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Aurantium Lilium por Maeve

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Notas del capitulo:

¡Hola!<3

Os cuento el drama de mi vida. Quería actualizar hoy sin falta, pero de última hora ha surgido un plan: me voy por la mañana y no voy a pasar por mi casa hasta el domingo. Así que me he puesto en modo serio de "yo actualizo esta noche porque sí, porque quiero". Son más de las ocho de la mañana y aún no he dormido, ni voy a hacerlo, porque tengo que salir en un rato. En realidad el capítulo estaba casi terminado, porque iba a ser cortito. Pero no, no lo es, porque no se parar. ¿Me oís llorar? Sí, es ese ruido de foca muriendo. Eso soy yo.

En fin, pese a la muerte prematura que voy a sufrir hoy, estoy muy contenta de actualizar. Este capítulo es bastante introductorio, así que he procurado concentrar sucesos e información para no extender esta dinámica más de lo necesario y pasar al salseo que va a acabar con todos nosotros. c:

El suelo de la casa estaba helado, igual que el café que había dejado olvidado en la mesa mientras me daba una ducha rápida que se extendió más de lo debido. Los viernes por la mañana eran mi peor momento de la semana, con diferencia. Si no me quedaba dormido en la cama, lo hacía en la ducha, o mientras desayunaba. Di un sorbo tentativo al líquido que, efectivamente, se había enfriado. La única forma en la que toleraba el café era cuando estaba hirviendo, supongo que porque, al quemarme la lengua, podía ignorar el terrible sabor. Pero esta vez pude sentir el regusto amargo llenando mi boca, así que torcí el gesto para mostrar al mundo mi repugnancia.

 

—¿Está rico, Grimm? —se burló Gilga desde el sofá.

—Asqueroso. —Cerré de un golpe seco la portezuela del microondas y lo programé durante casi un minuto. Miré el reloj que colgaba de la pared de la pared de la cocina y añadí a la mañana el aderezo de unas cuantas maldiciones—. Y voy a llegar tarde.

—Eso te pasa por tomar esa cosa. —Agitó su tazón de cereales en mi dirección, como corroborando sus palabras.

—Aquí el raro eres tú, no me toques las narices. —Gilga no tenía nunca sueño. Podía dormir ocho horas, dos o media y estaba igual. Igual de capullo, quiero decir—. Además, ¿tú qué haces despierto?

—Solo quería saber si esta noche vienes de fiesta.

—Vivimos en la misma casa, podrías haberme dejado una maldita nota —le gruñí.

—Pero —pude ver como su escalofriante sonrisa se expandía por todo su rostro, una media luna que conectaba sus orejas—, entonces no podría molestarte.

—Das cosa, en serio. No sonrías así. —Mi increpación tan solo sirvió para mostrase aún más sus dientes, blancos y perfectamente alineados, como teclas de un piano sin bemoles ni sostenidos. El pitido que advertía que mi café estaba listo me distrajo de lanzarle algo a la cara.

—Entonces, ¿te vienes o no? —insistió. Se repantingó aún más en el sofá mientras esperaba mi respuesta, con los pies sobresaliéndole del mueble, demasiado pequeño para ese gigante esquelético.

—No lo sé. —Di un trago largo que dejó la sensación hormigueante del ardor en mi garganta—. ¿Quién más va a venir?

—Solo nosotros dos. Aunque voy a intentar convencer a Kensei.

—Está mayor para esas cosas, déjale tranquilo.

—¿Quién está mayor para qué? —El susodicho apareció en la zona común en ropa interior, revolviéndose el pelo y con los ojos reducidos a dos pequeñas rendijas desde las que me miraba con irritación.

—Según Grimm, tú. Para salir con nosotros a ligar.

—Pobre gatito, ¿te da miedo que me lleve a tus ligues? —Gilga se reía como una hiena, con la leche a punto de volcarse sobre la tela clara de la alfombra de la sala de estar, por culpa de la forma en que convulsionaba entre carcajadas. Yo le saqué el dedo medio mientras apuraba la bebida que me tendría que mantener vivo el resto del día, y di por terminada la discusión. Las ocho de la mañana no es, de ninguna forma, una hora para enzarzarte en una pelea verbal.— Bueno, cuenta conmigo, Gilga. Hace días que no salgo.

 

«Porque estás viejo», pensé, pero me guardé mis deducciones para mí mismo. Bastante tarde se me había hecho ya como para ponerme a discutir con mi casero de su edad y de cómo me iba a echar del piso por la ventana. Porque cualquier debate que tuviese Kensei, con Gilga o conmigo, terminaba con esa amenaza.

Con mi frugal desayuno concluido, corrí a la habitación a calzarme los primeros zapatos que encontrase. Tuve suerte y tropecé nada más entrar con unas deportivas negras, de las que más utilizaba, que me puse sin atar siquiera. Agarré mi mochila de tela con estampado militar, desgastada por los años de uso y el mal trato que le propiciaba, y la llené de los libros y papeles que había dejado extendidos por el suelo, en un confuso abanico, la tarde anterior. Me despedí con un ademán de mis compañeros de piso, ambos tirados en el salón, y salí corriendo con las llaves en la mano hacia la parada. Ya había perdido el autobús que debía coger para llegar bien de tiempo a la universidad, pero tuve suerte y alcancé el siguiente. Tenía que dar gracias a que mi parada era una de las primeras de la línea y apenas había gente cuando yo me incorporaba al trayecto, lo que me permitía elegir casi cualquier sitio. Una vez sentado, con los audífonos clavados en los oídos y el son de la música guiando el repiqueteo de mis dedos, me permití calmarme. Según descendiese del vehículo tendría que correr hasta el salón de clases, pero por ahora podía simplemente mirar los edificios de la ciudad deslizarse a mi izquierda y derecha a una velocidad envidiable.

Sentía el cansancio expandirse por mi cuerpo solo de pensar en la única clase que tenía hoy: Ingeniería de la Soldadura. Tan aburrido como sonaba, no tenía ni idea de en qué momento de iluminación se me pasó por la cabeza tomar esta asignatura como una de mis optativas en mi último año universitario. A menudo me gustaba imaginarme que elegí borracho y con unos dados, para justificarme ante mí mismo, pero sabía que no era así. Y, si solo fuese ese pequeño rato de sufrimiento, estaría bien. Pero debía añadirle varias horas de turno en la tienda de ropa en la que trabajaba. El mero pensamiento de que ya era viernes era lo que me mantenía con vida en esos momentos. Al igual que a media ciudad.

Llegué tarde al aula, resoplando, sudoroso y con un hambre voraz que me recordaba que un asqueroso café, no era un desayuno. Y, aun así, el profesor tardó otros diez minutos en aparecer. Cruzó la puerta tan impecable como siempre, el fino y lacio cabello, de un tono rubio desvaído, peinado hacia atrás. Con un ademán suave pintado sobre su rostro, sus facciones resultaban agradables, incluso quedando algo ocultas tras las gafas rectangulares que enmarcaban sus ojos de un color indefinido. Normalmente dedicaba mis horas en esa clase a disfrutar de su atractivo, pero, en esta ocasión, quedó opacado por el hecho de que él había llegado un cuarto de hora tarde con toda tranquilidad y yo casi expulsaba un pulmón por la boca con tal de no retrasarme más de cinco minutos. Por desgracia el individuo me sonrió, causando que me olvidase un poco de mi ferviente odio. Aunque esto no hizo menos aburrida su soporífera charla.

 

»»-------------¤-------------««

 

—¿Entonces vienes? —gritó Gilga desde la estancia contigua. En realidad, no era necesario alzar la voz. La cocina y el salón se encontraban divididos por una barra americana, lo que me permitía tanto escuchar a mi compañero de piso como ver el sospechoso humo negruzco que expedía la sartén en la que estaba trajinando.

—Sí. —El penetrante olor a quemado de uno más de sus experimentos culinarios fallidos inundaba la estancia poco a poco. Como veneno esparciéndose en el aire. Porque yo estaba seguro de que, si oler quemado era tan cancerígeno como comerlo, de aquella casa nadie saldría vivo.

—Genial.

 

El día no había sido tan terrible como cabía esperar. La clase fue aburrida, como siempre lo era, pero el trabajo de dependiente se me hizo un poco más llevadero que de costumbre. Imagino que el hecho de que cada vez viniesen más personas con mayor predisposición para verme a mí que para comprar aligeraba la carga. Me sentía dispuesto a salir hasta altas horas de la madrugada, para después compensarlo durmiendo todo el fin de semana. Como hacía casi siempre, a decir verdad. El altercado que me había agenciado la muñequera ortopédica que ahora mismo lucía, y que aún mostraba los desperfectos resultantes en otras partes de mi anatomía, había volado rápidamente fuera de mi cabeza.

 

—¿A qué hora vamos a salir? —Me estiré en el sofá, respondiendo a las decenas de mensajes de texto que Nell me había enviado a lo largo del día, preguntando por mi salud.

—Cuando Kensei vuelva.

—¿Y eso será...? —pregunté de nuevo.

—Me ha dicho que a las doce, más o menos. —El reloj de pared indicaba que aún faltaban un par de horas para eso. Gilga se sentó a mi lado, el sofá hundiéndose bajo su peso y crujiendo para demostrar los años que cargaba; deberíamos haberlo cambiado hacía mucho, pero le teníamos ese cariño estúpido que desarrollas hacia ciertos objetos—. ¿Quieres? —Señaló el esperpento que había colocado sobre la mesa baja: un plato lleno de lo que parecía huevo crudo por algunas partes, y quemado por otras.

—No, gracias. —Torcí el gesto, asqueado al ver cómo se encogía de hombros y procedía a comerse aquello, sin mirarlo dos veces—. Voy a estudiar hasta que llegue Kensei —comuniqué, alcanzando mi mochila y extrayendo de ella un manojo de hojas impresas en tinta negra por ambas caras.

—Oh, Grimm, estoy tan —remarcó la palabra, alargándola hasta el ridículo— orgulloso de verte estudiar para llegar a ser un miembro productivo de la sociedad. —No estaba convencido de que era más molesto: su burlón tono paternal, o la forma en que me observaba con una espeluznante sonrisa trazada en el rostro.

—Aquí el que más necesita estudiar eres tú —le espeté—. Y nos harías un gran favor; si tuvieses más a menudo las narices metidas en un libro, menos tendríamos los demás que verte la cara.

—Sí, sí. —Pasó a ignorarme, fijando su único ojo en la televisión. El área en que debía descansar el otro orbe se encontraba cubierto por un parche blanco, que resaltaba el color ceniza de su delgado iris visible.

 

Kensei no apareció hasta la madrugada, con su bolsa de deporte echada sobre el hombro y una sonrisa de disculpa que borró en cuanto vio que ninguno de los dos estábamos preparados. Nos obligó a apresurarnos, lo que causó que en cierto punto nos encontrásemos en el baño. Gilga y yo no tardamos en pelearnos por tener el mejor sitio delante del espejo, empañado por el vapor que escapaba de la ducha, desde donde Kensei nos hostigaba con su firme propósito de abandonar la casa en menos de diez minutos.

Fui el primero en estar listo, seguido por Gilga, que se dejó ver por el pasillo aun poniéndose una camiseta gris de manga larga, deshilachada —a propósito— en los bordes. Kensei se nos unió sin demorarse demasiado, y los tres juntos salimos, cerrando la puerta con llave a nuestra espalda.

 

—¿Dónde vamos? —sondeó el espantapájaros.

—Donde siempre, ¿no? Mira lo que pasó el día que nos alejamos —rió Kensei, refiriéndose a mi incidente.

—Tienes razón; el próximo día podrías ser tú, y con esa cara nadie te recogería —escupí con malicia. En respuesta recibí un fuerte codazo en las costillas, en el área que él sabía a la perfección aún me dolía. Fruncí el rostro en una mueca de dolor que les hizo reír a ambos.

 

Avanzamos por algunas calles casi desiertas, que empezaron a llenarse de vida a medida que nos alejábamos de la zona residencial donde vivíamos y nos adentrábamos en otra, más comercial, plagada de bares, pubs y discotecas que permanecían abiertos hasta tarde. Nos dirigimos directamente a uno de los locales, en el que apenas tuvimos que intercambiar un par de palabras con el portero para que nos dejase pasar, ignorando la cola. Kensei podía ser inaguantable en ocasiones, pero nos había conseguido buenos contactos.

La oscuridad del pasillo de entrada nos envolvió, para unos metros después romperse debido a las brillantes columnas de luces de diferentes colores que vagaban de aquí para allá, en un recorrido errante y confuso. La pista de baile estaba llena, al igual que la barra, en la que los bármanes corrían de un lado para otro, intentando atender a las personas que se apiñaban y alzaban las manos pidiendo atención y alcohol.

 

—Presa localizada —dijo Gilga, antes siquiera de que mis ojos terminasen de acostumbrase al juego de luces. Señalaba a un grupo de chicos, en su mayoría de apariencia más jóvenes que nosotros, que bailaban y reían pegados entre ellos.

—Joder —silbé, asombrado—. Menuda habilidad tienes.

—Por eso me tuve que tapar un ojo. Antes les localizaba en dos segundos y, en cuanto les miraba —chasquea los dedos frente a mi cara—, se quitaban la ropa.

—Claro que sí, Nnoitra —se carcajeó Kensei a nuestro lado—. Pero luego sonreías y huían, ¿no? —El gesto de disgusto que puso ante esa declaración fue demasiado cómico como para no reírme también.

—¿Quieres que me lo quite? —Llevó sus dedos al parche, ahora negro, que se fundía con su cabellera color petróleo. Por toda respuesta, nuestro acompañante negó con la cabeza, sonriente, y se alejó en dirección a los chavales que habíamos mencionado.

—Tranquilo, espantapájaros —le animé, propinándole una palmada en la espalda que me permitió sentir sus huesos, clavándose en la palma de mi mano, incluso a través de la ropa y la carne dura—, seguro que esta noche ligas al menos con algún borracho. —Un nuevo golpe en mis costillas magulladas me contestó.

—Esta noche me voy a buscar una chica. Creo que me estáis volviendo heterosexual de tanto aguantaros —dijo eso, pero le vi seguir la estela de Kensei y situarse a su lado para hablar con un par de chicos que no podía juzgar a esa distancia.

 

Tampoco me interesaba, ya que yo ya había captado a alguien de mi interés, cerca de la barra. Se apoyaba en la superficie metálica, inclinando el cuerpo sobre ella a la vez que alzaba la voz para pedir. Me aproximé a él y aproveché mi altura para llamar la atención del barman, que no tardó en atendernos.

 

—Hey —le saludé. Mi mejor sonrisa tironeó de las comisuras de mis labios, mostrando los grandes y afilados colmillos que contribuían a mi aspecto felino.

—Ah, hola, Grimmjow —correspondió al reconocerme, manteniendo sus ojos beige clavados en los míos—. No te había visto.

—Acabo de llegar. —Me encorvé sobre él, para ronronear en su oído—. Pero no me importaría irme pronto.

—¿Ni siquiera vas a tomarte lo que has pedido? —Enarcó una de sus oscuras cejas, en una expresión incrédula.

—Claro que sí, he dicho que no me importa irme pronto, no que vaya a salir corriendo. —Cogí uno de los gin-tonic que habían dejado frente a nosotros y me lo llevé a los labios, como prueba de ello.

—Mejor, porque no tengo ganas de correr detrás de ti. —Esbozó una sonrisa suave y bebió de su vaso, sin perder contacto visual conmigo.

 

Tesra era un chico con el que había coincidido más de una vez al salir, y más de una vez también habíamos terminado en la misma cama. Tenía los rasgos suaves, nariz delgada, rostro en forma de corazón y ojos que me recordaban al café con leche, almendrados. Todo esto enmarcado por suave cabello de un tono trigueño descolorido. Era guapo, sin ser muy consciente de ello. Creo que la primera vez que intenté que viniese a mi casa estuvo a punto de desmayarse de la sorpresa.

 

—¿Qué te pasó? —preguntó de pronto, apuntando a donde lucía la incómoda muñequera.

—Una pelea. Pero no es nada —traté de calmarle al ver su rostro transformarse en una mueca de preocupación—, seguro que en un par de días me la quitarán. —Asintió, conforme con la explicación, y me agarró de la mano contraria.

—¿Entonces puedes bailar?

—Pues claro. —Y aunque no hubiese podido, lo habría hecho; no podía decirle que no cuando me miraba con los ojos brillando de esa manera.

 

Apuramos las bebidas y dejamos los vasos en la barra para avanzar juntos hacia la masa de cuerpos calientes en movimiento. Una vez dentro de la amalgama de bailarines, no tardé en tenerlo pegado a mí, con su aliento golpeando mi nuez de Adán y sus manos sujetas en mis hombros. El calor excesivo y el alcohol hicieron mella en él y borraron su usual actitud reservada, sustituyéndola por una más provocativa. Comenzó con besos sutiles en mi cuello, dejando una sensación hormigueante a su paso, y ascendiendo en dirección a mi oreja. Se puso de puntillas, reclinando su cuerpo sobre el mío, y atrapó el lóbulo entre sus labios tersos, succionándolo y mordiéndolo a partes iguales. Que actuase así delante de tantas personas no era usual en él, lo que me invitó aún más a enterrar mis dedos en la carne tierna de sus glúteos y acercarlo a mí. Exhaló un gemidito de sorpresa y abandonó su acción, lo que aproveché para capturar su boca en la mía. Rápidamente separó los labios, dejando su cavidad expuesta a la inspección exhaustiva de mi lengua, que pronto se encontró con la suya para dominarla y saborearla. Sentía los gemidos vibrar en su garganta y cosquillear en las orillas de mi boca al quedarse atrapados entre nosotros. Cuando se separó mantuvo el rostro alzado hacia mí, mostrándome el sonrojo que se expandía por sus mejillas.

 

—Ahora sí puedes correr… —comentó, con toda la intención del doble sentido.

—Me alegra tener tu permiso. —Pinté por mi rostro una sonrisa torcida.

 

Apenas media hora después de habernos introducido en la pista de baile, me encaminé, con Tesra siguiéndome de cerca, a buscar a mis dos compañeros para avisarles de que me iba. Encontré a Gilga en un rincón, con un par de chavales del grupo de antes, así que hice una seña desde lejos para no molestarle, a la que respondió con un pulgar alzado. Si algo tenía que admitirle, es que cuando no sonreía como un maníaco y se arreglaba para salir, tenía cierto encanto que algunos apreciaban. Kensei, por otra parte, se nos unió en el camino de vuelta. Traía a un chico al que no había visto nunca, lo suficientemente atractivo como para que intentase robárselo en un par de ocasiones. Por desgracia el tipo debía estar ciego y me ignoró totalmente, lo que me hubiese molestado de no ser porque Tesra, a mi lado, tiraba con insistencia de mi mano para que nos apresurásemos.

 

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Después de pasar todo el fin de semana con alcohol en las venas en lugar de sangre, y las sábanas enredadas en vez de ropa, levantarme el lunes y dirigirme al hospital fue un suplicio. Y lo que me instó a ello fue la decisión que había tomado el día anterior —con la inestimable ayuda de Gilga, que no dejó de fastidiar hasta que le conté qué me preocupaba—, de visitar a Ichigo. Esto también fue lo que me mantuvo todo el camino en bus agitando una pierna arriba y abajo, como si tuviese un tic, y lo que causó que en lugar de ir en primer lugar a la sección de consultas, me equivocase y entrase a la de ingresados. Volví un poco en mí mismo mientras esperaba a que me llamasen, mirando la gran pantalla que iba pasando números a una velocidad desesperante, como un reloj de arena atascado que se desgrana durante horas.

Para mi suerte, la doctora no parecía estar muy ocupada y pasé rápido a su clínica, en la que esperaba sentada tras un escritorio blanco, pulcramente organizado, escribiendo, como siempre que la veía, en una libreta. Choqué mis nudillos contra la puerta, pese a que estaba abierta, para llamar su atención.

 

—Oh… —Alzó la vista, sorprendida, pero corrigió con rapidez su desliz, sonriéndome con gentileza—. Hola, Jaegerjaquez. Siéntate. —Señaló una de las sillas acolchadas frente a ella, y aguardó a que me acomodase, sus orbes siguiendo todos mis movimientos—. ¿Cómo has estado?

—Bien. Ya no me duele casi nada —expliqué, con orgullo casi infantil.

—Me alegro de oír eso. Pero tendrás que permitirme comprobarlo.

 

De nuevo se repitió el proceso de mis días hospitalizado: palpar, advertir cuando sentía dolor y tomar notas. Aunque esta vez, gracias a la disminución de mis lesiones, llevó mucho menos tiempo. Cuando me dijo que podía dejar de usar la muñequera, casi clamé al cielo en agradecimiento.

 

—¿Entonces ya está? ¿No tengo que venir más? —interrogué una vez mi camiseta volvió a su sitio.

—Tienes que venir en dos semanas para una última revisión —respondió de espaldas a mí, desinfectándose las manos con el gel de un dispensador anclado a la pared—, y si entonces estás bien no tendrás que volver.

—Así que tendré que alejarme de mis compañeros de piso. —El comentario fue más bien para mis adentros, pero a Unohana no le pasó desapercibido y me ojeó con curiosidad.

—¿Por qué?

—Cada vez que digo algo que les molesta me meten un codazo en las costillas, aprovechando que me duelen. —La cara de Unohana se crispó, y, aunque no perdió su eterna sonrisa, en un segundo pasó a ser bastante… escalofriante. Tanto que pensé que Gilga había tomado clases de ella en el ámbito de muecas temibles.

—Si quieres diles que vengan contigo la próxima vez, yo les explicaré que no deben hacer eso. —Su voz sonó condescendiente, poco acorde con su rostro. Me abstuve de mencionar que, en ese instante, parecía capaz de hacer muchas cosas, pero explicar algo sin dolor no era una de ellas. Por fortuna, el incómodo momento pasó rápido.

—Esta vez te daré la cita aquí mismo. —Tecleó algunas cosas, y en apenas un minuto la impresora (en bastante mejor estado que la de la vez anterior) escupió el nuevo papel con la hora y consulta—. Me alegro de que estés mejor, y espero que sigas así —comentó con ligereza, mientras me guiaba en dirección a la puerta.

—Gracias, doctora. Me aseguraré de ello. —Asintió satisfecha, con las manos unidas a la altura de su cintura, en una pose relajada.

—Ah, y Jaegerjaquez. —Me detuvo, causando que la examinase con curiosidad—. Tienes unas ojeras terribles, procura descansar bien. —Me dedicó una sonrisa conocedora, como si solo con observar mi cara pudiese decir lo que estuve haciendo todo el fin de semana.

 

Una vez fuera respiré profundamente, aunque eso significase inhalar el olor a desinfectante, y caminé con pasos decididos hacia las habitaciones de los pacientes. Ignoré a todo el mundo en mi trayecto, centrado solo en lo que diría una vez estuviese allí. También miré el reloj, pensando si me daría tiempo de ver una película con Ichigo, o si a lo mejor me pediría que le llevase más si ya había terminado las que le dejé. Mi cerebro comenzó a componer a gran velocidad un discurso que incluía mis horas libres, y finalizaba con la oferta de ir a verle cuando pudiese.

Por desgracia, cuando abrí la puerta del cuarto, olvidando por completo llamar, me encontré con una habitación vacía. La sonrisa boba que se había construido en mi rostro en esos minutos, se desmoronó, sin dejar nada que demostrase que había estado allí. Era un hospital, pero prácticamente corrí hasta el puesto de enfermeros, sin preocuparme por ello. La misma chica de la última vez, con la misma consola, y la misma expresión de concentración, se encontraba sentada tras el mostrador. No me miró cuando me planté frente a ella, pero sí cuando puse mi mano sobre la pantalla del pequeño aparato.

 

—¿Qué quieres? —gruñó. Creo que no me gritó por respeto a donde nos encontrábamos, pero su semblante la situaba a punto de saltar sobre mi yugular.

—¿Dónde está el chico que estaba en esa habitación?

—¿Qué chico? —Estaba nervioso y no di información muy útil, pero su actitud tampoco ayudaba.

—Ichigo Kurosaki. Pelo naranja. —El último dato pareció hacerla reaccionar.

—Le dieron el alta hace unos días. —Entrecerró los ojos, observándome—. Espera un momento. —Y se marchó sin más, dejándome con la palabra en la boca. Cuando estaba a punto de gritar un improperio reapareció, con una bolsa bajo el brazo y un trozo de papel en la mano—. ¿Cómo te llamas?

—Grimmjow —respondí automáticamente, con el ceño fruncido.

—Entonces esto es tuyo. —Me pasó la bolsa por encima de la repisa. Crepitó con el conocido sonido del plástico cuando hurgué en ella. Contenía las películas de Nell y una notita con algunas palabras garabateadas en una letra angulosa. «Gracias por las películas, me dio tiempo de verlas todas. Espero que estés bien pronto», rezaba en el papel. Volví a introducirlo en la bolsa, en silencio—. Te llamamos para que vinieses a buscarlas, pero no respondiste —me explicó. Había cambiado su forma de hablar por una más suave; creo que no presentaba buen aspecto.

—No he estado muy pendiente del móvil estos días —murmuré—. Gracias.

 

Con los nudillos apretados en torno a las asas de la bolsa, salí a la ciudad hundido en mi propia nube de pesadumbre. Y no la abandoné en todo el día, ni cuando algunos clientes me lanzaron sonrisas coquetas en la tienda, ni durante las clases, ni una vez llegué a mi habitación y me lancé a la cama, la cual no abandoné hasta que Gilga me arrastró al salón para ver una película con ellos. No estaba seguro de que esto fuese a animarme, conociendo sus gustos y sabiendo que era él quién había elegido la película. En el salón comenzó a discutir con Kensei, que se negaba a ver lo que él quería. Les dejé decidiendo qué poner y pasé a la cocina para preparar un buen cuenco de palomitas calientes. Mientras sonaba el característico crujido del papel acartonado y el chisporroteo de los granos de maíz estallando, agarré un par de cervezas de la nevera y lancé una a Gilga, que la atrapó con envidiable habilidad, tan solo estirando un poco su alargado cuerpo. Teníamos suerte de que Kensei estuviese de espaldas, porque ver la botella de cristal volar por encima de la alfombra color crema le habría hecho gritar hasta que nos pitasen los oídos.

Los tres nos echamos en el sofá, con el olor a mantequilla envolviéndonos, y una cantidad ingente de cervezas apiladas en la mesa de centro, esperando a ser bebidas. No tardé en entender los gritos que le había dedicado Kensei a la elección de película de Gilga; era una estúpida comedia romántica que me hizo querer matarles. Hacia la mitad del filme ellos estaban muertos de tanto reírse y yo no aguantaba más tanta pastelosidad en mi día gris, así que hui al balcón con todo el sigilo que pude.

 

Llevaba un buen rato solo, en la terraza, con el móvil descansando en una de mis manos congeladas y un cigarro casi consumido colgando precariamente en la otra. La noche se presentaba fría, con nubes opacando el poco brillo de las estrellas del que podíamos gozar en la ciudad. Parecía que el tiempo por fin se había dado cuenta de que el verano había terminado semanas atrás. La puerta corrediza que daba al piso se abrió con su molesto chirrido plástico, y me apresuré a bloquear el dispositivo y guardarlo en mi bolsillo.

 

—Tío, ¿qué haces ahí fuera congelándote? —Le ignoré, dando una calada, mientras se situaba a mi lado, con los brazos apoyados en la barandilla, al igual que yo.

—Pues eso, congelarme. —Me encogí de hombros.

—¿Congelarte de amor porque echas de menos a tu precioso enfermito? —Habló con un exagerado tono agudo y meloso que en un tipo de más de dos metros quedaba aún más ridículo de lo que ya era por sí mismo. Lo dijo de broma, pero supongo que al no responderle creyó que había acertado—. ¿Por qué no le llamas? Si te esfuerzas un poco a lo mejor te lo consigues tirar… —Le interrumpí de un puñetazo en el hombro. No sé en qué momento se me ocurrió que sería buena idea contarle que me había llevado bien con el chico con el que compartí habitación en el hospital, y que había robado su número de teléfono. Y menos mal que no le conté lo de la foto, sino estaría riéndose durante el resto de su vida de mí.

—¿Solo piensas con la polla, idiota? No me lo quiero tirar, me cae bien y ya está.

—Claro. —Hizo un ademán despectivo con la mano, muestra de que no le importaba una mierda lo que yo pudiese decir. Él ya tenía su veredicto.

—También soy amigo tuyo y no te la metería ni borracho, ¿sabes?

—¿De verdad? Porque a veces te pillo mirándome con una cara que no sé yo… —De nuevo, corté sus tonterías de un puñetazo, pero eso no le impidió seguir carcajeándose.

—Vete a la mierda. Si solo vas a molestar, ¿por qué no vas dentro?

—Porque me gusta molestarte —dijo en un tono íntimo, acercando su rostro demasiado al mío. Le apestaba el aliento a alcohol y palomitas—. Pero la verdad es que hace un frío horrible, así que me vuelvo a ver la película. Disfruta de tu neumonía —comentó alegremente.

 

En cuanto estuve seguro de que se había marchado, volví a sostener el móvil en mi mano, y deslicé el pulgar sobre la pantalla táctil. Enseguida me mostro el número de Ichigo, junto a la foto que le hurté y había asignado a su contacto. Comencé a pensar que lo mejor sería llamar de una vez. No sería raro, ¿no? Siempre y cuando no se plantease la duda de cómo había obtenido su número.

Cerré los ojos y permití que mi dedo bajase sobre la superficie pulida del móvil sin mirar. Estaba nervioso. Y los pitidos suaves, indicándome que la llamada estaba en proceso, no me apoyaron en absoluto en la tarea de calmarme. Respiré hondo, acerqué el aparato a mi oído y esperé. Repasé mentalmente una y otra vez como empezar esa conversación sin parecer un acosador. «Hola, Ichigo, soy Grimmjow, tu compañero de habitación del hospital». Eso estaba bien. Parecía un saludo lo suficientemente inofensivo. Tras casi diez tonos perdidos liberé el aire que estaba conteniendo en mis pulmones, convencido de que no iba a responder. Pero el chasquido de la línea volvió a tensarme, hallándome de pronto en la situación de tener que hablar sin oxígeno llegando a mi cerebro.

 

—¿Sí? —Era su voz. Mis últimas esperanzas, haberme equivocado al apuntar su número o que alguien más descolgase, se desvanecieron.

—Hola —me apresuré a responder, antes de que colgase. Mi voz salió rasposa por la falta de aire, como si estuviese afónico.

—¿Sí? ¿Quién es? —Reuní toda la confianza que siempre exudaba y me esforcé por hacer uso de ella en ese momento, antes de quedar como un imbécil.

—¿Tan rápido te has olvidado de mí, naranjita? —Escuche un sonido crujiente, el del aire golpeando el micrófono cuando Ichigo exhaló bruscamente.

—¿Grimmjow? —Sonreí de forma involuntaria; si me había reconocido solo por llamarle así, quería decir que ese apodo era algo entre nosotros, y eso me gustaba.

—Sí. —Hice una pequeña pausa, pensando cómo continuar—. Fui a verte esta mañana al hospital, pero no estabas, así que se me ocurrió llamarte.

—Me dieron el alta el viernes, ya estoy en mi casa. —Otro silencio incómodo irrumpió en la conversación—. No pensé que fueses a ir a verme. —Habló en un tono bajo, confidencial, que envió una sacudida agradable por toda mi columna.

—Bueno, tenía cita allí y se me ocurrió que podía pasarme. —No entendía por qué, pero prácticamente me estaba excusando. Me arrepentí al instante por ello.

—Ya… —De nuevo una pausa. El golpeteo de mis dedos sobre la barandilla no descargaba tensión, pero tampoco podía frenarlo.

—¿Quieres quedar mañana? —Ichigo había estado a punto de decir algo, pero las palabras salieron despedidas de mi boca de forma tan súbita que no pude detenerme.

—¿Eh? ¿Mañana? —Me alegró que pareciese tan sorprendido como yo, eso me dio tiempo de discurrir qué decir a continuación.

—A comer, o para tomar algo. Lo que quieras. —Casi podía oír los engranajes dentro de su cabeza, al otro lado de la línea, chirriando al girar unos sobre otros—. Si no puedes mañana…

—No, sí que puedo —me interrumpió—. ¿A las dos te viene bien? —Asentí con la cabeza un par de veces, antes de darme cuenta de que no podía verme.

—Termino mi turno justo a las dos, así que si no te importa comer cerca de mi trabajo, por mí genial.

—¿Dónde trabajas?

—En una tienda de ropa del centro.

—Mándame luego la dirección y te espero por allí cerca. —Escuché sonidos opacados por sus palabras, seguidos de lo que me pareció una voz, tan suave que alcanzó mis oídos siendo poco más que un murmullo—. Tengo que irme, te veo mañana —se despidió con un deje afable que no estaba acostumbrado a escuchar en él, y cortó la llamada antes de que pudiese corresponderle.

Notas finales:

Mientras repasaba el episodio me he dado cuenta de una preciosa ironía. Grimmjow al principio, diciendo que "las ocho de la mañana no es, de ninguna forma, una hora para enzarzarte en una pelea verbal". Tampoco para publicar yaoi, y aquí me tienes, capullo.<3

Espero que os haya gustado el capítulo. Posiblemente en los próximos días corrija algún error, pero yo ahora mismo ya no soy persona. Yo misma soy el error. Matadme. Necesito dormir.

PD: Lo que sucede con Tesra en el piso no está narrado porque soy un deshecho humano al que le gusta mantener el lemon guardado los primeros episodios. Os quiero.(?)

PD2: Gilga y comedias románticas. Sorry not sorry.

Sin más, me retiro a morir.


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