Encuentro XI:
Tres Metros
No es hasta esa mañana de viernes que Levi finalmente vuelve a ver a Eren. Una mañana perfectamente normal a finales de febrero, con el frío invernal demostrando su supremacía y el cielo tan gris que es difícil creer que apenas son las primeras horas del día. Una mañana tranquila y rutinaria que explota cual burbuja en cuanto sale fuera del local y nota al chico, porque su corazón se acelera de uno a cien en un segundo, esfumando de golpe toda su tranquilidad.
Eren tiene ese curioso efecto sobre él: despedaza su mundo para rearmarlo a su antojo.
Como cada jornada, Levi sale a barrer la acera de la tienda. Aún es temprano, por lo que las calles lucen vacías y silenciosas, con los locales comenzando a abrir lentamente sus puertas y a cobrar vida, casi como si se desperezaran de un largo, largo sueño.
Sus ojos, como si tuviesen voluntad propia, se van hacia el mocoso y lo observa a hurtadillas. Este, con su alegría habitual, saca las pequeñas mesas de la terraza y las acomoda en su sitio con meticulosidad, sin percatarse todavía de su descarado escrutinio. Mucho mejor.
Sin embargo, es cuando se abre de improviso la puerta de la cafetería y un rubio chico se asoma para decirle algo a Eren, que lo hace reír a carcajadas, que Levi nota como algo se agita dentro de su pecho al verlo así.
Demonios, está completa y absolutamente jodido.
El recuerdo de su último encuentro lo asalta de golpe; una memoria desdibujada en el reconfortante aroma del té flotando entre ambos y la incesante plática sobre libros que mantuvieron por cerca de dos horas. Levi no es un buen conversador, todo lo contrario, por lo que es extraño que sea capaz de hablar tanto con alguien y que, además, lo disfrute; pero, con Eren, se siente cómodo; con este puede ser él mismo sin preocuparse por la amabilidad o su desastrosa boca; porque, desde que se conocieron, todo entre ellos fluye así de bien, así de perfecto, y es una putada a su parecer. Él no desea enamorarse, joder que no, pero cuando son aquellos ojos verdes los que le miran y es aquella radiante sonrisa la que va dirigida a su persona, a Levi le es difícil recordar todos sus peros para obligarse a mantenerse lejos.
A pesar de que ya prácticamente está puliendo la acera de tanto barrerla, se rezaga un poco más tan solo para contemplar al chico trabajar. Quizás es algo en su insistente mirada, al pesar sobre él, o tal vez su intuición la que lo alerta, pero de pronto Eren se detiene en su labor y levanta la vista, permitiendo que sus ojos verdeazulados choquen con los grises suyos, abriéndose en asombro al verle allí y descubrirlo.
Levi se siente morir.
El primer gesto es tímido, una tontería en realidad. Él asiente en su dirección, a modo de saludo, y el chico, con el moreno rostro arrebolado y una tímida sonrisa en sus labios, hace lo mismo en respuesta; sin embargo, tras dudar un poco, Eren sonríe una vez más, traviesa y coquetamente, alzando sus cejas dramáticas y logrando que Levi, aunque no desea hacerlo, acabe permitiendo que una débil sonrisa se dibuje en su boca. Los ojos del mocoso se iluminan al verlo. Parece en verdad contento.
No son ni cinco minutos los que pasan inmersos en aquel juego tonto, donde ninguno de ellos intercambia ni una sola palabra pero en el que, no obstante, parecen comunicarse muy bien. Gestos, miradas, les son suficientes para comprenderse. No necesitan más.
La magia se rompe en cuanto el chico rubio nuevamente se asoma y llama a Eren. Este, con expresión culpable, mira a su compañero y le dice algo que Levi es incapaz de oír a esa distancia. Cuando la azul mirada del otro se desvía en su dirección, parece reconocerle de inmediato y sus ojos vuelven a dirigirse al mocoso, diciéndole algo más antes de regresar al interior de la cafetería.
Casi como si le pesara, como si sintiera tanta reticencia de abandonarlo como la que siente él mismo por permitir que así sea, el chico de los ojos verdes le dedica una pesarosa sonrisa y levanta una de sus manos a modo de despedida. Un «adiós» murmurado se dibuja en sus labios, y es apenas un cabeceo lo que Levi devuelve en respuesta antes de que Eren desaparezca tras la puerta acristalada, haciéndole comprender que él debe hacer lo mismo, porque el hechizo ha llegado a su fin; las doce campanadas en aquel cuento que lo regresan de golpe a su aburrida rutina.
Aquella mañana parece arrastrarse para Levi, entre clientes y cuenta, entre sus ganas de salir en busca del chico y su sentido común. Sus ojos vagan una y otra vez a través del cristal hacia la tienda del frente, preguntándose que estará haciendo el otro y dejando que su mente se pierda en recuerdos que en verdad no desea ni necesita.
Mierda, él es un puto lío emocional desde que conoció a Eren. Desde que anhela a Eren.
Sin embargo, ya pasa del mediodía cuando Levi finalmente toma una decisión. Es hora de almuerzo, por lo que durante un rato no habrá más clientes y, a pesar de haber llevado su comida, como siempre, no desea comer allí. Sin pensarlo más, agarra su abrigo para ponérselo, voltea el cartel de «cerrado» y cierra la puerta tras de sí al salir.
Solo son tres metros, se dice. Solo tres jodidos metros los que separan ambas aceras, pero, desde que se han separado esa mañana, a Levi le han parecido tan insalvables como un abismo. Pero acaba de tomar una decisión y va a arriesgarse a dar el salto. Cree que, por una vez, vale la pena el riesgo.
Mientras da el primer paso hacia la cafetería, comprende que eso es lo correcto. Siempre lo ha sido.
Esa maldita cuatro ojos le debe un almuerzo, y va a cobrárselo.