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I find peace in your violence. por Ulala

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Notas del capitulo:

Advertencia de violación, violencia y de uso de drogas. 

El tiempo pasó, se esfumó como siempre suele hacer. Ya en la universidad, algunos meses después y luego de mentirme que todo estaba bien, conocí a Jason. Carrera de economía, clase de estadística. Aún en ese tiempo seguía simulando la normalidad estipulada por mis padres. Mi vida parece descrita por la frase de: durante algún tiempo todo estuvo bien.



Hay un viejo dicho que generalmente dicen los padres: Dime con quién andas y te diré quién eres. Significa que los gustos o costumbres que tomes normalmente en tu vida dependen en parte de tus amigos y de tu núcleo cercano. Esto no es del todo cierto, claro; sólo para personas influenciables e idiotas como yo.



Aburrido, mirando hacia los costados, deseando estar en cualquier otro lugar menos en ese, ahí estaba él. Nuestras miradas se encontraron como algo mágico, me sonrió y yo por alguna razón hice lo mismo. Pueden imaginarse rosas, estrellas y glitter en aquella escena, por algún tiempo en mis recuerdos se vio así. Y supongo que me leyó, que mi rostro traía un cartel de neón que rezaba desesperación.



Sólo sabíamos nuestros nombres en el momento que con una sonrisa altanera, me dijo que mis ojos eran del color miel más hermoso que había visto en su vida. Extendió su brazo, tocó con la yema de sus dedos mis cejas recorriendo con su mirada todo mi rostro, como si quisiera guardarlo en la memoria. Podría haber quitado su mano; haberle preguntado qué diablos estaba haciendo. Claro está que no lo hice. Me hechizó con su sonrisa y me liberó. Abrió la caja de pandora y dejó salir todo lo que había ahí dentro. Hoy, creo que deseo que nunca lo hubiese hecho.



Arrogante, creído, extrañamente gracioso, atractivo, galante, así era Jason. Mi primera impresión de él fue sencilla: un idiota. Fui amable por cortesía, sonrisas falsas, charlas tribales sin mucha importancia: “Qué calor hace” “¿Tienes clases más tarde?” De vez en cuando se sentaba junto a mí en la cafetería, ahí me comentó que era de segundo año de abogacía. A diferencia de mí, tenía su grupo de amigos y aún así, ahí estaba sentado junto a mí, un simple desconocido. Su actitud me desconcertaba, pero me agradaba de a ratos. Los meses pasaron, comencé a acostumbrarme y en ese momento fue cuando cambió todo de mí. En un principio eran pequeños detalles que pasaron completamente desapercibidos por mí. La relación con mis padres empeoraba a cada día que pasaba. Ellos querían explicaciones que yo me negaba a dar: estudios, vida romántica, qué hacía en mis tiempos libres. Todo concluía en discusiones, una atrás de la otra. Noches que no volvía, días en los que pasaba encerrado en mi habitación para no verlos. Ni siquiera me molesté en fingir, ¿sabes? No me importaba. Me abrí, comencé a probar sólo con la punta de la lengua el sabor de la libertad y me encantó.



Estaba prácticamente todo mi día con Jason. Comencé a sentir esa excitación, esa felicidad. Con mi nula experiencia en relaciones, no llegué a comprender lo que sentía cuando mi piel rozaba la suya por casualidad. Quería más, pero no sabía por qué. En alguna de aquellas noches, acostado en mi cama, buscando el significado de por qué su rostro estaba en mi cabeza todo el tiempo, la palabra “gustar” pasó como un flash, dándole significado a todo, liberando de las cadenas a todos mis impulsos reprimidos.

 

 

Y la tormenta llegó un anochecer, cuando regresé a casa de un bar con la fragancia a vicio impregnada en mi ropa. El terror se desató. Me interrogaron en un desfile de gritos, golpes, maldiciones e insultos. Como un culpable, confesé. Homosexual, estúpido y mentiroso, esos fueron mis cargos. Sin saber qué hacer, en medio de una crisis emocional, desesperado; con todo el miedo que podría causarme no tener un lugar dónde dormir, ahí estaba él.



La noche que llegué a su casa está nítida en mi memoria: golpeando la puerta en la madrugada, con frío, sin nada más que mi billetera casi vacía y mi celular. Me abrió minutos después, recién salido de la ducha, con sus cabellos negros pegados a su cuello. Aquellos ojos azabaches  se abrieron con sorpresa y en silencio, al ver mi rostro golpeado; simplemente se hizo a un lado. Ese día, luego de varias cervezas y hablar durante horas; fue la primera vez que dormimos juntos.



El sabor de la libertad. No con la punta de mi lengua, si no; en mi boca, garganta y estómago. ¿Por qué usas tantos accesorios? Deberías vestirte más formal. A la mierda con todo. Una semana después de quedarme en su casa, finalmente conseguí trabajo. Ahí estábamos nosotros, luego de tener sexo; acostados en la cama, tapando nuestra desnudez sólo con las sábanas.

 

 

 

Noah —pasó la punta de sus dedos por mi espina dorsal, su voz sonaba dulce—, quédate aquí conmigo.

 

 

 

Y comenzamos a salir. Como si fuera ayer, recuerdo esa sensación en el estómago: emoción, regocijo, me recorrieron durante mucho tiempo. ¿La felicidad? En aquellos momentos esa palabra para mí era descrita con verlo despertar a mi lado con sus cabellos despeinados. Quizá también cuando salía del baño cepillándose los dientes o afeitándose apurado por haberse quedado cinco minutos más en la cama. Las películas que miramos abrazados, junto con todas las veces que me distraje observándolo a él. Las citas, el roce de sus manos; las carcajadas que disfrutamos; las noches abrazados en invierno; las incontables veces que nos dijimos te amo. Todo color de rosa, era un mundo nuevo, con filtro, donde tu pareja es perfecta y simplemente no puedes pedir más. Aquellas épocas, aquellas noches donde hacíamos el amor, me hicieron creer que conocía de punta a punta cada parte de su ser. No sería la primera ni la última vez que me equivocaba.




 

Noah, se va a quemar si lo haces así —ahí, apoyado en el marco de la puerta de la cocina, me miró con una sonrisa y sus brazos cruzados.

 

 

—Esto de cocinar no es lo mío —sonreí. Dejé de hacerlo cuando noté el olor a quemado que desprendía el huevo sobre el fuego. Caminó hacia mí, observó la sartén conteniendo la risa.

 

 

Permíteme —se colocó detrás de mí. Sentía el calor de su cuerpo firme contra mi espalda—. El aceite debe calentarse, si no; el omelette se pegará. Tampoco debes poner demasiado. Bates los huevos en otro recipiente —lo hacía todo con su cuerpo detrás del mío, manejando cada ingrediente, cada utensilio con habilidad. Lo observé fascinado—, luego lo echas —me perdí en su olor; en el roce de sus cabellos contra mi oreja; en su respiración—. Oye, presta atención —soltó una risa, de esas que tanto amaba—. Cuando crees que está cocinado de un lado, lo das vuelta teniendo cuidado de no quemarte ¿de acuerdo? —mordió mi cuello despacio burlonamente—. Felicidades, hoy aprendiste a cocinar un omelette.



El calor me inundó el estómago. Plenitud, regocijo. Apagó el fuego, me giré y lo abracé. Rocé con mi nariz su cuello, en puntas de pié. Cada roce su cuerpo me estremecía; cada momento superfluo me transmitía la mayor felicidad del mundo. Creía que nos entendíamos; creía que eso duraría para siempre.



Dos años pasaron. La misma cantidad que a Jason le faltaba para terminar la universidad. Su padre era un político y esperaba lo mismo que su hijo. Yo trabajaba en una tienda de sastrería. En alguna fecha, casi en nuestro tercer aniversario, comenzaron las fiestas. Ahí estábamos nosotros, volviendo a las ocho de la mañana borrachos, cantando alguna canción ridícula que se nos ocurría en el instante y por lo general; solía ser hakuna matata. Gritábamos sin vergüenza, hablábamos sin tabú, reíamos sin control, contábamos los más íntimos secretos, las más grandes vergüenzas que siempre fuimos incapaces de pronunciar.



En alguna de aquellas noches, me recuerdo allí; en la casa de alguien más. El nombre de ese quién, la fecha y la hora parecen irrelevantes a ése punto. Lo que sí se siente claro en mi memoria es el sabor a ron en mi boca, la sensación del sofá de terciopelo en mi espalda; las risas vagas de fondo. Despejaron la mesa ratona de vidrio, reían, no sabía por qué. Jason me miraba atentamente de reojo, podía sentirlo. Se sentó a mi lado, mientras yo observaba con sorpresa el polvo blanco que era colocado frente a mí. Alineado con tarjetas, aspirando con un billete enrollado; uno a uno, fueron pasando. Lo miré; él me sonrió. En el momento que ingresó por sus fosas nasales soltó un largo suspiro y tiró su cabeza hacia atrás. El escalofrío que sentí recorriendo mi columna vertebral cuando noté que no era la primera vez que lo hacía, sigue vívido en mi psiquis.




¿Quieres probar, Noah? —su voz sonaba extraña, sonreía de una manera escalofriante: euforia. Tragué saliva, miré rápidamente una vez más a mi alrededor.

 

 

 

Me incliné. Observé la línea de cocaína casi perfectamente recta frente a mi rostro. El tacto del billete entre mis dedos, su olor frente a mi nariz; la respiración agitada. La primera vez de otras muchas que vendrían. Incluso con alcohol encima, mi conciencia gritaba. No. No. No te metas en esa mierda. No. Pero lo ignoré. Estupidez. Aspiré. Quemaba. Creí sentir cómo iba avanzando por mi cuerpo: pupilas dilatadas, mi corazón bombeaba; taquicardia: euforia.



Ese fue el comienzo del desastre.



Quizá el primer indicio de que las cosas se volvían extrañas fue cuando quiso probar el ahorcamiento en contra de mi voluntad. Me negué, muchísimo, pero lo hizo igualmente. Acabé tomándolo como algo normal, ¿sabes? Digo: realmente hay gente que disfruta esas cosas. Ahí estaba yo, con su cuerpo encima del mío, sintiendo cómo la sangre dejaba de llegar a mi cerebro: a punto de desmayarme, mi arteria carótida siendo aprisionada entre sus dedos. Todas mis fuerzas antes de perder el conocimiento fueron puestas en susurrar que parara. Y creo que Jason en ese momento también descubrió, que tenía fetiches que no podía compartir con todo el mundo. No lo vi. No supe cómo. En aquel instante me dije que todos tenemos cosas fuera de lo común.



Comencé a conocer al Jason temperamental, al Jason adicto. Las dosis aumentaban, él lo negaba. Lo atribuí al estrés de la universidad; de su padre, e incluso me culpé. Gritaba cuando no encontraba algo que él mismo había perdido, cuando algo le parecía fuera de lugar e incluso cuando no le agradaban simples contestaciones. Discutíamos seguido, yo generalmente le daba la razón y obedecía.




Hoy en día me pregunto, ¿cómo diablos comenzó todo? Me gustaría realmente comprender cómo un golpe en una discusión estando bajo los efectos de aquellas porquerías, dejaron paso a los hematomas y luego, a la sangre. Sólo sucedió ¿sabes? Hace ya algunos años, supongo. Volvíamos a casa los dos drogados a las cinco de la mañana. Él estaba eufórico, se había drogado de más, mi estado, por otro lado; era demasiado alcoholizado. Subimos por el ascensor, ayudándonos a caminar. Reía, no entendía por qué pero también lo hacía. Cocaína. Todavía en aquellos tiempos no comprendía las mierdas que traía.



Entré al baño y me dejé caer sobre el retrete, apoyé mi rostro en la tapa abierta, mirando fijamente el agua. No sabía qué pensaba, la saliva cayó por mi comisura. El tiempo fluyó, mientras mi cuerpo no respondía. Luché con todas mis fuerzas para levantarme del suelo, mi mente gritaba. Ahí dentro, recuerdo estar consciente de alguna extraña forma, diciéndome que me pusiera de pié. Cuando salí, tambaléandome, me miró con furia con una botella de whisky en la mano. Me quedé estático sin reaccionar, mi cuerpo no funcionaba; el alcohol tampoco ayudaba. Asumo que esa fue la razón principal por la cual ignoré la sangre caer de mis labios producto de un puñetazo en mi rostro. Nada dolió en ese instante. Recuerdo haber reído, tirado en el suelo. Hoy entiendo que tuve suerte, que aquella botella no teminara en mi nuca.



Cerré los ojos como un parpadeo; cuando los abrí nuevamente, ahí estaba él, con su cuerpo encima del mío, aplastándome e dificultando mi respiración. Algo comenzaba a dolerme, pero no sabía muy bien qué. Confundido, balbuceé que parara. No lo hizo. Segundos después, entre embestidas dolorosas, comprendí que me estaba violando. Lloré, apreté mis ojos. Eso no era sexo; no le estaba importando si yo estaba disfrutando o no. Mi mejilla fuertemente aprisionada contra el suelo comenzaba a dormirse, sus dedos clavados en mis caderas ardían. Rogué volver a dormirme, que fuera una maldita pesadilla. No lo era. Me penetraba casi con furia, como si quisiera destruirme, por el simple placer de hacerlo. Intenté gritar, pero mis cuerdas vocales parecían no poder hacer tal esfuerzo; intenté golpearlo con la poca fuerza que me quedaba y lo único que logré fue la marca de sus dedos con forma de hematoma en mis muñecas a la mañana siguiente. Acabó dentro mío, musitó algo inentendible y simplemente se fue. Me vi nuevamente en el suelo, creí haber sentido algo salir de mi interior; no supe hasta el día siguiente que era una mezcla de sangre y semen. Borracho y drogado, llegué a la conclusión que era mucho mejor dormir ahí que intentar levantarme nuevamente.




Lo siento —lloraba aferrado a mí—. Te amo, Noah. Lo juro —tomó mi rostro entre las palmas de sus manos. Dolía—. Lo dejaré. Lo prometo. Sólo dame otra oportunidad.

 

 

—Está bien.



 

Está bien. ¿Cuántas veces más sucedió eso?

 

No lo sé.

 

Supongo que ya no importa.

 



Estaba en un pozo, así me sentía. Sólo en ese momento comprendí que los vicios me estaban destruyendo aproximadamente al mismo nivel que Jason. Sudores fríos, abstinencia, temblores. Lo dejé. Dejé todo. Él no pudo. Las risas se habían convertido en discusiones desde hacía tiempo e intentábamos fingir que no era así. Le rogué, le imploré. Sólo déjalo, empecemos de nuevo. Lo dije tantas veces que recuerdo incluso el tono que usaba. Ahí estaba el hombre que alguna vez había conocido, tirado en el suelo, observando el techo luego de haberme golpeado justo en la boca del estómago después de llenar mi rostro con semen. Dolía, casi tanto como autoengañarme que podíamos volver a ser como antes. Dolía y comencé a darme cuenta de esto cuando las drogas dejaron de ser mi anestesia de todos los días.




Los juramentos se volvieron palabras vacías. Las lágrimas un método de manipulación más. Intenté dejarlo varias veces, alejarme. Tóxico. Así era Jason. Me buscaba, me encontraba; cada separación se volvía más violenta. Golpes, gritos. Durante algún tiempo, adquirió la costumbre de quemar mi espalda con cigarrillos. Cuando quise darme cuenta, noté lo mucho que le temía.




No eres nada sin mí. ¿A dónde irás? Ni siquiera tienes amigos. Ni siquiera tienes familia.



En una ocasión los vecinos llamaron a la policía por los constantes ruidos. Mentí. “Sólo era una discusión; ¿estos golpes? Ah, simplemente tropecé. “ No sé si me creyeron, probablemente no. Pero no había pruebas y eso era suficiente. Hoy creo que haberlo hecho, fue una mezcla de terror, junto todos los buenos recuerdos que pasaron por mi mente en ese instante. Poco después, nos mudamos a otro departamento más grande y finalmente creí estallar.




Tenía que salir, de alguna forma; tenía que escaparme de ahí. Durante un mes lo medité. ¿Estaba mal? ¿estaba bien? ¿qué era lo que debía hacer? Con terror, mirando hacia todos lados por si alguien me veía entrar a la maldita comisaría, decidí denunciarlo. Balbuceé tímidamente las palabras “quiero hacer una denuncia”. Esperé en aquella recepción quién sabe por cuánto tiempo, sentado con mis manos entrelazadas, temblando, sudando; arrepintiéndome. En el momento que me paré dispuesto a irme dijeron que podía pasar. Me senté enfrente del escritorio de un tipo robusto, de unos cuarenta años. No recuerdo su nombre, me obligué a olvidarlo.




—¿Qué es lo que desea denunciar?



Ah, aquellas malditas palabras. Apreté mis puños para darme fuerzas, pero al instante recordé que estaba solo. Bajé la mirada, intenté aclarar todo en mi cabeza, no lo conseguí.



—Yo… mi pareja… —corrí mis cabellos hacia atrás, levanté la vista. Vergüenza, eso sentí —, mi pareja me golpea —vomité esas palabras. Las solté como algo atorado en la garganta, algo nunca dicho; ni siquiera en mis propios pensamientos.



Ya veo. ¿Cuál es el nombre de su pareja?



—Jason Aldrich.



¿Está usted seguro?



Su expresión cambió. Asumí que en parte se debía a que era una relación homosexual, sin embargo hoy comprendo: fue el apellido que quedó haciendo eco en su cabeza. En aquel momento no lo noté, fue un detalle mínimo que entre mis nervios pasó desapercibido. Años después, con muchos golpes y caídas encima, comprendí que hay algunas cosas que no pueden tocarse. Eso lo significaba todo. Lo entendí a la fuerza: yo era una hormiga al lado de un coloso que podía aplastarme aún más si así lo deseaba. Dejó de escribir en la ficha que había tomado. Me observó en silencio



 

¿Hace cuánto?



—Aproximadamente dos años.



¿Y por qué no ha venido antes?



Tragué saliva.



—He.... he tenido dificultades con hacerlo.



¿Hay acaso algo que ha hecho que no puede contarle a la policía?

 

Sentí su mirada acusadora. Negué con la cabeza. Mentí. Estaban las drogas. Todas aquellas sustancias que ingerí, todas aquellas veces que mentí por él. Apreté los puños.



¿Usted no puede defenderse, además? No es una mujer…



Bajé la cabeza, cerré los ojos con fuerza. Rabia. Tristeza.



Quizá debería dejar de hacer lo que sea que lo haga enojar.



Me paré bruscamente sin decir una palabra y me fui. La ficha quedó vacía. Ni su nombre, ni el mío. Humillación.



Sin salida. Cuando quise darme cuenta de ésto, era demasiado tarde. Estaba conviviendo con un monstruo, que se aseguró de quitarme toda la fuerza para irme. En cada paso sentía las cadenas de sus palabras; nadie me querría, porque yo era insignificante. Quizá tenga razón, pensé. Cinco años de relación. ¿Teníamos una relación? Todos los recuerdos que quedaban eran de cómo llegamos a la decadencia. Sin familia, sin amigos; sin ningún tipo de amparo, comprendí la soledad en la que estaba.



—¿Qué es lo que quieres de mí?

 

 

Cansancio. Curiosidad. ¿Por qué yo? Lo observé de espaldas. Rogué que no lo interpretara como la mera búsqueda de un pleito. Ese día había tenido la suerte de no recibir ningún golpe. Tiró el humo por su boca, frente a la ventana.




—Nada. Sólo creo que eres la única cosa que me pertenece.



 

—Mátame entonces —mi boca se movió sola, por inercia caminé hacia él, tomé sus manos y las coloqué alrededor de mi cuello. Sentí la familiaridad de sus huellas dactilares clavarse en la piel de mi garganta. Yo era una cosa, un objeto—. Mi vida te pertenece después de todo ¿no es así?

 

 

 

Lloré de impotencia. Él me observó sorprendido con sus ojos negros y por un instante pensé que era la misma mirada del hombre que me había enamorado, aquel arrogante y sonriente Jason que alguna vez conocí; ahora, ese despojo que estaba frente a mí, por primera vez notó que había roto en pedazos todo lo que quedaba de mí.



 

—Volveremos a ser como antes, Noah —tomó mi rostro entre sus manos, que al parecer no habían olvidado cómo ser amable. Una caricia, un beso, el roce de su nariz contra la mía.




Comenzó a ir a rehabilitación.



 

Mascullé en el instante que pinché mi dedo con la espina. Distraído, recordando el pasado una vez más. Meses habían pasado desde aquel incidente, cuatro para ser exactos. Suspiré al sentir la sangre brotar levemente de mi dedo índice.

 

 

—Noah, ¿llegaron acaso los tulipanes rojos?

 

 

—No que yo sepa —le sonreí levemente, mirándola de perfil.

 

 

Hace ya un año, me dedico a hacer arreglos florales y debo decir que es el trabajo que más he disfrutado hasta ahora. Giré mi rostro al escuchar la campana de la puerta.



 

Ahí estaba él. Lo vi, pero aún no lo había notado. Mi cuerpo se tensó por completo y por un segundo dudé, como si en realidad existiera la posibilidad de que alguien se le parezca tanto. No era posible. Claramente no. Volví mi vista hacia delante, fingí no verlo. Estaba con una mujer.

 

 

No lo veas.

 

No está ahí.

 

Ignóralo.







Notas finales:

HOOOOOOOOOLI, sé que no volví a escribir, pero principalmente es que no estaba inspirada para nada. c: 

Pero como ya lo estoy de nuevo, volví. So, eso. 

 

Gracias por leer y besos. <3


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