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Dancing Over Water Lilies por CrawlingFiction

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Dancing Over Water Lilies


Capítulo 10: La danza cortesana


 


 


Cayó de rodillas al suelo. 


La sangre y sudor corría por sus sienes.


La bestia se abalanzó hacia él, a lo que giró y de un salto con el abanico en mano esquivó la zarpa de lívida flama. De entre los pliegues del hanbok sacó la daga y apuñaló un costado al dragón. El rugido removió los árboles y la sangre espesa estalló contra su mano empuñada.


—No eres más que... un espejismo —una voz gutural y los ojos amarillentos fulgiendo en sorna. HakYeon frunció el ceño y sin prevenirlo un coletazo lo derribó, haciéndolo rodar en el suelo polvoriento.


Apretó el abanico y con el cabello negro cubriéndole los ojos sonrió.


Giró sobre su eje esquivando el fuego y los zarpazos que pretendían capturarle, y bajo el silbar de los juncos reestructuró la ofensiva.


Hoy se reencontraría con la danza.


Un ayer tan lejano como para ser memorable; el bailarín predilecto de la corte. Un futuro que se le iba gota a gota; peor que un cadáver, menos que una deidad exiliada.


El predilecto del rey.


La gracia del organdí, el lino y el gayageum.


A través de la tonada del danso y el gorjeo del cantor, sus pasos se perdían y sus curvas se insinuaban con la delicadeza impropia de un mortal.


Maestro del abanico y bailarín porque bailar fue superar las adversidades.


Bailar había sido su forma de batallar y su abanico la más hábil arma.


El durumagi al viento seguía esos pasos que lo envolvían en la magia, le abstraía del momento.


Frente al escenario florecían los comedidos aplausos. Reprimidos por la cortesía de la alcurnia, pero igual de gratificantes a su alma libre;


Bailar era ser libre.


De niño, un pobre roñoso que pidió para comer, al grácil joven con un don. Era una bendición del cielo, sonreía el mirando hacia las nubes, que gracias al baile no se le hacían tan inalcanzables.


La misma belleza reflejada en la piel y en el baile lo rescató de un futuro sin destino.


Era uno solo con el traje, el maquillaje teatrero, su abanico tachonado de estrellas y la sonrisa agotada, sembrada en sus labios al acabar la melodía. Una sonrisa enmarcada en cabello sudoroso y olivares brillantes.


Una sonrisa a plenitud.


Pero, él que fue uno con el abanico no lo volvió a ser más.


Los opositores del rey quisieron acabar con su más preciado peón. El símbolo de que hasta el más pobre de los aldeanos podría volverse alguien de la mano del piadoso mandatario. Un bailarín inocente y con un porvenir cegado esa noche sin luna ni aparentes testigos. Sólo las estrellas en la tela del abanico fueron firmamento.


Derrumbó con la garganta cortada y comprimida entre sus manos trémulas.


Lágrimas y chorros de sangre caliente fue lo último que vio de rodillas y mirando al suelo.


El abanico estrellado también se rocío de su sangre al partir.


Morir fue como un suspiro.


Y volver a abrir los ojos un exhalo.


De un jilguero ascendió a un tigre y de un tigre alcanzó la inmortalidad. Y ni con ese destino de mesura y aparente dicha volvió a ser feliz. Su felicidad había sido arrebatada con esa navaja.


Tan ingenuo como había muerto, reencarnó en la inocencia del jilguero y después al misterio del felino.


Mucho tardó en volver a sentirse. Fue redescubrirse absoluto y solitario.


Sentir sus pies antes gráciles, sentir sus manos casi melodiosas, sentir su rostro, sentir sus ojos, sentir su corazón latiendo en aquel espejismo frente al charco.


Fue como nacer otra vez.


Nunca más volvió a amar. Su amor fue la danza, el lino y el escenario. Su amor había sido vivir, y ya su amante la habían asesinado esa noche sin luna ni culpables.


No volvería a amar jamás.


Porque dios no ama, no de ese modo tan humano y tan dañino.


Amó las flores, amó la brisa, amó el agua y amó la luna.


Amó, pero no del todo. No con la ignorancia y egoísmo de los humanos.


Amó el nuevo jilguero, amó el lamento de la serpiente y amó el llanto de los hombres.


Amó, pero no del todo.


Su cuerpo no se fundía con el de ninguno, ya era omnipresente. Muy abstracto hasta para su pasado mundano.


Amo más allá de los límites del entendimiento.


Y en ese amor estaba la razón de empuñar el arma y de recuperar su melodía. De reencontrarse con la amante exigua de su melancolía.


HakYeon volvió a bailar.


Volvió a pelear.


La guerra y el amor; una misma canción.


Un mismo canto y un mismo compás.


Blandió el abanico, liberando ráfagas de aire que se hicieron metal contra el cuero rollizo del dragón malherido. La agilidad y paciencia ganaban la batalla contra el temperamento.


Saltó al lomo erosionado en estalagmitas puntiagudas. Con el puñal de rienda dominó a la bestia que se retorcía desesperada. Sus gruñidos atronaban el bosque alrededor, ya revuelto por las aves y ánimas, suplicando el fin de tanta miseria a su hogar.


Con torpeza WonSik enfiló y despegó a pocos metros de altura, tirando a HakYeon pesadamente a la grava. Con la brea escurriendo del cuero giró y se abalanzó como flecha al suelo, con las fauces abiertas de par en par y el hálito volcánico.


HakYeon con abanico en mano corrió a encuentro. Saltó y de un trazo grácil y certero de abano regresaron sus pies a tierra. Del largo cuello reptil chorreó sangre y el dragón desplomó como pesada roca.


HakYeon giró con sus talones y jadeando sin aliento, suspiró. Se acercó al cadáver que como ceniza al viento desvanecía al danzar de la brisa.


Todo había acabado.


Eso creyó.


Del cuerpo saltó una sombra humana que le tomó de la garganta y lo derribó al suelo. HakYeon pataleaba y se retorcía entre estertores ahogados. No podía alcanzar el abanico a un roce de sus yemas. Era un reencuentro tibio con su descorazonador fin. La sombra le estrangulaba mientras destellos cenicientos arropaban al dragón decapitado.


Las risotadas entremezcladas del espectro y la bestia azotaban los juncos y remecían las copas.


Sintiendo su reducida inmortalidad escurrírsele entre los pulmones arañaba esos brazos de humo negro con desespero.


Otra risa, cantarina como maliciosa, azotó su rostro.


—¿Me subestimaste? —ante sus olivas turbias la sombra aclaró a una estampa menos tranquilizante. WonSik con sus ropajes de aldeano y el rostro masacrado. De la misma manera en que había muerto escapando de los invasores— ¡Siempre lo hiciste! —gruñó contra su cara azulada por la asfixia— Y por eso pagarás las consecuencias...


—¿Q-Qué? —balbuceó, perdiendo la razón a cada apretón a su tráquea.


—¿Por qué no me hiciste a mi tu elegido? ¿¡Por qué a Leo?!


—Él no es mi elegido... —murmuró con las uñas clavadas a sus manos en sus inútiles intentos de zafarse. Un puñetazo a la mejilla le dio el mínimo margen para soltarse, WonSik lo acorraló contra el suelo y, en un abrir y cerrar de ojos, abanico y puñal se apuntaban mutuamente las gargantas.


HakYeon resoplaba pesado, recobrando a cada jadeo el color a sus mejillas y la claridad en la mirada.


—Le diste todo tan fácil... —masculló apretando los dientes— Le enseñaste como volver a su cuerpo humano, y en cambio yo... ¡tardé siglos en siquiera ver mi reflejo!


—¿Y-Y para qué querías verlo? ¡El WonSik del pasado está muerto! —le recordó en un grito. WonSik gruñó con la navaja rozando peligrosa su cuello.


Un torbellino despeinó sus cabellos negros con mechones albinos. Sobre sus cabezas dragones merodeaban, a espera de la orden de su dios impostor.


—¡Entrega el orbe! —ordenó. Los dragones bramaron al unísono, estremeciendo hasta la tierra. El puñal se afincó más y las incontables bestias enfilaron como fieras listas para saltar.


HakYeon sonrió y soltó el abanico salpicado de sangre.


Metió la mano entre los pliegues del durumagi y bajó la escaramuza del puñal a flor de piel. Lo tomó de entre la ropa y extendió la mano.


Pero, a cambio lo que hubo fue un nenúfar marchito.


••••••


Se había desmayado del dolor.


Alzó apenas la cabeza al recuperar la conciencia.


Restregó su naricita fría a la mano tiesa, dedicándole pequeñas lamidas. Ni en el refugio de la inconsciencia pudo creer que se trató de una pesadilla hiperrealista.


Entrecerró los ojos llorosos y estiró la pata descalabrada hacia el pantalón de HongBin. Quiso sentir el nenúfar marchito, única evidencia sobreviviente a esa felicidad que le habían vuelto a arrebatar, pero una forma maciza y esférica fue lo que palparon sus garras.


La empujó fuera del bolsillo holgado con el hocico y cayó rodando en el lodo.


Con pétalos húmedos encima el orbe ennegrecido se presentó.


—E-El yeouiju... —farfulló. Rápido miró hacia el cielo y luego al rostro pálido y hermoso a su lado. Ni la Muerte podía restarle la pureza— No puedo fallarte más...


Se incorporó débilmente sobre sus patas, una fracturada y con el hueso sobresaliendo. Le jaló de la ropa y lo trepó entre sus cuernos. La sangre espesa del cadáver escurría sobre sus escamas azul metálico. Ese tacto bastó para darle fuerzas donde no tenía.


Tomó el orbe entre sus colmillos y a rastras se acercó al borde del acantilado.


Sus patas temblaban del dolor y la piel desgarrada era gotero sanguinolento.


Cerró los ojos y se dejó caer.


Parecía el suicidio perfecto, incluso para los imposibilitados en alcanzar esa dicha. Esa incorrecta libertad.


Pero, él quería vivir.


Su deseo fue vivir.


El abismo se los engulló de inmediato.


El dragón rugió por sobre la penumbra y de un último coletazo remontó el cielo. Sus zarpas parecían querer atrapar la luna, inmensa y clara, tal como inalcanzable. Sus intestinos colgaban del cuero hecho jirones y las patas quebradas eran erráticas. Sin embargo, no se rendiría una vez más.


Le daría cara a la Muerte y a lo que hay más allá de ella.


El firmamento añil y la luna en un manto perla les resguardaron el rumbo.


Planeó sobre las copas de los árboles y sus danzarines angustiados. Estrellaron contra la pequeña choza que había de altar a riberas del mar vegetal. Los espíritus saltaban las copas de y lloraban al ver la aldea sufrir.


Vomitó sangre en el piso de tierra y a rastras alcanzó la pequeña mesa, volcándola y quebrando su contenido. Tomó el orbe cubierto de sangre y bilis y torpemente lo metió dentro del cofre al rey. Sus piernas fallaron y desplomó al lado de HongBin en un charco indigesto de sangre negra y vísceras.


—Por favor... —susurró sin aliento el dragón desollado, pero, esta vez no estuvo él para entenderle.


Cerró los ojos con fuerza y sus dientes crujieron al traspasar el umbral del dolor piadoso a la cordura.


El altar abandonado se iluminó en un amanecer nacarado, bañando hasta el rincón más mísero de cálido oro. Los árboles y sus danzantes aullaban y los cuervos graznaban. El trinar de las urracas se sumó en esa sinfonía silvestre y espectral. La claridad de la luna se opacó por la luz proveniente del cofre plata, siendo sol y vida en la penumbra.


La luz reflectó sobre su cuerpo, siéndole cobijo para su cruda estampa. Dos piernas y dos brazos tomaron forma. Un largo durumagi índigo arropó su forma humana y sus cabellos azabaches cayeron por sobre sus hombros.     


Encogido en el suelo la sangre negra se volvió manchas y recuerdos nada más.


El amanecer se consumió al oeste y el barullo a la lejanía calló. La noche pesada y sin estrellas recobró protagonismo, con sólo el soplido de los bambúes como acompañantes.


TaekWoon abrió apenas los ojos, acostumbrando sus retinas a la oscuridad inmediata.


Era el protector de la aldea.


Una pequeña mano acarició apenas la suya adornada de joyas.


Una sonrisa fue suficiente.


No estaba solo.


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