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Los ópalos de Baker Street por EmJa_BL

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Notas del capitulo:

¡Hola a todos! 

Después del capítulo anterior que a mi personalmente me dejó mal sabor de boca vengo con uno mucho más alegre. 

Espero que lo disfruteis.

Watson no dejaba de repasar mentalmente la carta que había recibido. Aunque la señora Hudson se la había quitado para que "mantuviese una tranquilidad sana para el pequeño angelito que llevaba en el vientre" John ya la había memorizado palabra por palabra y no podía pensar en otra cosa. Algo que por otra parte la señora Hudson imaginaba. Por ello trajo dos tazas de té y se sentó a su lado, dispuesta a distraerlo.

 

Ella intentó sacar un tema de conversación tras otro: que si no se qué señora había tenido una aventura con no sé qué otro señor, que si habían pillado al pequeño de los Price robando en la panadería, y así una retahíla importante de gente que ni le iba ni le venía. Para Watson era sólo un molesto zumbido mientras miraba su té, a veces sonriendo forzadamente por cortesía.

 

- Watson... - dijo con familiaridad mientras colocaba la mano en su rodilla para llamarle la atención. Su rostro arrugado se mostraba amable y preocupado. - tienes que relajarte. Holmes llegará en cualquier momento.

  

- ¿Sabe qué, señora Hudson? No me importa. Es más, preferiría que no lo hiciera.

 

- Oh, Watson. No digas eso. Estáis pasando por un momento difícil, eso es todo. Sé que puede llegar a ser algo excéntrico, pero estoy segura de que Holmes...

 

- ¡Al cuerno Sherlock! ¡Jesús! ¡Joder! ¡¿quiere dejarme en paz?! - soltó gritando Watson, para después arrepentirse. - Lo siento. - susurró.

 

La señora Hudson se crispó, indignada y cogió la bandeja para después levantarse.

 

- Escúcheme, doctor Watson. - dijo con cierto retintín, mirándolo desde arriba. - Puede que Holmes sea un insensible, pero lo quiere de veras, así que deje de autocompadecerse y de paso levante el culo del sillón.

 

El aludido la miró terriblemente sorprendido, con los ojos desorbitados y una vergüenza que se reflejaba en su semblante. Tal había sido la impresión que había perdido el hilo de pensamientos que había mantenido con tanto afán durante las dos horas anteriores y su mente se había quedado totalmente en blanco. La señora Hudson sonrió satisfecha, al ver que había conseguido justamente lo que quería. Le obligó entonces a levantarse y a que la acompañara hasta el piso de abajo donde ella vivía, para que le diese conversación mientras horneaba una tarta de fresas y ruibarbo.

 

Aquella habitación estaba llena de magníficos olores; el olor de un hogar que desprende una madre afectuosa cocinando, pero para Watson esa sensación era nueva. No recordaba a su madre, pues había muerto siendo él muy pequeño y jamás había vivido nada parecido hasta que había conocido a la señora Hudson. Viéndola de espaldas, podía John imaginarse durante unos instantes una infancia feliz y normal, pero esa no había sido su vida. Eso no le había importado hasta ese entonces, o al menos eso creía, hasta que descubrió que iba a ser madre.

 

- Señora Hudson - la llamó, carraspeando después mientras se levantaba con pesadumbre, ayudándose apoyando una mano en la mesa para darse impulso. - Me gustaría aprender cómo se hace.

  

La señora Hudson, que intuía el esfuerzo titánico que había realizado Watson para atreverse a preguntarle aquello, no hizo ningún comentario, tan solo sonrió y le dejó un hueco a su lado. Pronto le puso a cortar la fruta mientras iba dándole explicaciones alegremente, que se intercalaban de cuando en cuando con una anécdota que podía tener que ver o no con el proceso de cocinar o las tareas del hogar.

 

- El señor Hudson adoraba mis tartas tanto como adoraba el juego y la bebida o las drogas. Bueno, tal vez un poco menos, de no ser así no lo habrían condenado a muerte. - bromeó ácidamente la mujer, con un tono que sin embargo sonaba de lo más inocente y simpático.

 

Watson sonrió. Sabía que Sherlock había ayudado a que aquel suceso se produjera y que desde entonces la señora Hudson había estado muy agradecida con él. Sin embargo, los motivos de por qué y los detalles de la historia eran un misterio para John.

 

- Si te digo la verdad, Watson - dijo de forma cantarina mientras cocinaba. - Lo nuestro no iba a ninguna parte, era tan solo pasión animal. Dos alfas en un mismo redil no pueden vivir tranquilos.

 

- ¿Es usted alfa, señora Hudson? - exclamó muy sorprendido Watson.

 

- Desde luego que sí. No soy solo tu casera, ¿sabes? Yo me di cuenta antes que Sherlock de que estabas en celo. El olor a melocotón era tan fuerte que me entró antojo, ¡una lástima que no fuera la época para la fruta!

 

Aquel comentario le hizo sonrojar irremediablemente, lo que hizo que la señora Hudson volviese a sonreír con amabilidad y una inocencia que de nuevo no se reflejaba en sus palabras.

  

- Lo lamento por...- se interrumpió John, necesitando carraspear para poder continuar - causarle inconvenientes.

 

En su voz había un cierto deje de vergüenza y culpabilidad y su postura se puso tensa, pero la señora Hudson le palmeó el hombro, sin importarle llenarle la camisa de harina en el proceso.

 

- No hay nada que lamentar, creo que ser omega es tan válido como ser alfa o beta. ¿Y qué si su instinto es reproducirte? ¿No es ese el de todos? Eso tan solo ha sido un empujón de Dios, porque Watson, sois tan estúpidos que si no hay un ser superior para empujaros nunca habríais hecho nada.

 

John sucumbió a la risa. Primero fue una simple risa tímida que intentaba contener entre los labios, pero luego se fue haciendo más fuerte y grande. La señora Hudson tenía toda la razón, y lo había dicho de un modo tan amable y conciliador que Watson solo podía hacer lo que estaba haciendo, reírse de sí mismo.

 

- Dios tiene un sentido del humor muy peculiar. Llevo toda mi vida viviendo como un hombre normal y ahora, a los treinta y ocho años, decide que me enfrente a la prueba más difícil: tener un hijo. Y de Sherlock, nada menos. Dime, señora Hudson, si se le ocurre algún padre más extraño.

 

- La verdad, querido, es que no.

 

Ambos se sonrieron el uno al otro y siguieron hablando alegremente. Watson había perdido la seriedad militar y ahora solo parecía una madre primeriza e ilusionada, aunque sin perder nunca su toque recio y masculino al hablar. Confesó que había estado pensando nombres para el futuro bebé: Ella si era niña, como su difunta madre, o Sherlock, si era un niño, tal como marcaba la tradición.

  

Esperaron que se hiciera la tarta entre risas e historias aparentemente poco trascendentales y fue entonces cuando John descubrió que el nombre de la señora Hudson era Martha y que la primera vez que había conocido a Sherlock Holmes lo había atacado con una cacerola.

 

- No puede ser, ¿habla en serio? - dijo entre carcajadas John.

  

- ¡Totalmente! Sherlock había forzado la puerta de mi casa, como la cosa más normal del mundo y estaba registrando en la cocina. Y yo hice lo que toda señora de bien hubiera hecho, grité, cogí la cacerola y se la estampé en la cabeza. Y le di con fuerza varias veces hasta que consiguió detenerme y me explicó que estaba allí por mi marido Frank. Después de eso, nos sentamos alegremente a tomar el té, y yo no podía estar más contenta.

 

A Watson no le costaba imaginar la estrambótica situación, no era como si no hubiese visto a Sherlock protagonizar escenas similares. Él era único, lo supo desde el primer momento en el que se conocieron, y sus deducciones certeras y su escandalosa sinceridad le cautivaron al instante. Era inexplicable el modo en el que conectaron nada más verse, a pesar de ser tan distintos. John admiraba a Sherlock y, aunque no lo supiera, el sentimiento era mutuo.

  

Después de reír hasta sentir el cuerpo molesto por el esfuerzo, Watson vio nítidamente en su memoria la amplia sonrisa de Sherlock debajo de su característico sombrero de dos alas y sus ojos infinitamente azules mirándole achispados, y volvió a sonreír mientras notaba un pequeño salto en el pecho y una patada en su vientre.

 

La señora Hudson comprendió al instante y observó como una mera espectadora. John al fin estaba tranquilo, había conseguido su propósito, cumpliendo la palabra que le había dado a Holmes.

 

Con cuidado de no importunarlo, se levantó para sacar la tarta del horno, dejándolo observando la llovizna primaveral a través de la ventana, rostro ausente, mano en vientre.

 

Unos pasos apresurados y un golpe fuerte en la puerta le despertaron de su ensoñación. Sherlock había entrado y corría escaleras arriba cuando Watson salió al rellano, mirándolo sorprendido por su actitud.

 

- ¿Sherlock?

 

Él se giró al instante. Tenía la ropa echa un desastre, seguramente por la carrera bajo la lluvia, decía su ropa mojada y su sombrero calado. Su expresión evolucionó en un instante del pánico al alivio y bajó corriendo hasta su encuentro para abrazarlo, dejándolo totalmente descolocado, con los brazos rígidos a los lados hasta que tuvo capacidad de reacción, entonces le envolvió sin mucha decisión con los brazos y le dio unas palmaditas en la espalda de Sherlock.

 

- ¿Tarta de fresa y ruibarbo? No sabía que tenías interés en la cocina.

 

- Em, bueno, es algo reciente...Oye, si sigues aplastándome de ese modo el bebé va a acabar echándote de una patada por ocupar su espacio.

 

Sherlock se apartó de repente como si el contacto le quemara, avergonzado. Una sonrisa vacilante y tímida asomó en sus labios mientras se forzaba a mirar poco a poco a John, que sonrió también, de una forma mucho más amplia e igual de sincera.

 

La señora Hudson carraspeó para llamar su atención y al ver que era ignorada, empujó a la pareja a su piso, les llevó la tarta recién hecha y se marchó entre risas de satisfacción.

 

Durante puede que una hora o más fingieron comer envueltos en el silencio aparente, pues una risa escapaba y una caricia supuestamente casual hablaba. Fue como la danza de unos amantes secretos que se arriesgan a mostrar y ocultar a la vez su pasión en público, excitados ante la perspectiva de jugar a lamer la fruta prohibida sin llegar a morderla. Pero como todos los juegos llegó a su fin cuando la magia del momento fue decayendo, sin ningún tipo de razón, tan solo porque el paso del tiempo declina las cosas y el uso repetido las desgasta.

 

Entonces Holmes le dijo lo que debía decirle, porque no tenía ya mayor sentido retrasar aquella conversación.

  

- Eres el próximo objetivo del asesino. El por qué no lo sé, todavía, pero ha estado haciendo pruebas. Su última víctima era un omega y también estaba en estado, aunque no tan avanzado como tú. ¿Hay alguien de quien sospeches, alguien que conozcas, tal vez?

 

- No lo sé.

 

- ¡Vamos, John, piénsalo!

 

- ¡He dicho que no lo sé, Sherlock! ¡¿Crees que conozco muchos psicópatas?!

 

- Has estado en el ejército.

 

- No todos los que han pasado por el ejército son unos psicópatas y aunque lo fueran, no se me ocurre que ninguno tenga ningún interés especial por mi.

 

La incredulidad que se reflejó en el rostro suspicaz de Sherlock hizo que Watson arqueara una ceja. Espero a que cambiase la expresión de su interlocutor, pero al ver que no lo hacía, frunció el ceño y un "qué" nació de lo más profundo de su garganta.

 

- Si fuera así, yo no me molestaría, John, son cosas del pasado. Además, en el ejército no hay mujeres...

  

- ¡¿Hablas en serio?! ¡Si crees porque soy omega me distinguía algo de los otros hombres del ejército te equivocas! ¡Hice el entrenamiento, me expuse como el que más y mate cuando fue necesario! ¡Operé con una puta bala incrustada en el hombro, Sherlock! ¡¿Y ahora dime en qué coño me diferencia del resto de reclutas?!

 

Holmes siguió mirándolo fijamente, inmutable por su discurso, que no le sorprendía en absoluto, pues después de tres años claro que conocía a John y sabía cómo era y de lo que era capaz.

 

- Trata de tranquilizarte, John. No he dicho nada de lo que piensas, tan solo te digo que si no recuerdas a nadie que mostrase una obsesión, tal vez un cariño especial por ti. Correspondido o no.

 

John resopló, agarrando con fuerza el reposabrazos del sillón. Miró al techo y luego al suelo mientras se mordía el labio, tratando de serenarse y cuando por fin lo consiguió lo suficiente como para poder pensar con tranquilidad negó enérgicamente con la cabeza, lo que hizo suspirar a Sherlock mientras se recostaba en el otro sillón.

 

- La verdad es que me siento halagado por haber sido tu primer hombre, aunque... - se interrumpió de repente al ver el rostro de Watson, que había palidecido y sus ojos se habían clavado de forma poco disimulada en un punto fijo lejos de los de Holmes - ¿John? - preguntó incrédulo, con los ojos muy abiertos y una expresión de lo más elocuente.

 

- E-eso no tiene nada que ver - dijo rápidamente, atragantándose ligeramente al hablar. - ¿No irás a decirme que yo fui tu...?

 

Y aquel fue el turno de Sherlock de apartar la mirada, teñido de vergüenza. De un brusco movimiento, se levantó del sillón y se dejó caer de un salto dramático al sofá, tumbándose, dándole la espalda.

 

John lo miró incrédulo. Era cierto que Sherlock siempre había manifestado su desprecio por las relaciones sentimentales y carnales, pero no podía creer que un hombre tan atractivo como él, y de su edad, hubiese sido virgen antes de que ambos se unieran.

 

- ¿Ni siquiera con Irene Adler?

 

Sherlock dio un respingo, sin girarse a mirarlo, sus orejas se veían rojas desde atrás y aunque su voz sonó aparentemente digna, Watson supo que le incomodaba hablar del tema, y eso solo lo divirtió.

 

- Bueno, nos besamos, si lo preguntas, y puede que algo más, pero eso es todo.

 

- Vamos, que jugasteis a los azotes hasta que te dejó inconsciente. Esa me la apunto. Debería haber hecho lo mismo cuando entraste en celo.

 

- ¡Oh, muchas gracias, John!

 

Su indignación le hizo sonreír satisfecho y se levantó sonriente para sentarse en el estrecho hueco que separaba el cuerpo de Sherlock del respaldo del sofá, aplastandolo y casi tirándolo de él.

 

- ¿Quieres matarme? Pesas.

 

- Ya sé que peso, idiota. Tengo el vientre del tamaño de una sandia. No morirás por esto.

 

Dijo mientras se cruzaba de brazos. Pronto notó una gran mano sobre su estómago, posándose con delicadeza. John cerró los ojos y dejó que Sherlock obrase como le pareciese. Su mano paseó de un lado a otro hasta posarse en un costado, donde presionó ligeramente, recibiendo como respuesta una patada. Watson soltó un gemido y un brusco movimiento le hizo abrir los ojos. Holmes estaba intentando, sin bajarse del sofá, dar la vuelta para posar su cabeza sobre el vientre de John y como aquello, obviamente, era humanamente imposible en tan poco espacio, cayó al suelo cuan largo era. El rubio suspiró y lo miró desde arriba antes de que se recompusiese como si nada hubiese pasado y posase su oído en él.

 

- ¿Qué se supone que haces?

 

- Es obvio, John. - dijo concentrado, mientras pulsaba alguna que otra parte de la piel, esperando que el bebé volviese a reaccionar, y la actividad no se hizo de esperar. Watson suspiró, asumiendo que Sherlock era siempre así de raro y miró al frente, donde estaba la chimenea llena de papeles, con un cuchillo clavado y la calavera mirándole. Después bajó los ojos al suelo, donde unas pequeñas manchas le llamaron la atención.

 

- Sherlock, ¿por qué hay sangre en el suelo?

 

- Oh, sí, lo había olvidado. Creo que me he cortado la pantorrilla.

 


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