encontrar por error el armario de blancos dos veces consecutivas, por fin dieron con su habitación y se despidieron bajo la promesa de al día siguiente ir juntos a los viñedos con el resto de turistas que harían por primera vez la visita guiada.

Apenas poner un pie dentro de su habitación, Georg se pidió el primer turno para urilizar la regadera, y Gustav le contestó con un gruñido gutural.

—¿Qué pasa? —Preguntó el bajista, más por compromiso que real interés, porque bien presentía él que el nombre maldito de su exnovia saldría a colación.

—Bianca.

No, ningún error.

—¿Qué con ella?

Gustav agachó la cabeza y lo miró con ojos de culpa. —Yo, uhm…

—Sólo dilo —masculló Georg entre dientes mientras ponía sobre la cama el pantalón de pijama que iba a vestir y un par de bóxers limpios.

—Pues… —Gustav se sentó en la silla que formaba parte de la pequeña mesa para dos que se encontraba en un rincón de la pieza, y que seguro servía como escritorio improvisado—. Karin y Klaus me hicieron pensar en lo genial que sería envejecer junto a la persona que amas. En mi caso…

—Bianca —remató Georg por su amigo, pausando después toda acción suya para prestarle toda su atención al ciento por ciento—. ¿Sólo eso o se trata de algo más?

—Siempre es más cuando Bianca está de por medio —admitió Gustav, tamborileando los dedos de su mano izquierda sobre le mesa—. La verdad es que no te he dicho la verdad de todo este viaje, pero éste no es el momento adecuado. Ahora mismo estoy tan…

—¿Tan?

Gustav se humecedió los labios buscando una palabra que definiera la desazón que le carcomía desde dentro sin que por fuera se manifestara ninguna reacción física tan extrema como las corrosiones que él sentía desde la misma médula de los huesos y expandiéndose por los nervios como ácido de batería, pero en su diccionario personal no encontró ninguna. En su lugar suspiró.

—Tan… así. Ya no es tristeza, esa la superé desde que me sacaste de la cama y me hiciste tomar una ducha. Tenías razón: El agua caliente hizo maravillas con mi estado anímico. La tristeza por Bianca se la llevó el agua hacia las tuberías, pero sin esa capa, quedaron al descubierto otras emociones.

—¿Como cuáles?

—Frustración. Y no me refiero a frustración porque Bianca fuera quien tomara las riendas al terminar conmigo, sino frustración por la manera en que mis planes se vinieron abajo en nada. Pasamos de tener una noche increíble a despertar y estar tensos, y para mediodía separarnos enojados. No había pasado ni una hora cuando decidió que necesitábamos darnos un tiempo y eso… me enfurece, carajo. No tuve ningún aviso, ninguna señal, ninguna advertencia. Fue como un terremoto, y ningún perro ahuyó para prevenirme de la catástrofe que se aproximaba.

Los golpes de sus dedos en la madera se pasaron a cerrar en un puño que cayó sobre la mesa con la fuerza de una bola de concreto.

—Gus, no sé qué decirte…

—Ya, no hay ofensa, igual yo no sabría qué responder. Estamos a mano.

A sabiendas de que Gustav quería estar a solas, Georg se escabulló al baño con el pretexto de su ducha, pero al pasar por el lado de Gustav, le dio un apretón en el hombro y con ello le resumió que si deseaba compañía, él estaría ahí.

Mientras que Georg se bañaba, Gustav rebuscó en la maleta de ambos un par de calcetines que había traído consigo y que no planeaba utilizar porque ni siquiera eran de su estilo. Mal anudados y voluminosos en exceso, cuando los desenmarañó entre sí, sobre la cama cayó una simple cajita de terciopelo negro que en su interior contenía no sólo el anillo con el que planeaba pedirle a Bianca matrimonio en este viaje que en el que ahora Georg le acompañaba, sino que también guardaba en su interior la esperanza de haber encontrado al amor de su vida, y que bajo la perspectiva actual en la que se encontraba, sólo le pareció… absurdo.

—Patético —masculló Gustav, incapaz de abrir la caja y volviéndola a colocar como estaba antes en una de las bolsas lateras de la maleta.

En cada punto de su viaje a Francia había él planeado la posible sorpresa de colocarse con una rodilla en el suelo para hacer la gran pregunta, y de ahí que con cada nuevo escenario un peso cada vez más agobiante se le clavara en el pecho. Con Georg ya había pasado por el hotel con vista a la torre Eiffel, el restaurante al que habían ido a cenar durante su segunda noche, también el tren con sus vistas magníficas de la campiña, y recién el castillo en el que se hospedaban y sobre el que más ilusiones tenía. El viaje todavía no había llegado a su fin, y Gustav todavía tenía un par de marcas más sobre las cuales había puesto esperanzas de declararse, pero ese conocimiento no hizo sino agregar un par de agujas más a su sufrimiento.

Sin Bianca a su lado, ese viaje le estaba resultando cada vez más insoportable, pero sin una razón de peso con la cual excusarse ante Georg, Gustav estaba atrapado a seguir cumpliendo su itinerario y cargando a cuestas el diamante con el que pensaba proponerse y que con cada segundo se iba transformando en una lastre que cada vez le tentaba más en tirar al primer pozo que se le cruzara en el camino.

—Joder… —Murmuró Gustav al final, exánime de fuerzas y con el espíritu acabado. Porque era terrible un rechazo, pero a su parecer, peor era haber sido cortado de tajo sin previo aviso y con un anillo del que de ahí en adelante no sabría cómo deshacerse.

Sólo un símbolo de lo que Bianca significaba para él, y que igual que sus sentimientos, no tendría para compartir con la propia Bianca.

Aturdido por la repentina epifanía que esa caja de terciopelo negro había provocado, Gustav se recostó en la cama a la espera de que Georg saliera del baño, pero antes de darse cuenta, el cansancio emocional que desde días atrás le venía drenando la energía se apoderó por completo de él y cayó dormido apenas cerró los ojos por más de tres segundos consecutivos.

Así lo encontró Georg, quien no ajeno al secreto de Gustav, era que se había empecinado tanto en hacerle cumplir con ese viaje, a sabiendas de que si no lo hacía en tiempo y forma, éste se habría dosificado el dolor de la pérdida de Bianca en lugar de expulsarlo de su vida en la duración de su fin de semana largo en Francia. No el mejor de los planes, y tampoco el más delicado, pero para Georg, que anteponía el bienestar de Gustav al suyo, le resultó la elección idónea. Y puesto que era Georg quien en un descuido de Gustav había aprovechado para ver el anillo y comprobar con sus propios ojos que éste planeaba pedirle a Bianca ser su esposa, por igual era que se sentía con la responsabilidad de actuar desde las sombras y no hacer mención de esa banda de oro si Gustav no lo hacía primero.

Pasando a recostarse al lado de Gustav, Georg exhaló quedo, pausado, adolorido, todo aquello que por dentro le hería y que no era más que amor por Gustav.

Amor no correspondido.

 

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