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Entre príncipes por BocaDeSerpiente

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Harry sabe que Draco está molesto. No habría sabido explicar cómo era consciente de ese hecho, era uno de esos detalles que los años de experiencia y cercanía le hacían reconocer, incluso cuando no podía considerarse a sí mismo el más receptivo.

También estaba el hecho de que Draco no dudaba en expresar su opinión, desde el preciso instante en que se quedaron a solas.

—Odio esto. Odio que me hayas traído sin pedir mi maldito consentimiento, odio que tu ego te haga pensar que todos estaremos de acuerdo contigo y puedes elegir sobre vidas ajenas, sólo porque eres a quien alaban en todo momento y de quien no ven los errores. Odio cada minuto que me has tenido lejos de madre, odio cada jodido centímetro entre los dos —Soltó, de un tirón, presionando su índice contra el pecho de Harry, una y otra vez. Este todavía no reaccionaba cuando Draco ya estaba a varios metros de distancia, de espaldas, y cruzado de brazos, buscando una manera de sacarlos del embrollo en el que, tenía que reconocer, los había metido esa vez.

¿Cómo terminaron de ese modo? Pues sí, era su culpa. En principio, lo era de Draco, porque sus insinuaciones le dieron a entender que la mejor solución al problema que tenía con los hogwartianos, era ayudarlo a demostrar su valía, para que el segundo príncipe pudiese ser tan valorado como merecía, y el pueblo lo viese con los mismos ojos que Harry.

Pero sí, si tenía que reconocerlo, la responsabilidad, a la larga, le pertenecía a él.

Partieron con el alba a una nueva cruzada. Draco ya estaba molesto por aquel entonces; Harry, perceptivo como sólo él podía ser, ni siquiera se dio cuenta de que verse arrastrado fuera de su habitación por unos guardias, más que el desfile escoltado que se imaginaba en su cabeza, lo hizo sentir un prisionero. Alguien que debía ser vigilado, que desmerecía la confianza depositada en su persona. ¿Qué iba a saber Harry?

Para él, más compañía, era mejor. Para Draco, aparentemente, no.

La embarcación tenía apenas lo justo para un viaje de tres días de ida y tres de vuelta, y dos personas, además de las armas, y algunos libros antiguos que, a pesar de que no conocía de nada, creyó que Draco adoraría encontrar para pasar la espera. Resultó que algunos hablaban del Pársel en otra lengua, uno era de Runas que ya se sabía de memoria, y los otros los describió, citándolo, como lo más soso de los nueve mundos.

El primer día de ida, Draco estuvo en cubierta, contemplando el cielo hasta el aburrimiento, y se negó en rotundo a ayudarlo a navegar o comer en la misma mesa que él. Al segundo, no salió del camarote, y cuando entró sin tocar, lo descubrió tendido en el lecho, creando imágenes en el techo con proyecciones desde las puntas de sus dedos. Harry fue expulsado del lugar con una sacudida impetuosa, que lo envió despedido hacia atrás, y cerró la puerta enseguida.

Recordaba una época en la que Draco solía mostrarle todos los trucos que se sabía. Iba hacia él sin dudar, recurría a su consejo, lo asombraba con sus transformaciones en serpiente, en águila, y las ilusiones sensitivas.

Una época en que confiaba en él.

Al tercer día, Harry sentía que iba a enloquecer. Hizo llover por accidente, no supo que sus emociones estaban en esa forma hasta que tuvo que volver, empapado, al camarote.

Llegaron al anochecer. Draco no se dignó a hablarle. Lo que buscaban, un guardapelo de no-sabía-quién-porque-eligió-la-cruzada-por-lo-interesante-que-sonaba, para su padre, estaba en su poder en unas horas, ambos relativamente ilesos y listos para tomar el camino de regreso, a pesar de un encuentro poco agradable con unos seres muertos y esqueléticos, que huyeron a la más mínima señal de fuego.

Y luego resultó que la cueva se selló con magia al tomar posesión de la dichosa reliquia, y ellos llevaban dos días atrapados. El lugar era amplio y sin otra salida (ambos lo investigaron por su cuenta), una extensión de roca, y una fosa con agua que daba a lo que era, antes, una entrada desde mar abierto. El barco estaba con ellos, las provisiones no les serían eternas.

Dos veces, Draco había utilizado runas y hechizos para deshacer el sello. Dos veces había fallado.

Tres veces había intentado destruirlo. Tres veces había fracasado.

Seis veces estuvo a punto de abrir un nuevo camino de salida. Cinco no dieron resultados. El último terminó con una avalancha de rocas, que no les abrió ninguna vía de escape, y Harry entrando en pánico al creerlo bajo las piedras. Recordaría estar sin aliento, muriéndose del miedo como nunca antes, y a Draco viéndolo desde atrás, con aparente indiferencia, hasta que le pareció momento de advertir de su presencia y su estado, con nada más que algunos rasguños.

Luego Harry intentó entablar una conversación decente, y fue recibido con esas palabras duras y mordaces. Y ahora comenzaba a preguntarse si cometió un error.

Uno grande, esta vez.

Se sentó junto a Draco, en silencio, por largo rato. No supo cómo pedir perdón.

Salieron al día siguiente, por la mañana. Draco no durmió para completar otro círculo de runas que abriría un trayecto bajo la fosa de agua, que les permitiera respirar y usar el barco hasta el exterior. Le ordenó usar su fuerza y la espada para golpear un punto específico, una rendija que abrió para esa tarea, y lo consiguieron, la salida. Fue la última vez que escuchó su voz en lo que quedaba de viaje.

Tras otros dos días, por una velocidad asombrosa, muertos de hambre, exhaustos, sucios y magullados, regresaron a casa, y Draco tampoco le dijo nada al perderse en cuanto tuvo la oportunidad.

Esa misma noche, escuchó a los hogwartianos maldecirlo, asegurar que el príncipe Draco, el Embaucador, había pretendido mantener al príncipe Harry lejos de casa y lo había puesto en peligro, pese a las consecuencias. Se sintió tan enojado que dejó caer a Gryffindor, su espada, sobre la mesa durante la cena, y se fue sin mediar palabra con ninguno de sus compañeros y supuestos amigos.


Draco, de nuevo, no estaba sorprendido. Mientras permanecía en un rincón apartado de la sala más grande del palacio, podía oír los vítores del pueblo hacia el príncipe Harry, que no paraba de bailar, beber y cantar con ellos, en celebración por la dichosa reliquia que le había costado días de paz mental, años completos de fachada y equilibrio dentro de su ser.

Demasiado tiempo con Harry. Demasiado tiempo solos.

Demasiado. Era la palabra que lo describía todo.

Luego de que el príncipe se enojase por las habladurías hacia él, nadie volvió a mencionarlo. En serio. Ni una palabra. Ahora actuaban como si no existiese, como si no hubiese ido jamás a acompañarlo.

Como si la mitad del crédito, no fuese suya.

Y él se descubría ya esperando algo similar, y eso podía, en cierto modo, ser peor que verse decepcionado. Porque significaba que se había acostumbrado.

Nunca tuvo la intención de acostumbrarse a algo como aquello.

Cuando la reina Lily pudo liberarse del protocolo real, se acercó a él, le palmeó la mejilla con una sonrisa que, a pesar de todo, le hacía sentir en casa, y procedió a enganchar un brazo al suyo, para que caminasen juntos lejos de esa multitud bárbara, que nunca los entendería. Por lo general, no habría dado tal muestra de afecto en público, pero se trataba de la mujer que lo había criado, la única que se acercaba a él, y maldita sea, lo necesitaba. Necesitaba la proximidad, la calma, de regreso.

Olvidarse de cómo se sentía estar a solas con Harry, y ser eso, justamente: sólo Draco y Harry.

Había pasado tanto tiempo. Décadas, siglos enteros. Creyó, de forma ingenua, que las emociones se desvanecerían si las ignoraba lo suficiente, si lo intentaba, si se obligaba.

Que iba a dejar de pensar que el sol lo envidiaba. Que iba a dejar de sentirse afortunado por una mísera muestra de atención. Que ya no le afectaría.

Draco estaba decepcionado de sí mismo, en realidad. De su incapacidad de huir, de que necesitase ignorarlo por completo para no enloquecer.

Se refugió en una terraza bajo el manto nocturno, en una plática suave con Lily, en la mano cuidadosa que le acariciaba la muñeca, como si lo creyese de cristal. Y antes de darse cuenta, Draco estalló y se lo contó todo.

Lily lo dejó hablar, y hablar, y hablar. Su voz amortiguada por el bullicio del palacio, si es que alguien intentaba espiar. Y como lo conocía bien, no le dio respuesta directa, ni buscó solución a su dilema, porque desde muy joven, ella le había inculcado su astucia y él se había hecho lo bastante independiente para rehusarse a buscar más ayuda de la necesaria, así que la mujer le besó la mejilla, le deseó buenas noches, y se retiró tras una última sonrisa.

Si él había creído que su opinión, la imagen mental que tenía, cambiaría cuando lo supiese, ahora veía lo equivocado que estuvo. Draco se sintió más libre, con un peso menos sobre los hombros, cuando se quedó por horas en la terraza, observando un cielo estrellado que parecía enviarle mensajes secretos.

Percibió la presencia detrás de él, antes de que emitiese ruido alguno, de que se detuviese, inclusive antes de que se aproximase lo suficiente para poder lastimarlo de algún modo. Su mecanismo de defensa lo preparó para esperar lo peor; un ataque por la espalda, una emboscada, una sorpresa letal.

Distinguir que era Harry, medio ebrio, sonrosado y con una sonrisa boba, el que se apoyaba en el umbral de la terraza, no lo tranquilizó. Probablemente lo empeoró.

Hubiese sido más fácil enfrentarse a un enemigo armado, que a la revolución que tuvo lugar en su pecho. Y eso era lamentable, en lo que a Draco respectaba.

Fingió ser ajeno a su presencia, permaneció de espaldas, con las manos unidas al frente del cuerpo, la mirada puesta en la nada. No tenía ganas de lidiar con él, con esto, no cuando todavía no levantaba las barreras que lo mantendrían alejado de todo sentimentalismo.

Harry se acercaba por detrás, pies arrastrándose, tambaleante. Estaba seguro de que alguien tendría una severa resaca el día siguiente. Ya podía verse a sí mismo, como el idiota que era (y que no admitía ser frente a nadie más), cuidándolo, una noche en vela por su resguardo, para desaparecer con la llegada del alba, y que Harry no tuviese idea de lo que había pasado.

Un brazo se extendió hacia él. Lo sabía, aún sin verlo. Lo sentía.

Reprimió el impulso de escaparse al tacto, porque era absurdo. Porque él no debía sentirse así.

Harry tocó su cabeza. Aquello no se lo esperaba. Lo usual era que le pusiese una mano en el hombro, incluso en la parte alta de la espalda.

Se quedó quieto, a la espera. Curioso, para su pesar.

Dedos endurecidos por el sostén de armas y la batalla le rozaron la oreja, hacía cosquillas, pero se contuvo de demostrarlo. Podía sentir el ardor de sus mejillas, extenderse al cuello y orejas, y se reprendía por lo ridículo que era. Por hacer algo grande, de un momento de intimidad robada, pérdida, inexistente y tonta.

Descendieron, buscaron, movieron mechones, tocaron el cuero cabelludo. Draco estaba perdido en la sensación.

Ladeaba la cabeza. No quería hacerlo (o tal vez sí).

Buscaba más caricias. No quería sentirlas (o tal vez sí).

Se movía hacia él, lo anhelaba. No quería que fuese así (¿o tal vez sí?).

De pronto, Harry se detenía, un leve tirón en su cabeza, y Draco se tensaba, porque entendía. Porque sabía lo que había hallado y ahora quería convocar un hueco en el suelo, que le sirviese de escondite por el resto de su vida.

Los dedos, que adoró y lo iban a llevar al borde de una crisis nerviosa en cualquier instante, apartaron el mechón trenzado de cabello negro, que obviamente no le pertenecía, del resto. Lo deslizó fuera de donde solía ocultarlo, de manera que nadie más que él pudiese verlo, tocarlo, apreciarlo.

—Sabía que aún lo tenías —El aliento de Harry, con olor a cerveza, fue un roce fantasmal contra un lado de su cara; las palabras arrastradas, una debilidad que fue a parar directo a sus rodillas, a punto de ceder. Había tanta añoranza ahí, tanta ilusión.

Tanto afecto.

Y cuando Draco se obligó a infundirse valor para girar, y quedó atrapado entre un cuerpo bajo y fornido, contra el barandal de la terraza, descubrió lo que ya se imaginaba que iba a encontrar.

Enormes ojos verdes, brillantes, llenos de emociones con las que alguien como él sólo debería de soñar. Lo miraba así, como siempre lo hacía. Como siempre lo había hecho. Como, sin importar lo que ocurrirá, ambos sabían que siempre lo haría.

Harry juega con el mechón negro; lo enrosca en su índice, lo jala sin fuerza, lo acaricia, lo retuerce con cuidado. No despega su mirada de él, sin embargo, y Draco sólo puede exhalar despacio, tembloroso, y ordenar, en vano, a su corazón, que deje de desperdiciar tantos latidos en alguien que sólo lo iba a romper, a fin de cuentas.

Tenía que huir. Tenía que salir de ahí lo antes posible.

Si lo veía así, una figura conocida, que solía admirar a la distancia, cortada a contraluz, apartada del bullicio, no podría pensar.

Si lo sentía así, tacto cuidadoso y cariñoso, con el que a veces soñaba de recuerdos de tiempos mejores, tan cerca, tan real, perdería la escasa razón que le quedaba.

Draco no podía correr ese riesgo en particular. ¿Qué sería de él, una vez que se hubiese arrojado a ese abismo sin fondo, a lo desconocido, que eran sus emociones por Harry?

¿Qué sería de él, cuando la cáscara, las defensas, cayesen? ¿Qué iba a mostrar? ¿Qué iba a entregar? Ahí no había nada que dar, nada que apreciar.

Ahí no había nada que desear, nada que alguien como Harry, príncipe legítimo, pudiese esperar. Nada.

No era nada.

Pero una vez, cuando era muy joven, Lily le había leído un cuento donde se les permitía, a los seres perdidos y vacíos, una bendición, un regalo, en una noche como aquella.

Así que, cuando Draco se escuchó gimotear, y distinguió pánico en los ojos verdes que lo admiraban, cayó en cuenta de que las lágrimas le formaban surcos en las mejillas, le nublaban la vista. Le dolía. Y todas las barreras habían caído.

Y sólo era él, y sólo era Harry. Y sólo eran ellos.

Lloró más, en silencio, cuando lo sintió envolverlo con los brazos y pegarlo a su pecho. Sentimientos reprimidos, pensamientos que se rehusaba a tener, recuerdos, tiempo robado, deseos. Todo volvía, todo le caía encima y lo aplastaba, presionaba contra su pecho igual que el peso de un ser distinto a él, que de pronto cobraba vida, y tenía este cúmulo que vivía dentro, que habitaba en su pecho, incapaz de usarlo, de soltarlo, de aferrarlo. Nada más estaba ahí. Nada más lo lastimaba y hería día a día, y que Harry uniese sus frentes y no dejase de mirarlo a los ojos, y en su infinita torpeza, balbucease consuelos entrecortados, sólo hacía crecer la montaña interminable que eran sus sentimientos hacia él.

Y no, Draco no piensa, cuando le devuelve el abrazo, y se esconde en el hueco de su cuello y hombro, y descubre que aquel podría haberse convertido en su refugio favorito, si hubiese sido otro, si las circunstancias hubiesen sido diferentes.

Draco no piensa, y sabe que lo pagará caro. Sabe que es por algo que ha levantado las barreras en primer lugar, que dolerá, que será una caída en picado desde lo más alto del cielo.

Aunque, cuando de algún modo, son sus labios los que se buscan y hay un estallido que es todo calor, calidez y cosquilleos, y es correspondido de forma desordenada, no puede recordar por qué aquello está mal.

Y no lo hará hasta el día siguiente.


El problema de tener dos príncipes, un palacio, y fiestas donde todo el pueblo estaba invitado, era la cantidad de personas. Y si alguien, por mera casualidad, daba con el sitio correcto en el momento oportuno, podía descubrir algo fascinante.

Si ese "algo", era a dos príncipes que se besaban como si no hubiese un mañana, como si pudiesen hallar la fuente de la vida en el otro, la noticia no tardaba en viajar de boca a boca.

Harry recordaría haber despertado con una terrible resaca, en un cuarto que le era familiar, de ese modo en que lo son los lugares en que jugábamos de niños y que apenas podemos recordar, esos sitios donde fuimos felices, y tardó un momento en reconocer la alcoba de Draco. Se demoró en notar que estaba en la cama, con la ropa del día anterior, las sábanas hasta la cintura, y que el otro dormía en el lado opuesto del colchón, de espaldas a él, en bata y con las cobijas hasta el pecho, donde cerraba las manos en forma de puños sobre la tela y las oprimía contra su corazón.

Y luego le sobrevendría el recuerdo de un beso. Varios besos. Decenas de ellos, seguido de lo maravilloso que se sentía, y cuidados, mimos que alguien le daba, cubiertos de una espesa bruma que le hacía fallar la memoria.

A partir de ese punto, todo era confuso, desastroso.

El impacto total los alcanzó más tarde, cuando Harry se inclinaba sobre él y Draco despertó, y descubrió lo ocurrido, y se desapareció sin dejar rastro. Él quedó solo en un cuarto que no le pertenecía y no había visitado en años.

Fuera de la relativa seguridad de la alcoba (porque, de la puerta hacia allá, todo era peligro, y más de una persona lo vio salir, para su pesar), la noticia ya estaba en boca de todos.

Lily, su madre, lo encontró en un pasillo y le besó la mejilla. No paraba de sonreír cuando lo dejó confundido y, de nuevo, solo.

Ginevra, su única compañera de combate, le gritó, le volvió a gritar, y luego lo acribilló a preguntas. Hasta amenazó con ir por la cabeza de Draco, si este le hacía daño. Luego, para su sorpresa, lo felicitó con lágrimas en los ojos y se fue corriendo.

Los Tres Guerreros, Ron, Neville y Blaise, tuvieron reacciones que iban desde el asco mezclado con resignación, confusión, y obvia diversión, en ese orden. Recibió palmadas en la espalda, burlas, y más de lo que podía procesar.

Y después fue James, su padre, citándolo frente al trono para preguntar cómo es que los dos príncipes del reino de Hogwarts se fugaban de una fiesta, en medio de la noche, para besarse en una terraza. Harry balbuceó, exclamó, jadeó, hizo gestos, enrojeció, tartamudeó.

Antes de que se diese cuenta, James se reía por lo bajo y le decía que, si no se calmaba, haría una tormenta en Hogsmeade y los pobres humanos corrientes sufrirían las consecuencias de sus emociones. Le llevó unos instantes comprender.

No lo reprendía.

No lo desaprobaba.

Harry no había abrazado a su padre tan fuerte en años.

Recordaría la revelación, la emoción, el querer golpearse en la cabeza por no haber caído en cuenta antes, y el atravesar medio palacio corriendo, porque sabía -sentía- dónde estaba, porque siempre era así.

Porque siempre lo sería.

Entró a la biblioteca con un portazo, y el resto se puede resumir en más caos. Hechizos, unos gritos, mentiras sobre odiarlo, libros que intentaron golpearlo, apresar a Draco cuando intentó huir y ser trasportados juntos por error, un forcejeo en uno de los patios internos, que terminó en Harry callándolo con un beso largo y suave.

Basta con decir que, después del escándalo de la noche anterior, que se besaran en el exterior, en plena mañana y frente a la mitad de la corte del reino, Lily incluida en los alrededores, les hizo imposible ocultar o disimular nada.

Lo de Draco fue más la resignación de quien es expuesto que la euforia del que es libre. Harry tuvo que hacer el esfuerzo de hablar con él muchas veces, seguirle el ritmo, buscar puntos comunes, intermedios. No entendía, no tenía experiencia y se frustraban con facilidad y se peleaban, y luego todos hablaban de los gritos y la reconciliación, que solía darse en los peores lugares e instantes, y los convertían en la historia del momento para toda su gente.

Si alguien le preguntase, él diría que todo valió la pena cuando Draco cedió, cuando se soltó. Cuando se permitió ese paso. Se arrojó contra los brazos de Harry y fue su turno de besarlo, y murmuró palabras dulces que no habrían sido esperadas de su lengua venenosa, y desde entonces, fue un poco más Draco cuando estaban a solas, y un poco menos príncipe serpiente.

También había otras ventajas, muchas. Sólo un tonto no las vería. Harry no era tan tonto, quería creer.

Porque mientras estaba sentado en el trono, prescindiendo una audiencia que lo enloquecía de aburrimiento y desesperación, había una mano acogedora sobre su hombro, que quería sujetar y besar, y alguien que se inclinaba por un lado del asiento y le susurraba detalles en los que él no reparaba por sí mismo. Draco le hablaba de estrategias, de la teoría que le faltaba, de leer lenguaje corporal y entre líneas, de cortesía, de ética; todo aquello que no le salía por su cuenta, todo aquello en lo que no era bueno, él destacaba en su lugar, y así, se complementaban de un modo extraño que mantuvo el reino a flote hasta el fin de sus días.

Y sí, definitivamente valió la pena.


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