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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo cuarenta y cuatro: De cuando alguien les cuenta un secreto (y les muestra algo)

Dar un paso dentro de la oficina de Ioannidis, sin importar cuánto tiempo transcurriese, era igual que sentir un golpe sensorial. El aroma denso de los inciensos, el pergamino viejo y las telas raídas. Ya que Harry podía moverse sin sentirse lo bastante intimidado como para apenas respirar —porque, bueno, intimidado  se encontraba, pero estuvo peor en otras ocasiones—, se le ocurrió que era similar a un museo, o quizás, a una antigua biblioteca muggle, de esas a las que Lily lo llevaba de vez en cuando durante las vacaciones.

Arrugó la nariz un instante y se obligó a acostumbrarse al olor. La profesora hizo un recorrido en semicírculo por la oficina, en lugar de ir directo a su escritorio, y con una mano que pasaba sobre una hilera de velas, la palma hacia abajo, cubierta de tela, encendió una a una con cada paso que daba. Estaba seguro de que tenía la varita guardada en alguna parte fuera de vista, y no pronunció ninguna palabra.

Dárdano, en cambio, remontó el vuelo desde que entraron al castillo y siguió a Pansy, que no dejó de pedirles que volviesen a las mazmorras tan pronto como Ioannidis los soltase. Por la expresión sombría de Snape cuando se acercó y los examinó, entre manotazos, siseos amenazantes y golpes en la parte posterior de la cabeza, estaba claro que tenían que pasar por las mazmorras, quisieran o no, y no sólo para ir hacia su dormitorio.

Desde que salió del bote y lo ayudaron a ponerse de pie, mientras se reponía del susto con el corazón a punto de salírsele del pecho, tres cosas eran seguras: Lep no se acercaría al Lago Negro por los próximos días, la pobre criatura no dejaba de temblar desde la capa de su dueño, con los ojos asomados de a ratos sobre el borde del cuello grueso de la prenda. Ioannidis sabía más de lo que creían. Era una cuestión de lógica, si pensaba en el modo en que le exigió, específicamente, que le diese la piedra, y en cómo no se alteró por la actitud del Calamar, como si fuese consciente de que podía detenerse en un instante.

Lo último, y lo más confuso, en su opinión, era que Draco había perdido los estribos de esa manera en que sólo los Malfoy, con su fría apariencia, pueden hacerlo. Desde que estaban en el lago, tenía un agarre firme, de dedos helados, cerrado sobre su muñeca, que ni siquiera cuando ambos tomaron asiento en los puestos del otro lado del escritorio de la profesora, cambió. Rehuía de su mirada cuando intentaba decirle algo al respecto, y aún no soltaba ni una palabra, lo que, viniendo de él, era decir mucho.

Ioannidis se tomó su tiempo para completar el recorrido largo, bordear el escritorio, e instalarse en donde le correspondía, con las manos unidas sobre el regazo, apenas distinguible en medio de la tela oscura que la cubría de pies a cabeza. Comenzaba a preguntarse cómo es que tendrían cualquier tipo de charla, si ella no emitía sonido alguno, cuando escuchó el aleteo familiar detrás de ellos, que lo hizo mirar por encima del hombro.

El Augurey de la bruja se deslizó por una rendija que quedaba sobre la puerta doble de la oficina, supuso que con dicha finalidad en particular, y voló hacia la percha que estaba detrás de la silla de la mujer, donde se posó con gracia. Agitó las alas, graznó, los inteligentes y oscuros ojos se alternaron entre ambos adolescentes, como si se decidiese por cuál empezar.

—Quiero, primero que nada —comenzó el pájaro, moviendo la cabeza de un lado al otro—, saber si tienen alguna idea de lo que acaba de pasar.

—Más o menos —Harry frunció un poco el ceño. Cuando Dárdano fijó su atención en él, se encogió en el asiento—, digo, sobre la piedra, sí, eso sí.

—¿Y sobre el calamar?

Él boqueó unos segundos. Después soltó una pesada exhalación y meneó la cabeza.

Dárdano asintió y volvió la cabeza hacia Draco. El chico tenía los ojos puestos en uno de los objetos de plata, que resplandecían de forma débil y emitía tintineos, Harry tuvo que tocarle la muñeca para obtener alguna reacción. Levantó los ojos, sin dar gran importancia a lo que veía.

—¿Qué? —espetó, pero cualquier intento de ser mordaz, fracasó. Sonaba más cansado que enojado.

—¿Tiene usted alguna idea de lo que acaba de pasar, señor Malfoy?

Por un momento, ambos se dedicaron a intercambiar una mirada larga, casi tan inexpresiva la una como la otra. Luego, despacio, Draco negó dos veces.

Dárdano volvió a graznar. Revoloteó y se trasladó hasta el escritorio, donde posó las patas en un espacio que parecía preparado con anticipación, para que no ensuciase los pergaminos que yacían sobre la superficie de madera. No le habría sorprendido que así fuese, tratándose de Ioannidis.

—Deme su mano, señor Malfoy.

Draco no contestó ni hizo ademán de moverse.

—La mano izquierda, señor Malfoy, si es tan amable —insistió el pájaro, ladeando la cabeza al ver que su petición no era llevada a cabo. Entonces Dárdano cambió de enfoque y se volvió hacia Harry, de nuevo—. ¿Me permite su mano derecha, señor Potter?

Confundido, extendió el brazo por encima de las pilas de rollos de pergaminos y mapas que estaban en la mesa, la palma hacia abajo, hasta que la profesora se inclinó hacia adelante, le sujetó la muñeca, y con extrema delicadeza, hizo que girase la mano para que esta quedase hacia arriba.

—¿Profesora? ¿Para qué es est...?

Ioannidis, que sujetaba su muñeca con una mano, ofreció la otra al pájaro. Dárdano dio un par de saltos cortos hacia ella, para alcanzarla, y con el pico, tiró del guante que llevaba, hasta descubrir la extensión de piel debajo.

Harry sintió la corriente eléctrica que asociaba con la magia, incluso antes de que sus dedos le hubiesen rozado la palma. Lo siguiente que supo era que una de las sillas era arrastrada, producía un ruido sordo al caer hacia atrás, y Draco estaba de pie, deteniéndola. Cerraba los dedos sobre la muñeca delgada de la mujer, la que empujó contra el escritorio, e hizo que girase la palma hacia arriba, justo como ella hizo con él.

—Lo sabía.

Su voz no fue más que una exhalación, cuando dio un paso vacilante hacia atrás. Ioannidis se mantuvo inmóvil, como de costumbre. El pájaro tenía la cabeza ladeada hacia un lado y no dejaba de pasar la mirada de uno al otro.

Cuando su mano quedó sobre la mesa, expuesta sin el guante, Harry se percató de la mancha plateada que estaba en el centro, restándole importancia a las líneas propias de la palma. Contuvo el aliento un instante, y luego lo soltó, lento, a medida que la comprensión lo alcanzaba.

—Profesora —susurró, inseguro—, ¿la ha tocado usted también?

Con calma, Ioannidis se dedicó a recuperar su guante y volver a colocárselo, dedo por dedo, para que quedase perfecto. Debía estar hecho a la medida.

—Si acaba de tocarla, tiene que- tenemos-

—No —Draco lo interrumpió, en un murmullo. Detrás de él, la silla que derribó por el brusco movimiento al pararse, se levantaba y se volvía a disponer para ser utilizada, por sí sola—, ella no la acaba de tocar, Harry. Estaría brillando, si lo hubiese hecho.

Creyó dejar escapar un "ah", pero no podría estar seguro. Por un instante que se alargó de forma eterna, permanecieron en silencio, mientras Draco se apoyaba en uno de los reposabrazos de la silla, negándose en silencio a volver a sentarse, y la profesora acariciaba una de las alas del Augurey, con cuidado. Harry no dejó de observarla. Podría jurar que, por debajo de la capa de tela traslúcida que le cubría el rostro, aquellos ojos también lo buscaban; no podía entender lo que pretendía decirle.

—Es obvio que usted sabe algo que no nos ha dicho —el chico bordeó la silla y se posicionó detrás de ella, con los brazos flexionados sobre la parta alta del respaldar. Parecía desinteresado, pero Harry, por alguna razón, pensó en los animales que buscan refugio detrás de objetos sólidos cuando se consideran en un importante peligro—, y puede que nosotros también sepamos un poco. O no.

Dárdano graznó.

—Esto no es un concurso de quién habla primero, señor Malfoy.

—Entonces puede comenzar usted —replicó enseguida, estrechando los ojos. Pero ni el pájaro, ni la profesora, se volvieron a mover.

Harry tenía sueño, no sabía qué hora era, no tenía listas las tareas de la próxima semana, y aunque le aplicaron hechizos para secarlo y el efecto de las branquialgas hace rato que había pasado, también sentía frío. No estaba de humor para esos duelos de miradas. Él quería irse a su cama.

—Draco tocó una piedra de la luna hace tres años —aclaró, a pesar de que sabía que el suspiro exasperado del otro chico era por ello—, se la dejamos a los centauros. Le quedó una Marca que ardía y se calmó en el Lago Negro y pensó- pensamos...

—...que ir y averiguar lo que pasaba era lo único que podían hacer —Ioannidis asintió, aunque no habría sabido decir si lo hacía para aceptar la explicación, o como acuerdo a lo que decía el pájaro en su lugar. Harry también asintió. A un lado de él, Draco bufó—. ¿Por qué no contactaron con un profesor?

—Snape estaba ahí, ¿recuerda?

—Me refiero a un profesor competente en la materia, señor Malfoy —percibió, más de lo que vio, la manera en que se tensaba cuando hablaba de ese modo de su padrino. Harry rogó porque no hiciese algún comentario que los fuese a dejar en detención lo que quedaba del año—, alguien como Trelawney o Dumbledore.

Draco volvió a bufar.

—Trelawney, ¿acaba de decir Trelawney? Vea una clase con ella y luego venga a decirnos si es competente o no.

—Por lo que sabía, usted no venía Adivinación.

—No necesito estar en su clase, para saber que es una chiflada que está aquí por un motivo en concreto. Adelante, corríjame —la retó, elevando el mentón. Pero ni la mujer, ni el ave, lo hicieron, y él rodó los ojos—; por supuesto, así es cómo funciona. Y eso que sólo era una idea que tenía…

Aquello no iba a ningún lado. Harry emitió un sonido de frustración y se dio la vuelta, para agarrar la muñeca de Draco, que parpadeó hacia él, como si el gesto hubiese sido una sorpresa.

—Siéntate, Draco —pidió, en tono suave—, no intentes pelear con ella.

—Yo no estoy-

 que lo estás haciendo —lo cortó, dejándole los labios un poco separados, en una expresión de indignación contenida—, ella no es Ron. Escucha lo que puede decirnos. Por favor.

Draco entrecerró los ojos, pero él no cedió. Harry negó. Parecía que iba a soltarle algún comentario venenoso, cuando chasqueó la lengua de pronto, se sacudió para que lo soltase, y volvió a tomar asiento, cruzado de brazos.

—Si tiene algo que decir, dígalo.

Harry lo codeó, a manera de regaño, y fingió que no se daba cuenta de que rodaba los ojos, de nuevo.

—¿Qué hacía un fragmento de la piedra de la luna en el Lago Negro? —preguntó él, cuando supuso que el ambiente era más propicio—. Los animales no pueden estar cerca de ella, si no está en algún tipo de contenedor, porque enloquecen. ¿Es por eso que le pusieron esas cadenas al calamar? Si sabían que había algo que lo alteraba allí abajo, ¿por qué no fueron a sacarlo o…?

—Señor Potter, respire —Dárdano soltó un graznido demasiado humano, que podría haber pasado por una risa áspera, finalizada por altibajos. Él sintió que las mejillas le ardían—. Las cadenas, aunque probablemente tengan algo que ver con su reacción negativa, no fueron puestas por eso.

—¿Y la piedra? ¿Cómo llegó ahí?

Ioannidis se tomó un momento para considerar lo que diría.

—¿Qué saben, exactamente, sobre el origen de la piedra?

Ellos intercambiaron una mirada. Draco se encogió de hombros.

—Es del pueblo de los centauros —comentó Harry, titubeante—, única en el mundo, muy antigua...

—Antigua, sí, por supuesto. Única en el mundo...—Dárdano dejó las palabras en el aire, después de un graznido—. Todos los grupos grandes de centauros piensan que su piedra es única en el mundo, señor Potter.

—¿Entonces hay más?

—Miles —el pájaro dio un salto largo, ayudándose con un aleteo veloz, y se posicionó en el borde de la mesa—, los centauros son conocidos por sus métodos de adivinación y la observación del cielo, ¿cómo cree que lo harían, sino a través del poder de su piedra en el Oráculo? Lo han visto, ¿no? La forma en que consiguen materializar las predicciones más complejas.

Dos asentimientos casi idénticos le respondieron.

—Provienen de un mismo sitio, es probable —reconoció Dárdano, con una sacudida de cabeza—, pero no es única, nada de eso. Cientos más están partidas, dispersas por los continentes, y otras muchas, intactas, en el contenedor del Oráculo, al que sólo los centauros de la comunidad tienen acceso.

—¿Cree que alguien haya puesto ese fragmento allá abajo? —inquirió Draco, en tono cauteloso.

—¿Ponerlo, a propósito, conociendo sus fines? Quién sabe. Si era un mago o bruja ignorante, quizás. Sería demasiado irresponsable colocar un objeto como ese cerca del Calamar Gigante en este momento.

—Si hubiese estado antes —mencionó Harry, despacio, para que la idea no se le escapase cuando creía tenerla—, ¿el Calamar no habría enloquecido antes también?

—Pero ya lo ha hecho una vez, ¿no es así, señor Potter?

Con un estremecimiento, recordó un ojo enorme contra la superficie de cristal, y el golpe del agua cuando los empujó hacia atrás y hacia abajo.

—Pensé que era por la esencia de la piedra en nosotros...

—Eso nos dijeron los centauros —agregó Draco, en voz baja—. Los centauros no mienten...sólo omiten cosas.

—Los centauros no deben saber a dónde están regados los fragmentos más cercanos —aclaró el ave, meneando la cabeza, lo que, a su vez, sacudía el resto de su cuerpo—. Es posible que, con las propiedades mágicas del terreno y el Lago Negro, y con su cualidad de criatura mágica, el Calamar haya soportado la presencia cercana y libre de una piedra, no dos fragmentos a la vez.

—Pero devolvimos la piedra a los centauros —insistió el chico, que parecía haberse olvidado de la riña anterior—, y ninguno de los dos se metió al agua hasta hoy. Estábamos en las gradas, como el resto, cuando los Campeones...

—Otra posibilidad —interrumpió, con una suavidad sorprendente para su tono chillón usual— es que se haya alterado a causa de los Campeones mismos, sin que alguno estuviese marcado por la esencia de la piedra. Ya le había dicho a Dumbledore que era tan mala idea hacer una prueba en el Lago Negro, como pretender hacer una en el Bosque Prohibido, con los centauros al acecho. Es su territorio; nunca invadan el territorio de una criatura mágica.

Dárdano soltó un graznido que sonaba a advertencia y aleteó, aunque no echó a volar, sino que dio algunos cortos saltos más, hacia Harry.

—En este momento, el Calamar está muy susceptible por su época de cría. Quienquiera que haya dejado la piedra allí, antes o ahora, no pensó que seis estudiantes entrarían al lago al mismo tiempo y las sirenas no los detendrían, acercándose lo suficiente para que el Calamar los notase.

Harry tardó un momento en procesar el comienzo de la explicación. Cuando lo hizo, frunció el ceño.

—Profesora, ¿acaba de decir "época de cría"?

Dárdano liberó una risota, mitad humana, mitad graznido.

—Así es, es justo lo que acabo de decir, señor Potter.

Lo consideró unos instantes. Luego pensó que no hacía ningún daño preguntar.

—¿Hay dos Calamares Gigantes en el lago?

Fue Ioannidis quien sacudió la cabeza.

—Pero...—comenzó y se interrumpió a sí mismo, porque no se imaginaba teniendo una discusión sobre reproducción de criaturas acuáticas mágicas. Aquello superaría el límite de extrañeza del día.

—Si vienen a verme después, continuaremos esta conversación donde la dejamos ahora. Son las dos de la mañana —comentó, a manera de explicación, y Dárdano remontó el vuelo, trazando un círculo en el aire, sobre sus cabezas—. La señorita Parkinson está asustada, y el profesor Snape los espera para una discusión menos agradable que la que podrían tener conmigo. Si tienen pensado asistir a sus clases y hacer como que nada ha pasado, les recomiendo que se retiren ahora, y vuelvan después de la hora del almuerzo. Todavía hay algo importante que quiero decirles.

Harry asintió y se puso de pie, despacio. Ahora comprendía por qué se sentía exhausto. En la mañana, culparía a Draco por arrebatarle las horas de sueño.

—Profesora, ¿sobre la piedra...?

—No se preocupe, señor Potter. El día de mañana, en la noche, se las haremos llegar a sus amigos los centauros.

Él se preguntó por qué no lo hacía en esa misma noche. Luego sacudió la cabeza y se deshizo de la idea.

—¿Qué es lo que le dirán a los demás estudiantes cuando los Campeones estén fuera de la enfermería? —preguntó Draco, al levantarse también, como una duda de último momento—. Sólo nosotros sabemos esto, pero todos lo vieron. Incluso los de los otros colegios estaban ahí.

—Se les dirá que fue un evento inesperado durante el transcurso de las pruebas, nada más. Cualquier estudiante de Hogwarts puede decirles que el Calamar Gigante es un residente del lago, y que ha estado aquí por más tiempo del que nosotros hemos estado o estaremos alguna vez.

—¿Así que los heridos no importan? —Harry la observó con horror, y creyó notar que Dárdano tenía que hacer un esfuerzo por no soltar otra risota.

—Nadie está herido de gravedad, señor Potter; los Campeones continúan en la enfermería porque el señor Krum molestó a unas sirenas que estaban de guardianas, y cuando Dumbledore se entreviste con los del Departamento de Control y Regulación de Criaturas Mágicas, para aclararles todo, es mejor si parece que los principales afectados están descansando y siendo bien tratados.

—...suena a algo que haría Dumbledore —opinó Draco, con un escueto asentimiento, que fue correspondido por la profesora.

Harry vaciló un momento, pero tuvo que aceptarlo. Cuando caminaron hacia la salida de la oficina, Dárdano los adelantó a través de la rendija, y al llegar al oscuro corredor, ya los estaba esperando para acompañarlos el resto del trayecto. No por primera vez, fue aquello lo que los salvó cuando se toparon con Filch, atraído por el resplandor obvio de los lumos de sus varitas, porque dejaron la capa de invisibilidad en la Torre del Reloj.

—¿...cómo crees que ella haya terminado marcada por una piedra de la luna? —escuchó el susurro de Draco, cuando ingresaron al área que quedaba cerca de las escaleras hacia las mazmorras. Dárdano no dio muestras de haberlo escuchado, aunque no se habría sentido sorprendido de enterarse de que sí lo hizo.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que no sabía lo que era.

Draco emitió un largo "hm" y se pasó el resto del trayecto intentando que Lep saliese de su capa, porque resultó que era prestada, y no podía devolverla con su conejo mágico dentro de un bolsillo o asomándose en el cuello.

Dárdano se posó en una antorcha y los observó hasta que cruzaron el acceso a la Sala Común.

Apenas tuvo la oportunidad de dar un paso dentro de la sala, cuando la chimenea se encendió de golpe, con llamas tan intensas que casi surtieron algún efecto en la baja temperatura usual de las mazmorras. En cuestión de un parpadeo, trastabillaba hacia atrás, para mantener el equilibrio de dos cuerpos en lugar de uno, porque Pansy se lanzó sobre él y comenzó a acribillarlo con preguntas sobre si se encontraba bien, si el calamar lo lastimó, mientras le palpaba el rostro y los brazos.

Snape estaba sentado en uno de los sillones junto a la chimenea, con un libro que acababa de cerrar en el regazo, y la boca en un permanente rictus de desprecio. Harry se resignó a que no tocaría la cama tan pronto como le habría gustado hacerlo.

0—

Draco permaneció sentado, incluso cuando el resto de los estudiantes recogían sus cosas y se apresuraban a ir hacia la salida. Compartían clase con los Gryffindor, por lo que no había riesgo alguno de que fuesen interceptados por Granger o Weasley en el camino.

Pansy se acercó a su mesa, se rio por lo bajo al darse cuenta de que Harry estaba profundamente dormido, con la cabeza metida entre los brazos y apoyado sobre el escritorio, en que el pergamino arrugado mostraba las consecuencias de la noche de sueño perdida, y se despidió con una caricia en el desordenado cabello, antes de abandonar el aula también. Supuso que tenía prisas porque Zabini estaba bajo el umbral, llamándola. Últimamente pasaban demasiado tiempo juntos.

Cuando los últimos estudiantes abandonaron el aula y escuchó la puerta cerrarse, Snape, desde su escritorio, le dirigió una mirada que combinaba resignación con desagrado, y se abrió paso a la oficina escondida detrás de la pared del fondo. Y quedaron en verdad solos entonces.

Sacó la varita, para hacer levitar los calderos de la mesa de trabajo, ya limpios, hacia el estante donde los guardaban. Metió sus pertenencias al maletín de piel de dragón, e hizo lo mismo con el desastre de ensayo de Harry, acerca de la importancia de reconocer el olor de los ingredientes que usarían en las Pociones, que a decir verdad, no valía la pena guardar.

Al terminar, volvió a sentarse y se recostó sobre la mesa de laboratorio despejada, con la mejilla pegada a esta, el rostro girado hacia el otro chico. Parecía tan tranquilo cuando estaba así, que era difícil imaginarse que se trataba de la misma persona que, apenas la noche anterior, insinuó que si no sacaban el fragmento de piedra del lago, el calamar jamás se tranquilizaría.

Apretó los párpados por un instante. El ardor constante e insistente de la Marca, había quedado reducido a un picor leve, distante, que sólo ciertas situaciones o pensamientos convertían en una quemazón peculiar. Draco se preguntaba por qué, pero la respuesta era una que se negaba a considerar más de lo necesario.

Cuando lo hacía, sentía que la garganta se le cerraba y le costaba respirar.

...nos hemos llevado lo que más valoras...

Era ridículo encontrarse en ese estado de nerviosismo por siete sencillas palabras. Estúpidas palabras, de hecho.

No pasaría nada. De cualquier modo, a quien más valoraba, debería ser su madre. O Pansy, o Snape, en su defecto.

Era lo que quería creer. Pero mientras extendía el brazo sobre la mesa y rozaba el dorso de una de las manos de Harry, siendo consciente de que sonreía porque tenía la piel cálida y cubierta de los callos propios de un buen jugador de Quidditch, no se sentía como si fuese cierto.

Se sentía, más bien, como si él lo fuese todo en el mundo.

Sin pensarlo, se puso a jugar con sus dedos, moviéndolos, entrelazándolos con los suyos. Harry no se despertaba por lo sutil del contacto y el cansancio acumulado, él encontraba que maravillarse con los cosquilleos que nacían en su estómago, era mejor que dormir.

Nunca lo hubiese admitido en voz alta.

No volvió la cabeza cuando oyó un sonido de arrastre y un ruido ahogado, de desagrado. Sabía de quién se trataba.

—¿No tienen otra clase a la que ir, Draco?

Él soltó un bufido de risa. No se molestó en levantarse para verlo, ni en negarlo.

—Draco —repitió su padrino, con un tono que no estaba lleno de la exasperación que se esperaba momentos atrás.

—Sabes que es la hora del almuerzo —se quejó, en un susurro. No tenía intención de pararse todavía. No quería despertarlo. No quería que se acabase.

La mano de Harry, presionada contra la suya, la daba la misma impresión mágica que tuvo cuando tomó la varita correcta por primera vez, en la tienda de Ollivander. Podría haberse pasado el resto de la tarde en ello. ¿Cómo es que nunca notó que sería así?

Draconis.

Y la burbuja de calma volvía a romperse. El chico flexionó los brazos sobre la mesa, en una vaga imitación de la postura de su compañero, y apoyó la cabeza entre estos, los ojos apenas asomados por encima de la línea de su túnica del uniforme.

—¿Qué?

Snape estaba de espaldas, buscando en uno de los armarios de ingredientes cerrados con candado, a los que sólo les daba acceso a sus estudiantes de Pociones Avanzadas. Un día, en un futuro no tan lejano, haría lo mismo con él, lo sabía.

El profesor se tomó su tiempo para recoger lo que necesitaba, lo acomodó en un caldero, igual que hacían los niños cuando compraban útiles en el Callejón Diagón. Una comparación divertida, si su expresión no hubiese sido tan lamentable cuando se giró hacia él.

Draco sabía que no hubiese mostrado esa expresión, si Harry hubiese tenido los ojos abiertos, si alguien más hubiese podido verlo, quien fuese.

—¿Qué pasa? —por reflejo, soltó la mano del otro chico, y se enderezó en el asiento.

El mago le dedicó una mirada larga. Luego sacudió la cabeza.

—Ve a ser tan Hufflepuff fuera de mi laboratorio, Draco. Y ya que estás en eso, evita que me dé ese ensayo mal redactado que tiene ahí, sí, ya lo vi, no creas que se me escapó.

Él intentó sonreírle en respuesta, pero la impresión que acababa de tener, se lo impidió.

—¿Pasa algo? —preguntó, en un tono más bajo, confidente. Ya que el hombre no contestó, añadió, con sorna:—. ¿Un knut por tus pensamientos, Sev?

—Mis pensamientos —replicó el mago, señalándolo de una forma que hubiese pasado por amenazadora, si lo hubiese hecho con la varita, y no un libro desgastado en cuero negro— valen muchos galeones.

Draco sí le sonrió entonces, asintiendo.

—Sácalo de aquí —hizo un aspaviento con el libro, que pretendía ser su manera de correrlos del laboratorio—; si duerme así otra hora, va a babear mi mesa, y lamentaré no haberlo castigado en el preciso momento en que me di cuenta de que se había dormido y tu vuelapluma copiaba por él.

—No sé de qué estás hablando —canturreó, poniéndose de pie para tomar su maletín, y se inclinó sobre uno de los hombros de Harry.

Requirió de un esfuerzo mayor de lo que esperaba hacerlo. El corazón se le saltó un latido, y luego reemprendió el ritmo, acelerándose segundo a segundo. Estaba a unos centímetros de su mejilla, la línea de su mandíbula, cada vez más firme, oía su respiración profunda y lenta, llegó a percibir el aroma de su propio acondicionador, como si no hubiese sospechado antes que era él quien se lo estaba gastando.

Descubrió que no podía encontrar una pizca de enojo con la que reclamarle, sin embargo.

—Pst, Harry, psst.

Sin respuesta. Draco no estaba sorprendido de tener que sujetarle el hombro y zarandearlo, sin fuerza, para conseguir alguna reacción de su parte.

—Harry, Harry, Harry, Harry, hey...

—¡Estoy despierto! —de pronto, Harry se sentaba, erguido, con los párpados medio cerrados y parpadeando, en una batalla absurda por enfocar algo ahora que no llevaba los lentes. Soltó un gran bostezo, que no se molestó en cubrir, y apoyó los codos en la mesa, al tallarse los ojos sin cuidado—. ¿Qué pasó, qué pasó?

—Límpiese la mejilla y lárguese, señor Potter —le siseó el profesor, entre dientes, al reemprender el camino hacia la oficina al fondo, que cerró la entrada secreta detrás de él. Harry, con el ceño fruncido por la confusión, se frotó la cara con la manga de la túnica.

Cuando notó que empezaba a ser consciente de su entorno, le ofreció los lentes, que le había quitado cuarenta minutos atrás, cuando se durmió durante la redacción de una tarea.

—¿Ya estás despierto?

—No sé —Harry volvió a bostezar y emitió una risa ahogada, mientras se colocaba los lentes y parpadeaba para re-enfocar—, creo que no —declaró después, con una sonrisa floja—. Estaba soñando.

—¿Conmigo, de nuevo? —canturreó Draco, sin mirarlo directamente.

—Ajá. Pansy también estaba, y Ron...—tuvo una breve pausa, en la que debió esforzarse por recordar lo que vio dormido—. Pansy era una centauro con un arco y decía que las estrellas me hablaban de mi muerte, Ron se convertía en tejón...

—¿Yo era una serpiente?

—Eras un conejo —otra pausa, en la que se quedó en blanco por unos segundos. Luego se pasó una mano por el cabello—, creo que luego te convertías en Dementor, no sé por qué. Estabas armando un escándalo en el colegio, pero no me hacías nada a mí. Ron intentaba morderte con sus dientes de tejón, y no tenías pies...era divertido —volvió a mostrar una sonrisa perezosa.

Hizo ademán de recoger sus pertenencias, sólo para detenerse al mover los brazos, cuando se dio cuenta de que no quedaba nada sobre la mesa. Pareció que iba a preguntar al girarse hacia él, por lo que también le tendió su maletín, ya cerrado. Harry lo abrió para comprobar que estaba todo, asintió y agradeció con un murmullo, tambaleándose al ponerse de pie y empujar el banquillo por debajo de la mesa del laboratorio.

—Yo no diría que era 'divertido' —mencionó, extrañado. Harry se limitó a encogerse de hombros y restregarse la cara, quejándose por lo bajo sobre lo cruel que era que no lo dejase tener una noche tranquila.

—Llevabas una túnica horrible y vieja, y le hacías "uuuh" a todos, y se desmayaban. Era divertido —asintió un par de veces, siguiéndolo hacia la salida. Por ser los últimos que dejaban el laboratorio, Draco cerró la puerta detrás de ellos.

Caminaron hacia el Gran Comedor sin toparse con nadie. Incluso aquellos que se encontraban en el lado opuesto del castillo llegaron antes que ellos a las mesas, y con Harry hablando sobre tejones, Dementores, y preguntándole si había visto en la colonia del bosque a un centauro hembra, ni siquiera se dio cuenta de que los pasillos estaban desiertos. Un leve murmullo era la única señal de presencia en las proximidades, mismo que se acrecentó conforme iban al comedor, hasta que se toparon con el grupo de estudiantes que se amontonaba en torno a un conjunto más pequeño.

Alcanzó a divisar a Krum entre ellos, a causa de la diferencia de estatura que tenía con el resto, pidiendo para que se calmasen y hablasen uno a la vez. Cerca de ellos, estaban Diggory y Chang.

—Oficialmente, están fuera de la enfermería —susurró a Harry, dándole un codazo sin fuerza para que mirase en aquella dirección. El chico resopló.

—Veamos qué dice Dumbledore ahora.

—Ioannidis ya nos lo dijo, "un evento inesperado" y bla, bla, bla...

Harry se olvidó del asunto del Lago Negro en cuanto se sentaron en la mesa de Slytherin, y se dedicó a zamparse los platos que le ponían por delante, como si no supiese que contaban con la tarde libre ese día y no tenía que almorzar con prisas para regresar a los salones. Draco, en cambio, buscó a Lep con la mirada, hasta descubrir que no se encontraba por ningún lado, y apenas probó bocado.

Tenía un sabor amargo en la boca, sentía que el ácido le subiría por la garganta en cualquier momento. Prefirió beberse el jugo de calabaza de a sorbos pequeños y atender a la plática de las Greengrass, que se acercaron a preguntarles sobre Pociones y el próximo juego de Quidditch.

No le prestaba atención al parloteo de Daphne, y ella, probablemente, lo sabía bien; estaba más preocupada por lograr que Harry  despegase la mirada de la tarta de melaza y la escuchase, por lo que no disimuló al volver el rostro en la dirección en que sentía una mirada fija. En la mesa del estrado, reservada para el personal, localizó a la profesora Ioannidis, sentada frente a un plato ya vacío, y a Dárdano, que estaba posado en el borde de una copa casi tan grande como un antiguo cáliz, inclinándose para beber sorbos con el pico. Por el velo de la bruja, era difícil saber si era ella quien lo veía o no.

Como si se hubiese percatado, de algún modo, de que los observaba a su vez, el Augurey giró y graznó, aleteando, sin echar a volar. Después se dedicó a seguir bebiendo lo que fuese que hubiese dentro de la copa.

Draco tiró del brazo de su compañero, que brincó y volvió el rostro hacia él. De inmediato, Daphne calló, aunque los observaba con más desenfado y resignación que enojo, desde el lado opuesto de la mesa.

—Deberíamos ir con Ioannidis antes de que se haga más tarde. La práctica —le recordó. Montague, por alguna razón todavía incomprensible, decidió tomar la tarde que tenía libre la mayor parte del equipo, para una práctica innecesaria de tácticas que usarían en el juego contra Gryffindor. Si lo aceptaban y asistían todos, era sólo porque se trataba de los leones; nunca estaba de más prevenir y asegurar la victoria.

Harry asintió de forma cómica, varias veces, con la cucharilla del postre todavía dentro de la boca y moviéndose con cada sacudida. Él rodó los ojos, y antes de dejar que Daphne reanudase su parloteo incesante, capturó su atención con un gesto.

—¿A dónde está Pans?

La chica intercambió una mirada con su hermana menor, que estaba callada desde que los saludó y se sentó junto a ella. Luego, despacio, esbozó una sonrisa traviesa y encantadora, que habría encandilado a cualquiera, excepto a él. Y a Harry, aparentemente, porque se comió lo que le quedaba del postre con prisas, para marcharse de inmediato, y no la miró.

—¿A dónde van las parejas que quieren privacidad? —contestó con otra pregunta, un falso acertijo del que los estudiantes, después de cierta edad, conocían bien la respuesta.

Draco arrugó la nariz y decidió que podían esperar. Lo que fuese que estuviesen haciendo, no necesitaba quedar grabado dentro de su cabeza.

0—

—...bueno, no sabía que el Calamar Gigante fuese hembra.

Él lo consideró un momento, luego se encogió de hombros. Harry tenía el ceño levemente fruncido.

—¿Creen que lo sea?

—¿Realmente importa cómo tiene a sus crías? —le replicó Draco, con la nariz arrugada. Él soltó un bufido de risa.

—Lo increíble es que Hagrid no haya sido el primero en enterarse y venir corriendo —opinó Pansy, ganándose un asentimiento de su amigo. Draco, que no conocía lo suficiente al guardabosque y no pensaba hacerlo tampoco, hizo un gesto vago.

Esperaron alrededor de una hora luego de que el almuerzo llegó a su fin y los estudiantes se dispersaron por el terreno del colegio, o regresaron a sus aulas, si es que tenían una materia más para ese día, que era el caso de los de primer y segundo año. Mientras deambulaban por los pasillos, Draco le informó que era mejor que se deshiciera del pergamino con la tarea de Pociones y comenzara de cero, si no quería que Snape le lanzase una maldición picosa por dejarle esa 'deformidad' en el escritorio, y en el camino, se encontraron con Zabini, que les dijo que su amiga había ido hacia la Sala Común.

Fueron a buscarla, antes de ir con Ioannidis. Lep, al que encontró acurrucado con ella, en uno de los mullidos sillones frente a la chimenea que no hacía gran cosa desde que Hellen Rosier y Lucian Bole no estaban para hechizarla, no quiso seguirlos cuando se enteró, de alguna manera, del destino que tenían.

De camino a la oficina de la profesora, entre los dos, le dieron a Pansy una explicación abreviada y que hacía parecer que la situación era sencilla. Ella escuchó en silencio, calmada, sin dar el menor signo de estar sorprendida. Sólo cuando terminaron, murmuró sobre lo irresponsables que eran y los detuvo para una regañina en medio de uno de los corredores, que les ganó miradas burlonas de los estudiantes que iban de paso, al menos, hasta que la chica la agarraba contra estos también; entonces era mejor salirse de su campo de acción.

Cuando debió considerar que era suficiente de reprimendas, se enganchó a un brazo de cada uno, y continuó, entre ambos, haciéndoles preguntas sobre el Calamar Gigante y cómo se veía el sitio bajo el lago. Pronto lo podría ver por sí misma, por supuesto. En el momento en que la puerta de la oficina de Ioannidis se abrió, los tres continuaban en una línea, y Pansy dio las buenas tardes a la profesora con una sonrisa dulce, que daba la impresión de que tenía el mismo derecho que ellos a estar presente en ese instante.

Creyó notar que la bruja se fijaba un momento en la muchacha, Dárdano graznó, luego el escrutinio había pasado y debió llegar a la conclusión de que Pansy era de fiar, porque les hizo una seña para que la siguiesen y la puerta se cerró detrás de ella cuando salió. Tres adolescentes caminaron detrás de la profesora, de la que no se veía ni un centímetro de piel expuesto entre capa tras capa de tela, y el Augurey que voló con ese cántico extraño y triste que tenía, que rara vez emitía, ya que hablaba en lugar de la mujer.

Quizás se llevaron otra ronda de miradas curiosas por la manera en que atravesaron los pasillos, no podía estar seguro. Escuchaba a sus amigos conversar, aunque no se incluía con ninguna respuesta, y mantenía la mirada al frente, a la salida que usarían para dirigirse a la extensión de césped que separaba el castillo del Lago Negro. Tomaron una ruta directa, ¿por qué no? Iban con una profesora, no necesitaban más permiso que ese.

La barrera inservible que rodeó al lago dos días atrás, ya no estaba en funcionamiento. La cruzaron sin ningún impedimento, apenas una oleada de magia les hizo cosquillear la piel cuando alcanzaron el perímetro marcado como peligroso, alrededor de la masa de agua.

—Profesora —llamó Pansy, con suavidad, al notar que la mujer se detenía junto a la orilla de separación entre agua y tierra—, ¿a dónde vamos?

Ioannidis alzó una mano en respuesta. Dárdano graznó y se aventuró por encima de la superficie oscura del agua, con un vuelo preciso, a pesar de que no llegó a ningún lado y estuvo de vuelta de inmediato.

—Vamos adentro, vamos adentro —no dejó de graznar y aletear al volver al hombro de la profesora, que unió las palmas, con un ruido imperceptible por el choque de los guantes, y luego extendió los brazos a los lados, despacio.

El lago se separó para dar lugar a un túnel líquido, con una superficie sólida por la que avanzar. Ioannidis continuó moviéndose, como si no hubiese dificultad alguna en conservar un sendero mágico en el agua.

—Ella tendría que estar haciendo algo mucho más genial que darnos clases de Defensa —oyó susurrar a Pansy, que observaba el nuevo camino con ojos maravillados. Los soltó para adentrarse primero, lento, un pie frente al otro para tantear el suelo y comprobar, como ya se imaginaban, que el agua no se les vendría encima al menor movimiento.

En cuestión de unos instantes, caminaba a poca distancia de la profesora, haciéndole preguntas en voz baja, que no podían entender desde ahí.

—Vamos, vamos —Dárdano, que volaba en círculos sobre sus cabezas, los apremió, posándose en el hombro de Harry con un graznido. Este último lo observó con cautela, y comenzó a caminar también. Draco los siguió.

Detrás de él, el sendero en medio del agua se cerraba, sin prisas y sin mojarlo. Tuvo que reconocer que era un buen trabajo, sobre todo si consideraba que la mujer ni siquiera se giraba para saber si ya podía volver a unir las paredes de agua.

Cuando alcanzaron la zona más profunda del lago, en vez de encontrarse con que la división del camino nuevo se alargaba, se movieron más y más abajo, atrapados en una burbuja que los mantenía secos y con aire. Podría jurar que escuchó a Pansy preguntar a la profesora cómo lo hacía.

Desde el hombro de Harry, Dárdano giraba la cabeza y le daba vistazos cada pocos pasos. Él le frunció el ceño, cuestionando en silencio qué pasaba, pero no obtuvo respuesta.

La comunidad de sirenas, disimulada por la enorme cantidad de algas, quedó atrás pronto, y la estructura inversa de la cueva mágica, no tardó en revelarse frente a ellos. Estaba más oscura, apenas distinguible en las penumbras propias del lago. Supuso que era de esperarse, porque se llevaron la piedra que hacía de única fuente de luz, a donde no llegaba ningún resplandor del sol a lo largo del día.

Ioannidis se deslizó por una de las grietas, indicándoles que hiciesen lo mismo. Pansy, la más cercana a ella, no dejaba de girar sobre su eje para observar el lugar desde los distintos ángulos en que podía hacerlo. Harry estaba atrapado en una plática en susurros con el ave, que se removía sobre su hombro, aleteando y ladeando la cabeza.

El Calamar Gigante estaba en uno de los agujeros, una cueva aledaña, más pequeña, y era una figura oscura, encogida en sí misma, que infundía más lástima que temor. Las cadenas eran más gruesas que el día anterior y se cerraban sobre el cuerpo completo, en lugar de permitirle cierta libertad de movimiento. Estaba atado contra la pared, básicamente, y sólo las puntas de los tentáculos se agitaron, despacio, cuando los notó llegar.

—¿Quién lo encadenó? —preguntó Pansy, deteniéndose para detallarlo mejor, pero sin hacer ademán de acercarse más que eso.

—Dumbledore —Draco miró, de reojo, a la profesora, para comprobar si la certeza que tenía desde que vio las cadenas por primera vez, desde que percibió la esencia familiar en la magia que las sostenía, era verdadera. Ioannidis lo aceptó con un asentimiento escueto.

—¿Por lo que hizo con los Campeones?

—Sí, también por eso —contestó Dárdano, reemprendiendo el vuelo para adelantarse y regresar al hombro de su legítima dueña—, pero, más que nada, para evitar los sacase todavía.

—¿Sacar a quién?

—...por suerte —siguió el ave, con la cabeza ladeada, como si no se hubiese percatado de la intervención—, tuvimos una interesante conversación con él hoy, a eso de las cuatro de la mañana. Y conseguimos permiso para hacer esto.

Con un giro de muñeca, Ioannidis deslizó una varita fuera de la manga de su basta túnica, y al tenerla entre los dedos, realizó una complicada y extensa floritura, que lucía como si formase una inscripción de otro idioma en el aire de la cápsula. Poco a poco, las cadenas, desde la parte más baja hasta el centro del cuerpo oval y largo, comenzaron a desvanecerse.

El Calamar agitó los tentáculos, vacilante al principio, y cuando debió caer en cuenta de que nadie pretendía volver a atraparlo si se movía, lo hizo por completo. Las extremidades cubiertas de piel lisa y ventosas cubrían con facilidad más de uno de los agujeros, llenando los corredores contiguos que separaban una cueva de la otra. Sacó la cabeza por uno de estos, metiéndose a la sala central, donde estaban ellos, y el resto del cuerpo le siguió enseguida. Era un espectáculo fascinante observar el cómo replegaba los tentáculos para caber y conseguir movilidad.

Los ojos amarillos recorrieron la cueva, y terminaron por fijarse en el reducido grupo de tres estudiantes y una profesora. Cuando pareció que barrería con ellos, se agachó, encogiéndose en sí con los tentáculos contra el cuerpo, y emitió un sonido extraño, que produjo ondas en el agua.

Ioannidis se dio la vuelta, despacio. La varita ya estaba guardada, de nuevo, y tenía las manos unidas por delante de la túnica. Dárdano aleteó para llamar la atención de los tres.

—Si no confían lo suficiente en la señorita Parkinson, recomiendo que se retire en este momento.

Harry y Draco intercambiaron miradas confundidas.

—Sí confiamos —aseguró él, sacándole una sonrisa ligera a su amiga. La profesora asintió.

—Lo que les vamos a mostrar debe mantenerse como un secreto entre nosotros, ¿comprenden esto? —fue el turno de los adolescentes de asentir. Aun así, aguardó un momento, como si esperase un cambio de opinión a última instancia, y cuando no ocurrió, la mujer avanzó, alargando la burbuja de aire entre ellos y su persona, hasta que esta se separó en dos cuando la distancia creció demasiado.

Ioannidis ascendió por la escalinata en el centro de la cueva y pisó la plataforma redonda en lo más alto. El Calamar la observaba. Cuando volvió a dar un pisotón, que no produjo sonido alguno, la criatura estiró los tentáculos hacia ella, y las puntas presionaron la superficie plana de piedra. La plataforma bajó de golpe, la profesora se perdió en el agujero que se formó a sus pies.

Los tres se miraron, y vacilante, Harry fue el primero en acercarse. Lo siguieron. Se inclinó sobre el hueco que quedó en el piso, les indicó que las escaleras continuaban abajo, hacia otro sitio, y volvieron a observarse.

—Bueno, ella ya bajó, ¿no? —Pansy vio a uno y al otro, de forma alternativa, después se encogió de hombros y saltó por el agujero, sosteniéndose la falda para que no se alzase. Cayó sin hacer ruido en las escaleras y empezó a bajar, ante la mirada atenta de ambos chicos, que se demoraron un poco en ir tras ella.

Por reflejo y sin un acuerdo común, tres varitas con lumos se elevaron casi al mismo tiempo. Ellos se rieron por lo bajo durante el descenso, sólo iluminados por sus hechizos.

—...el Calamar Gigante hace algo como esto una vez cada cierto tiempo, entre sesenta y cincuenta años —la voz chillona de Dárdano se escuchaba con fuerza, desde alguna parte al final de las escaleras—; el director de turno tiene que mantenerlo tranquilo, o tranquila, como sea, y esperar al final del curso para recogerlos y enviarlos con el Departamento de Control y Regulación de Criaturas Mágicas.

Draco no supo a qué se refería hasta que encontraron la cueva, más pequeña, que se abría paso debajo de la estructura mayor. La burbuja de aire se disolvió al no ser necesaria, y él miró el hueco que daba hacia el lago, donde el agua parecía levitar en el límite con la cueva: se preguntó quién habría utilizado magia para separarlos.

La roca era amarillenta bajo la luz del fragmento de piedra de la luna que Ioannidis sostenía en una mano, y no había más que unas formaciones por aquí y por allá. En un costado de la cueva, se alzaba una pared de agua, también separada del resto, donde cuerpos lisos y tan largos como uno de sus brazos, nadaban, plegando y extendiendo los tentáculos contra ellos.

—Son mini-calamares —Pansy se aproximó a la pared de agua, con un sonido similar a un "aw" que se cortó cuando una de las crías, alarmada por su movimiento, extendió los tentáculos por completo y expulsó una tinta que oscureció el agua e hizo que lo perdiese de vista unos instantes.

—Bueno, no son "mini" —comentó Draco, que dio un salto cuando volvió a observarlos y notó que se acercaban. Decidió dar un paso hacia atrás, por precaución. Su amiga no lo hizo.

—¿Esto es- es como- —Harry gesticulaba, buscando las palabras para expresarse, con los ojos fijos en las criaturas que optaron por observarlos con cautela desde la masa de agua— su nido, o algo así?

—Algo así —replicó Dárdano, con un ligero graznido—, los esconde aquí cuando todavía están en el huevo, nacen, no comen nada ni pueden salir por un tiempo. La cueva está llena de agua, pero se empieza a vaciar, dejándoles el espacio que necesitan para nadar, y una zona de aire para el director que venga a buscarlos.

—¿Qué hacen con ellos? —inquirió Pansy, en un susurro. Se notaba que quería poner las manos sobre la pared de agua, pero ya fuera porque temía atravesarla, o la reacción de las crías, no lo hacía— ¿a dónde los llevan?

—Normalmente, a reservas de criaturas mágicas, lagos, áreas limitadas del mar, a donde no haya peligro de que encuentren a los muggle, ni estos a ellos. Supongo que algunos magos locos los criarán. Todo es posible.

—Así que se alteró porque los Campeones se acercaron demasiado a las crías escondidas —siguió ella, despacio—, porque, de moverlas ahora, podrían morirse, ¿no? Digo, si no están listos para salir...

—Sí, habrían muerto. Todavía lo harían, si los intentas sacar. No te acerques tanto, o el Calamar va a pensar que los vas a tocar.

Fue el momento en que Pansy sí dio un paso hacia atrás.

—Si el profesor Dumbledore sabía de esto, ¿por qué dejó que la Segunda Prueba fuese en el lago?

—Esa es una de las muchas, muchas, preguntas que siempre me haré sobre por qué Albus hace lo que hace, y no creo que alguien tenga una respuesta.

—Fue irresponsable y estúpido —mencionó Draco, con el ceño fruncido.

—Tal vez pensó que podía mantener todo bajo control —opinó Harry, que continuaba junto a él.

—Eso no lo haría un estúpido, sólo ligeramente egocéntrico —Pansy meneó la cabeza—; no tendría que haber dejado que hicieran una prueba en el agua.

—Nadie salió tan herido por el Calamar, al menos. Sólo por las sirenas guardianas.

—Sí, bueno, eso...

Draco dejó de prestar atención a la plática cuando se percató de que el resplandor del fragmento de la piedra se opacaba por unos instantes. Vio por encima del hombro.

Ioannidis estaba sentada sobre una de las enormes rocas, con los tobillos cruzados. El Augurey, en el suelo, sostenía la piedra con el pico.

Y luego, de pronto, ya no era un pájaro.

Tanteó el aire, hasta dar con el brazo de Harry, y tiró. Cuando notó su perturbación, miró en la misma dirección que él, y después lo hizo Pansy, olvidándose del tema que discutían.

La persona que apareció en donde estuvo parado el pájaro, era un hombre de aspecto enfermizo, con el cabello negro y desordenado, y una forma de ladear la cabeza que sólo podía compararse a la del propio Augurey. Cuando carraspeó y volvió la mirada hacia ellos, Draco se percató de que no parecía superar los veinte años, y al sonreír, tenía un aura de triste inocencia.

—No eres un animago —murmuró, vacilante, y se lamentó de que casi sonase a pregunta. Estaba seguro de que, tras cuatro años de verlo en clases, lo habrían notado.

El hombre negó, despacio. Tenía el fragmento de piedra en una mano, el brillo quedaba atrapado entre los dedos.

—Y no puedes ser un Maledictus —continuó. Otra negativa—. ¿Eres Dárdano?

Él les sonrió.

—He oído que cuentas historias —su voz era áspera. Se llevó una mano al cuello, como si acabase de notarlo, y tanteó un collar negro que tenía alrededor, desprendiendo oleadas débiles de magia—, ¿te sabes la de Circe?

Draco arqueó las cejas.

—¿Circe? ¿La de...? —parpadeó, extrañado. No estaba seguro de cómo debía reaccionar. Junto a él, Harry tenía una expresión pensativa y confundida, Pansy lucía curiosa— ¿La de la Odisea? ¿La bruja? ¿Esa Circe?

—La de la Eneida me gusta.

Estuvo tentado a decir que no, pero casi podía oír la voz de su madre, cuando era un niño pequeño, leyendo a Virgilio en latín. Frunció el ceño e hizo memoria.

—A- allí rugen leones, que furiosos / en la noche reluchan en cadena / allí erizados jabalíes, y osos / en jaula que sus ímpetus enfrena / se embravecen: aullidos dolorosos / horribles lobos dan; el bosque suena / Ay, hombres fueron ya, monstruos ahora / con hierbas los mudó la…—vaciló— encantadora

—Eneida, libro VII, ¿cierto? —él asintió, titubeante, a la pregunta de Pansy—. A padre le gustaba ese. Sobre la bruja del amor maligno, ¿no? Mató a su marido y fue desterrada, convertía en animales a quienes la ofendían. Se enamoró de un hombre que le dio tres hijos y se marchó, y...murió le…jos…

A medida que hablaba, descendía la voz, como si acabase de caer en cuenta de algo más relevante y no quisiera que la idea se le escapase. El Dárdano humano jugueteaba con el fragmento de piedra entre los dedos; sin embargo, no tenía la mancha plateada de una Marca, a pesar de no llevar guantes.

—Circe- sí, no era una bruja muy buena —bajó la mirada sólo un instante. Continuaba sentado en el suelo—, pero tampoco era mala. O yo no estaría aquí.

Pansy y él intercambiaron miradas rápidamente.

—¿Qué significa esto? —susurró ella, cautelosa.

—Nosotros entramos a Hogwarts hace años para llegar a este momento —informó, poniéndose de pie, despacio. Vestía una capa negra, emplumada, y parecía que le costaba estar sobre las piernas, porque la profesora Ioannidis se apresuró a sujetarlo cuando se tambaleó. Él se mostró avergonzado—, y queríamos pedirles un favor.

Cuando el silencio se prolongó entre ellos, fue Harry quien se les adelantó, con una suavidad impropia de él.

—¿Qué favor?

Dárdano pareció agradecerlo.

—Esto —elevó el fragmento de piedra, para que lo viesen— es lo único que me regresa a mi forma humana, temporalmente. Han encontrado dos, y sabemos que, en este colegio, hay dos personas que guardan otras. Hay varias piedras, en realidad, que serán halladas por alguien aquí, lo sabemos, lo hemos visto —al decirlo, sonaba igual que los centauros cuando hablaban de las estrellas y el futuro, y Draco no pudo evitar fruncir más el ceño—; y nosotros necesitamos sólo una.

—¿Por qué no usar esa que tienes ahora?

Él dejó caer los hombros e hizo girar el fragmento que tenía sobre la palma. Negó.

—No puede ser cualquiera, necesito la misma piedra que me hizo esto. He tocado miles, sé cuándo no son la que busco —apretó la piedra entre los dedos, con fuerza—, y esta no lo es. Tenemos buenas razones para pensar que una de las otras sí, y si no son, nos tocará buscar otro lugar donde podamos encontrarlas.

—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros? —cuestionó Draco, cuando se hizo una idea de por dónde iba aquella conversación.

—Las piedras no aparecen de la nada. Personas específicas, en situaciones específicas, las encuentran, por motivos precisos.

Debió suponerlo. Soltó una pesada exhalación.

—Y quieres que las encontremos por ti.

—No por mí —él lució culpable al mirar de reojo a la bruja—. Pero, si es posible, quisiera que me dejaran verlas, en caso de que las encuentren ustedes.

—Claro.

Draco y Pansy giraron la cabeza a la vez. Junto a ellos, Harry se encogió un poco bajo la repentina atención.

—Digo —balbuceó, pasándose una mano por el cabello—, si las encontramos igual, ¿por qué no dejar que las toque? Con suerte, alguna será la que busca y...

—No sabemos cómo se hizo eso —interrumpió Draco, que acababa de caer en cuenta de algo. Alternó la mirada entre su compañero y el hombre-pájaro. Sintió que la ligera picazón y la ansiedad incomprensible estaban de regreso.

...nos hemos llevado lo que más valoras...

—La piedra no convierte a nadie en pájaro —siguió, firme, a pesar de que no estaba tan seguro—, y la bruja de la que habla la Eneida tendría que llevar más de un milenio muerta. Vivimos mucho, pero no tanto.

—Cuando no sabes lo que haces —respondió Dárdano, con inusual calma—, puedes conseguir resultados que no deberías obtener. No precisamente de los buenos. Lo único que quiero pedirles es que, si pueden, me dejen acercarme a las piedras que encuentren, es todo.

Al final de la última frase, un sonido más agudo se combinó con su voz. Él soltó una exhalación y apretó los párpados un instante.

Dárdano se arrodilló en el suelo, y le ofreció la piedra a la bruja. Ioannidis la tomó. Le temblaba la mano. Él se la sujetó, y desde la distancia que los separaba, pudo distinguir que le besaba los nudillos, poco antes de que su silueta empequeñeciera y se llenara de plumas, dejando al Augurey en su lugar.

Draco los observó, con un nudo que le cerraba la garganta y hacía que fuese difícil tragar.

...nos hemos llevado lo que más valoras...

Mientras veía a la profesora inclinarse para tenderle el dorso al pájaro, que se posó sobre este, se le ocurrió que, quizás, la pista a la que los centauros se referían nunca estuvo dirigida a ellos.

—Sí —musitó, aturdido—, supongo que- bueno, si encontramos otra, podríamos- sí, claro.

Cuando la bruja lo aceptó con un asentimiento, podría jurar que reconoció la expresión sombría debajo del velo oscuro. Reaccionó, con un brinco, al toque de Harry en el brazo, a quien miró enseguida.

—Hay que ver qué dicen los centauros de esto, ¿no?

Él vaciló un momento, viendo hacia la profesora Ioannidis, luego al pájaro, y por último, a Pansy. Luego asintió.

—Sí, supongo que sí.


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