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Romanesque por Aomame

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Romanesque


El gran retrato

 

Sucedían los días, uno tras otro. Y aunque todos en aquella casa parecían estar vivamente al pendiente de sus deseos y palabras, Hideto se seguía sintiendo fuera de lugar. Quizá porque a quién conocía aquí, no estaba. Es decir, Atsushi, y bueno, decir que lo conocía era aventurar mucho. Sólo había platicado con él en la casa de té, le había entretenido, y éste, por alguna razón que Hideto, no alcanzaba a vislumbrar, había decidido convertirse en su danna. ¿Qué había visto el cuervo negro en él para tal cosa? Era la pregunta que se había hecho desde el momento en que se enteró del deseo de Sakurai.


Ahora, en aquella enorme casa de corte tradicional, como un castillo señorial de la época samurái, se sentía un poco, sino es que muy, fuera de lugar. Hablaba poco, y se aburría mucho. Lo primero porque había muy pocas personas con las que entablar una conversación. Estaba, por ejemplo, la nana de Atsushi, Kanon. Ella solía ser correcta en su trato con él, pero fría de alguna manera.


Kanon se limitaba a contestar sus preguntas, que por lo general eran sobre el funcionamiento de la casa, como a qué hora se comía o cenaba. Sabía que podía salir, ir y venir a dónde quisiera, eso sí, siempre acompañado o más bien, llevado por el chofer. Hideto había visitado a sus amigos de la casa en una ocasión y al menos así había matado un día.


Por lo demás, estaba atado de manos, no le dejaban hacer ninguna tarea de la casa, había un trabajador para cada cosa que necesitaran, mucamas, cocineras, mayordomo, jardineros, cocineros… todos dirigidos por la mano firme de Kanon. ¿Él que podía hacer? Porque tampoco estaba Atsushi.


El cuervo negro se había ido al día siguiente de su mudanza, había dicho que se trataba de un viaje de negocios, y así, se había quedado en casa, sin quehacer. Se suponía, al menos, eso creía, que estaba ahí para entretenerle, como una geisha que era. Pero éste le había colocado en una habitación frente a la suya, y le había dicho que sería su pareja. Hideto también, había pensado que sería su amante, no exactamente su pareja. Y no creía que fuera de otra manera, porque aquella primera noche en esa casa, Atsushi no lo había tocado. Sonaba un poco decepcionado por ello, tenía que admitirlo, aunque no le gustara hacerlo.
En fin, como no tenía nada que hacer, se pasaba el día deambulando. Tenía libre acceso a la casa, excepto a un lugar que Kanon le pidió jamás entrar. Se trataba del estudio de Atsushi. Afortunadamente no era la biblioteca, porque Hideto había invertido ahí mucho de su tiempo, en un afán de entretenerse y librarse de su aburrimiento constante.
En la cuarta noche de su estadía en aquella casa, Hideto desobedeció la orden dada por Kanon. Había terminado de leer en la biblioteca, sentía que los ojos le picaban y la luz natural se había extinguido ya, así que se decidió ir a dormir. De camino a su habitación pasó por enfrente del estudio de Sakurai. Al principio no le dio importancia, pero luego, recapacitó. Ahí, bajo la rendija de la puerta se vislumbraba un halo de luz. Nunca antes había pasado.


Intrigado, sumamente invadido por la curiosidad, se acercó a la puerta y apoyó la oreja en su superficie, no escuchó nada, ni un sólo ruido. Aventuró un poco más y aventó la puerta, para abrir una rendija por la cual pasar. Primero asomó la cabeza, y después siguió todo su cuerpo.


Se dijo, con cierto sentimiento de culpabilidad que se marcharía rápido, sólo una mirada y ya.


La habitación estaba semi oscura, apenas era iluminada por la luz blanquecina de la Luna que se colaba por entre las cortinas, pero era suficiente para vislumbrar su interior. El despacho tenía una pinta más bien occidental. Había una alfombra sobre el piso, justo frente al escritorio de madera y de apariencia robusta. Hideto cruzó la sala hacia el escritorio, pisó la alfombra y comprobó lo mullida que era. Sobre el escritorio había un par de libros, una pluma fuente en su respectivo portaplumas, una lámpara de lectura de pantalla verde.


Detrás de la silla del escritorio había un enorme cuadro. La luz, aunque poca, le permitió notar que se trataba del retrato de una mujer. Más curioso de lo que estaba antes, prendió la lámpara del escritorio y ahora, bajo el rayo ambarino de ésta, pudo ver mejor el retrato. Sí, se trataba de una mujer, una belleza oriental ornamentada con un vestido de corte occidental, amplio y blanco. Hideto la miró con los labios entre abiertos. Era preciosa, parecía una princesa: labios rojos, piel blanca, ojos y cabello negros como el más hermoso ébano. Había, sin embargo, una luz en su mirada, un brillo que oscilaba entre la tristeza y la felicidad, era ambigua, muy ambigua, pero tan bella como el mismo mar, tan hermoso y tan peligroso al mismo tiempo.


En el marco inferior del cuadro, sobre la madera, había una placa dorada grabada. Cuando Hideto rodeó el escritorio y pudo ver que decía, se trataba de letras occidentales, Hideto las conocía, gracias a Tommy, quien le había enseñado un poco de inglés, durante su entrenamiento, así como la manera en la que ellos solían traducir los sonidos de los caracteres japoneses a su propio alfabeto. Ahí estaba escrito un nombre. Hideto lo leyó lentamente, asegurándose de que cada sílaba era correcta.


—Sa-ku-rai Sa-yu-ri.


—Mi esposa— Escuchó a un costado suyo, entre las sombras. La voz grave le espantó y dio un brinco involuntario y su corazón le golpeó el pecho con fuerza.

Atsushi Sakurai salió de las sombras que estaban más allá del halo de luz de la lámpara. Hideto no supo si ya había estado ahí o si acababa de llegar, mientras él metía sus narices donde, en teoría, no debía estar.

—Lo- lo siento—balbuceó y retrocedió al lado opuesto de donde Atsushi emergía.

—¿Por qué?

—Por entrar aquí; Kanon san me dijo que no debía… yo lo siento.

Sakurai sacudió la cabeza y al mismo tiempo le sonrió.

—Yo no di esa orden.

—Pero ella…

—Sí, lo sé. Creo entender porque lo hizo—Atsushi levantó la vista hacia el cuadro.

Hideto lo observó con cierto recogimiento. La figura del cuervo negro, como siempre, era impresionante. Elegantemente erguido, con ese traje negro, cuyo saco abierto permitía ver un chaleco escarlata, y una copa de whisky oscilando entre los dedos de una de sus manos; la otra mano, se escondía en el bolsillo del pantalón; en esa ocasión no llevaba su característico bastón. Luego, la vio a ella y pensó, sin temor a equivocarse, que era una pareja preciosa; y una vez más, se preguntó sobre su papel en todo aquello. Atsushi tenía una esposa que parecía ser maravillosa, ¿por qué querría un amante como él? No tenía sentido, no le hacía sentido. Pero, como decía Mika, un hombre es un hombre, siempre son insaciables, al menos, los que ella conocía.

—¿Fuiste a verla? —preguntó sin pensar en ello, simplemente se le había salido. Nada más pronunciarlo se llevó las manos a la boca y después, se inclinó y pidió disculpas.

Atsushi sonrió, bebió un poco de whisky y negó.

—Hace muchos años que no la veo—dijo—¿piensas que mi viaje, en realidad fue para volver a mi casa matrimonial? ¿Piensas que está es una casa pequeña para mi amante?

Hideto no dijo nada, se mordió el labio inferior. Sí, eso había pensado. Pero era algo que no iba a decir, algo que tampoco iba a admitir. Sakurai volvió a sonreír, rodeó el escritorio y se sentó con calma en el escritorio.

—Ya te lo dije, no eres mi amante, eres mi pareja.
Hideto, simplemente, miró de reojo el retrato tras Atsushi.

—Ella—continuó Sakurai, como si leyera su mente—, murió hace mucho tiempo.

—¿Eh? —Hideto si estaba sorprendido— ¿Por qué? Quiero decir…

—Es una historia que no me gusta—dijo Atsushi y lo llamó con un suave movimiento de su mano, al tiempo que dejaba el vaso de whisky sobre el escritorio—, pero mereces saberla.

Hideto dudó un poco, pero terminó acercándose de nuevo al escritorio. Cuando lo tuvo a su alcance, Sakurai le sujetó la mano y la acercó más a él, hasta hacerle sentarse en sus piernas.

Hideto se sintió nervioso, muy, muy nervioso, su corazón era un desastre.

—Falleció durante el parto—explicó el cuervo negro—, ni ella ni el bebé sobrevivieron. Fue un golpe muy duro, porque, además, yo no estaba aquí. Estaba en la guerra y jamás había pensado que hacía lo incorrecto al irme, hasta ese día, que recibí la carta de Kanon con la noticia. Ni siquiera las heridas de guerra han dolido tanto como esa.

Hideto lo escuchó y al mismo tiempo, se fue calmando su furor. Fue remplazado por la empatía y la tristeza ajena. No pensó lo que hizo a continuación, simplemente lo hizo. Giró un poco sobre sí mismo y se abrazó al cuello de Atsushi, para confortarlo, para decirle con ello que sentía mucho su pérdida y su dolor.

Atsushi correspondió al gesto, rodeándole suavemente con ambos brazos. Y tras unos segundos, se separaron. Hideto había derramado un par de lágrimas y Atsushi las apartó de sus mejillas cálidamente, con una sonrisa amable en los labios.

—La quise mucho—dijo—. Pero no quiero que pienses que eres un remplazo o un paliativo para mi soledad. Las puertas de esta casa siempre estarán abiertas. Si quieres marcharte, si no te sientes a gusto aquí, puedes marcharte.

Hideto asintió para indicarle que comprendía.

—En verdad me gustas—le dijo Sakurai.

Después, ambos salieron del despacho y se encaminaron hacia las habitaciones. Hideto se sentía innecesario, muy a pesar de las palabras de Atsushi, seguía pensando que realmente era un intruso. Un alguien que no encajaba en aquella casa. Podía entender que Kanon no quisiera que entrara al despacho, aquel lugar era como un santuario para Sakurai. Además, si lo que éste quería era un hijo, él no podría dárselo. Era un omega, pero no había tenido nunca su celo, así que quizás era un omega estéril, raro, pero posible. Una vez más, pensó, no era necesaria su presencia ahí.

Estaba pensando en ello cuando llegó a la puerta de su habitación, hizo amago de despedirse, pero Atsushi, entonces, le sujetó de la muñeca y lo guió al interior de su propia recamara.

Notas finales:

Espero que les haya gustado 

Hoy no hay palabras nuevas XD

 

¡Nos estamos leyendo!


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