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Paraiso Robado. por Seiken

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Sisyphus se sostuvo del pecho, con un terrible dolor que quemaba cada una de sus células, al sentir su lazo cediendo un poco, al otro lado Cid había dejado de buscarlo.

-¿Te encuentras bien mi caballero?

Sasha preguntaba con delicadeza, llevando sus pequeñas manos a las suyas.

-No lo sé...

Respondió recordando las fuertes palabras de Albafica, como lo acusaba de no tener corazón, de no tener sentimientos, porque él no soportaba el dolor de su alfa, el peleo por ir a su lado, por llegar a su cangrejo, mientras él se mantenía firme, su lealtad por su diosa, que lo necesitaba a su lado.

Sin embargo, aquí estaba el, con el peor dolor que jamás había sentido en su vida, cuando su omega había dejado de llamar por él, de pedirle ayuda, de gritar su nombre, aceptando a alguien más a su lado, tal vez ese dios que había visto en su sueño, ese Oneiros.

—No lo sé…

Sasha acaricio su mejilla con delicadeza, para besar su frente, con demasiado cariño, esperando que con esa simple caricia le olvidara, sin embargo, no pudo controlarse, Cid lo había abandonado, lo había dejado atrás y ese dolor, ese punzante dolor, era insoportable, tan intolerable que comenzó a llorar.

—No sé qué está pasando…

De nuevo, sintió que era arrebatado de ese mundo, de ese universo, para verse de pie frente a un gigante de cabello blanco, barba blanca y ojos grises, un sujeto musculoso, que le miraba severo, porque no había obedecido sus órdenes.

—Te ordene que buscaras a tu espada, a mi regalo, y no lo hiciste, ahora, tu deber es destruir a la aberración que se está gestando en su vientre, querido hijo, ya que no pudiste obedecerme…

¿Gestando en su vientre? ¿Acaso deseaba que asesinara a un pequeño indefenso?

El gigante al ver sus dudas se acercó a él, caminando los pocos pasos que había de distancia entre su trono y el inicio de las escaleras de su templo, propinándole un fuerte puñetazo a Sisyphus, tirándolo al suelo.

— ¡Mata a esa aberración y encárgate de fecundar a tu espada o yo mismo lo hare!

Sisyphus llevo una mano a su rostro, notando la sangre, apenas escuchando esa amenaza, comprendiendo que ese monstruoso gigante hablaba en serio, después de todo era una máquina de guerra y lujuria, un dios vengativo, que podía destruir la tierra, o violar a todos sus habitantes.

— ¡Y no te atrevas a fallarme maldito estúpido!

Sin regreso al mundo real, sintiendo las caricias de Sasha, a quien de momento vio como a una mujer adulta, pero no lo era, seguía siendo una niña preocupada por su bienestar, una niña que no comprendía el peligro en el cual se encontraba su amado Cid, quien había decidido olvidarlo.

—Sasha…

Sintiendo de nuevo, aquel dolor que Minos de Grifo sintió en el pasado, en Creta, cuando su omega, que resultaba ser su hermano, decidió olvidarle, para enfocar su amor en alguien más, debilitando el lazo que los unía en la eternidad.

—Sasha… Cid me necesita, debo ir por el… debo salvarlo.

*****

Al mismo tiempo un pavorreal después de escuchar la amenaza de su infiel esposo Zeus, se presentó enfrente de Regulus, que seguía la pista de Cid, quien ya estaba embarazado, quien daría luz a la serpiente, cuyo nombre seria Ofiuco, un niño nacido de un mortal y un dios, una criatura del pasado, uno de los asesinos de los dioses.

—Zeus ha puesto su mirada en la hermosa espada, mi esposo que de ser por el habría violado a todas las mujeres del mundo, a todos sus omegas… a cualquier criatura que tuviera la mala suerte de toparse en su camino.

Regulus se detuvo, recordando los mitos que hablaban de ese dios, el respeto y su heroísmo, al menos, lo que muchos deseaban hacer pasar por heroísmo, cuando únicamente era una criatura violenta, lujuriosa, que había hecho más daño que bien a los humanos.

Un dios, que había castigado a Prometeo únicamente por darle el fuego a los humanos, por darles armas y sabiduría, la clase de dios que violaba a una mujer únicamente porque podía, para después buscar otra víctima.

Una criatura repugnante, un dios despreciable, que no pondría sus manos en Cid, nadie que su amado no deseara, podría tocarlo y de ser necesario, el daría su vida para eso, para proteger a su amado de la lujuria de los dioses, de su ira.

— ¿Qué puedo hacer para evitarlo?

Hera, la diosa del matrimonio llevo una de sus manos a la barbilla del joven león, lo que decía hacer era buscar a la espada, para que ella pudiera hablar con Cid, que era una de las creaciones de su hijo Hefesto, otra de ellas, aquel llamado Radamanthys, pero este era una creación más mundana, nacida de su unión con la mujer que su esposo violo utilizando el disfraz de un hermoso toro para llevarla a una isla, en donde esa mujer, pago su merecido.

—Da con él, para este momento ya debe de estar embarazado, protege a ese niño, evita que sea asesinado, lo necesitamos para destruir a mi esposo, para librarnos de una buena vez de su despreciable presencia.

Hera sabía que de su vientre nacería una bestia, una criatura poderosa, pues, eso era lo que generalmente pasaba cuando un dios fecundaba a un mortal, y eso estaba bien, porque el Pegaso era un arma blandida por la diosa Athena, ellos necesitaban la propia, la que les diera el poder para matar a sus enemigos, a Zeus, a la diosa de la sabiduría y a todos los que se cruzaran en su camino.

—Zeus no es más que el verdugo de la humanidad y no podemos dejar que despierte, o ya nada podremos hacer.

Le confió al joven león, que asintió, con la imagen de una ciudad en su mente, un templo destruido por fuera, pero lleno de vida por dentro, una hermosa construcción, que servía como escondite y celda, para su amada espada.

—No dejare que le hagan daño… eso nunca.

*****

Después de aceptar darle a luz a la serpiente, cuyo nombre era Ofiuco, Cid espero la respuesta del dios que lo había perseguido por todas esas vidas, mismo dios que le veía con reverencia, al escuchar que le entregaría su cuerpo, a cambio de ser su esposo, no su esclavo, sonriendo para sí mismo, porque de ser sinceros, el deseaba un omega, un compañero, no un sirviente, sin embargo, nunca había logrado que olvidara al arquero, como ahora parecía que estaba dispuesto a hacerlo.

—Entonces… mi dulce espada, déjame mostrarte algo diferente a lo que hemos tenido hasta el momento.

Oneiros recordaba bien la única ocasión que había conversado con el dios de fuego, antes de su golpe contra los dioses gemelos, cuando quiso saber si su amor por la espada era verdadero, o por el contrario, únicamente una malsana obsesión, que él, como dios del amor, debía condenarla.

*****

—Las criaturas mortales, aun, aquellas con cosmos, son delicadas y sublimes.

Oneiros no estaba interesado en escuchar lo que el dios de fuego, cuyo nombre era Eros, tenía que decirle, pero el gigantesco ser con armadura dorada, con una belleza sinigual debajo de una máscara negra, que escondía su atractiva figura, no le interesaba su opinión, el deseaba acercarse a él, hablarle, saber que tan cierto era su amor, que tan puro era su afecto a la espada creada por Hefesto.

—No puedes forzar tu amor en ellos, no puedes obligarlos a creer en ti, pero si puedes convertirte en aquello que tu amado necesita…

Eros había ignorado su renuencia para encontrarse con él, para responder sus preguntas, sus dudas respecto a su deseo por la espada, decían que con solo ver el corazón de un mortal era suficiente para este dios comprender que tan profundo era el amor de una persona, pero, al mismo tiempo, no podía enamorar a nadie de su divinidad.

—Ser alguien que escuche sus oraciones, alguien en quien pueda creer, alguien que lo cuide, que lo proteja, que le ame tal y como es, con sus fallas, con sus temores, alguien que siempre este a su lado…

Oneiros no quiso escucharle al principio, tomando un poco de licor en una copa, sintiendo como Eros lo sostenía del cuello, elevándolo a su altura, ya que este dios era tan grande como cualquier dios, casi midiendo un treinta por ciento más que cualquier humano.

—Deberías buscar que es lo que más desea tu espada y dárselo, al mismo tiempo que su alfa, lo descuida, le deja solo pensando que siempre estará allí, para él, como un esclavo, debes subirlo en un altar, muy alto, en donde pueda adorarte como su único dios, aceptando tu amor, añorándolo.

Eros le dijo con una voz duplicada, sus ojos rosas, con una extraña pupila, como si fuera un corazón, dejándolo ir, dándole la espalda, para sostener una flor entre sus manos, la que floreció con un solo toque de sus dedos, para después soltarla, dejando que se marchitara.

—Seduce a tu espada con delicadeza, con lentitud, si en verdad le deseas a tu lado, de lo contrario, jamás podrá amarte.

Esa conversación termino tan rápido como empezó, con Eros marchándose de aquella parte de su templo, para visitar no sabía que, tal vez un mortal, cuyo nombre no pronunciaba, pero debía ser su mayor creyente, o al menos, quien oraba en su nombre para recibir su ayuda, su perdón, su protección, lo que deseaba darle a su espada, para recibir el amor de su tesoro, de su futuro omega.

—Que dios tan extraño…

*****

Oneiros inmediatamente libero sus manos de las cadenas, y aunque ya le había violado, esperaba que no escapara de su templo, sorprendiéndose demasiado cuando decidió quedarse a su lado, sin moverse siquiera, cuando en otras vidas hubiera utilizado esa oportunidad para atacarlo con su espada.

—Te dije que no te negaría mi cuerpo si no era tu esclavo.

Su voz era monótona, mucho más de lo que debería serlo, preocupando al dios que tragando un poco de saliva, abrió la puerta que deseaba enseñarle, un cuarto de entrenamiento, un lugar en donde podría afilar su espada tanto como lo deseara, en donde podía volverse mucho más fuerte.

—Este lugar lo he creado para ti, para que puedas afilar tu espada y hacerla tan filosa como lo desees.

Cid vio el sitio en silencio, ingresando en este con un paso lento, escuchando al dios moverse a sus espaldas, colocando ambas manos en sus hombros, besando su mejilla, mostrando una delicadeza que no sabía que existía en ese dios enloquecido.

—Yo no me enamore de ti porque eras débil, sino por tu fortaleza, por tu brillante cosmos, eso es algo mucho más valioso para mí que tu belleza, que me ha hecho traicionar a mis padres, que me tiene de rodillas, únicamente por un beso de tus labios.

Esas eran las palabras que deseaba que su alfa pronunciara, pero comprendía que nunca pasaría, Athena era mucho más importante que su seguridad y no lo culpaba por ello, pero si le dolía, porque le hubiera gustado creer que intentaría salvarlo, regresarle al santuario, o al menos, que su amor sexual seria suyo, como su omega.

—Puedes entrenar, puedes hacer lo que tu desees en este templo, lo único que deseo es tu compañía, tu voz, tus conocimientos, que compartas conmigo lo que compartiría un esposo, un omega, ya que eso es lo que serás para mí.

Cid no dijo nada, porque ese dios le había violado, había entregado una perla para que pudieran violar a Manigoldo y eso no podría perdonarlo jamás, no obstante, su futuro hijo le había hecho una oferta que no podía soportar, liberarlo de sus cadenas como un omega, del lazo que le unía al arquero, una promesa agridulce, que aceptaría, para dejar de amarlo como lo hizo por todas sus vidas, aun esta.

—Creo estar embarazado, dios del sueño, y a cambio de darte todo eso que deseas, de ser tu esposo de todas las formas posibles, tu protegerás al niño que se gesta en mi vientre hasta que nazca, y después de eso, hasta que sea un adulto.

Lo que le pedía era demasiado extraño y de alguna forma era parecido a lo que el dios de fuego le solicito antes de darle sus flechas, aun así, asintió, protegería a ese niño, le daría las armas para que fuera un guerrero excepcional, a cambio de obtener el amor de su espada, que esta fuera suya, no del arquero.

—Te lo juro, si tú me das lo que deseo, yo seré el mejor esposo que un omega pueda desear, tienes mi palabra.

Cid asintió, pero su promesa no era suficiente, así que cortando la palma de su mano, para que de ella brotara un hilo de sangre se la ofreció a Oneiros, que hizo lo mismo, para entrelazar su mano con la suya, firmando un pacto de sangre, compartiendo su divinidad con el omega que deseaba.

—Te juro en nombre de todo lo divino que yo seré el guardián de la vida que se gesta en tu vientre, que evitare que sufra cualquier daño y que intentare borrar mis errores del pasado, para que tú seas mío por siempre.

Estaba hecho, la promesa y el pacto de sangre se habían realizado como la serpiente le dijo que pasaría, el daría a luz a un semidiós, su esposo le protegería hasta que tuviera edad suficiente para resistir los embates de sus enemigos el mismo, hasta que su compañero naciera del vientre de otro omega, la tormenta que casi destruía a Zeus, la criatura de cientos de cabezas, el poderoso Tifón.

—Ahora, sellemos este pacto con un beso.

Oneiros pronuncio besando los labios de Cid, con delicadeza, sintiendo primero como se estremecía, petrificándose poco después, como si estuviera a punto de lanzarlo muy lejos, pero no hizo nada, simplemente llevo sus manos a sus hombros, respondiendo al beso como si este beso hubiera sido del mismo arquero.

—Regresemos a la habitación…

Cid asintió, dejándose cargar por el dios Oneiros, que le llevaba con demasiado cuidado, como si fuera una novia, ingresando a la habitación en donde Cid dormía hasta hacia pocas horas, recostándolo en la cama, con el mismo cuidado con el que le tocaba desde su promesa, su pacto, que destruía de a poco el lazo que le unía con su alfa.

—Prometo ser tan delicado…

Pero la verdad era que estaba cansado de escucharlo, así que tomando al dios del cabello tiro en su dirección, rodeándole con una de sus piernas, esperando que con esa señal dejara de hablar y simplemente le poseyera.

—No quiero escucharte…

Oneiros de momento sintió cierta molestia, pero después no dijo nada, besando los labios de su omega con lujuria, ingresando su lengua en esa cueva húmeda, al mismo tiempo que desataba la túnica delgada que cubría su cuerpo, descubriendo la más perfecta representación de la belleza masculina ante sus ojos, alimentándose de aquella perfección al principio con su mirada, después con sus labios, con su lengua, con su cuerpo.

Besando su pecho, lamiendo sus pezones, primero uno y después el otro, intercambiándolos, en ocasiones su boca, en otras sus dedos, recibiendo una serie de gemidos que lo enloquecían, deseaba escuchar muchos más.

Oneiros siguió su camino en dirección de su vientre, lamiendo su ombligo, recibiendo más gemidos de Cid, que no podía creer que las caricias del dios fueran tan placenteras, culpando al celo de su estado, de su lujuria por esta criatura de cabello blanco, que no dejaba de acariciar su cuerpo con el mayor de los cuidados, con la mayor de las lujurias.

Hundiéndose en su intimidad, primero su lengua, lamiéndole con detenimiento, escuchando más gemidos, los que deseaba que fueran cada vez más fuertes y más rápidos, riéndose cuando Cid se mordió el labio, arqueando su espalda.

Oneiros se detuvo de pronto, al verle tan desarmado, abriendo sus piernas para iniciar un empuje lento en su cuerpo, ingresando con delicadeza, un empuje tras otro, deteniéndose cuando sintió que ya estaba bien profundo, admirando la mirada de Cid, que no era de dolor, tampoco de afecto hacia él, pero sí de placer, de seguridad, una expresión que le recordaba su belleza en el campo de batalla.

—Al fin… al fin eres mío…

Pronuncio con deleite, acercándose a su rostro para besarle de nuevo, antes de proseguir con su cadenciosa danza, ansioso por escuchar más gemidos, moviéndose sobre Cid, que lo recibía tratando de no pensar en su arquero, desviando la mirada, diciéndose que podía lograrlo, que podía darle a luz, para que su maldición de ser un omega fuera cancelada, eso era todo lo que deseaba, todo lo que necesitaba.

Oneiros con un sonido gutural se vacío en su interior, para cambiar de posturas, recostándolo de lado para seguir penetrándolo, abrazando una de sus rodillas, gimiendo, jadeando, su mirada fija en la espada, que estaba entregándose a su amor, a su lujuria, como se lo había prometido.

—Al fin…

***38***

Radamanthys yacía en la cama de Minos, quien se había marchado para prepararse para realizar su deber en la sala del juicio, durante el tiempo que tuviera que juzgar las almas, él podría descansar, alimentarse, hasta podía leer los libros de su biblioteca, todo cuanto poseía era suyo, al ser su omega.

Radamanthys no deseaba moverse, sus ojos cerrados, su orgullo destrozado, comprendiendo muy bien que después de eso, ningún espectro, nadie volvería a respetarlo, le pensarían un traidor, o un omega, con todos los defectos de ser un omega, no lo verían como algo más que un Catamitus.

Era en lo único que podía pensar, para no recordar el dolor de su alfa elegido, de su dulce arpía, que murió por intentar protegerlo, por amarlo y ese sufrimiento amenazaba con hacerle perder el sentido, la cordura.

—Vaya… parece que has tenido una agitada noche de bodas, mi querido guardián.

Radamanthys abrió los ojos, preguntándose si Minos sabía que ella, que Pandora estaba presente en su habitación, mirándola con todo el desagrado que ya sentía por ella, por la traición recibida de quien debía estarle agradecida, pero no lo veía como algo más que un perro, algo a que torturar y a sus espaldas, estaba ese bastardo, Cheshire, con esa endemoniada sonrisa.

—La verdad, no pensé que sobrevivirías a la noche de bodas…

Pandora quiso tocarlo entonces, pero repentinamente, unos hilos invisibles cortaron su mano, al menos la piel de su muñeca, separándola de su cuerpo, era Minos, quien aparentaba estar furioso, por verla junto a su omega, porque intento tocarle.

— ¿Qué es lo que ha dicho señorita Pandora?


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