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Nieve, oro y carmín por Adriana Sebastiana

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Notas del capitulo:

¡Hola a todos!
Con un nuevo capítulo de Nieve, oro y carmín. Espero que les enamore un poquito más.

Quinto capítulo

Agua caliente

 

Las manos de Raymond temblaban, sus piernas no respondían a tiempo, y sus ojos veían doble. Estaba cansado, asustado, solo y con mucho frío. Tosió y apretujó su cuerpo. No podía creer lo que estaba pasando. Un zorro había venido a hablar con él hace un par de horas y de la misma forma en la que había aparecido, se marchó: inquietante, fiero y hermoso. No se había movido desde entonces, no encontraba motivos para hacerlo, solamente quería pensar y descubrir el porqué. Todo se puede explicar, y eso de una “existencia especial” no le convencía en lo absoluto.

—Se lo preguntaré a la abuela… —murmuró antes de levantarse con la ayuda del árbol a sus espaldas. Sus ojos seguían desorbitados. —seguro lo sabe —continuó hablando solo.

Imaginó en su breve locura a la anciana conversando y riendo con el animal rojizo. Hablando sobre los mejores lugares para cazar y ver las puestas de sol en verano. Seguro el animal se dejaba acariciar por ella. Seguro compartían recetas de cocina.

—Estoy loco —reconoció y se apresuró a la destartalada casa. Sus pasos eran pesados, pero poco a poco, una fuerza juvenil llenaba su cuerpo. Se enderezó y miró el cielo. Algunas nubes se movían, liberando al sol que brillaba en su cenit.

Raymond seguía con frío, y sabía que no podía hacer mucho para que esa sensación le abandonara. En sus divagaciones, recordó el encargo de su abuela. ¡Las paredes y la leña! Maldijo y emprendió su viaje de nuevo al bosque, aunque esta vez, estaría ojo avizor en caso de que otro animal semejante tenga ánimos de interactuar con él.

 

Una brisa fresca recorría sus pequeñas orejas rosadas, las movió de un lado al otro y continuó con su semilla. Sus patas delanteras eran ágiles, y las traseras fuertes, lo suficiente para saltar alto y correr entre los arbustos.

Un chirrido.

Miró a su alrededor. Olfateó el aire y antes de emprender veloz carrera hacia su madriguera, unas afiladas fauces trituraron su caja torácica. El aire se le escapó y un hilo de sangre empapó las hojas caídas a sus pies. La semilla que comía hace poco, rodó a varios centímetros del ataque. Sus ojos se nublaron. No emitió sonido alguno. Salvo el ligerísimo vaivén de sus patas en la agonía. Había tenido una vida muy corta.

El zorro escupió el pelo de su presa con asco, y con ayuda de sus garras abrió un canal desde el cuello hasta el vientre inferior de la infeliz criatura. La sangre brotaba cálida, las vísceras salían de su lugar natural, y el brillo de una pequeña estrella a lo lejos se apagaba. El hocico de la bestia husmeaba entre la carne y el líquido vital, lamía la preciada ofrenda y comió con delicadeza, a pequeñas mordidas. Masticó los huesos, y se dio modos de abrir el cráneo y devorar la masa blanquecina de su interior. En unos minutos no quedó más que un par de huesos, piel y coágulos.

El zorro se relamió una y otra vez el hocico y corrió hacia un árbol cercano, zigzagueó y el paisaje lo engulló. Estaría sano y salvo en su madriguera hasta el próximo día, esperaba cazar más presas antes de que todo se cubriera de nieve. Aseó su pelaje y se ovilló sobre hojas secas, pieles y plumas. Sus ojos se cerraron, cayendo dormido inmediatamente.

 

—¡Bien! Ya terminé todo —replicó el muchacho antes de acostarse en su ‘cama’. Había recogido sus cobijas y solo quería dormir toda la noche, pero algo le molestaba. —Necesito un baño —habló entre dientes. La idea de bañarse en el Rin no le hacía nada feliz. ¡Esa agua de seguro estaba más fría que el hielo!

—Mocoso, ya deja de hacer berrinche.

—¡Abuela! Me asustaste. ¿Por qué no tocaste? —se repuso un alarmado Raymond.

—Porque no hay puerta. De todos modos, esta es mi casa.

—Lo sé, pero… no me asustes de ese modo, por favor.

La anciana solo asintió. Se miraron largo rato, como si quisieran decir algo, pero sin el valor de hacerlo.

—Ya está la comida —anunció la mujer antes de regresar a la cocina.

Ciertamente, se olía algo allá abajo. Otro estofado, seguro. No se le ocurría qué otra cosa podría hacerse. ¿O no?

—Ayúdame con esto, no debería acercarme tanto al horno.

«¿Tiene horno?» pensó Raymond contrariado. Eso sí que era nuevo para él, y ¿por qué recién se daba cuenta de ello?

—Quise hacer un poco de pan. —repuso sin más, adivinando las intenciones de su nieto. —Ha pasado una década desde…

Se instaló el silencio. Ambos sabían a qué se debía y no era agradable continuar hablando de ello, o pensarlo siquiera.

—Debes abrir la puerta del horno con cuidado, usa esos trapos.

El muchacho obedeció sin rechistar, y movió esa especie de puertecilla, aunque no era más que un conjunto de ladrillos quemados que escondían el calor, debajo de una superficie metálica y una cobija que no se quemaba. El horno que tenía en su casa, como decirlo, sí parecía un horno. Esto no tenía nombre.

—¿Cómo enciendes el… horno? —inquirió mientras manejaba con cautela la ‘cobija’ y los ladrillos.

—Con carbón y fuego, es obvio.

Una vez despejado el camino, aspiró los olores del interior de la bóveda ardiente. Tosió y cubrió su nariz y boca con la manga de su abrigo. Palpó un mango de madera barnizada, y tiró de él, alejando el pan del carbón vivo al otro lado del horno. Sus manos empezaron a sudar, así como su rostro y pecho. Solo sus pies seguían fríos. Entre gestos y malabares, retiró la bandeja con el pan. No eran más de diez piezas.

—¿De qué es el pan, abuela? —inquirió Raymond antes de apagar el carbón como le había indicado la anciana.

—Come uno.

—Pero si están muy calientes.

—¡No en este momento, pues! Si que tienes el cerebro de un ratón. —respondió con una risilla. —Come uno cuando se haya enfriado lo suficiente.

—¡Ah! Lo siento… —replicó avergonzado. Ni él mismo entendía porqué estaba actuando como un completo imbécil. —Abuela…

—Dime, ¿qué quieres? —dijo sin ánimos mientras volteaba los panes para comprobar que se hayan horneado a la perfección. Olía muy bien, ninguno se había quemado, aunque uno que otro tenía un color más oscuro debido a la cercanía con la leña, aun así, había sido todo un éxito.

—Me preguntaba si habría un lugar para asearme, tomar un baño, algo así.

—El río, ¿qué no lo has visto? —replicó contrariada. —No esperarás que una vieja como yo te bañe, ¿o sí? —Raymond abrió los ojos como platos, no es que haya esperado que ella hiciera todo, pero, eso de bañarse en agua helada solo provocaría que cogiera un resfriado o algo peor.

—Pero…

—Sé que el agua está muy fría en esta época del año, pero deberías hacerlo antes de que la temperatura baje más. —adivinó sus pensamientos, de nuevo. —O si quieres, puedes calentar agua afuera y bañarte bajo las estrellas. Pero ni creas que moveré un dedo por ti, mocoso. No soy tu niñera.

—Lo siento, abuela. —bajó la cabeza, muy apenado. Extremadamente apenado.

La anciana estalló en una carcajada.

«¡¿Pero qué demonios?!» pensó el muchacho, sin atreverse a levantar la cabeza todavía. ¡Esa mujer estaba loca! Rio al menos por cinco minutos, y no entendía del todo la razón. No sabía si disfrutaba verlo apenado, o si le alegraba jugar con él, o quizás estaba muy feliz por hacerle la vida imposible a un jovencito de ciudad. ¡Esa mujer estaba loca de remate!

—Mejor me voy… —y dicho y hecho, huyó lo más rápido posible.

Raymond se detuvo un instante al linde del bosque, vio los árboles circundando la casa, y recordó el carruaje que lo había llevado a ese lugar de fantasía. O quizás de pesadilla. A cuarenta y cinco minutos estaba el camino, recordó como él y Damian habían subido el equipaje por ese rústico sendero. El follaje no era espeso, se podía ver al menos veinte metros delante. Luego giró su cuerpo, al otro lado de la casa, el bosque cambiaba, era más espeso. Los árboles crecían hasta el infinito. Los roedores musitaban, las aves batían sus alas en veloz vuelo y las zarzas abrigaban con sus ramas los cadáveres de otoño.

La casa era el límite entre ambos mundos, una advertencia de peligro.

Una brisa ligera movió sus cabellos oscuros, la noche estaba próxima a esparcir su manto de estrellas y nubes de lluvia. Abrazó su cuerpo y con la mirada buscó el almacén. Sacó en dos viajes toda la leña que creía conveniente para su baño y las dejó cerca de un lavadero de ladrillos. Al parecer, no lo habían ocupado en un buen tiempo. En el interior halló telarañas y moscas muertas, ramas pequeñas, musgo y caracoles. Resopló, pero sin perder más tiempo en lamentaciones, lavó el lugar con abundante agua, dejando a la casa casi desprovista de ese líquido. Mañana iría a buscar más. Solo guardó algunos litros para su baño.

Una hora pasó desde entonces, y el lavadero estaba ‘como nuevo’. En el exterior crecían musgos y líquenes de extraños colores. El sol estaba a punto de ocultarse. Polaris había aparecido en el cielo y la fresca brisa se heló. Se apresuró y prendió fuego a la leña. Había sido una buena idea aprender técnicas de supervivencia en casa, aunque en ese entonces solo lo haya tomado como un pasatiempo más.

Las ramitas crujieron con el calor de las llamas y brillaron en rojo y amarillo. Sintió el calor dentro de la bañera. ¡Iba a funcionar!

—¡Por fin pude hacerlo! —festejó y vislumbró las danzantes llamas un par de minutos. —¡Cierto!

Corrió al interior y de su valija más grande sacó una toalla de color blanco hueso. La olisqueó un instante, todavía conservaba el aroma de su champú preferido. Husmeó un poco más entre las cosas que había empacado y encontró un jabón en forma hexagonal, luego una muda de ropa. La dejó sobre su cama y bajó de nuevo a vigilar su exitoso experimento. Dejó la toalla un poco lejos, no vaya a ser que se mojara. El jabón fue depositado a sus pies, en una piedra plana. Sintió el agua. Estaba tibia, así que esperó un poco más. Estaba seguro de que se enfriaría pronto. Buscó un recipiente en el almacén. El tiempo estaba en su contra. No quería que el agua llegue a su estado de ebullición, eso sería demasiado.

—¡Necesito un balde! —husmeó con los ojos bien abiertos, la luz del día le estaba dejando demasiado pronto.

—Aquí tienes uno.

—¡Abuela! Te he dicho que no me asustes. —chilló en un brinco, con los vellos de la nuca erizados. —Y por favor, entra a la casa, no quisiera que me veas desnudo.

—Pero sí he visto hombres desnudos antes —le miró con ¿picardía? —tu abuelo, por ejemplo. ¡Vaya hombre!

—¡Abuela! —chilló nuevamente al hacerse la imagen mental de ambos en esa situación comprometedora.

Raymond revisó las ventanas opacas de la casa. Su abuela estaba dentro. Esperaba que no saliera de improvisto con sus bromitas de mal gusto. Sintió el agua. Estaba perfecta. Un poco más caliente de lo que acostumbraba en casa, pero con ese frío y al exterior, era perfecta. Traspasó un poco de ese líquido al recipiente que su abuela había encontrado por él. Con un poco de tierra suelta, apagó las llamas, dejando solo una porción de leña encendida por razones de luz y seguridad. Se deshizo de su ropa recelosamente. La arrojó lejos, no importaba que se ensuciara más, igual tenía que lavarla apenas tuviera la oportunidad. Se metió al agua de inmediato, antes de que fuera presa del frío de Polaris. Jugueteó dentro. Era una sensación tan agradable. Intentó nadar, pero el lugar no era lo suficientemente grande para eso.

Movió las manos hasta encontrar el jabón, y con cuidado delineó su piel con él. La espuma olía maravillosamente. Deseaba pasar allí toda la vida. Al cabo de unos minutos, salió de ese líquido jabonoso y bien oliente. La llama que había dejado al costado pronto se extinguiría, no tenía de donde alimentarse. Buscó el recipiente que había apartado antes del baño, y enjuagó su cuerpo. Cuando la última gota rozó su piel, Raymond tomó su toalla y se arropó antes de correr al interior.

Subió con prisa y vigiló de nuevo a su abuela. No estaba cerca. Alejó la toalla de sí y buscó la ropa que había preparado: unos pantalones y una camisa holgada con una bufanda enorme de lana de oveja. Limpió sus pies y dejó los zapatos en una de las esquinas, tomó otros de su valija y esperó hasta que sus pies se hayan secado por completo antes de ponerse los calcetines y los zapatillos de niño rico.

Bajó al primer piso, su abuela dormía pausadamente en uno de los dos sillones que tenía la casa. No quiso despertarla, no era justo, así que desarmó la bufanda de su cuello y se la puso con cuidado. La arropó con una cobija extra que había visto la noche de ayer sobre un mueblecillo a la entrada de la cocina. Aflojó sus zapatos y la dejó descansar hasta el otro día.

—Hasta mañana —replicó con voz baja y caminó a la cocina por una pieza de pan. Había olvidado comerlo caliente. —Lamento no haberte acompañado durante la cena. —susurró antes de llevarse la comida a la boca.

Notas finales:

¡Ya todo va cobrando sentido! ¡Ya tiene forma!
Estoy escribiendo el siguiente capítulo, espero subirlo en un par de días.

Gracias por leerme. Hasta una próxima oportunidad <3


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