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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo cuarenta y dos: De cuando Harry quiere una disculpa de Draco Malfoy

—...están demasiado inquietos —mencionó Harry, en voz baja.

Draco, junto a él, desvió la mirada hacia el final del pasillo, allí donde se tenía que doblar en la esquina para ir en dirección al ala de la enfermería. Los estudiantes no dejaban de amontonarse, se movían en grupos pequeños y otros más grandes, los susurros los acompañaban a todos, mezclándose, haciéndose inteligibles entre sí.

Decían que el Calamar Gigante se había llevado a alguien. Los profesores desmintieron el rumor, dando a entender que lo que fuese que el calamar tenía atrapado cuando salió a la superficie, si es que llevaba algo consigo, no era un estudiante. Aun así, el nerviosismo era palpable y el ambiente estaba tenso, a la espera de cualquier otro suceso.

Los Campeones estuvieron en la enfermería durante la hora de la cena, a pesar de que la información oficial brindada por Dumbledore, era que no necesitaban tantos cuidados porque nadie fue dañado de gravedad. Fuera de la enfermería, se hacían columnas para acercarse e intercambiar algunas palabras con ellos.

Cuando les pasaron por un lado, Draco había soltado un bufido.

—Te aseguro que no estarían tan interesados si fuese un Slytherin, o si Diggory no fuese tan guapo —comentó. Harry no quiso fijarse en el adjetivo que utilizó para describirlo, aunque, inevitablemente, frunció el ceño al oírlo. En parte, tenía razón y debía reconocérselo; la mayoría de los que aguardaban por un turno para acercarse, entre los estudiantes de Hogwarts, eran los Hufflepuff, o chicas. O chicas Hufflepuff.

Ellos tenían asuntos más importantes en los que centrarse, de todos modos. Mientras caminaban lejos del tumulto, bajo la excusa de que ya estuvieron por los alrededores de la enfermería ese mismo día en la tarde, el huevo que llevaban metido en uno de los maletines de piel de dragón, pesaba más en las manos de Harry, de lo que lo hacían los útiles escolares comunes. Draco mantenía a Lep entre los brazos, y de vez en cuando, susurraba contra su cabeza rubia platinada, como si estuviese dándole más instrucciones que él no alcanzaba a escuchar.

Pansy estaba en alguna parte del castillo, con Hermione, y cuando se desocupase, iría con Zabini. Era el momento perfecto, si no querían llamar la atención innecesaria.

Llegaron al segundo piso sin la más mínima complicación. Harry se asomó por las esquinas del corredor, comprobó que estaban solos a varios metros a la redonda, y le dio la señal. Draco fue el que abrió la puerta al baño sin hacer ruido y la dejó así, para que lo siguiese. Cerró con tanto cuidado como era capaz, y observó a su compañero aplicar unos encantamientos silenciadores a la entrada.

Acababa de agacharse y batallaba por sacar el huevo dorado, enrollado en un abrigo grueso, cuando escuchó el chillido de Myrtle, que brotó desde alguna cañería con un traqueteo, y levitó en círculos alrededor de ambos. Draco se encargó de saludarla y distraerla, al menos, hasta que toda la extensión del huevo dorado estuvo fuera, y el resplandor captó la mirada del fantasma, que fue hacia este e hizo ademán de sujetarlo, sin hacerlo en realidad.

—Oh, es otro de esos...

—¿Otro? —preguntó Harry, que lo presionaba un poco más hacia él, como si temiese que ella se los fuese a arrebatar. Por su expresión curiosa y la sonrisa extraña que le siguió, no era así.

—Ya saben, los de la prueba, los Campeones —explicó, oscilando en el aire con gestos teatrales, su tono era sugerente—. Él tenía uno, yo lo vi. Ese chico tan guapo...Cedric. Estuvo horas y horas, en el baño de Prefectos, las burbujas casi se acabaron...

—Lo metió al agua, ¿verdad? —intervino Draco. Myrtle sonrió más y flotó hacia él, invadiendo su espacio personal. Las manos de la niña fantasma se extendían hacia su cara, incapaz de acunarle el rostro, pero con la clara intención escrita en el gesto.

—Sí, así lo hizo.

—Jacint me dijo algo como eso —él volvió la cabeza, para apartarse de cualquier intento fallido de contacto, y le arrebató el huevo dorado de las manos a Harry. Lo vio cargarlo hacia uno de los lavabos; con un hechizo, cerró el ducto de la tubería, para que al abrir el grifo, el agua llenase el espacio igual que haría con una bañera.

Estaba mortalmente serio, lo que no era tan inusual, si lo pensaba bien. Lo que sí le resultaba raro, era que no dejase de restregarse la palma cada cierto tiempo, o incluso rascarla despacio, como si aplicase un grado determinado de fuerza y temiese arañarse a sí mismo. Harry aún no preguntaba al respecto, a pesar de que quería hacerlo; cuando lo intentó, horas atrás, sintió que boqueaba, y en verdad, el asunto con el calamar iba por delante en cuanto a las prioridades de ese día.

Draco le hizo una seña para que se acercase cuando cerró el grifo. Myrtle levitó cerca de ambos, inclinándose sobre sus cabezas, y los vio sumergir el huevo en el líquido.

—Ron dice que chilla si no lo abren bien —recordó, de pronto. Draco se llevó un dedo a la oreja, en una silenciosa explicación, y luego apuntó a la entrada. Claro, para algo eran los encantamientos.

—Ábrelo tú, yo lo sostengo ahí.

Harry asintió, pero vaciló un momento. Respiró profundo, metió las manos al lavabo a rebosar, y palpó el huevo, en busca de algún punto de abertura, un hueco, un tipo de cerradura. No tenía idea de cómo fue que consiguió abrirlo; lo siguiente que supo, era que la parte de arriba se separaba como si de los pétalos de una flor se tratasen, brillaba, la superficie del agua se transformaba ante el nuevo resplandor.

—Cedric estaba bajo el agua —añadió Myrtle, al notar que nada pasaba.

Draco emitió un débil sonido de exasperación y metió la cabeza al lavabo. Desde esa perspectiva, le recordaba a la imagen de los magos que usaban Pensaderos, y no pudo evitar reírse de la extraña escena que formaba en esa situación.

Levantó la cabeza unos instantes más tarde, empapado, escurriendo, e inhalando con fuerza. El chico sacudió la cabeza, lo que causó que algunas gotas salpicasen alrededor y mechones se le pegasen a la frente y la sien.

—¿Qué decía? —preguntó Harry, en un susurro, a pesar de que era consciente que el encantamiento de silencio impedía que alguien más que la niña fantasmal supiese lo que ocurría en ese baño.

—¿Por qué no metes la cabeza ahí y lo escuchas por ti mismo? —Draco estaba malhumorado. Era otro tema que surgió en las últimas horas, desde que no dejaba de restregarse la palma ni se quedaba quieto. Bufó y se echó el cabello hacia atrás, con un barrido de la mano que no tenía nada inusual—. Es una tontería, habla sólo de la prueba. Donde nuestras voces suenan, bla, bla, bla, nos hemos llevado lo que más valoras, ya sabes, las parejas y familiares de los Campeones. No es nada que no sepamos ya.

—Bueno, lo que los centauros dijeron...

—A la mierda con los centauros.

Harry abrió los ojos de sobremanera y sintió que el aire se le quedaba atascado en la garganta. Era la primera vez que lo oía hablar así. Draco, con el ceño fruncido, se restregaba la mano con desesperación y no dejaba de moverse en el sitio en que estaba parado, hasta que soltó un vago sonido de exasperación, seguido de un quejido siseante. Le recordó al ruido de alguien que se quemaba.

Apenas le dio tiempo de notar el rastro rojizo, la línea que se abría en la piel de su palma, antes de que el otro chico hubiese flexionado el brazo hacia sí y cerrado los dedos, para ocultarlo.

—Cierra esa estúpida cosa, no nos va a ayudar en nada.

—¿Estás bien? —hizo lo que le dijo y sacó el huevo, dejándolo escurrir sobre la cerámica del suelo, para no mojar demasiado el abrigo que extrajeron del barco. Ni siquiera tenía idea de cómo planeaban llevarlo de regreso allí dentro, y no quería imaginarse si lo dañaban.

—Sí, maldita sea, ¿cómo más voy a es...? —el sonido de protesta, ahogado, se repitió. Draco apretó la mandíbula para contener un quejido y se arañó más la palma.

Fue como si una alarma se hubiese encendido dentro de la cabeza de Harry, que dejó el huevo sobre el abrigo, en un lavabo seco, y se aproximó hacia él, despacio.

—¿Dra...?

Sólo fue capaz de estirar las manos. En un parpadeo, Draco se apartaba de cualquier posibilidad de contacto, mascullaba, y presionaba su mano, cerrada en puño, con la otra. Los nudillos se le ponían más blancos de lo que era usual, a causa de la fuerza que ejercía.

—Hay que esconderlo —instruyó después, sin mirarlo—, y tengo que ir con Severus. O con Jacint.

—¿Puedo hacer a...?

Puedes esconderlo —lo interrumpió, quizás con más brusquedad de la que pretendía, porque dio una profunda inhalación después y sacudió la cabeza. En cuestión de unos segundos, había recogido su maletín, barrió el piso con el pie, para sacar de su camino a Lep, que olisqueaba el aire y tironeaba de su pantalón, y antes de que se diese cuenta de lo que pasaba, Harry estaba solo, con el conejo, la niña fantasma y un huevo de dragón falso, en el baño en desuso. Y no tenía idea de lo que acababa de ocurrir.

—¿Siempre es así? —Myrtle sonaba como si lo lamentase. Él negó varias veces, lento, aturdido—. Entonces algo debe pasarle, pobrecito.

, pensó Harry, algo pasaba. Sólo que no sabía qué.

—0—

Quien se acercó al barco más tarde, sin embargo, fue el mismo Harry. Recorrió el trayecto desde el castillo hasta el hospedaje temporal del otro colegio, vacilante, diciéndose que aquella era una mala idea y que, muy probablemente, tendría razones para arrepentirse después. Al fin y al cabo, no tenía por qué hacer lo que pedía.

Lep lo seguía desde que ocultó el huevo, de vuelta en el maletín, en el baño del segundo piso. Correteaba a cuatro patas cerca de sus pies, daba vueltas alrededor de él, saltó por las escaleras móviles, y no dejaba de olisquear. En cierto punto, cerca de la salida de Hogwarts, se detuvo en seco, se irguió y miró en una dirección por un rato, hasta que el chico lo llamó tres veces, por lo que reaccionó y continuó detrás de él. Harry no sabía por qué lo hacía.

Subió por la plataforma que utilizaron en la tarde, se encogió ante las miradas que recibió en cubierta, ahora llena de estudiantes mayores en grupos dispersos y pequeños, que conversaban entre ellos. No entendió nada de lo que decían alrededor de él, pero supuso, acertadamente, que algunos comentarios incluían al chico de Slytherin que andaba entre ellos, cabizbajo y abrazando su maletín, como si llevase un tesoro dentro.

Por suerte, en aquella oportunidad, no tuvo que ir hasta el pasillo de las habitaciones y arriesgarse a que la persona equivocada lo atrapase y le diese el castigo que sí debía merecer quien se colase así en aquel lugar, porque Jacint estaba sobre el camarote principal, apoyado en el barandal, con la atención dividida entre los conjuntos de estudiantes que malgastaban sus horas libres y el cigarrillo que sostenía en medio de dos dedos.

Harry se detuvo donde supuso que estaría dentro de su campo de visión, agitó una mano en el aire para atraer su atención hacia él, y alzó el maletín tanto como pudo, para mostrárselo, tan pronto como se percató de que el mago notaba su presencia. Jacint se apartó de la barandilla, hizo desaparecer el cigarrillo, y caminó, con calma, hacia las escaleras y por la cubierta. Cualquiera diría que se trataba de un invitado del asistente de Durmstrang, por la manera en que lo saludó con un cabeceo, sujetó el maletín que le ofrecía por el asa, y le indicó que lo siguiese.

El chico se apresuró a ir detrás de él, luego de haberse agachado para recoger al conejo mágico en brazos, porque no quería dejarlo en medio de unos estudiantes que desconocía. Draco no se lo perdonaría, cuando hubiese vuelto en sí, fuese lo que fuese que lo alteraba ahora.

En lugar de deslizarse hacia el corredor de los cuartos de estudiantes, Jacint abrió la puerta contigua, la del camarote principal, y lo hizo pasar a una habitación opulenta con sillones cubiertos de pieles de criaturas mágicas que no conocía, una colección de varitas, y algunas placas con el nombre del director del colegio extranjero, lo que le dio a entender que se trataba del despacho, o en su defecto, el área de descanso de Karkaroff. No estaba seguro de que fuese bueno para él estar ahí.

—¿Necesitas esto hoy mismo? —al encontrarse solos, a puertas cerradas, Jacint elevó el maletín para que comprendiese el punto. Harry negó.

—Es fin de semana —recordó, en tono de obviedad, pero el otro se encogió de hombros, como si no viese diferencia alguna.

—Te lo mandaré con un elfo mañana por la noche —aclaró, en un murmullo—, necesito tiempo, hay muchos estudiantes ahora. Sus cuartos no dejan que los elfos entren.

Harry se preguntó, entonces, quién o qué limpiaba por ellos, pero el hombre estaba serio y no dejaba de dar vistazos por la única ventana del recinto, así que supuso que no era el momento de atacarlo con dudas inútiles.

Sólo cuando el mago rodeó el escritorio inmenso del fondo y se apoyó contra uno de los bordes, todavía de pie, pareció fijarse en verdad en él. Y en el conejo que llevaba en brazos, por supuesto. Jacint arrugó el entrecejo al apuntar a Lep.

—¿Te lo dejó?

—Más bien, no se lo llevó con él —explicó, sin darle importancia. No sería la primera vez que cuidaba de Leporis, en lugar de su dueño.

Para Jacint, en cambio, debió ser algún tipo de señal, porque se apartó del escritorio y volvió a enderezarse de inmediato, con una maldición que no se molestó en disimular a causa de su presencia.

—Dime que está en la Sala Común o la biblioteca.

La expresión confusa de Harry tuvo que ser toda la respuesta que necesitaba, porque llevó a cabo un giro sutil de muñeca, que deslizaba la varita fuera de su manga, hacia la palma. Y por fin él pudo comprender de dónde había salido el gesto de Draco, mientras el hombre apartaba los artículos de la mesa y golpeaba la punta de la varita contra esta. Enseguida, una proyección en colores pálidos de un mapa se extendió frente a sus ojos.

—Oh, perfecto —escupió, con un tono que dejaba en claro que era justo lo opuesto—, ¿quién es Filch?

—0—

Llegaron justo cuando el conserje, en medio de su diatriba histérica, entregaba a Draco a Severus Snape, a mitad del patio, frente a una parte de la población estudiantil de tres colegios mágicos de Europa. Lo que sea que hubiese dicho, perdió importancia ante el principal hecho: se lo encontró en los alrededores del Lago Negro, donde ahora estaba una barrera de impedimento mágica, para protección de los residentes permanentes y temporales del castillo.

Draco le sostuvo la mirada a su irritado padrino, conforme las palabras del conserje se desviaban del tema que le concernía, y la máscara de indiferencia Malfoy fue una capa perfecta y realista sobre su rostro pálido. Ni siquiera la amenaza de un castigo ni el agresivo zarandeo que le dio, pudo cambiarlo.

Harry, que se olvidó de lo que lo llevó al barco de Durmstrang en primer lugar, lo recordó al percatarse de que el chico, a pesar de la aparente imperturbabilidad, no dejaba de restregarse la palma con ahínco. Jacint, junto a él, se abstuvo de intervenir.

Snape sujetó el brazo de su ahijado y lo jaló, y juntos, se movieron en dirección a la entrada del castillo. Y hacia ellos, para ser más específicos.

Harry no tuvo ninguna posibilidad de esquivarlo. Hizo el intento de apartarse del camino, pero en un parpadeo, era arrastrado por el firme agarre en la parte de atrás del cuello de su camisa, y quedaba atrapado por el profesor, en el lado opuesto al de Draco, que seguía agarrado por él.

—Jacint Parkinson —siseó al mago mayor, que se encogió, igual que lo hacían ellos en presencia de un adulto que lo acusaba de algo completamente cierto—, quiero una explicación.

—Bueno, Severus, sabes que...—Jacint esbozó un amago de sonrisa, que no le ganó el favor del profesor, y desvió la mirada hacia el suelo un instante después.

—A- mi- oficina- todos —ordenó Snape, con una pausa considerable en medio de cada palabra. Y sin pedir opinión, Harry y Draco fueron arrastrados por el agarre casi doloroso del mago, en su cuello y brazo, respectivamente. Jacint caminó unos pasos por detrás de ellos, convertido en la imagen misma de la docilidad.

Recorrer medio Hogwarts llevado por el profesor más temido, suscitaba tantos murmullos como la situación misma de los Campeones, y Harry lo pudo comprobar a medida que avanzaban por los corredores y estudiantes de los tres colegios presentes se quedaban viéndolos, para después darles la espalda y comenzar a hablar entre ellos. Al pasar por la entrada al Gran Comedor, se percató de la mirada atenta e inquisitiva de Hermione, en un grupo de Ravenclaw que incluía a Luna Lovegood, más despistada y sin darse cuenta de su presencia cercana a ellas.

Bajaron a las mazmorras sin un solo obstáculo. Algunos Slytherin que deambulaban se hicieron a un lado, entre saludos corteses al Jefe de la Casa, y miradas lastimeras a los chicos, en especial a Harry, que pedía auxilio en silencio cuando pasaron junto a la Sala Común, Zabini y las Greengrass.

Severus prácticamente los arrojó dentro del aula de pociones, le cedió el paso a Jacint, y cerró la puerta con magia sin varita detrás de ellos. Cruzó el salón sin decir una palabra, la entrada secreta en el otro lado se abría por sí misma ante la cercana imposición del profesor. Fue hasta su escritorio, lo rodeó, tomó asiento, y con una mirada punzante que prometía más que un simple castigo de limpieza de calderos a mano, hizo que los tres se aproximasen.

Incluso Jacint se sentó en uno de los puestos reservados para los estudiantes en problemas. Viéndolos a los tres juntos, hombro con hombro, evitando observar directo al profesor, ni siquiera serían tan diferentes si no fuese por el obvio detalle de que el mago ya no era un niño. Al menos, no frente a otras personas. A Harry se le pasó por la cabeza, de forma vaga, que era una consecuencia que Snape despertaba al atemorizar a adultos y jóvenes por igual, y habría jurado que el hombre fue consciente de su idea, porque le dirigió una mirada aún más desagradable que la que tuvo cuando los recibió allí.

—¿Quién va a ser el que me explique lo que está pasando aquí? —comenzó, con ese susurro contenido que era cien, no, mil veces peor que si hubiese gritado.

El silencio recibió aquella cuestión y les permitió procesarla durante un largo rato. Sólo se escuchaba un leve, lejano, borboteo de líquido, y las uñas de Draco contra la piel de su palma, incesantes.

—No es nuestra culpa que el Calamar se haya vuelto loco —espetó Draco, de pronto, en tono mordaz que sólo vaciló cuando el hombre estrechó los ojos hacia él—, es la verdad, ¿qué más quiere que le diga?

—Sé que no son ustedes dos quienes pusieron al Calamar en ese estado —aquella declaración, dicha con mayor tacto, relajó el cuerpo que tenía a un lado. De reojo, Harry vio que Draco también suavizaba la expresión irritada, sólo un poco—, así como sé que tienen algo que ver, o piensan hacer algo al respecto, o tienen alguna idea de lo que pasa y por qué, que no van a compartir con el resto de los profesores. Y como también sé que estuvieron en el barco de Durmstrang, en el Bosque Prohibido y cerca del Lago Negro, en la misma tarde, y que alguien —lanzó una mirada amenazante hacia Jacint, que permanecía callado—, utilizó un hechizo localizador en mi ahijado, que se extendió por todo el castillo.

Tres de los ocupantes de la oficina se encogieron por la certeza de las acusaciones, dos de ellos estudiantes, el otro no.

—¿Usaste un qué? —soltó Draco después de un instante de silencio, ladeando la cabeza para llegar a ver al mago adulto, porque Harry estaba sentado en medio de ambos.

Jacint mostró una media sonrisa de culpabilidad.

—También se lo puse a Pansy y Harry —comentó, para aligerar la tensión. El último mencionado fue el que se giró entonces, boquiabierto.

—¿Disculpa?

Un exasperado resoplido de Snape, que advertía que no era uno de sus días de infinita paciencia —si es que estos no eran más que un mito de los Sly de séptimo—, causó que los tres volviesen la atención hacia él, por segunda vez.

—No es para tanto, yo he tenido hechizos de rastreo sobre Draco desde el año pasado —Harry percibió, más de lo que vio, la tensión que se acumulaba en su compañero, en la silla contigua—; otro día hablaremos sobre esas incursiones nocturnas. Lo que me interesa ahora es una explicación de la situación, dentro de la situación —la frase era extraña; Snape debía saberlo, porque aguardó, con su expresión en blanco—. Lo que pasa, díganme lo que pasa y que ellos no notan todavía.

Harry miró a uno y al otro, en busca de alguna señal. Más allá de las palabras de los centauros, él no sabía lo que se suponía que pasaba, así que decidió comenzar por ahí, y después de una bocanada de aire, le soltó lo poco que conocía al respecto. Snape, como de costumbre, escuchó en silencio, inmutable, con los codos en el borde del escritorio y la barbilla contra los dedos de las manos entrelazadas.

—Bien —por supuesto que no pensaba que estuviese 'bien', su voz se había convertido en el siseo de una serpiente, a punto de atacar a la menor provocación. Y a decir verdad, Harry no tenía ganas de estar del lado equivocado de los colmillos que estaban por mostrarse—. Todavía los espero a ustedes dos, adelante.

—Me di cuenta —le siguió Jacint, en voz baja y suave. Se le ocurrió que sólo lo había visto hablar así en presencia de la señora Parkinson, y en ocasiones, de su hermana menor—, ya sabe, y pensé en investigar un poco sobre...

Snape lo calló con un gesto.

—Hablaremos de eso en otro momento —lo cortó, al darse cuenta de lo que fuese que significaba. Hubo un intercambio de miradas y asentimientos, del que ninguno de los dos adolescentes fue partícipe directo. Luego su completa atención se centró en Draco, que ahora se removía en el asiento, indeciso entre cruzar los tobillos o estirar las piernas, y tenía un nuevo rastro de sangre en la palma—. ¿Y tú qué?

Él lo ignoró con maestría. Harry, que no podía dejar de ver la línea rojiza que le surcaba la piel, se estiró para sujetarle la muñeca y detener el movimiento compulsivo. Tuvo que apartarse enseguida, con un sobresalto.

La piel de Draco ardía, justo después de la muñeca y en la mano, a pesar de que no mostraba signos de fiebre, como el tono rojizo que le habría cubierto el rostro, de ser ese el caso.

—Profesor —llamó, decidido a que aquello tenía que ser frenado, sí o sí, aunque no tuviese idea de cómo se lograría—, algo extraño está molestando a Draco desde que pasó lo de la Segunda Prueba.

Snape le dirigió una mirada larga y concienzuda, que por una vez, no lo hizo apartar la suya, porque sabía que aquel era un asunto tan importante como cualquier otro. Después se volvió hacia su ahijado, y aunque la expresión era la misma, algo en sus ojos oscuros se ablandó. Apenas.

—¿De nuevo? —Draco asintió, con los labios apretados. El profesor pareció considerar el asunto por un instante, dedicándole otro vistazo a Harry, para después menear la cabeza y extender el brazo sobre el escritorio.

Draco se zafó de su agarre, y como impulsado por un resorte, se puso de pie y le ofreció la mano arañada. Su padrino le agarró la muñeca y lo hizo recargarse sobre la mesa. Al contacto con los dedos del mago, la piel osciló, igual que el agua de un estanque cuando se generan ondas de movimientos extraños, y reveló una mancha plateada, que no consiguió identificar.

Harry estaba rígido, mientras veía al hombre rociar una cantidad mínima de polvo sobre la mancha, untar una crema sin color ni aroma, y recubrirlo con glamour. No encontraba su propia voz para hacer las preguntas que se le arremolinaban en la cabeza.

A pesar de que no era el momento, ni el lugar, cuando vio que Draco volvía a tomar asiento y ya no estaba desesperado ni lastimándose a sí mismo, más allá del umbral del alivio, una emoción muy distinta empezó a bullir dentro de su pecho, y sólo pudo entrecerrar los ojos, frunciéndole el ceño.

—0—

—...no voy a ir a ningún lado contigo, Draco.

Estaba seguro de que era la primera vez que le decía algo semejante. No porque lo recordase con exactitud en ese instante, sino, más bien, por la manera en que la expresión de Draco se contrajo cuando lo escuchó, y gesticuló en vano, sin palabras.

Había anochecido ya. El dormitorio de cuarto en Slytherin estaba vacío, a excepción de ellos dos; después de la visita a Snape, que no le aclaró nada y finalizó cuando el profesor los envió afuera para discutir otro tema con Jacint, volvieron a la Sala Común y Draco se encerró en el otro lado del dosel, con un encantamiento, mientras Harry y Lep, que todavía lo perseguía por todo el castillo, se quedaban afuera, igual de confundidos.

Y él no quería sentirse así. Esa era la verdad, la razón de que estuviese cruzado de brazos, y que después de que todos se hubiesen ido a dormir, y Draco se hubiese asomado por una orilla de su dosel para decirle que lo acompañase afuera, se negase en rotundo.

Él debía ser más importante que eso, ¿no era cierto? Él tendría que saber, él tendría que poder entender los extraños intercambios que se daban entre su compañero y el profesor de pociones o el rompe-maldiciones. Podía entender que Draco no fuese abierto con algunos temas, pero si se metía en problemas o le afectaba, quería ayudarlo.

¿Por qué, no sólo sus emociones referentes a Draco, sino también sus pensamientos, lo hacían sentir que estaba desorientado, que el camino que buscaba no existía, que la falta de estabilidad lo sofocaba?

¿Por qué, un día, Draco era el que lo guiaba, se reía, y lo invitaba a bailar, y en un momento, podía convertirse en esa persona que siempre ocultaba algo, hasta que era imposible que lo hiciese por más tiempo?

Harry sentía que se tambaleaba, en el intento, sin éxito, de dar con un punto medio que le dejase entrar a ese mundo que Draco tenía más allá de las barreras. A donde ni siquiera él, con todos esos años, llegaba. A donde, muy probablemente, nadie lo hiciese, ni los que creían que sí.

Era insoportable.

Lo era porque Harry le hacía preguntas tontas, le contaba sobre los Merodeadores, le compartía lo que pensaba. La capa de invisibilidad, el Mapa, sus amigos, la atención de su madre cuando pasaba por la casa, porque la señora Malfoy no estaba para quedarse con él en la Mansión.

¿Qué era lo que aún no le había dado?

¿Qué era lo que le faltaba?

¿Qué se necesitaba para que, de una vez por todas, Draco dejase de guardar secretos, de tenerlo para cuando necesitase de alguien, de llevarlo de un lado al otro?

Harry lo acompañaba, lo ayudaba. ¿Cuándo no lo hizo? ¿Con qué no lo hizo?

En retrospectiva, parecía que desde el preciso instante en que halló al niño con la varita de prácticas, que estaba junto a los nuevos vecinos, sólo eran incógnitas lo que rodeaba Draco. Incógnitas y problemas, y de algún modo, él había conseguido resolver la mayoría. Era lo que quería creer, al menos.

Draco todavía tenía el descaro de lucir confundido cuando se rehusaba.

—¿No? —repitió, con un hilo de voz, como si la palabra le fuese desconocida. Y tal vez no fuese tan literal, pero sí se tratase de ello, porque a Harry no se le había ocurrido negarle nada; lo reprendía, intentaba corregirlo, lo guiaba, o se resignaba. No se negaba.

Quizás estaba bien que lo hiciese por una vez. O que empezase a hacerlo, a partir de ese punto.

—No —insistió, en un tono firme que incluso a él lo sorprendió, porque hasta entonces, no fue consciente del todo de que la emoción que le hacía hervir la sangre era la única que podía expresarse de ese modo. Y lo necesitaba, vaya que lo necesitaba—, no voy a ningún lado. No quiero ir contigo, Draco.

Draco parpadeó. Separó los labios, como si fuese a replicar, pero se limitó a soltar una exhalación imprecisa.

—¿Por qué? —murmuró, cuidadoso, medido.

Pero Harry no estaba para sutilezas, y sin darse cuenta, estalló. Se puso de pie de forma tan rápida y brusca, que el otro chico tuvo que apartarse unos pasos para que no chocasen. Cuando se tambaleó, y Draco lo sujetó del brazo para ayudarlo, se sacudió para que lo soltase, como si le quemase.

Porque lo hacía. Draco lo iba a volver loco, en todos los sentidos que existían.

—¿Por qué? —siseó entre dientes— ¿ahora quieres saber por qué? ¿Por qué crees que es, Draco?

Él dio un precavido vistazo alrededor. La cortina de Nott estaba cerrada, él debía dormir o haber colocado un encantamiento. La puerta del dormitorio también estaba cerrada.

¿Era en serio?

Harry soltó un sonido incomprensible de pura frustración y le gritó algo que ni siquiera recordaría después. Cuando se aproximó, Draco trastabilló hacia atrás, ojos muy abiertos y muy, muy grises, buscando alguna explicación a la que sostenerse en su mirada. Harry aprovechó el instante de desequilibrio para empujarlo; Draco cayó con un ruido sordo, sin que tuviese que hacer más, a causa de la sorpresa.

Ahora lo miraba desde abajo, sin comprender, y se sentía bien que, por primera vez, no fuese él quien estaba perdido cuando se trataba de los dos.

Draco lo había dominado todo desde el momento en que llegó. Sus juegos de la niñez, sus días de verano, el tiempo que pasaba con su padre, las actividades que lo entretenían, lo que decidía, lo que quería, incluso la maldita Casa a la que fue.

Él sabía que, sin Draco, jamás se le hubiese pasado por la cabeza ir a Slytherin. Quizás, si el Sombrero hubiese sido lo bastante insistente, lo habría considerado en su momento, pero no; él habría ido a Gryffindor, igual que sus padres, igual que su padrino. Igual que todas aquellas personas que le importaron antes de que Draco llegase a apoderarse de cuanto le concernía.

Pasaría tardes completas con Ron, sin importar que tuviese que ir hasta el sótano con los Hufflepuff. Visitaría la casa de Sirius y Remus, aceptaría las propuestas de viaje de James. Por Merlín, si no fuese por Draco, hasta era posible que estuviese interesado en la mayor de las Greengrass.

Si no fuese por él, no tendría ese peso opresivo en el pecho.

Si no fuese por él, respirar sería más sencillo.

Si no fuese por él, tantas cosas serían diferentes, que era complicado el sólo hacerse a la idea.

—¿Harry?

No era justo que ahora lo llamase con ese tono contrariado. No era justo que tuviese el impulso de ceder. Tampoco lo era el nudo que se le formaba en la garganta al verlo ahí, sentado en el suelo, alarmado, lanzándole una mirada inquisitiva y silenciosa.

Porque el muy idiota no podía darse cuenta de aquellas cosas que en verdad le importaban.

—Eres- un idiota, Draco Malfoy.

La voz le tembló. Ambos lo notaron. Draco acababa de hacer ademán de ponerse de pie, pero Harry recogió una de las almohadas de su cama y lanzó un golpe al aire, que sólo después de un momento, notó que le dio en el hombro y lo envió de vuelta hacia abajo.

—¡Eres un idiota! —estalló, golpe tras golpe, entre cada palabra. Hendía más el aire de lo que le hacía daño, no pretendía causárselo, no pensaba en ese instante; sólo quería algo, algo que ni siquiera sabía qué era, pero que sentía que era Draco quien debía ofrecérselo, y al no hacerlo, la ira era la única emoción que podía manejar en ese abismo interminable que amenazaba con tragarlo— ¡desconsiderado, egoísta, mimado, cretino, estúpido! ¡Todo lo que haces, lo haces por ti, lo único que piensas es en ti! ¡Tenemos que hacer lo que digas, tenemos que hacer lo que quieres! ¡Idiota, idiota niño mimado, consentido, egocéntrico...! ¡Nada más te importa! ¡Nadie más!

—¿Harry? Espe- cálmate un momento...

—¡No me quiero calmar, no me da la gana de calmarme! ¡¿Por qué tengo que hacer lo que tú dices?! ¡Desde el primer momento, quise ser tu amigo y tuve que hacer todo lo que tú querías! ¡Pansy tiene que hacer lo que tú quieres! ¡Eres horrible! ¡Eres de lo peor! ¡No te soporto! ¡Estoy harto, Draco Malfoy, harto de ti, de tus tonterías, de que no me digas nada nunca cuando yo sólo te quiero ayudar!

—Harry, ya cal...

—¡NO ME CALMO! —Uno de los golpes de la almohada le asestó en la cabeza, y se percató de que Draco se removía, en un vano intento de apartarse, con los brazos levantados para hacer de escudo. Lep correteaba en torno a ellos, tirando de sus pantalones, sin llamar la atención de ninguno— ¡pensé que, si hacía lo que tú querías, seríamos amigos! ¡Quería tanto ser tu amigo y ya no sé ni por qué, si eres tan...agh! ¡Si sólo piensas en ti, si siempre has sido así! ¡Yo tengo que acoplarme a ti, y tú no haces nada por mí! ¡Todos los problemas que he tenido, han sido por ti! ¡Tú, tú, tú, es tu culpa! ¡Es tu culpa que esté así, pero no lo sabes, porque ni siquiera te has molestado en notar nada, en fijarte en nada, en decirme nada...!

De pronto, era detenido por un agarre firme en las muñecas. Dedos fríos, delgados, conocidos, le impedían continuar golpeándolo con la almohada.

Harry no sabía cómo, pero de algún modo, terminó de rodillas en el suelo, cerca de él. Draco tenía una pierna aprisionada entre las suyas, todavía sentado, y ejercía una débil y precisa fuerza en su línea de pulso, para que soltase la almohada. Él la dejó caer.

Jadeaba, el ardor en las mejillas y orejas eran la clara señal de que, tarde o temprano, comprendería lo que dijo en su arrebato y querría volver el tiempo atrás para impedirlo. De momento, lo que más le importaba era que la ira se convertía en una sensación amarga en el fondo de su garganta, una presión asfixiante en el pecho, y esos ojos muy, muy grises, hacían que el resto del mundo dejase de existir.

Quería ese algo aún. Un consuelo, un tranquilizador, sedante para el cúmulo sin nombre —porque no podía darle nombre, estaría perdido si lo hacía— que no dejaba de crecer, que lo enloquecía, que se volvía más presente, intenso, testarudo, con cada día, cada minuto, cada jodido segundo que pasaba, y él era incapaz de frenarlo.

No lo entendía, y lo confundía. Quería que se detuviese, pero no tanto como a ese algo desconocido, que no encontró hasta que la suave voz que, muy a su pesar, era su favorita, soltó un:

—Lo siento.

Harry parpadeó, como sacado de un sueño. Despacio, Draco bajó sus brazos, los dedos todavía cerrados en torno a sus muñecas.

—¿Qué? —musitó, o más bien, balbuceó. Estaba convencido de que acababa de oír mal.

No despegaban la mirada de los ojos del otro. Nada más importaba. Nada más existía.

—Dije que lo siento —luego Draco esbozaba esa sonrisa ladeada que los metía en problemas. Harry sabía —sentía, negándose a reconocerlo incluso— que él  se estaba metiendo en problemas. En otro tipo de problemas.

Harry boqueó. Y de repente, dejaba caer los hombros, no porque la sensación amarga se hubiese esfumado, sino porque la sorpresiva oleada de paz, la tempestad de emociones que desataron unas sencillas palabras en él, era suficiente para marearlo con realizaciones que no quería tener aún.

—Te- te acabas de disculpar —volvió a balbucear, incrédulo. Draco ensanchó un poco su sonrisa.

Merlín. Podría vivir sólo de esa vista, de cerca, de los ojos grises, la sonrisa ladeada.

El pensamiento hizo que se apartase de golpe. Al echarse hacia atrás, perdió el equilibrio y cayó sentado, con un quejido vago. Draco no le había soltado las muñecas.

—Te disculpaste —insistió, frenético—, tú no te disculpas. Tú nunca te disculpas.

—No —concedió él, con suavidad—, nunca lo hago.

—Pero lo hiciste. Lo acabas de hacer.

—Lo acabo de hacer —Draco asintió, despacio. Lejos de estar irritado por el arrebato, confundido, su expresión era de espera paciente, de cariñosa calma, y a Harry se le hizo difícil hilar un solo pensamiento coherente bajo esa mirada, más aún abrir la boca y recordarse que tenía voz propia, la habilidad de hablar.

—¿Por qué?

Harry no podía dejar de boquear entre frase y frase. El agarre de Draco, ahora, transmitía una oleada de inusual tranquilidad, desde el punto exacto en que lo tocaba.

Y ese algo que anhelaba estaba ahí.

En los ojos que no miraban nada, ni a nadie, más que a él, en la oportunidad que le daba de hablar, en el aguardar que se recuperase, en la cercanía cálida y familiar, en las manos que le sostenían las suyas. En la voz tersa que inundaba el cuarto vacío, en los sentimientos que nacían en algún lugar de su pecho y se extendían, y eran oleadas agradables. No sabía en qué exactamente, sólo que estaba ahí. Que estaba dispuesto, fuese lo que fuese, para él. Por fin.

—Porque- —Draco hizo una breve pausa, en que pareció considerar mejor sus palabras. Sacudió la cabeza, miró hacia otro lado, y luego volvió a fijarse en él. Sus ojos eran transparentes en la expresividad, las emociones fluían detrás de ellos, con la misma facilidad, la naturalidad, con que lo estaban haciendo dentro de Harry, estremeciéndolo— porque  te lo mereces. Porque te lo debía. Y porque, aunque esta sea una de las pocas veces que lo oigas —la sonrisa traviesa estaba de vuelta. Harry resopló—, quise hacerlo.

Draco Malfoy quiso disculparse con él.

Recién caía en cuenta de que le soltó tantas acusaciones, que ni siquiera estaba seguro de a cuál se refería con esas palabras. Al menos, no lo sabía de forma explícita. En el fondo, muy dentro de él, lo reconocía. Lo sentía. Lo comprendía.

Y es que, a pesar de todo, si había alguien que pudiese entender a ese cretino que tenía al frente, ese debía ser Harry, que soltó una risa ahogada en ese momento.

—Dilo otra vez —pidió, en un susurro. Draco elevó las cejas, pero no se negó.

—Lo siento.

—Otra —Harry volvió a reír cuando lo vio rodar los ojos.

—Lo siento.

—¿Una más?

Draco también se rio, esa vez.

—Lo siento, Harry.

Oh. ¿Habría notado la manera en que se estremeció de pies a cabeza?

—¿Por- por qué lo sientes? —se obligó a preguntar, aunque sabía lo que diría, sólo tuvo que observar la manera en que arrugaba la nariz al reconocerlo.

—Por ser un idiota —asintió, a modo de confirmación, para hacerle saber que , Draco Malfoy acababa de llamarse 'idiota'. Aquella era una noche llena de sorpresas.

Eres un idiota —Harry también asintió.

—Sólo un idiota aguanta a otro idiota.

Cuando lo vio encogerse de hombros, sacudió los brazos para zafarse de su agarre, y recuperó la almohada del suelo. Hizo ademán de golpearlo, de nuevo, y se detuvo a último momento.

—Draco Malfoy, retira eso, o te ataco otra vez —lo amenazó, con la dichosa arma esponjosa en alto.

Pero Draco lo miraba con una sonrisa maravillada, que le dificultaba la respiración y lo mareaba, así que no cumplió su cometido.

Harry bajó la almohada, despacio. Estaban cerca. Muy cerca. Draco seguía sentado en el suelo, y entonces, más que antes, se hizo consciente de que casi estaba metido en el espacio entre sus piernas.

A media luz, las mazmorras eran un lugar que sólo les pertenecía a ellos. Sin nadie a quien rendir cuentas, sin que nadie que lo notase, o frente a quien ocultarlo, no tenía sentido que pretendiesen desviar su mirada, porque, inevitablemente, el otro era lo único que atraía sus ojos de vuelta. No podían dejar de verse. Ni lo intentaron.

Podría jurar que sentía la respiración de Draco golpearle el rostro cuando liberó una exhalación lenta. También podría decir que este escuchó los golpeteos de su corazón, porque los latidos eran tan rápidos y fuertes, que le habría sorprendido más si no lo hiciese.

—¿Crees- —Draco se interrumpió a sí mismo. Se relamió los labios. Harry tuvo que hacer un esfuerzo por no quedarse prendado de esa imagen— crees que he sido un mal amigo para ti? Porque he-  que no he sido perfecto, pero he…lo he hecho lo mejor que sabía y…

Él no sabía qué contestar. Tenía la mente en blanco. Las palabras eran confusas, carecían de sentido.

Sacudió la cabeza, lento, casi sin notar que lo hacía.

—No —era un hilo de voz con el que le contestaba y se obligó a carraspear—. No —repitió; sonó más convincente, a pesar de que apenas entendía lo que decía. De nuevo, no lo estaba pensando—, yo sabía que eras así. Idiota.

Compartieron una sonrisa cuando susurró lo último. Hubo un instante, en que Draco carraspeó también, los ojos grises estaban fijos en sus labios, y parpadeó, como si se recordase que no era el punto en que debía prestar atención. No supo por qué se decepcionó.

—Tú has sido el mejor de todos —le escuchó murmurar. El rostro le empezó a arder a un nivel que no debería ser posible—, y creo que nunca te lo dije.

Harry negó.

—No lo hiciste.

—Lo acabo de hacer —puntualizó él, como si lo arreglase todo. Harry quería decirle que no, que no solucionaba nada, en verdad no, debía hacerle preguntas, y debía ser más claro.

No lo hizo.

Estaban sumidos en una burbuja donde sólo existían ellos dos. Era cálida, era agradable. No había necesidad de arruinarla todavía.

Podrían haberse pasado el resto de la noche ahí, frente a frente, mirándose entre las penumbras del cuarto, sin decirse nada, o sólo hablando tonterías, como de costumbre. No les quedaban palabras, no podían explicarse lo que ocurría, aquello que los rodeaba y entraba en ellos, los inundaba, los consumía.

Querían permanecer así. Pero no sabían cómo hacerlo.

—0—

—...así que —Harry hizo un esfuerzo para concentrarse. Aquella era una plática extraña, en un lugar y momento aún más raros. No podía dejar de notar el punto en que su cuerpo aún mantenía contacto con Draco, su atención, su mirada, su mente, se desviaban cada poco tiempo— desde el primer año.

El otro chico emitió un sonido afirmativo. No lo estaba mirando.

Draco caminaba sólo un paso por delante de él; no era una sorpresa que sea el que los llevase, pero esa vez, tenían enganchados los meñiques al moverse, aunque no habrían sabido explicar por qué, por qué esa necesidad de no soltarse, por qué el anhelo de sentirse, por unos minutos más, conectados, unidos. No era luna llena, pero la luz era suficiente para que se hicieran una idea del camino. Harry pisaba donde él lo hacía y descendían sin prisas, la capa los cubría.

Hablaron todo el camino, en tono confidente. Draco le contó de la marca, de cómo era, sus sospechas. Fue atrapado por Filch cuando intentaba acercarse a la superficie del agua, porque la marca no había dejado de arderle desde el día de la Segunda Prueba. Sentía que enloquecería; de ahí su mal humor. Lo que no era excusa para haber estado así, agregó, en voz más baja, tomándolo por sorpresa.

Harry tenía la absurda sensación de que se había vaciado tras el arrebato, y era una emoción más serena y agradable la que lo invadía entonces. Le gustaba que su mano tocase la de Draco. Le gustaba que caminasen a solas.

En alguna parte de su ser, temía lo que significaba. Pero no podía existir el miedo cuando se inclinaba sobre el hombro de Draco con un esfuerzo, recargaba la barbilla allí, y a través de la tela de la capa, los dos observaban el Lago Negro, a unos metros de distancia.

Era de noche, no quedaba nadie más en los alrededores. Harry sentía un poco de vértigo ante el pensamiento, y sin darse cuenta, se sostuvo del brazo del otro con la mano que aún le quedaba libre.

El Calamar no estaba a la vista. Uno podría pensar que no era más que un tranquilo lago. Draco había comenzado a restregarse la palma, despacio.

—¿Y qué vamos a hacer? —preguntó Harry, en voz baja. No necesitaba que se girase de inmediato para saber que sonrió por oírle usar el plural del verbo.

Quería rodearlo con los brazos. Estaban en la posición perfecta para que se pegase a su espalda, el contacto habría sido cálido en medio del frío nocturno de Escocia. Era demasiado tentador.

Dio un paso hacia atrás, la capa se estiró, para que ambos siguiesen dentro, y tuvo que comprobar que sus pies no quedaban a la vista, por si acaso.

—Creo que hay que...acercarse más —Draco se encogió de hombros y se volteó hacia él, inquisitivo.

A Harry le llevó un momento comprender que era la manera que tenía de pedirle su opinión. Una sonrisa se abrió paso en su rostro. No era justo, quería retenerla; no lo logró.

—Eso sería muy estúpido —fue extraño hacer un comentario semejante con tal sonrisa, lo sabía. De nuevo, no podía evitarlo.

Draco asintió, en señal de acuerdo.

¿Por qué estaban tan, tan cerca?

Todavía sentía la cabeza como una nube de algodón. Estuvo así desde que se quedaron mirándose en el piso del dormitorio, en silencio. Quería creer que se le pasaría pronto.

Ojalá lo hiciese.

—Y muy loco, ¿no? —siguió, Harry asintió. Los dos sabían que esa no fue una respuesta negativa.


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