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Dancing Over Water Lilies por CrawlingFiction

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Dancing Over Water Lilies


Capítulo 3: Dualidad


 


A veces, la carencia de sueño le hacía recordar.


 


<<Un choque abrupto contra la corteza de un árbol le robó el aliento, que poco pudo recuperar al encimarse una boca a la suya, penetrándola sin decoros, saboreando y mordiendo sus labios hasta el cuerpo entero estremecerle. Entrecerró los ojos, y con las manos sosteniéndose a la rugosa madera correspondió al salvajismo. Un gemido trémulo quejó el dolor. Sus dientes hincaron hasta sangre brotar y el óxido ser amargo. Un tirón bruto a sus cabellos separó sus labios hambrientos en una delgadísima estela de saliva.


—Tanta junta con el gatito estúpido te está pegando sus mañas, ¿eh? —burlón relamió sus labios y tiró del lazo de su durumagi. Lo abrió para revelar la ligera tela que cruzaba su torso, admirando lo sinuoso y níveo de su cuello desnudo— Buscándome como el maricón que eres —espetó abriendo la camisa blanca entre sus amplios hombros.


—Sólo quiero respuestas… —jadeó limpiando la sangre que escurría de la comisura de sus labios— Y que mejor que una cucaracha como tú para que me las de —WonSik enarcó la ceja y rio. De esas risas frías y carentes de alma.


—Qué egocéntrico —TaekWoon frunció el ceño. Su camisa desarmada estaba abierta, siendo un simple harapo cruzando débilmente su cuerpo— ¿Qué te hace sentir tan poderoso? ¿Quizás… algo de oro? —tanteó ronco haciendo caminar sus dedos cuesta abajo hasta su ombligo. Con las yemas arañó despacio formas abstractas a su vientre bajo, contrayéndole la piel de un espasmo.


—No necesito esas cosas, sólo quiero regresar —objetó. WonSik deshizo su expresión burlesca y tomó de su mandíbula pegándole la cabeza al árbol con rudeza. TaekWoon gruñó clavando sus ojos a los adversos, opacos como guijarros polvorientos.


—¿Qué te hace pensar que revolcándote con todo el que se te cruce lo obtendrás? —le inquirió apretando el agarre y atreviendo a pasear su pulgar a su labio inferior tintado de escarlata líquida. Aligeró su expresión y recargó la frente contra la de TaekWoon, rozando a gusto sus labios espigados. Su respiración entrecortada y contenida le era gloriosa como el regusto de su sangre— Las emociones, las sensaciones, los recuerdos; por más humano que quieras intentar ser, no volverás —le recordó con una sonrisa de fingida misericordia. Tomó de ambos lados de su cara y le estrelló contra el árbol— Estás muerto, peor que eso, ¡eres polvo! ¡Ya no existen ni tus huesos ni nadie que te recuerde! —le gritó.


—Mi alma sigue conmigo —murmuró imperturbable. Sus años de aprendiz le edificaron en la serenidad, que a veces era infructuosa para él mismo, pero quería seguir creyendo en esa realidad. La realidad de ser la calma y WonSik la devastación. Eran agua y fuego, cadáveres de distintas épocas y anhelantes de distintas ambiciones. Eran hermanos por algo peor que la sangre para los seres vivos: eran contrapartes de un mismo destino. Una misma alma para los dos, un alma prestada ya que ambos la carecían en ese mundo espiritual.


—¿Alma? —carcajeó— El yeouiju es tu alma —le recordó con gusto. Amaba quebrarle la templanza, verle flaquear y verle buscarle necesitado de pasión barata. Era su reflejo. Poseer su cuerpo era como poseerse a sí mismo, a su lado bueno y endeble que en síntesis no existía. Porque era TaekWoon. Quería destruir su vulnerabilidad.


—No, ¡mi alma está aquí! —se llevó las manos a su pecho, dónde tenía que estar su corazón. Pero sólo había un órgano anodino que latía. La metafísica y los sabios le decían una y otra vez que el universo se componía de sólo tres elementos: el sol, la tierra y el Hombre. Pero quería apostar que había algo más. Una razón intangible que diera razón a las flores de ser de tales colores, a los animales de procurarse en manadas y las personas ser capaces de amar. ¿Dios?, ¿casualidad?, ¿causalidad?, ¿un alma intransferible que otorgaba la conciencia? La suya, ¿dónde estaba? ¿La muerte es en serio el final de florecer, cuidar y amar?


—El yeouiju es el alma que ofreces a cambio de su poder —le recordó atento a sus facciones menguar. La razón para que el yeouiju que ambicionaba cada imogi cayera del cielo una sola vez en sus vidas era simple: era su alma condensada en promesas, arrojándose al vacío a espera de su sacrificio. Dar sus vidas a cambio de eternidad era matándose en aquella trampa de oro y níquel. Asesinar el último resquicio de humanidad que poseyera la criatura, y a cambio, le sería devuelta su alma hecha gema, hecha chintamani, repleta de poder y deseos gracias a su sacrificio. Al último salto de fe; su vida misma. TaekWoon evadió su mirada desdeñosa. Se volvía a sumir en la desesperación de no tener explicaciones. WonSik sonrió ligeramente. Era hermoso admirar su sufrimiento no expuesto en carnes maltrechas— Es absorbida y no hay vuelta atrás. ¿La diste a cambio de qué?, ¿poderte morir?, ¿ser mortal? —carcajeó peinando sus cabellos hacia atrás— ¿Qué clase de estafa fue esa, TaekWoon? Vender tu alma para poderla aniquilar... ¿Es lógico? Vaya, tu gatito te debe explicaciones —TaekWoon le miró descolocado. ¿Todo había sido una trampa?


—Rechazo al yeouiju como mi alma —defendió rápidamente mirando a sus manos. Las líneas lívidas que surcaban las palmas relataban el pasado, el futuro y la edad espiritual de cada persona. Por eso las miraba tanto, porque las vetas de su piel estaban a la mitad. Una parte de su existencia había sido borrada, ¿cuál? — No lo es, no lo siento así. Sé que la puedo sentir, ¡sé que es real! —cobijó su corazón moribundo con su imperceptible calor. Podía jurarlo, este destino no le pertenecía— Cuando recuerdo... y siento, cuando me reconcilio con mi pasado está la real... —WonSik tomó de su mentón con delicadeza, obligándole a que le mirase. TaekWoon estremeció. Sus pupilas no emitían su reflejo. Él era su reflejo.


—Cariño, no desperdicies esta oportunidad. ¿Ser un mugroso campesino en vez de un dios? —Rodeó su cintura con el brazo libre. Su piel era caliente como la flama— Controlar hasta el curso del Tiempo... Joyas, eternidad —conciliador juntó sus frentes y deslizó la punta de su nariz por la contraria, tanteando sus labios gélidos tan de cerca— ¿Cuándo aceptarás mi propuesta? Juntos podríamos encontrar lo que tanto anhelas, sólo...


—¿Sentir? —suspiró contra su boca. ¿Volvería a sentir? ¿A vivir? Una mano cálida deslizaba tentativa por el interior de su muslo.


—¿Ahora no lo estás sintiendo? —susurró a su oído>>.


 


La criatura parpadeó deseando sepultar los recuerdos un siglo más. Su pelaje y escamas erizadas y las garras listas a atacar advirtieron lo vívida de su remembranza.


Un destello puro iluminó el oscuro cobertizo. Bufó adolorido llevando la mano a sostener su brazo fracturado. Hacía semanas no era un humano. Dolía, pero quería rememorar. Observó sus palmas incompletas de grabados. Sentado sobre la viga de tronco del cobertizo pendía los pies lentamente. Desde esa altura parecía estar un poco más alejado de sus temores que le encadenaban a lo mundano. Sus ropajes esta ocasión no eran de modesto cáñamo. Eran lapislázuli y plata en colores y bordados. Era un príncipe, a fin de cuentas. Pero esos honoríficos, esa seda y ese oro sabían a nada. Cabizbajo ladeó a mirar hasta el par de cuencos con sobras de arroz y carne fresca. Los cabellos azabaches cubrían a medias su rostro, pero estaba sonriendo suavemente.


Un poco más que antes. Pudo sentir.


••••••


—¿Lo llegaste a escuchar?


—¿Eh?, ¿qué cosa? —preguntó secándose el sudor acumulado bajo los ribetes del sombrero con el dorso de la mano. El hombre regresó la vista a los boquetes que cavaban costosamente sobre el fango. Había llegado a secar lo suficiente para creer cultivar algo allí, pero la lluvia volvió a tomarles el pelo, volviendo a abrir cada agujero para rescatar las semillas. Con las principales rutas comerciales destruidas en medio de la guerra, no podían darse el lujo de desperdiciar ni un solo brote.


—El ruido por el arroyo, las ahjummas que lavaban en el río me dijeron que escucharon algo en el cielo.


—¿Sí?, no escuché nada —se hizo el desentendido más atento a sus manos enlodadas buscando cuan oro las semillas pálidas— Han de ser cuervos, peleando por carroña otra vez.


—¿Llegas tarde al trabajo, desapareciéndote por horas, y ahora no te enteras de nada? —acusó incrédulo por el repentino desapego de su hijo al trabajo duro— ¿No será que estás viéndote con una chica a escondidas? —bromeó enarcando una ceja. El chico sobresaltó sintiendo las orejas enrojecer, por fortuna su sombrero lo disimulaba.


—¿Qué?, vamos, papá —entornó los ojos minimizando su comentario— No tengo tiempo para esas tonterías.


—¿Tonterías?, ¡ya tienes diecinueve! Debes formar tu propio hogar, mira que ya me truenan los huesos y debo dejar de reemplazo a un buen líder, ¡tienes que sentar cabeza! —sermoneó insistente.


—Te aseguro que la tengo bien sentada, viejo —replicó rebelde ante su reprimenda visual.


—¿Otra vez presionando al niño a que se case? —se escuchó la voz de su abuela a sus espaldas, que con un pantalón de hombre caminaba a zancadas por el lodazal. Desde siempre había sido una mujer valerosa que prefería usar anchos pantalones y lastimarse las manos con trabajo, que a dedicarse a la belleza febril. Al fallecer su marido e hijo mayor, víctimas de las pandemias, se llevó al segundo a la espalda y labró la tierra, como un obrero más.


—¡No le estoy presionando! Pero tiene que saberlo desde ya, mamá —se giró poniéndose en pie para ayudar a la vieja a no resbalar, caminando las tablas que usaban de improvisado puente— Sino su madre y yo ya hemos hecho migas con varias jovencitas para que elija; son educadas y castas, ¡y lo más importante! Una de ellas es hija del mercader, abrir nuevas rutas comerciales al pueblo nos ayudará a vender el sorgo, que se pudre en el granero.


—Deja que él escoja a su amor, tu padre ni yo te obligamos a nada. ¡Su corazón lo sabrá apenas le vea! —confió con sabiduría para después cruzar de brazos y sacudir su cabeza canosa— Más bien, déjamelo libre un rato, ¡estando todo el día con la tierra a las rodillas tampoco podrá casarse con nadie!


—Tiene que ayudarme —refunfuñó.


—Y a su abuela también —sonrió con suficiencia volviendo su atención a HongBin— Hijo, ven, ayuda a esta pobre anciana a hacer la comida. ¡Un buen marido debe saber cocinar!, que las mujeres también enfermamos, aunque el ogro de tu papá lo ponga en duda —bromeó guiñándole el ojo, haciendo mosquear a su padre. Miró de reojo al hombre, quien le asintió dándole permiso para soltar las palas y acompañar a la obstinada mujer.


El pitar de una olla rota y el aroma penetrante de los peces de río en la tabla inundaban la pequeña cocina de perfume y melodía.


—Abuela… —finalmente atrevió a murmurar en lo que machacaba cabezas de ajo y otras especias en el mortero. Sin esperárselo, le recordó a él, a sus jadeos agónicos, y precisamente a sus manos temblorosas triturando jengibre y quién sabe que más plantas rogando por su alivio.


—Dime, hijo —respondió la alegre anciana que ágil como un muchacho recorría su ajustado hábitat, hurgando boles apilados con vegetales.


—Los dragones, ¿aún cree en ellos? —preguntó vacilante. Una pequeña sonrisa cruzó sus labios agrietados de arrugas.


—¡Claro que sí!, ellos son los guardianes de las rutas que siguen las nubes, haciendo llover a los cultivos —rememoró revolviendo el arroz glutinoso con una cuchara de madera curtida— Gracias a ellos tenemos todo esto que ves aquí, ¿a qué no está quedando delicioso? —sonrió orgullosa.


—Pero… desde que es niña no ha dejado de llover —murmuró cabizbajo— Y, mi abuelo y tío murieron —pese a haberlos visto, no podía creer en ellos. Parecía ser que sí, existían, pero sus propósitos eran inocuos. Siquiera podría prometer un día soleado a los niños de la aldea tras sumergirse en ese mundo fantasioso. Esas mitologías no eran nada. En la vida real, incluso enredada entre sus hilos, no eran nada.


—Estamos pagando los pecados que nuestros ancestros dejaron sembrados —parafraseó la mujer sin mirarle— Cuando la última semilla germine, ya verás que no alcanzarán las carretas para cosecharlo todo —le prometió sonriendo para sus adentros. HongBin dejó caer el pequeño mazo de piedra del mortero. Sus manos temblaban de impotencia.


—Ellos no harán nada… —murmuró— ¿Por qué debemos ser nosotros los culpables de lo que el maldito de Hideyoshi hace con nuestros hermanos?, ¡¿por qué no se inunda allá?!, ¡¿por qué dejan que se lleven a todos casi como esclavos dejándonos en la miseria!? —gritó ocultando sus ojos llorosos con las manos. Al asomar el alba otro niño fue enterrado, ¿por qué nadie podía salvarlo?, ¿por qué nadie pudo hacerlo? — No lo entiendo… Yo, debo protegerlos a todos… —resopló deformando su expresión derrotada en rabia hacia sí mismo.


—No lo entenderías, HongBin —dijo con suavidad. No le ofendió. En efecto, no entendía nada del mundo que le rodeaba, un mundo tan hostil y húmedo. Un mundo del cual quisiera escapar lejos— Sólo nos queda creer.


—Necesito entenderlo, ¡no puedo creer ciegamente en cuentos!, ¡ni siendo reales puedo! —masculló— Necesito pruebas, necesito que ellos nos retribuyan todos nuestros sacrificios. ¡Tres generaciones!, ¿no es suficiente? —una arrugada y empequeñecida mano tomó de la suya, guiándole fuera de la cocina. Con la madera rechinando bajo sus pies descalzos fueron hasta el corredor, entregándole varios rollos de pergaminos en las manos.


—Descúbrelo por ti mismo —le sonrió dejándole a solas. Extrañado se sentó al suelo frente la mesa ratona desplegando los rollos que no se había puesto a leer minuciosamente. Para él, eran cuentos. Ahora, siendo partícipe de la fábula más inverosímil sólo podía estremecer a cada verso;


Más allá del Oriente eran trazados como elementos de fuego y destrucción, en Corea son rememorados como fuerzas benevolentes, capaces de comprender emociones humanas tan completas como la devoción, la bondad y la gratitud. Erasen los gobernantes de las cascadas, ríos y mares. Vueltos avistamientos de hermosos humanos con ropajes de emperadores y tocados reales que conferían su sabiduría en curar y proteger. Eran los portadores de las nubes y las lluvias, danzantes del viento y las aguas.


Hacían llover, asolear, florecer y germinar.


Convivían en equilibrada paz con la humanidad, recluidos en su tácita soledad, ayudando a las poblaciones asentadas en las riberas donde habitaban. Protectores de la vida misma gestada entre nubes, resguardaban los cultivos y a sus pueblos.


Textos antiguos pasados de boca en boca antes que, al trazo de la tinta, lo constatasen, hablaban del rey Munmu, quien en su lecho de muerte pidió tal oportunidad; la de convertirse en el Dragón del Mar del Este para proteger a su pueblo más allá de la muerte. Sólo un ser noble carente de maldad dedicaría su eternidad a ello.


Fugaces como estrellas, la facilidad de descubrirlos era mínima. Eran príncipes errantes; que danzaban como dragones, vueltos uno con el viento, y andaban descalzos sobre los lirios, vueltos uno con el agua.


Humildes templos fueron dedicados a cada rey dragón local, a dónde, durante épocas de sequía los sabios dedicaban ofrendas y sacrificios para apaciguarles y pedir la lluvia. Sensibles, compasivos y extrañamente humanos aceptaban la petición, regresando las gotitas anheladas que repiqueteaban al suelo volviéndose botones de florecillas, nuevos brotes de alimento y fuentes de agua pura y fresca.


La única ambición que podía enceguecer a un dragón era alcanzar el orbe de oro de los dioses; el yeouiju. Todo aquel que lo pudiera manejar sería bendecido con las habilidades de la omnipotencia y la creación a voluntad. Siendo capaz de, como dios absoluto, crear y destruir con sólo desearlo.


Lanzándose a retos de coraje, siendo el último la prueba de fe al vacío, podrían alcanzar el orbe que cayese del cielo a espera de pertenecerle. Sólo las criaturas más ágiles y valerosas serían capaces de sostenerla sin caer destruyéndose en pedazos. Con cuatro dedos de águila real y ochenta y un escalas en sus lomos eran la representación y esencia del yang. Seres inteligentes y sensibles, capaces de reorganizar el mundo a vendavales, y capaces de destruirlo con inundaciones sin piedad.


—Entonces, ¿eres esto? —deslizó los dedos sobre el grabado entintado de un dragón blanco, detallando sus pequeños ojos negros y rasgados. Negros como la noche parecían entenderlo todo, incluso atravesando el pergamino amarillento.


Era real, tal cual su vulnerabilidad al cruzar el bosque.


••••••


—¿Por qué estás así? —preguntó al ver la criatura hecha ovillo, pareciendo una serpiente azul en su nido en busca de calor. Cuan cachorro el dragón alzó las orejas gachas detrás de sus cuernos plata, advirtiendo su presencia.


—Mi forma humana deprime ahora mismo. Sanar así es complicado. Debo alternar de cuando en cuando —murmuró mirándole de soslayo. HongBin parpadeó ofuscado, ¿podía hablar? La voz retumbaba dentro su cabeza o en un eco lejano. No estaba moviendo la boca, pero le escuchaba claramente. Perezoso estiró sus estilizadas patas, el detalle que le diferenciaba de un basilisco, además de su sendero de pelaje hasta las escamas brillantes de la cola y sus rasgos apacibles. Era como un lobo adormilado antes que una bestia despiadada. WonSik, al contrario, era una criatura tosca, aberrante y de intenso rojo brotado del fuego más vil. TaekWoon era agua serena. No podría temer jamás de un ser como él.


—En otra situación, si me hablase un dragón, creería estar loco —murmuró tratando de localizar esa suave voz de arroyo. Escuchó una risita burlona, más el dragón con las fauces cerradas sólo delataba diversión por sus ojos risueños. Confuso estiró la mano.


—Y ahora lo estás tocando, ¿qué haces? —preguntó sacudiendo su melena índigo, advirtiendo que palpaba la punta de su cola recubierta de diminutas escamas cristalinas. HongBin aguzó la mirada intrigado y picó con el dedo las escalas, que como pequeñas montañas se erigían desde el extremo, atravesando toda su espina hasta coronarse en esa cornamenta de emperador. ¿Serían ochenta y uno?


—Sólo cuento, ¿sabes cuántas son? —un suave coletazo le dio la respuesta.


—¿Crees que lo sepa? —vaciló sarcástica la prístina voz.


—Quién sabe, tantos años y sin nada que hacer… —tanteó bromista.


—Como dragón sólo tengo dieciséis dedos —defendió— Y… como humano, no me alcanzo.


—¡Pero si sabes cuántos dedos tienes! —replicó haciéndole reír— Déjame ayudarte —dijo deslizando las manos en su tersa piel helada contando cada escala azul. Unas estaban rotas, delatando su vida difícil, otras no terminaban de florecer, delatando también su relativa juventud. Se llevaría su tiempo en contarlas todas, pero no importó. Paseó las manos desde la cola ribeteada de aguijones hasta su lomo, picando cada protuberancia. Dudaba tener el número exacto en la mente, a veces se distraía al sentir su respiración pausada bajo sus palmas. De alguna inusitada manera, sentía paz y seguridad. TaekWoon apaciguado por su tacto entrecerró los ojos, acurrucándose sobre su lecho— Son ochenta y uno, número de la suerte —murmuró a su oreja peluda que se alzó como la de un gato atento. Parpadeó, despertando de su breve siesta. No es como que necesitase dormir, pero a veces cerrarlos y fingir soñar le hacía fantasear. Fantasear que era tal cual ese joven sonriente, que al caer la noche su alma se pasearía por sueños gratos.


—Gracias, me urgía saberlo —bromeó removiéndose un poco para poderle mirar tumbado de costado— Y también gracias, por no tenerme miedo —HongBin frunció levemente el ceño, tirando de uno de sus bigotes. TaekWoon sonrió para sus adentros, ¿había regresado acaso a cien años atrás?


—He manejado gatos más ariscos que tú, créeme. Eres más bien como un perro gordo —murmuró burlón, necesitando tocar cada parte de su fantástica fisionomía para creérselo. Era difícil tragar su orgullo rebelde, herido por la falta de sus presencias auxiliadoras, y ahora que carecía de esperanza, una cometa azul pidió más bien por su rescate. Fue una ironía que al inicio le dio rabia, pero, ¿y ahora? Se sentía diferente— ¿Cómo es el mundo afuera? —preguntó enredando las largas hebras de su melena entre los dedos.


—Enorme —se escuchó desde sus pensamientos con un deje de melancolía— He visto nieve, volcanes, junglas… muchas flores hermosas, y muchos rostros diferentes —añadió sin poder hilar algo más extenso que aquello.


—Quisiera conocerlo —apoyó el mentón sobre su cabeza, con su pelaje raso cosquillear bajo la nariz. Estaba agotado de tanto trabajar la tierra. De ser tan mortal.


—¿Cómo es tener un hogar? —preguntó entrecerrando los ojos. La calma se transmitía a cada respiración.


—Pequeño y cálido —recorrió con el índice una hilera de escamas que reflectaban como láminas de plata— Es… como un refugio.


••••••


Lentamente sus heridas sanaron.


Ser inmortal no era lo mismo a ser indestructible. El dolor, las infecciones y los huesos rotos no eran ajenos a sus trescientos veintiséis años penando. No obstante, las atenciones esmeradas de HongBin pudieron combatir sus golpes al cuero y al corazón. Escapándose todas las mañanas y noches cruzaba el sendero para cambiar sus vendajes, revisar su pata entablillada, darle de comer algo mejor que las ratas a las que se había acostumbrado y matar tiempo juntos hablando y mirando al techo. De cuando en cuando, por sobre la piel escamosa de su lomo o los suaves pelos de su cabeza, sentía su mano acariciarle. Así se debía sentir tener un hogar.


Tenerle a su lado era tener un hogar.


—¡Vine con la cena! —canturreó a modo de saludo sacándose el sombrero mientras abría la puerta— Creo que no has probado esto. No sé si puedas comer pollo, pero si has comido ratas esto es lujo… —habló más para sí mismo dejando los tazones sobre una pila de sacos cuan mesa en lo que cerraba y aseguraba la puerta. El ovillo azul a un par de metros de distancia alzó las orejitas escuchándole— ¿Qué tienes? —preguntó sacándose el durumagi y recogiendo los tazones para sentarse a su lado en la improvisada cama— Ven, come.


—Pensé no vendrías hoy —murmuró volviendo a agachar sus orejas. HongBin estiró la mano para tironear suavemente de una de ellas. Si hubiese una parte de su extravagante cuerpo que le diese más curiosidad eran aquellas orejas. Honestamente, comunes, pero le intrigaba en igual medida. Aquella voz dentro de su cabeza se sentía triste, ¿le había extrañado?


—Hoy hubo una reunión con los agricultores. Se desbordó una parte del río inundando un sembradío, teníamos una represa y eso, pero, ya ves —suspiró agotado pasando los dedos a acariciar su melena— Acabo de salir. No voy a dejarte aquí encerrado y hambriento, idiota —el triste ovillo se reacomodó, asomando su cabeza a olisquear los tazones sellados. HongBin sonrió.


—Ven, comamos fuera. Llevas casi un mes sin salir, yo era tú y me volvía loco. Y de paso así vemos que tal tu pata —convidó poniéndose de pie para alcanzar su durumagi y sombrero— ¡Póntelo! Así te abrigas —bromeó colocándole el sombrero de rejilla y ala ancha sobre su cornamenta plata. TaekWoon frunció el ceño— No te enojes, lagartija. ¡Ven, salgamos! Así te animas —tomó los tazones recargándolos a su pecho y le ofreció la mano.


—No me gusta tu sombrero —caprichoso agitó la cabeza dejándolo caer al piso. Con cuidado las posó al suelo y caminó cojeando para no apoyar su zarpa malherida— Doscientos años de mi vida siendo adorado como un dios de la naturaleza… y ahora acabé aquí. Cojo y con un mocoso diciéndome lagartija… —bufó frunciendo aún más el ceño— ¿Y sabes lo peor de todo?


—Que no te molesta —carcajeó recogiendo su sombrero y abriendo la puerta. TaekWoon gruñó y desvió la vista. Sintió escocer dentro el corto pelaje de su cara, ¿era un rubor humano? Sacudió molesto la cabeza.


Con HongBin a su lado velando sus pasos se adentraron al bosque nocturno. El frío peninsular calaba ya los huesos. El otoño comenzaba a teñir las hojas de ocre y oro, centellando hermosas por sobre la penumbra. El haz de una lámpara y una voz animada hablándole de mil tonterías fueron la guía hasta el estanque que tan bien conocía. Los árboles alrededor metamorfoseaban, pero los nenúfares de mil rosas no. Sentado sobre el blando suelo observaba como recopilaba ramitas secas, y usando el fuego de la lámpara encendió una chispa.


—¿Así comen en tu casa? —preguntó removiendo apenas la cola que tintineaba por el roce de sus escamas a la orilla del estanque. Hubiese querido poder adoptar su forma humana por lo menos esta noche, debía ser una locura un chico compartiendo su cena en medio del bosque con un dragón, de esos que ya ni deberían existir. Pero si lo hacía el dolor horroroso de las fracturas no sería tolerable en su envase un poco menos fantástico.


—¿Así como? —inquirió cobijando la pequeña llama naciente con las manos hasta que briosa se izó en una modesta fogata.


—Juntos, en el fuego.


—No, bueno, con la abuela y mamá sí —vaciló. Sus ojos reflejaban oro y rubí cálido. Una entristecida sonrisa se trazó en sus labios— Papá siempre tiene cosas mejores que hacer.


—Tener padres… no se oye tan divertido —HongBin frunció el ceño y soltó una risita extrañada— Bueno, por lo que me cuentas —rectificó con rapidez.


—No lo sé, mi papá no es muy divertido que digamos, pero no es una regla general —explicó descubriendo el cuenco revisando su contenido. Volvió a sonreír, con genuinidad— Pero él me ama —TaekWoon asintió— ¿Los tuyos cómo eran?


—No lo sé —HongBin sintió un suave suspiro arrullar sus sentidos, un suspiro lacónico— No sé si tuve o no. Pero tuve a mi guía, aunque era más como un amigo…


—¿Y cómo te gustaría un papá? —dividió en dos mitades el arroz y las presas cocidas de pollo entre los cuencos.


—Uno que no me haga sentir solo —sonrió. El chico le correspondió con suavidad— O sino, tendré hijos y seré el padre que quisiera tener.


—¿Hay más por ahí? —parpadeó confuso para luego deformar su expresión en verdadero ofuscamiento— Y, ¿pueden…? —ahora sí, no podía dudarlo. Se ruborizó.


—¡No lo sé! He visto a unos hacerlo, pero, pues, n-no sé… —explicó abochornado negando con la cabeza.


—¡Ya! Cómete el pollo, no me vayas a dar una clase de reproducción reptil… —le acercó el cuenco al que obediente se acercó para comer— Que con lo rarito que eres seguro tienes tela donde cortar —un coletazo le golpeó la espalda haciéndole reír. Iba a tomar los palillos y dar probaba a su comida, pero un chillido parecido al de un animalito herido le asustó hasta casi volcar el tazón. Rápidamente se le abalanzó al dragón que sacudía la cabeza.


—¡TaekWoon! —tomó de ambos lados de su cabeza hasta inmovilizarle— ¡Joder!, parece que trato con un perro tonto. ¡Abre la boca! —le reprendió colando las manos a sus fauces para intentar abrirla— ¡Abre! Déjame revisar —miró a todas partes de su hocico hasta dar con el jodido hueso que se le había clavado en el paladar. Arrugó el entrecejo mosqueado y metió la mano hasta tirar de el— Ya, ¡tranquilo! Sólo fue un pinchazo. No es ni tanta sangre, llorón —suspiró tirando el hueso por ahí. Se secó la mano babeada con la ropa en lo que se recargaba de su hocico entrecerrado, más una sensación húmeda y fría le sobresaltó— ¡Tu nariz! —exclamó quitando la mano para mirársela y volverle a tocar. Con los ojos llorosos el dragón parpadeó. HongBin sonrió asombrado picándola con el índice hasta que un estornudo tenue le ordenó dejar de hacerlo— Es fría. ¿Tiene que ser así? —soltó una risita haciéndole mosquear aún más. Era un botoncito rosáceo y muy parecido al de un cachorro, pero que se sintiera tal cual uno ya era otro cantar— ¿Estás seguro que eres una lagartija celestial y no un animalito perdido? —burló acariciando a palmaditas arriba de su nariz— Debería ponerte un collar, y así WonSik te dejaría en paz… —suavizó su voz continuando con las caricias.


—¿Qué tanto tocas? —gruñó avergonzado.


—No das miedo, eres un animal bonito —le sonrió haciéndole aquietar el enojo.


—No soy un animal… —murmuró cabizbajo.


—Lo que sea que seas. Me gusta —picó su nariz con la yema del dedo. Volvió a estornudar haciéndole reír— ¡Eres un perrito, TaekWoon! —un fuerte coletazo le hizo caer de cara a la tierra, ahora escuchándose en el eco del bosque una suave risa— No me vengo porque eres mi amigo —quejó sacudiéndose la arena de la ropa. Alzó en alto las orejas. Era una grata sorpresa.


—Mi primer amigo... —HongBin subió la mirada y le sonrió.


Pudo sentir algo en su interior, que como la pequeña fogata volvía todo más cálido. Plena alegría.


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