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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo treinta y seis: De cuando un emperador muere (y Harry sigue sin darse cuenta)


—Yo sólo digo, ¿para qué vamos a necesitar ropa de gala? —Harry se encogió de hombros al oírlo—. Si se les ocurre darnos clases de baile, como a los demás sangrepura en sus casas por las vacaciones, le voy a decir a mamá que mejor nos cambie a Ginny y a mí...

—Oye, a mí no me metas —Ginny, desde el otro lado de la banca, en la que él ocupaba el centro, se asomó por un costado de Harry, para mirar con el ceño fruncido a su hermano—, además, ¿a dónde nos van a cambiar? No seas tonto, no te haría mal aprender a bailar, porque por tu físico y tu increíble personalidad, no vas a darle nietos a mamá.

—Curioso, con lo mucho que nos parecemos, Gin —Ron bufó. Ella, al caer en cuenta de ese detalle, enrojeció y se apartó de forma brusca, alejándose del banco en que esperaban a que la multitud que subía al expreso Hogwarts menguase, y tal vez, reunirse con el resto de sus amigos.

En silencio, los dos la vieron mezclarse con un grupo de su edad, cruzada de brazos y apenas dirigiéndole a Ron miradas desagradables por encima del hombro, cada poco tiempo.

—Tal vez no deberías ser tan malo con ella —opinó Harry, dándole un ligero codazo, que se ganó otro bufido.

—¡Pero es que es la verdad! —exclamó él, enseñando las manos en un gesto de clara derrota—. Compañero, dime si no es cierto: tenemos el mismo cabello rojo, la misma piel y la cara pecosa. Y no es que su figura sea muy...femenina —hizo una torpe silueta de mujer en el aire, encogiéndose de hombros después—; no hay gran diferencia entre nosotros, si lo ves así.

—Tiene trece —le recordó, en voz baja.

—Y se cree que es una mujer, tan bonita como mamá Lily —Ron negó con ganas—, yo sólo intento que no se lleve una desilusión más adelante, ¿sabes? Es parte de mi deber como hermano.

Harry lo consideró un momento, hasta estar convencido de que no le veía la lógica.

—Si yo tuviese una hermanita, la trataría mejor.

—Eso dicen todos —señaló, haciendo un gesto vago—, pero Ginny ya es la favorita de Bill y los gemelos, no necesita que yo también la malcríe engañándola.

Rodó los ojos, pero lo dejó estar. Si alguien podía hacer que su mejor amigo fuese más delicado con las chicas, incluida su hermana, esa persona no era él. No es que no lo hubiese intentado lo suficiente ya.

El resto de los Weasley, como de costumbre, formaban un grupo en medio del andén, rodeados de sus pertenencias en carritos antiguos, charlaban con Lily y James, y Sirius, por añadidura implícita, que no paraba de echar ojeadas en dirección a ellos y hacerles muecas divertidas, cuando los otros adultos no lo veían y la conversación los hacía desviar la atención de su persona; Harry intentaba no reírse, mas le resultaba imposible, Ron se le unía sin reparos, causando un alboroto desde los bancos y regaños para su padrino, por no tomarse nada en serio, a los que luego se unía James por defenderlo o reírse también de sus bromas. Esas mujeres no perdonaban nada.

Hermione fue la siguiente en llegar, caminando por delante de sus padres muggles, que siempre tenían aspecto de encontrarse interesados y desorientados a la vez, cuando tenían contacto con el mundo mágico, y charlando con ellos sin cesar. Besó las mejillas de ambos, antes de dejarlos atrás, siendo recibidos por Molly y Lily, más que entusiasmadas de conocer a los padres de la muchacha, y un Arthur fascinado por el mundo muggle y la oportunidad de conversar al respecto con ellos.

Se sentó al otro lado de Harry, donde estuvo Ginny unos momentos atrás, y los saludó entre abrazos y jalones, que casi los derriban del banco que ocupaban y se ganaron algunos quejidos de Ron, a pesar de que fue el que menos afecto recibió. O tal vez se debía a ese hecho.

Todavía estaba hablándoles de un sitio extraño —o bastante normal y famoso entre muggles, por la manera en que lo describía, al menos—, al que fue con sus padres durante los últimos días del verano, cuando un torbellino de color y movimiento pasó por un lado y un peso repentino se abalanzaba sobre ellos, tirándolos, como Harry debía saber que pasaría, del banco.

Pansy, incluso después de tumbarlos a los tres en un abrazo inesperado y convertirlos en un enredo adolorido de extremidades, lucía impecable en el vestido de ese día, que al igual que su cabello, estaba tal y como le correspondía. Si no hubiese sido porque, al derribarlos, quedó sentada encima de ellos, ni siquiera habría dado muestra de ser la razón de que estuviesen tirados en el piso.

Sonreía de forma deslumbrante y agitaba un pergamino desvencijado, de bordes arruinados por la corrosión, en el aire.

—Adivinen qué descubrí.

—Hola a ti también —musitó Harry, el más lastimado por la caída, ya que sus amigos estaban prácticamente encima de él por haber ocupado el puesto del centro. Sentía latigazos de dolor en la espalda cuando se acomodaron para sentarse; por detrás de Pansy, Jacint se acercó, la sujetó por debajo de los brazos, y la alzó sin la menor dificultad, dejándola de pie y en perfecto estado, como si pesase menos que una pluma.

Tuvo que enfrentarse al desorden que Jacint hacía con su cabello, contestar a los saludos y alguna que otra pregunta sobre materiales escolares y asuntos de menor importancia, antes de que fuese arrastrado de nuevo al grupo de los adultos, a los que prosiguió a saludar de un modo más formal.

La muchacha retomó la palabra en cuanto volvieron a quedarse solos, sentándose con los tobillos cruzados en el banco que antes les pertenecía, lo que le ganó un par de miradas ceñudas por haberse aprovechado, quizás de forma inconsciente, de la situación.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry, que no tenía ganas de quejarse por la efusividad de la llegada de su amiga. Sólo quería un puesto en el banco y que la espalda dejase de dolerle.

Por la manera en que amplió su sonrisa, le quedó claro que era justo la pregunta que se esperaba que hiciese. Volvió a sacudir el pergamino, como si todas las respuestas del universo mágico pudiesen hallarse en ese trozo de papel, y empezó a desplegarlo sobre una de sus rodillas, girado hacia ellos, de modo que pudiesen ver el contenido.

—Esto es lo que encontré en un viejo registro y responde a algo que me imaginaba el año pasado —mencionó, señalando una línea con nombres. Los tres se acercaron para detallar de qué se trataba—, Abraxas Malfoy, el padre de mi tío Lucius, tenía una prima menor, que se casó con un Burke —apuntó, con el índice, otra área de nombres; sólo entonces Harry comprendió que se trataba de un complicado entramado de un árbol genealógico sangrepura—. Tuvo una hija, llamada Pandora, que tiempo después se casó con un Lovegood...

—Y nació Lunática —completó Hermione por ella, en voz baja, arrebatándole el pergamino para examinarlo, con ávido interés, repasando las líneas brillantes de complejos símbolos, la caligrafía pomposa y estilizada, incluso las imágenes móviles de los familiares. No se le ocurrió, hasta un momento más tarde, que debía ser la primera vez que tenía entre las manos uno de esos; él ya había visto varios de la familia Potter y los Black.

Pansy asintió, más que complacida con el curioso descubrimiento.

—Son...—Ron hizo una pausa, ceño fruncido en una expresión de concentración, que rara vez le veía más que en los juegos de ajedrez—, ¿primos terceros? ¿Cuartos, lejanos? ¿Hay un nombre para eso?

—Algo así —ella le restó importancia con un gesto—, estas cosas de relaciones sanguíneas son importantes para todos los sangrepura, claro, pero a la larga, la mayoría de nosotros somos más o menos primos, así que tampoco es una gran diferencia. Ya me había dado cuenta de que se parecía a Draco, ¿ves? Esto prueba que lo que te dije es verdad.

Harry parpadeó. Hermione continuaba revisando el árbol genealógico con gran interés, susurrando para sí misma, y Ron lucía un poco más perdido que de costumbre.

—¿Qué cosa?

Pansy chasqueó los dedos.

—Que Luna Lovegood debe ser el corresponsal secreto de Draco, por supuesto —sin esperar una respuesta, como si el distante lazo de sangre fuese más que prueba suficiente e irrefutable del hecho, se inclinó hacia Hermione para explicarle sobre los árboles sangrepura y ofrecerse a mostrarle el de los Parkinson, que tenía relación a más de la mitad de las familias sangrepura más reconocidas del país.

Él no creía que algo como eso pudiese influenciar en las notas que Draco recibía desde segundo año. De hecho, si no fuese porque sabía que el niño-que-brillaba tenía que aprenderse el árbol genealógico de memoria, habría creído que ni siquiera sería consciente de que existía un tipo de relación entre ellos. Aun así, dejó que las chicas continuasen con sus divagaciones, sobre otros temas más complejos de familias, linajes y costumbres, que a él le interesaban poco o nada.

El primer llamado al expreso sonó. Dio un vistazo alrededor, consternado por una ausencia que no se esperaba, y una parte de él se relajó cuando localizó un par de cabelleras rubias, muy claras, entre la multitud, acercándose al grupo variado que constituían sus familiares y amigos. Nunca había visto a Narcissa Malfoy —o a su hijo, para el caso—, obligada a interactuar con muggles, así que cuando notó que Molly los presentaba a los padres de Hermione, prestó atención a su reacción; la mujer saludó con gesto cortés, mas no ofreció su mano enguantada ni se acercó más de lo debido, mientras que Draco les dirigió un gesto de cabeza a manera de reconocimiento, e hizo ademán de huir en dirección a Sirius.

Por haberse fijado en la manera en que actuaban, perdió la oportunidad de ser el primero en acercarse, y Pansy se le adelantó, echando a correr, lanzándose a los brazos de su mejor amigo, colgándose del cuello de este y dejándose balancear en el aire, pues comenzaba a quedarse varios centímetros por debajo de él, incluso con los tacones que ahora le añadía a sus zapatillas.

Pansy, claro, luego lo arrastró hacia ellos, para que cada uno lo saludase también. Hermione le estrechó la mano, sin gran protocolo, y Ron hizo un gesto de cabeza, que recibió la misma respuesta silenciosa y escueta. Él consideró que era un buen avance.

Quedó frente a Harry al final. Su amiga acababa de soltarle, después de plantarle un delicado beso en la mejilla, y hablaba de quién sabe qué con Hermione, de nuevo.

Por alguna razón, sintió la necesidad de apartar la vista, y cambió su peso de un pie al otro, bajo la mirada de Draco. Estaba por meterse las manos a los bolsillos, sólo para tener algo que hacer, cuando escuchó un sonido de aleteo y sintió un tacto rugoso contra la mejilla. Alzó la cabeza, otra vez, para encontrarse con Lep, que usaba las orejas para volar a la misma altura de su rostro, y le lamió la cara. Harry se rio al estirar los brazos hacia el conejo, para arrullarlo entre estos. Fue como si, de pronto, una tensión que no sabía que existía se hubiese disuelto en medio de los dos.

Draco ladeó la cabeza, una media sonrisa haciéndose presente al apuntar al conejo.

—¿No lo quieres adoptar por una temporada? Ya no lo soporto —Harry emitió un sonido ahogado, apretando más a la criatura contra sí, y simuló murmurarle frases dulces de consuelo.

—No digas eso frente al pobre —lo reprendió, bajándole las orejas con cuidado, y maravillado, como si fuese la primera vez, cuando notó que el pelaje le cambiaba a uno negro y crespo bajo su contacto. Adoraba cuando lo hacía, lo que, probablemente, era la razón de que continuase llevándolo a cabo.

Draco rodó los ojos y se vio arrastrado, otra vez, por la ola de alegría que era Pansy, que deslizó su brazo por debajo de uno de él, y los instó a volver con sus familias, para atravesar el desfile de despedidas y buenos deseos, que quisieran o no, tendrían que pasar antes de subirse al tren.

El segundo llamado sonó momentos más tarde, cuando Harry estaba atrapado en el abrazo de su padrino, que se rehusaba a dejarlo con Lily o James, y dramatizaba sobre "dejar a su cachorro en las garras de los magos de mente cerrada", de acuerdo a él. La mujer comenzó otra regañina, que lo liberó de su agarre y lo hizo pasar al abrazo brusco y feroz de su padre, que no dejó de sacudirlo, intentar provocarle cosquillas, y hacerle prometer que, aunque no haría nada que él hubiese hecho, tampoco haría algo que él no hubiese hecho. Pensó, divertido, que aquella lógica no le dejaba un gran rango de acción.

Cuando estaba por alejarse, detrás de sus amigos, que estaban dispuestos a ir con los gemelos Weasley, a buscar un compartimiento que pudiese ser sólo para ellos, escuchó un llamado que lo hizo girar el rostro. Jacint acababa de ponerse de cuclillas, lo que lo dejaba un poco por debajo de él, y le hizo un gesto para pedirle que se acercase.

—Harry, ¿puedes hacerme un favor? —preguntó, con un vistazo por encima de su hombro, que hizo que el muchacho frunciese el ceño y le recordase que tenía que abordar el expreso. Él chasqueó la lengua y sacudió una mano, mientras que, con la otra, se sacó un sobre sellado de la chaqueta— ¿puedes entregar esto a Minerva McGonagall, por mí, por favor?

Él arqueó las cejas al recibirlo.

—¿La subdirectora? —Jacint asintió— ¿por qué?

El hombre le dirigió una mirada que, supuso, pretendía advertirle de no hacer más preguntas. Resopló en respuesta.

—Es importante —fue lo que dijo, en cambio, en un tono incluso más bajo. Volvía a ver hacia un punto más allá de Harry, el expreso hacía otro llamado—, te lo estoy pidiendo como amigo, vamos, anda. Por favor, Harry.

Con una fingida exasperación, se lo guardó en un bolsillo. El otro rodó los ojos, una débil sonrisa dibujándose en su cara.

—Pero no suelo verla, ni estar cerca de ella, a menos que tenga Transformaciones.

—Está bien mientras se lo des antes de octubre —cuando le aseguró que lo haría, el hombre se puso de pie, le rodeó los hombros en un abrazo flojo, y le deseó un buen comienzo de año escolar, a lo que agradeció, antes de tener que correr hacia el tren, abriéndose paso entre los que intentaban dar con un buen lugar.

Se inclinó por una de las ventanas, para despedirse de sus padres y Sirius, que corrió una distancia considerable como Padfoot, detrás del tren, antes de detenerse por la falta de aliento, sentarse y ladrar hacia él.

No le fue difícil dar con el compartimiento que eligieron sus amigos, en especial porque uno de los gemelos fingía cerrarle el paso a un grupo de primer año, cobrándole la entrada con dulces baratos, mientras Hermione lo reprendía e intentaba apartarlo del camino, diciéndole a los más pequeños que no le hiciesen caso porque, según ella, estaba loco. Los niños se reían cuando lograron continuar la búsqueda de compartimientos; para entonces, la chica lidiaba con ambos gemelos, que se quejaban de quedarse sin dulces por su culpa, y Harry se escabulló dentro del compartimiento.

En el interior, Ron todavía batallaba para hacer encajar una pieza entre los puestos de los baúles, una especie de bolsa, y Pansy, de pie detrás de él, se ofrecía a pedirle a uno de sus elfos domésticos que lo hiciese en su lugar, pero, claro, era demasiado orgulloso para permitirlo. Ginny incluso se burlaba de su hermano y los vanos intentos de acomodarse. Más allá, Draco ya se había hecho con el puesto que tanto le gustaba, junto a la ventana, y Harry se sentó a un lado, regresándole a su conejo mágico, sólo para descubrir que este olisqueaba a su dueño y luego se subía a su regazo, acurrucándose. Ya que no quería moverlo, se dedicó a acariciarle entre las orejas.

Les llevó algunos minutos acomodarse por completo en el compartimiento, varias pláticas distintas a la vez no tardaron en llenar el lugar, los paisajes cambiaban al otro lado del cristal. Por experiencia de tres viajes más como aquel, sabía que debían ir, más o menos, a mitad de camino, cuando Pansy insistió en pedir un cuento de Draco, como si aún fuesen niños, y este fingió ignorarla, hasta que tuvo entre las manos una barra de chocolate de la señora del carrito que iba de arriba a abajo por el pasillo.

—Weasley, cierra la cortina —señaló sin precisión, Ron bufó, así que fue uno de los gemelos el que le hizo el favor de correr la tela y cubrir la puerta, para que nadie viese dentro del compartimiento. Draco se había puesto de pie en el centro, el chocolate ahora guardado en uno de sus bolsillos, y giraba sobre su eje, de manera que parecía recorrer a cada uno con la mirada y considerar un asunto "serio", al mismo tiempo que hacía una especie de conteo silencioso con los dedos.

—Anda —insistió la muchacha, con un puchero, balanceándose en el asiento. Él esbozó un amago de sonrisa y sacudió la cabeza.

—No se supone que deba decirles esto —empezó, haciendo gestos amplios con los brazos, con los que les pedía que hiciesen silencio.

—Me agrada cuando...

—...empieza como si fuesen un secreto —los gemelos intercambiaron una mirada y asintieron con sonrisas idénticas, inclinándose hacia adelante para prestar atención, cuando Pansy les chistó para callarlos.

—Es algo que se ha guardado por mucho, mucho tiempo —siguió, sólo cuando notó que tenía la completa atención del 'público'—, en un sitio no muy lejos de aquí, existía un emperador.

Este emperador era un hombre viejo, muy viejo, al que ya le costaba un poco respirar —simuló una respiración pesada e irregular, dificultosa, como si hubiese corrido una gran distancia e intentase recuperarse de inmediato—, y que tenía que andar lento —con una mano en la espalda, imitó el andar tambaleante de un anciano, arrancándole algunas risas al resto. Después se enderezó y chasqueó los dedos—. Era tan, pero tan viejo, que nadie se explicaba en el país cómo es que seguía vivo.

Era muy sencillo, en realidad: este emperador provenía de un largo linaje de magos, que mantenían ocultas sus habilidades a los ojos de los muggles, para evitar la envidia entre estos y los países vecinos. Al no haber tenido descendencia jamás, continuaba reinando, aun mucho después de lo que lo hubiese hecho un humano corriente en su posición.

El país que gobernaba era próspero, su gente muy feliz y agradecida con el emperador —aseguró, caminando hacia la ventana, a la que le dio la espalda para apoyarse en la superficie de esta—. Pero, aunque todo parecía muy bueno, él era un tipo solitario, que se pasaba los días encargándose de su pueblo y criando dragones miniatura, que a nadie le podía mostrar, sin revelar el uso de su magia.

Entonces, un día, al emperador se le ocurrió que alguien más tendría que existir que fuese como él, ¿cierto? Si su padre poseía magia, y el padre de este antes de él, y el de este otro incluso antes, era imposible que nadie más la tuviese. Así que investigó, investigó, investigó —con las manos, fingió revisar documentos y pasar de un pergamino a otro—, y cuando creyó dar con una zona mágica, envió un equipo hacia allí, que buscó, buscó, buscó —apoyó un pie en uno de los asientos, flexionando la pierna, y de un impulso, se subió a este. Caminó tambaleándose, saltando y trastabillando por detrás de Harry, Pansy y Ginny, apoyándose de a momentos en la pared del compartimiento, o en sus cabezas, y bajó con un salto al otro lado, una vez que alcanzó el extremo en el que estaba la puerta que daba al pasillo.

Cuando el equipo volvió con noticias, le hablaron de un lugar, en la parte más alta de una montaña, en que el sol tocaba el piso, y los rayos salían despedidos en todas direcciones —mientras hablaba, sacó un espejo del bolso de mano de Pansy, y lo acomodó en el ángulo exacto para que reflejase la luz de la ventana sobre ellos, moviéndolo para proyectarla hacia todos. Luego lo guardó y recapturó su atención con otro gesto amplio—, pero eso no fue lo mejor. No, no fue lo que les llamó la atención.

En esa montaña, no había casas, ni una comunidad, según decían los que vivían en los alrededores. Pero desde que comenzaba, había un camino de flores —explicó, comenzando a avanzar de un lado del compartimiento al contrario, con un pie frente al otro, en perfecto equilibro—; era largo y parecía antinatural que fuese tan recto de a ratos, y girase de improviso, e incluso se perdía, en algunas partes. El equipo del emperador, que eran tipos muy listos, siguieron las flores para ver qué había más allá —puntualizó, girándose al haber alcanzado, de nuevo, la ventana, en la que presionó las palmas, dándole la espalda.

Al otro lado del camino de flores, había una muchacha. Una chica preciosa, delicada como todos los capullos que se encontraron en el trayecto, con los ojos y cabello del mismo color de las flores, que le nacían en los pies descalzos, y caían por donde pasaba, dejadas atrás sin intención —de repente, se puso más serio, llevándose una mano a la barbilla, con aire pensativo—. Cuando el emperador supo de esto, les preguntó por esa muchacha especial que dejaba flores por donde caminaba.

Sucede que, aunque le invitaron a presentarse ante él, la muchacha tenía miedo, porque nunca había salido de su montaña; ella decía —aquí, prosiguió con un tono suave, una imitación de una voz de mujer, que a decir verdad, le salía mejor que a él con Trelawney—: "esto es todo lo que conozco y todo lo que amo, y espero que su señor lo entienda; si aun así, él quiere verme, que venga".

Claro que el emperador no podía abandonar su país —aclaró, de vuelta a su voz usual—, así que, al saber que no lograría ir a verla y ella no quería salir, envió al equipo de nuevo, esta vez, con regalos para la hermosa muchacha de las flores.

Aquel cortejo tomó años, incluso más de los que vivía un humano corriente, lo que le confirmó al emperador que debía tratarse de un ser mágico, como él. Cada mes, le enviaba algo diferente, algo único, algo que, pensaba el emperador, podía demostrar lo mucho que ansiaba conocerla y darle cabida en su vida.

Él le envió flores de todo tipo, de las que crecían en invernaderos de su castillo —al pasar frente a Pansy, se inclinó en una profunda reverencia, entregándole un ramo de flores imaginario, que ella pretendió tomar, y se rio—, y a cambio, ella le enviaba también flores, de pétalos que levitaban y cambiaban de color.

Él le envió libros de todo tipo, de los que guardaba en su biblioteca personal y a nadie más le daba —al pasar frente a Hermione, sujetó el libro que esta tenía en el regazo, fingió darle una ojeada, y luego lo regresó a donde estaba—, y a cambio, ella pedía a los del equipo pergamino y pluma, y le mandaba dibujos de lo que había en la montaña.

Él le envió dulces de todo tipo, los tradicionales del reino, los que le gustaban de su niñez —se detuvo frente a Ron, arrebatándole un par de golosinas. Cuando el chico hizo ademán de protestar, le metió uno a la boca sin cuidado, callándolo y haciendo reír a los demás Weasley del compartimiento. Después se comió otro, antes de hablar—, y a cambio, ella le mandó bayas comestibles, de las que siempre recogía al caminar por su bosque.

En una ocasión especial, el emperador le envió el que consideraba era el regalo entre regalos, el mejor que pudo haber ideado para ella —se paró junto al asiento un momento, para llamar a Lep con un gesto, y lo cargó entre sus brazos, acunándolo contra el pecho—: una criatura viva, que le hiciera compañía, que como ella, comiese, se moviese, y dejase flores a su paso. Era una criatura hecha de magia pura, que siempre la acompañaría y sería completamente suya, y eso, de cierto modo, era lo más lindo que alguien había hecho por ella —despacio, Draco puso una rodilla en el piso, frente a donde Harry estaba sentado, sobresaltándolo. Dejó a Lep de vuelta en su regazo y le sujetó las manos, para colocarlas sobre el pelaje terso del conejo, que enseguida cambió al negro y enredado en que se convertía por su contacto. Sentía que la cara le ardía cuando lo vio guiñar y ponerse de pie, más que dispuesto a proseguir con la historia; no habría sabido a qué atribuir su corazón desembocado, aunque lo intentase justificar en vano.

Pero fue la única vez que ella no le mandó nada a cambio —continuó, uniendo las manos por detrás de la espalda, ahora de pie en medio del compartimiento y frente a todos los demás—. Más que enojado, el emperador estaba triste. Muy triste. Con cada regalo, él creyó que establecían una conexión especial, que le abría las puertas a su mundo, que se conocían mejor, a pesar de que nunca se hubiesen visto. Al menos, él lo había hecho así, mostrándole todo lo que apreciaba y consideraba bueno en su reino, e incluso usando su propia magia para que no estuviese sola nunca más.

Y después de un tiempo, sin que el equipo, en su ir y venir, recibiese un tipo de respuesta, el emperador murió —agachó la cabeza, en un gesto de pésame. Habría jurado que escuchó a Pansy gimotear—. Él se fue a un mundo diferente, sin obtener una respuesta a su amor. Pero no crean que ese es el final de la historia —añadió de improviso, con una pequeña sonrisa.

Dice la leyenda que hubo una gran ceremonia, en la que el pueblo conmemoraría a su emperador, que reinó por muchísimo tiempo, con sabiduría, y no dejó ningún heredero que pudiese seguir sus pasos. Fue casi una fiesta, como él hubiese querido, porque se sentía mal de ver a llorar a alguien. Hubo música, muchos colores, decoraciones elegantes, y en medio de todo esto, un camino de flores aparecía, como salido de la nada —con las manos, trazó un sendero en el aire, que iba desde un lado del compartimiento al otro.

Eran las flores más hermosas que el pueblo hubiese visto alguna vez, de pétalos resplandecientes, que se sacudían a la más mínima brisa, de todos los colores posibles. Y pronto descubrieron que estas aparecían por donde pisaba una mujer, de aspecto igual de increíble, que cargaba a una criatura pequeña y vivaz entre los brazos —con un asentimiento, se enderezó.

Tal vez, cuando ella superó su miedo, ya era muy tarde para estar juntos, pero decidió darle un último regalo, algo que esperaba que él pudiese apreciar, allí a donde van las personas que amamos cuando las hemos perdido. Ella llenó de flores su palacio. De todas y cada una de las flores que le hubiese dado en vida, si hubiese tenido el valor de acercarse antes, y decirle que adoraba a la persona que había conocido, a través de esos intercambios.

Pero, de nuevo, ya era muy tarde para esto —los recorrió con la mirada uno a uno, como si buscase una reacción que le complaciera más que el resto—. Y esa es la historia del palacio de las flores, en el que año tras año, nacen nuevas especies, y siempre reinan buenos señores —finalizó, con una reverencia ligera.

Pansy tenía los ojos inundados de lágrimas cuando aplaudió. Hermione emitía un débil quejido, no tan lejos del llanto. Ginny tenía los labios entreabiertos, y los gemelos intercambiaban miradas extrañas, callados, de forma inusual. Ron, en cambio, arrugó la nariz.

—¿Por qué no puedes contar una historia normal y de final feliz? —preguntó, con cierto retintín en la voz. Draco giró la cabeza, con gesto altivo.

—Pans adora las historias de amor —indicó, pero Harry se percató, tras unos segundos, de que tenía los ojos puestos en él, a la espera de su reacción. Le sonrió.

—Es muy linda —admitió, en voz baja—; lástima que no terminan juntos.

—Mientras más se quieren, más probable es que no terminen juntos —se encogió de hombros—, eso dice Nym. Ella sí sabe de estas cosas.

—Oh, ¿no lo dirás...

—...por ti mismo? —los gemelos argumentaron, poniéndose de pie para rodearlo, de ese modo en que pretendían cuando querían acorralarlo respecto a un tema, en cuanto se recuperaron de lo que, quizás, era el aturdimiento.

—No sé de qué están hablando —Draco elevó el mentón e hizo ademán de volver a ocupar su asiento, pero ellos le sujetaron un brazo cada uno y lo dejaron inmovilizado donde estaba, sacándole un bufido.

—¿El pequeño dragón...

—...se ha enamorado? —el aludido rodó los ojos, ignorando la pregunta con maestría.

—Bueno, no es que sea una sorpresa...

—...porque siempre supimos que este día llegaría...

—...y que tendríamos que decirte...

—...que no es culpa de Harry no darse cuenta —asintieron con expresiones idénticas de entendimiento, pasándole los brazos por encima de los hombros, por lo que quedó atrapado en medio de ambos.

—¿Que yo no me doy cuenta de qué? —inquirió, ladeando la cabeza y frunciendo el ceño, al intentar entender de qué se perdía. Los gemelos emitieron suspiros dramáticos de resignación y zarandearon a Draco.

—¡A eso nos referimos! —exclamaron al unísono, con un fingido tono dolido, que se hizo real cuando protestaron porque él se escabulló fuera de su agarre y volvió a sentarse, haciendo oídos sordos del resto de insinuaciones, al menos, hasta que mencionaron la flor que le colgaba del cuello, en relación a la historia que se acababa de inventar.

—¿Qué flor? —cuestionó Hermione, inclinándose hacia adelante, como si buscase el objeto a simple vista.

—Draco tiene una flor en una bolita de cristal...

—...que combina con una que tiene nuestro Harry...

—...y obviamente no es casualidad...

—...no, claro que no lo es, Fred.

—Eso es algo que los dos sabemos, ¿verdad que sí, George? —de nuevo, asentimientos sincronizados.

Ante su mirada insistente, fue Harry el que se sacó el colgante con la flor de la promesa, que por lo general, no se quitaba más que para ducharse o dormir, y se lo enseñó. Pansy comenzó a darle una explicación detallada sobre el terrario de los Malfoy, la función de las promesas, y la tradición del inicio de la primavera en que los sangrepura se vestían de blanco y los adultos hacían un ritual. La muchacha le dirigió una mirada inquisitiva a los Weasley, que le contaron que su familia no hacía nada de esas cosas antiguas. Ambas parecían decepcionadas.

Harry se percató, aunque no lo mencionó, que Draco se negaba a quitarse su collar para mostrarlo.

0—


Cuando se organizaron en torno a los carruajes, notó que Draco se movía instintivamente hacia lo que tiraba de ellos, las criaturas invisibles, y palpaba una zona de aire, que era donde debía estar la cabeza o el cuello de una. Por la manera en que ladeaba la cabeza después, conteniendo la risa y con la nariz arrugada, supuso que el saludo le era devuelto.

Debió percatarse de que se había quedado rezagado del grupo, que ya ocupaba el carruaje, porque se giró en su dirección, dio un vistazo alrededor, y luego lo llamó a acercarse con una débil sonrisa. Harry vaciló un poco, antes de caminar hacia él.

—Nunca has tocado un thestral, ¿cierto? —en cuanto lo vio negar, le sujetó la mano y lo hizo levantar el brazo—. Ten cuidado, no te asustes, dicen que huelen el miedo, pero son muy amables en realidad.

Él quería, en serio quería, concentrarse en la textura irregular, fría, que tenía por debajo de la palma, pero su atención, inevitablemente, era desviada hacia el tacto de la mano que cubría la suya, y la expresión suave de Draco al utilizar la que le quedaba libre, para dar toquecitos a la misma altura, supuso que en uno de los costados del cuello largo.

—Me gustaría poder verlos también —comentó, dando un paso hacia un lado y acariciando la piel extraña que sentía, en donde no veía nada, sólo para tener una excusa para moverse y que lo soltase, o temía que se percatase de que, de pronto, las manos le sudaban y la boca se le secaba.

—Yo espero que nunca tengas que verlos, Harry —musitó él, concentrado en lo que debía ser la cabeza de la criatura mágica, que volvía a tocarlo, por el modo en que vio que se le aplastaba la mejilla y ladeaba el rostro, como si una presión le fuese ejercida allí.

Oírlo decir su nombre lo aturdió, aunque no supo por qué. Aturdido en el buen sentido, si es que existía alguno. Le llevó unos segundos notar por qué lo decía, y apenas atinó a emitir un "ah", sintiéndose terrible sólo por la insinuación.

Estaba a punto de decirle algo más, sin pensar bien en qué, eso estaba claro, cuando escuchó los llamados en el interior del carruaje y unos pasos que se acercaban, pisando sin cuidado las hojas regadas por el suelo. Le dijo a Ron, que lo esperaba adentro, que iba en un minuto, y se dio la vuelta, a tiempo, por mera casualidad, para encontrarse con una niña rubia que no tardó en reconocer como Luna Lovegood, cuando se paró a un lado de Draco, y sin saludar, comenzó a hablarle con esa voz suave que tenía, de un asunto que no comprendió.

Harry pensó que era un buen momento para indagar un poco sobre su parentesco y las sospechas de Pansy sobre el corresponsal, pero antes de que se diese cuenta de qué pasaba, tenían que subir a los carruajes porque era el último llamado que les harían, y los tres buscaban acomodarse entre los asientos. Draco estaba contestándole con unos términos complicados, de lo que creyó identificar como una de las materias optativas que no compartían, y no se percató de la mirada inquisitiva que Pansy le dirigía, o más bien, debió decidir ignorarla por completo, para desagrado de la muchacha, que los observó con los ojos convertidos en dos rendijas por largo rato, hasta que Hermione la distrajo, dando pie a una de sus pláticas infinitas, en las que apenas respiraba.

Ron le hizo una pregunta poco después y el asunto se le olvidó, en medio de las conversaciones del carruaje, que apenas podía contenerlos a todos.

Alcanzaron el banquete, a tiempo para ver la entrada de los de primer año, unas cosillas tan pequeñas que no podía creerse que ellos hubiesen sido de ese modo hasta hace poco, porque estaba convencido de no haber crecido mucho, pero tampoco recordaba ser así. Se dispersaron para ir hacia sus mesas y esperaron la agotadora Selección y el discurso que le seguía, antes de dar comienzo a lo que en verdad importaba a los estudiantes mayores: la comida. Al menos, por la expresión de fastidio y desesperación de Ron, que no dejaba de alternar la mirada entre la mesa de profesores, el banquete y él, desde el puesto de Hufflepuff, era lo que a ellos  les importaba.

Estaba más que satisfecho de empezar la cena cuando el director se puso de pie, con un gesto que sólo podía ser interpretado como que olvidó un detalle, probablemente a propósito, para efectos dramáticos, y se acercó a la parte de al frente, suscitando más de un quejido en aquellos que se lo tomaban lo bastante en serio como para detener su comida por escucharlo. Ni Harry, ni Ron, para el caso, estaban en ese grupo, por lo que recibió una ligera reprimenda de Pansy acerca de la falta de modales, a la que tampoco prestó mucha atención.

Entre bocado y bocado, escuchó a Dumbledore anunciar de un evento importante que tendría lugar ese año, un torneo, escuelas mágicas de otros países, y más asuntos que guardaba con un secretismo falso. Se percató de que Pansy enseguida comenzaba a hablar con otros Slytherin sobre las posibilidades que un intercambio escolar como ese pudiesen presentarle, mientras que Draco apartaba a su conejo del plato de salchichas, de forma distraída, porque tenía los ojos puestos en la mesa de los profesores.

—¿Sabes algo de eso? —preguntó, aunque una parte de él, la que llevaba aún el registro imaginario sobre su compañero, le advertía de que esa era una mirada de que sabía más de lo que aparentaba.

Le sonrió a medias, centrándose de inmediato en su conejo, al que reprendió con un susurro en francés.

—...tal vez —añadió luego, casi para sí mismo. Harry emitió un débil quejido.

—Me corrijo —puntualizó, señalándolo de una forma que pretendía ser acusatoria, con el tenedor, pero por alguna razón, a Draco pareció divertirle más de lo que le amenazaba—: ¿algo de lo que deba preocuparme?

Pero él sonrió más y no le respondió; Harry también sabía lo que aquello significaba.


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