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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo cuarenta y nueve: De cuando hay idiotas en Hogsmeade (e idiotas en Hogwarts)

—…no hay nada mal con tu cabeza.

—¿Está seguro? ¿Completa, totalmente seguro? Tal vez sea sólo que no está revisando como debería, que no se da cuenta de algo, lo ignora, o…

—¿Pretendes enseñarme legeremancia ahora, Draconis? —el adolescente apretó los labios y no emitió sonido alguno, y esta, en sí, era una respuesta—. Te lo he dicho: no ocurre nada con tu cabeza, todo está en orden. Tanto como puede estarlo, tratándose de ti.

Él vaciló un momento. Estaban cara a cara, en lados opuestos de una de las mesas de trabajo del laboratorio de pociones; el profesor revolvía una mezcla densa, de un verde brillante, en un caldero de latón con una vara de cristal, que por el olor, debía ser un antídoto para el idiota de Zabini, que no dejaba de 'escupir' las verdades frente a todo el mundo y estaba confinado a una camilla de la enfermería. Draco, en cambio, tenía los codos flexionados y los brazos apoyados en el borde de la mesa, ligeramente inclinado hacia adelante.

Tomó una profunda bocanada de aire y la soltó, despacio, en una pesada exhalación.

—¿Y por qué me siento como si estuviese hechizado? —musitó, mirando los ojos oscuros de su padrino.

Era una cuestión que no dejaba de dar vueltas dentro de su cabeza. Lo había pensado, analizado y reconsiderado una infinidad de veces durante los últimos días, cuando caminaba por el patio o los alrededores del Bosque Prohibido y sentía los pensamientos embotados, se olvidaba de ciertos asuntos, incluso mientras hablaba, y perdía el equilibrio en el campo de Quidditch. Dentro del colegio mismo, el efecto no era así de fuerte.

—Ya te lo he dicho —repitió, en un tono contenido, que le advertía que dejase de presionar porque él tampoco estaba feliz de entablar aquella conversación en particular—. Tu- cosa —escupió el término, el rictus de desprecio dibujándose en su rostro— con el chico Potter no es algo que se pueda quitar con magia.

Draco bufó. Sentía que un ligero ardor le cubría los pómulos.

—Yo no estaba hablando de eso —masculló, pero se aseguró de no observarlo de nuevo—, sino de un hechizo real. Magia. No- eso, bueno-

Boqueó. Odiaba titubear así. Al darse cuenta de que lo hacía, volvió a apretar los labios y cerró las manos en puños, sobre la mesa.

Bien, aquel punto llevaba siendo incómodo desde la semana pasada, y todo a causa de una pregunta sencilla y, en general, inocente:

Sev, cuando tenías mi edad, ¿querías besar a mi primo Regulus? ¿O pensabas que era…ya sabes, lindo? —nunca se le olvidaría la expresión de horror que puso el hombre, mirándolo por encima de los viales que acomodaba en ese momento—. Digo, no como una chica, no, es- es como que entra a un sitio y no puedes- no quieres dejar de verlo, y hay algo que hace que lo vuelvas a hacer, y tú intentas apartarte y resulta que terminas viéndolo otra vez…

Estás pasando demasiado tiempo con Hufflepuffs —fue la única respuesta que obtuvo de su parte, y al percatarse de la postura rígida de su padrino, supuso que había cruzado alguno de los límites imaginarios trazados en su relación, así que se encogió de hombros.

Sí, eso debe ser.

Sin embargo, no recordaba haberle mencionado a qué se debía en ese entonces. Por supuesto, Snape no era ciego ni estúpido, lo conocía desde que era un bebé, y si ocurriese algo extraño en él, era probable que fuese de las primeras personas en notarlo y hacérselo saber.

Aquello debía ser un tema superado. Él tendría que haber lidiado antes con esto.

Si lo hubiese hecho en cuarto año, cuando se dio cuenta de lo que pasaba, quizás, para ese momento, no tuviese la sensación de encontrarse a orillas de un precipicio interminable y desconocido, observando sin ver en realidad, lo que lo aguardaba si saltaba.

No estaba preparado.

No se sentía preparado.

Desde esa tarde, le daba la impresión de que Snape lo veía como si se preguntase por qué no podía haberse quedado como un niño de cinco años, interesado en los 'tubitos de cristal' que su padrino utilizaba en el laboratorio provisional de la Mansión Malfoy, o el por qué tendría que, entre todas las personas que conocía y valoraba, buscar una respuesta en él. Si era sincero, tratar aquel asunto con el profesor, sí que sonaba a locura.

¿Pero con quién más, sino?

Pansy lo haría llegar más pronto que tarde a la realización que intentaba retrasar con todas sus fuerzas; ella sabría, se daría cuenta nada más escucharlo, ver cuando hablaba de esa persona. A Luna ni siquiera podía mencionárselo; desde el año anterior, que la chica decía que tenía que hablarlo con él, y la idea de comentarlo frente a-

No.

No podía pensar en su nombre ahora. Pensar en su nombre lo hacía divagar, y divagar le recordaba otras cosas, y esas otras cosas lo harían enfrentarse a la conclusión que no quería y-

Oh, Merlín. ¿A quién estaba engañando?

Claro que le gustaba Harry.

Estaba enamorándose de Harry, poco a poco, sin saberlo, y en ningún momento, él dio su consentimiento para tal acto.

Pero el abismo que continuaba ahí, abriéndose a sus pies, tenía emociones que no sabía sobrellevar, y el instinto de autoconservación lo instaba a dar un paso hacia atrás, y luego otro, y otro, y otro. Debía alejarse. Debía esperar que se pasase. Debía quemar ese puente que los sentimientos indeseados construían, antes de que fuese demasiado tarde, demasiado grande, demasiado inestable.

Draco tenía los ojos fijos en la mesa de trabajo cuando percibió, distante, la caricia fantasmal en la cabeza. Podría haber sonreído, pero de nuevo, ellos no eran así. Él debía fingir que no se daba cuenta, y su padrino simularía no haber hecho nada, y en el fondo, era mejor que ciertas cosas —esta, entre ellas— permaneciesen del modo en que lo hacían.

—Tal vez no sea tu cabeza el problema —le escuchó decir al mago, por lo que levantó la mirada hacia él. Snape hacía levitar unos ingredientes recién cortados, para añadirlos uno a uno, al caldero, sin dejar de revolver—, he visto que algunos estudiantes están siendo más estúpidos de lo normal, y me preguntaba por qué. ¿Dices que es como si te distrajera, cada vez que estás haciendo algo?

Le llevó unos segundos recordar por qué estaba ahí. Asintió.

—Sí, bien. Suena a algo de lo que tendría que informar a Dumbledore, al menos para que compruebe la situación dentro del castillo —ya que Draco se dio por satisfecho con haber cumplido dando el aviso, se dispuso a recoger su maletín de piel de dragón, hasta que oyó un débil carraspeo de su padrino. Se detuvo—. Y sobre lo otro —Snape tenía la nariz arrugada y los labios fruncidos, su desagrado era tan palpable, que una ola de agradecimiento lo inundó cuando se forzó a continuar tras una pausa:—, quizás, por una vez, seguir un imprudente impulso sea, digamos, la mejor alternativa.

Tuvo que presionar los labios con fuerza, para abstenerse de sonreír.

—¿Me acabas de dar permiso de ser imprudente, padrino?

Enseguida el profesor se crispó, sus nudillos estaban blancos al cerrar los dedos sobre la vara de cristal con que revolvía.

—No te equivoques. Sólo digo que, a tu edad, ni siquiera yo fui tan rígido —cuando Draco elevó las cejas, el hombre rodó los ojos—. ¿Sabes qué le dije a tu padre cuando no tenía idea de qué hacer respecto a Narcissa?

—¿Que no fuese un idiota sentimental y dejase de imitar a los Hufflepuff?

El mago asintió dos veces, despacio, como si lo aceptase.

—Eso fue al comienzo —puntualizó después, sacando la varilla del caldero para limpiarla, a mano, con un pañuelo grueso lleno de manchas extrañas, que era mejor no identificar—, cuando pensé que era uno de sus caprichos.

Entonces el chico sí que no pudo restringir por más tiempo la sonrisa. Bueno, supuso que lo de parecer a su padre era cierto en más de un sentido, y no abarcaba sólo el aspecto físico.

—Pero madre no lo era —murmuró, para instarlo a proseguir. Snape estrechó los ojos, en una silenciosa advertencia de que dejase de presionar. Él esperó, con una expresión que bien podría ser la imagen misma de la inocencia.

—Lucius me dijo un día: "cuando cierro los ojos, me puedo imaginar pasando el resto de mi vida con ella, y ni siquiera tendría que hacer algo en especial; sólo estar ahí". Fue la primera, y única —hizo un especial énfasis en esa palabra— ocasión en que lo escuché decir semejante cursilería estúpida.

El hombre calló y le dedicó una mirada larga, inquisitiva. Draco lo pensó un momento, tamborileó los dedos sobre el borde de la mesa, con la única intención de ganarse un poco de tiempo. Luego, sin que le dijese algo, respiró profundo y cerró los ojos.

Y se lo imaginó.

0—

Cuando Hermione regresó de la práctica de Quidditch del equipo de Slytherin (acompañaba a Pansy en las gradas, ahora que tenía la aceptación general del equipo, de que no le interesaba el deporte y, por ende, no diría nada de lo que viese en sus tácticas al respectivo grupo de Ravenclaw), era la hora de la cena. Ella había comido en el campo, con la chica, mientras esperaban a que Malfoy dejase de dar vueltas en la escoba, llevando los lentes de Harry alzados en un brazo y burlándose de él, y el otro chico lo persiguiese entre gruñidos y quejidos, sólo para terminar los dos rodando por el césped y riéndose.

Tuvo que apartar la mirada un momento, cuando Malfoy quedó sobre Harry, y por la manera en que se veían y hablaban en murmullos, parecía un instante demasiado íntimo, privado. Ella no quería meterse. A su lado, Pansy acariciaba el pelaje del conejo mágico y disimulaba una sonrisita, a la que no le encontró motivos.

—¿Crees que les falte mucho? —la oyó preguntar, pero en el fondo, estaba convencida de que no se refería a si la práctica estaba a poco tiempo de terminar. Prefirió no contestar.

Había tomado la decisión de dejar que fuesen a su ritmo, ser una espectadora, y pensaba mantenerse así, hasta ese momento en que sus compañeros volvieron a callarse cuando puso un pie en la Sala Común. Se detuvo, barrió el lugar con la mirada, topándose con el mismo grupo que llevaba varios días reuniéndose en torno a la chimenea, y la sensación de que se perdía de algo la invadió.

Entendería la reacción si hubiese estado, de nuevo, con Luna. Algunos estudiantes todavía no sabían cómo comportarse delante de ella y la ignoraban, en especial después de lo que ocurrió con los últimos que la molestaron, evento que los Ravenclaw aún no olvidaban. Pero estaba sola, y aunque no podía decir que tuviese grandes amistades con ellos, estaba segura de que en esos cinco años que llevaba en el colegio de magia, nadie se callaba cuando ella entraba a una habitación.

Avanzó despacio, tomándose su tiempo para revisar el tablero de anuncios, saludar a unos miembros del club de Astronomía que estaban entrando a la biblioteca privada, y así, comprobar si continuaban su plática mientras se movía. No lo hicieron.

Sólo cuando estaba en la parte alta de las escaleras, a punto de alcanzar el dormitorio de las chicas, escuchó a uno de ellos.

—…en serio, chicos, están cruzando una línea y lo que pretenden es algo horrible.

Hermione se quedó quieta, la mano sobre el pomo, de cara a la puerta. Estaba oculta gracias al ángulo de la pared, con respecto a la sala y el área de la chimenea.

—¡Sh, Anthony! Cierra la boca, ¿han puesto el muffliato?

—No, todavía no, pensábamos que tardaría más en venir…

—¡Sh, que los escuchará!

—Yo no quiero ser parte de esto —la voz de Anthony Goldstein, que identificaba de las clases que compartían, se sobrepuso a la de sus compañeros—, no me metan. No los voy a acusar pero tampoco a defender cuando se enteren. Hay cosas con las que no se juega.

¿Qué era?

¿Qué pasaba? ¿Qué estaban planeando?

Asomándose por el borde de la pared, descubrió que Anthony se apartaba del grupo, junto a un chico de otro año. Ahora la mayor parte del conjunto estaba conformado por estudiantes mayores, que por lo que sabía, no tenían razón alguna para estar hablando con los de su curso.

Se metió al cuarto, de la forma más sigilosa que pudo, y recogió un libro de bolsillo con hechizos, que Pansy le prestó. Cuando volvió al final de la escalera, los chicos susurraban. Se agachó junto al escalón más cercano a la puerta, pegada a la pared, y buscó entre las páginas con veloces ojeadas. Sabía que estaba por alguna parte.

Ahí.

Pronunció el encantamiento una fracción de segundo antes de que el zumbido familiar del muffliato la alcanzase. Aguardó. Cuando hizo efecto, el zumbido se detuvo.

El hechizo espía la dejaba escuchar su plática en la distancia, pero entendía poco o nada, así que continuó buscando en el libro. Bien, tenía que reconocer que aquellos no los había practicado, porque no les vio la utilidad. Tuvo que realizar la floritura del siguiente tres veces, para que le saliese medianamente bien.

Igual que si hubiese presionado el interruptor de volumen de un televisor, sus palabras se hicieron más claras a medida que agitaba la varita en el aire. Frenó cuando estaba segura de poder comprenderlos sin esfuerzo.

En las escaleras contrarias, las que llevaban al dormitorio de los chicos, notó que Anthony se detenía y la observaba. Se llevó el índice a los labios y siguió presionada contra la pared, varita en mano. El muchacho apretó los labios, miró hacia sus compañeros en la Sala Común, y terminó por asentir, para después perderse dentro de su cuarto.

Suspiró con alivio.

—…Malfoy es un cretino inaccesible, ya nos hemos dado cuenta de eso. No me quiero imaginar cómo lo van a pasar los que apostaron a que podían llevárselo a la cama —no reconoció a la persona que hablaba, por lo que asumió que se trataba de un estudiante mayor. Inmóvil, aún agachada, sintió que un peso helado se instalaba en el fondo de su estómago.

—Me suena a que voy a perder los galeones que puse en esto —comentaba otro, y ella sabía que era una voz que había escuchado recientemente, pero tampoco lo conocía. Algunos se reían. Idiotas.

—Parkinson podría darnos más suerte, vieron cómo está. Zabini nos la ha dejado en bandeja de plata. El problema aquí es…Malfoy, de nuevo. Ese intento problemático de mago oscuro va a perder la cabeza si tocamos a su amiga.

—Oí que fue él quien envió a Zabini a la enfermería contando todos sus secretos —decía una tercera voz. Ella no sabía que el rumor se había corrido tan rápido; lamentó que no pudiesen desmentirlo—, hay algo malo con él, fuera de broma. Dicen que su padre enloqueció y que a Malfoy le va a pasar lo mismo.

—¿Quién dice eso?

—Todo el mundo —un chasquido de lengua, un bufido—. Klean, el de Gryffindor, ya sabes, dice que cuando estaba en primero, los Gryffindor que compartían clase con él y Parkinson llegaban asustados. Gryffindors asustados, ¿te lo imaginas? Se sabía los hechizos de Defensa contra las Artes Oscuras a esa edad. Y no hablo de los contrahechizos, sino de los de magia negra.

Klean. Le sonaba el nombre.

Conjuró pergamino y lápiz desde su baúl, se aseguró de que la puerta no hiciese ruido al abrir y cerrarse, y comenzó a escribir.

Mientras más escuchaba, más ganas le daban de ponerse de pie y lanzar alguna maldición hacia ellos, gritarles lo estúpidos que eran, la desgracia que suponían para la Casa de Rowena. Le daba vergüenza, sólo de pensar que compartía Sala Común con gente así.

Cuando la conversación se desviaba hacia términos extraños y maquinaciones que pensaban llevar a cabo para lograr sus objetivos, los nombres se hicieron menos frecuentes, y ella quedó a la deriva, porque conocía a pocos estudiantes por su apellido.

Acababa de enrollar el pergamino, para guardárselo en el bolsillo, cuando la puerta del dormitorio de chicos volvió a abrirse. Se puso en guardia por reflejo, lista para una escapada improvisada, hasta que cayó en cuenta de que Anthony estaba bajo el umbral y le hacía una seña.

Esperó. El muchacho se puso de cuclillas, también fuera del campo de visión de quien estuviese en la sala, colocó un pergamino atado en su palma, abierta hacia arriba, y sopló. La ráfaga de aire mágico lo llevó hacia Hermione, que lo atrapó en el acto.

Fue el turno de Anthony de llevarse el índice a los labios. Cuando ella asintió, se enderezó y volvió al interior del cuarto.

Al retirar la cinta que lo mantenía enrollado, descubrió una lista de cinco nombres y apellidos por cada Casa de Hogwarts, con un número al lado. El 5 era el menos común, e se alternaban y repetían con frecuencia. Muchos no le sonaban de nada.

Cuando puso un pergamino extendido sobre el otro y los dobló ambos, para utilizar la misma cinta, sólo podía pensar en la expresión de Pansy en el comedor, cuando se enteró de lo de Zabini.

Y en la que pondría cuando le llevase esto.

0—

Draco estaba irritado. De hecho, estaba más que irritado cuando Harry dejó el puesto en la mesa de las Tres Escobas, que de inmediato fue ocupado por un tal Klean.

En serio, ¿por qué tenían que comenzar a molestar ahora? ¿No había nadie más con quien hablar?

Le dedicó una mirada desagradable, estrechando los ojos, pero del mismo modo en que venía ocurriendo desde hace semanas, el chico de séptimo sólo sonreía, ladeaba la cabeza, y salía con alguna otra ocurrencia por la que se abstenía de rodar los ojos, ya que Pansy, sentada a un lado y sumida en una plática con un grupo de Ravenclaw, le daría un codazo si volvía a comportarse como un 'maleducado', de acuerdo a ella.

A la mierda la educación, los formalismos y la paciencia, si es que alguna vez pudo presumir de tenerla. Era la última visita a Hogsmeade antes de que empezase a enfriar el ambiente, caería nieve, tendrían pocas ganas de salir del castillo, luego vendrían las vacaciones, y Draco había tomado la determinación de arreglar aquel asunto antes del Yule.

Era una cuestión de lógica. Hacerlo antes, suponía que si resultaba mal, tendría unos días para reorganizarse y sopesar su situación. Si salía bien, en cambio…

Bueno, no podía empezar a divagar pensando en ello. El aire allí era denso, demasiado caldeado, y por momentos, se encontraba pensando en por qué, por Merlín, Harry no podía simplemente haberse quedado en ese asiento, el tiempo necesario para que hiciese acopio de todo su valor, en vez de seguir a Weasley a la tienda de quién-sabía-qué-al-dos-por-uno-para-pobres-como-él y dejarlo en esa situación forzada.

No era que no le gustase la atención, ser el foco de preguntas, un oyente permanente, dispuesto a aceptar cualquier cosa que le dijese. A Draco le encantaba saber —porque lo había comprobado los últimos días— que podía levantarse en ese momento, y el idiota lo seguiría como un perrito faldero, y si pedía alguna cerveza de mantequilla o algo para comer, a pesar de que por obvias razones no tenía que hacerlo, lo pagaría por él. ¿Y a quién no le gustaba conseguir las cosas de esa forma?

Pero no pasaba. No sin un motivo. Nadie daba tanto a cambio de nada, y él no era ingenuo como para pensar lo contrario.

Cuando habló del tema con Pansy, ella le preguntó si no podía intentar, al menos, darles una oportunidad. Harían amigos. Draco no quería hacer más amigos, ya tenía de sobra, soportaba a Weasley y su cuota de imbéciles estaba cubierta.

Sin embargo, lo hubiese aceptado cualquier otro día, uno que no tuviese la intención de 'tantear el terreno' con Potter.

Cuando salieron del castillo ese día, caminó unos pasos por detrás de Harry, que conversaba con Pansy y Ron. Luna no los acompañaba porque iba al pueblo de los centauros por una instrucción en Adivinación de estrellas, Granger estaba desaparecida desde la noche anterior. Mientras veía la cabellera despeinada y oscura, y su andar torpe y con prisas, se le ocurrió que podía llevarlo aparte y comentarle, como si fuese una de esas preguntas que le hacía de pronto, qué pensaba de intentar salir con alguien. No tenía que dar ningún nombre. Sonaría casual, sencillo. No había riesgos de hacer el ridículo ni soltar nada indebido.

Ese era el plan, al menos.

Draco se levantó sin miramientos, se alisó los pliegues inexistentes del pantalón y se ató bien el cuello de la capa con amuletos de calor, a la vez que deslizaba hacia afuera el Apuntador. Estúpido Harry, estúpido Weasley, ¿por qué no podían quedarse quietos y cooperar?

—¿A dónde vas?

¿Por qué no se podía lanzar una maldición, una pequeña, ligera, a alguien que fuese tan molesto? No lo comprendía. El mundo sería un lugar mejor para sus nervios, si pudiese hacerlo, y así, que comprendiese el mensaje que debía tener escrito en el rictus de desprecio con que lo miraba: "déjame tranquilo, imbécil".

—¿Quieres salir de aquí?

No, idiota, me cambió de mesa para no mirar tu fea cara. Por Merlín. Draco rodó los ojos y le pasó por un lado, sin contestar.

Aunque podía decir que era un halago ser perseguido, en otras circunstancias, nunca detestó tanto un poco de atención como en el instante en que percibió las pisadas que iban detrás de él.

Los dedos le picaban, ansiosos contra la madera de la varita, metida en uno de los bolsillos de la capa, por lanzarle, como mínimo, un aguamenti que lo hiciese sentir que se congelaba con el frío atroz e incomprensible que hacía ese día. No le habría sorprendido que el invierno se adelantase y la primera nevada cayese esa misma tarde.

—¿Draco? —insistía— ¿pasa algo?

Sí, que no dejas de joder.

Calma, calma, mantén la calma. Eres un Malfoy.

Los Malfoy no gritan en público.

Los Malfoy no maldicen a alguien sólo por ser unos acosadores. Probablemente.

La flecha del Apuntador estaba inquieta. ¿Por qué Harry tenía que elegir justo ese día para hacer un recorrido por el pueblo que conocían desde hace dos años y visitaban casi todas las semanas?

Claro, no existía persona más inoportuna que Potter, ¿es que acaso él no lo sabía, después de convivir en el mismo cuarto por tanto tiempo?

Bendito Merlín, alguien que callase a ese idiota. Klean seguía hablándole detrás de él, y aunque era admirable que pudiese seguirle el paso cuando iba con prisas y le llevaba ventaja, de nuevo, hubiese preferido que eligiese otro día para hacerlo. Si no tuviese en mente que contaba con un motivo oculto, que todavía no podía descubrir, y no se sintiese seguro de que le asquearía ese tipo de contacto con alguien más que Harry, podría haberlo considerado una opción.

Y si no fuese tan estúpido como para perseguirlo, cuando era obvio que si apretaba el paso y se desviaba por algunos callejones, era que quería que lo dejase tranquilo.

Apretó los dientes para evitar lanzar un conjuro, la varita era más tentadora ahora. Klean no se callaba. La flecha del Apuntador se desviaba y notó que iban en un enorme círculo porque, bendito Merlín por millonésima vez, Weasley debía estar llevando a Harry de regreso a las Tres Escobas, y él sabía que tendría ganas de maldecirlo cuando estuviesen frente a frente, por hacerle recorrer Hogsmeade en vano, en lugar de decirle lo que se suponía que ensayó mentalmente durante la hora del almuerzo, escuchando sin oír la plática incesante de los demás.

—Draco, espera- —un tirón, se detenía. Le agarraba el brazo y Draco veía por encima del hombro, preguntándose qué le hacía pensar al muy idiota que le había dado permiso de tocarlo, incluso si era sobre la tela de la capa.

Fuese cual fuese su expresión, logró que él lo soltase. Sacudió el brazo, sólo para dejar en claro que lo disgustó, y continuó caminando sin prestar atención a los pasos que todavía iban detrás de los suyos.

Cuando entró, de vuelta, a las Tres Escobas, empujó la puerta sin cuidado y dio zancadas para atravesar el lugar cuanto antes y finalizar con aquella mala suerte. Pansy, de pie ahora, agradecía a un chico mayor de Ravenclaw que le llevaba los libros recién comprados, y Harry y Weasley acababan de alcanzar la mesa, y él en serio, en serio, estabatan irritado que sentía una débil picazón incómoda, el aire se le hacía imposible de respirar con normalidad.

Lo siguiente que pasaría, en retrospectiva, era de esperarse. Años más tarde, Draco juraría que lo único que recordaba era la voz que lo llamaba, estar frustrado por no poder seguir un sencillo plan de dos pasos, y haberse dado la vuelta para encararlo. Y la magia. Nunca olvidaría la sensación de la magia en el aire.

—¿Qué mierda es lo que pasa contigo? —resopló. Tenía las manos apretadas en puños dentro de los bolsillos de la capa, el rostro le ardía por un rubor que era de pura rabia. Odiaba que las cosas no saliesen como las quería, ¡no estaba pidiendo tanto!

El chico se quedaba quieto, titubeaba. Claro, lo seguía por todo el jodido pueblo mágico, pero al momento de dirigirse a él, ni siquiera sabía por qué le hacía perder el tiempo y jugaba sobre el delgado hilo que era su paciencia.

—Bueno, yo- me preguntaba si tú, ya sabes, pensé que podríamos-

—¿Pensaste? —repitió, en un tono agudo que incluso a él lo hubiese sorprendido, de haberse percatado de cómo sonó— ¿tú piensas? Por Merlín, esto es todo un descubrimiento, ¡escuchen! —extendió los brazos, para capturar la atención del resto de los estudiantes que se reunían en el local. Klean empalidecía poco a poco— ¡él piensa! Esto es sorprendente, ¿sabes? Porque cuando intenté, sin ser grosero, que me dejaras en paz, demostraste ser poco más inteligente que un inferi, y creí que tendría que deshacerme de ti del mismo modo, para que te entrase en esa cabeza llena de aire, que eres peor que una piedra en el maldito zapato.

Tomó una profunda bocanada de aire al terminar. Vaya, se sentía mejor. Soltarlo era relajante como pocas cosas podían serlo, y ya que acostumbraba contenerse hasta el límite, aquello era agradable.

No entendió por qué el chico lo observaba con ojos abiertos y asustadizos, hasta que sintió una corriente de aire helado y un roce gélido en la mejilla, que pronto se tornó en una gota de agua y se deslizó hacia abajo.

No, se dijo. No era a él a quien miraba. Era a lo que estaba sobre su cabeza.

Otro tacto helado y húmedo. Draco, tenso, se obligó a levantar la cabeza para fijarse en la nube gris que cubría el techo, un metro a la redonda desde su posición, y destilaba copos de nieve.

Bueno, aquello era nuevo. No sabía que podía hacer eso.

Otra ráfaga de aire frío lo hizo estremecer dentro de la capa y encerrarse mejor en la tela. Los copos que se desviaron del trayecto inicial por la ventisca, golpearon a Klean, y a diferencia de los suyos, no fueron gentiles.

Cuando el muchacho lloriqueó, cubriéndose con sus brazos de los diminutos proyectiles fríos, y se apartó lo suficiente para salir del local, la ventisca se detuvo. Draco todavía observaba por momentos a la nube. De acuerdo, no tenía la más mínima idea de qué hacer con esa cosa, pero tampoco pensaba reconocerlo frente a toda esa gente.

La gente.

Oh, Merlín.

De pronto, recordó dónde estaba y lo asoció a lo que acababa de pasar. Bajó los brazos y se giró, despacio, a sabiendas de lo que encontraría.

Pansy, junto a la mesa llena de Ravenclaw, lo veía con ojos enormes, confundidos. Weasley estaba en shock, al parecer.

No necesitó que nadie le advirtiese de lo que se avecinaba cuando distinguió el ceño fruncido de Harry, al dirigirse hacia él con zancadas largas.

—¿Qué se supone que fue eso? —siseó, dando un breve vistazo al resto de estudiantes y clientes que los observaban ellos, o para ser específicos, la jodida nube que tenía, ahora tranquila, sobre la cabeza.

—Me estaba fastidiando desde hace rato y perdí un poco el-

—¿Perdiste el control? ¿Llamas a esto —apuntó la nube inestable— 'perder el control'? Lo atacaste, a un estudiante mayor, en frente de todos. Es una suerte que no te hubiese regresado una maldición, Draco.

Entonces él elevó las cejas.

—¿Qué?

—Primero la poción, y no me digas que no fuiste tú- deja de mirarme así, ¿quién más podría haber sido? —Draco se preguntó, de forma vaga, cómo era que lo miraba—. Después lo del sangresucia —bajó incluso más la voz al decirlo. No era necesario; el local parecía sumergido en el silencio más absoluto, a excepción de su voz acusadora—, ahora atacas estudiantes.

—Yo no- sólo fue nieve-

—Te estás comportando como un idiota, de nuevo.

Parpadeó, incrédulo.

Era una broma, ¿cierto?

—¿Se supone que tengo que dejar que me fastidie, siguiéndome por todo Hogsmeade? —replicó, en el mismo tono. Harry arrugó más el entrecejo.

—No te hubiese matado ser más amable. Puedes tener más control que esto, si sólo-

—¿Por qué? —fue el turno de Harry de parpadear, su postura vaciló— ¿por qué tengo que ser amable? Yo no le dije que me siguiese, ese idiota quiso hacerlo, cuando claramente me estaba molestando. Que se jodan. No tengo por qué ser paciente con ellos.

El chico soltó un despectivo bufido de risa, que hizo que uno a uno, sus músculos se tensaran. Volvió a apretar las manos en puños.

—¿Qué fue eso? —Harry lo observó con aparente calma, sin contestar. La sangre comenzaba a quemarle en las venas—. Harry James Potter, ¿qué se supone que fue eso?

Eso —él presionó el índice contra su pecho, con brusquedad. Draco tuvo que abstenerse de dar un paso hacia atrás— significa que no es como si tuvieses mucha paciencia, en primer lugar.

—¿Así que ahora no tengo nada de paciencia?

—Tú mismo lo dijiste, ¿no?

Llegados a ese punto, a Draco no podría haberle importado menos que hubiese más de una docena de ojos que los miraban fijamente. Avanzó, le devolvió el toque acusador en el pecho, sonriendo con suficiencia cuando Harry  retrocedió, frunciendo el ceño, preocupado por la presencia de la nube mágica.

—Curioso, porque verte hacer todas las tareas a último minuto y ayudarte con ellas, requiere mucha más paciencia de la que tú puedes creer.

—Si tanto te molesta, no lo hagas. No necesito tu ayuda.

—Tendrías una T en trol en Pociones sin mi ayuda —le recordó, en un susurro contenido. No despegaba sus ojos de las fosas verdes y llameantes que lo observaban a cambio.

—Tendré que vivir con eso, para que tu ego deje de crecer.

No acababa de decir eso.

No,  lo había hecho.

—¿Mi ego? —repitió, con falsa incredulidad—. Por supuesto, es que es por mi ego que me desvelo contigo, es por mi ego que pierdo los fines de semana en la biblioteca cuando tú no has terminado, cuando podría estar haciendo cualquier otra cosa en mi tiempo libre, porque yo sí sé organizar mi tiempo. ¿No ves que es una cuestión de ego prestarte mis ensayos y corregirlos con Pansy? ¡Es obvio! ¿Qué más podría ser? Ego, tiene que ser ego, porque soy un cretino que no puede hacer una mierda con una buena intención, porque quiere o porque se preocupe por ti y tu inmensa cabezota, que no puede ni recordar la diferencia entre Amortentia y amaranto.

Se dio cuenta de en qué punto se había pasado. No le importó. Harry boqueaba, él respiraba de forma irregular, sentía que podía tener un estallido, literal, en cualquier momento, ¡y la estúpida nube era incapaz de ir contra Harry, como hizo con Klean!

En el fondo, era una buena noticia. No quería que lo dañase. Pero no podía pensarlo en ese instante.

—Pero ya que soy tal suplicio para ti, mi ego y yo nos vamos, y no te volvemos a molestar —se sacudió cuando el chico hizo ademán de sostenerle el brazo, para zafarse—. Déjame, Potter- déjame. Tú eres el idiota.

—Draco, no empieces, en serio- —cuando se dio la vuelta para irse con la dignidad que todavía pudiese recoger, sintió el tirón de un agarre en la muñeca, y volvió a removerse para que lo soltase—. Me pasé, ¿bien? Sabes que no pienso que seas-

—¿Pues sabes qué? —se giró, agitando el brazo para que lo dejase ir—. No me interesa lo que pienses que soy o no soy. La próxima vez que quieras a sacar a relucir tu lista de quejas sobre mi persona, guárdatelo, porque si soy tan insoportable, no sé qué haces cerca de mí desde hace años-

—Draco, no-

—¡Nunca entiendes nada, Potter!

—¡Maldición, todo contigo tiene que ser así! —estalló Harry, dejándolo ir. Algo se rompió con un sonido tintineante, una persona jadeó— ¡no puedes simplemente cerrar la boca y escuchar lo que alguien te dice! ¡Siempre tienes que tener la última palabra!

—Si tanto te molesta, ¡no me hables más, ya te lo he dicho!

No.

Draco apretó los labios. La nube sobre su cabeza ya no estaba, el local quedó sumergido en una semipenumbra después de que otros estallidos hubiesen llenado el silencio que siguió a sus palabras.

Luego Harry se pasaba una mano por el cabello y giraba el rostro, en la dirección en que estaba la mesa con sus amigos.

—Pansy —llamó entre dientes, causándole un sobresalto a la chica—, dile que no voy a volver a hablarle, si eso quiere.

No.

—¿Es en serio? —musitó, pero no obtuvo respuesta. Harry tenía el rostro girado, de manera que no lo veía.

No. Fue como si hubiesen colocado un peso helado sobre sus hombros, una débil punzada en el pecho le advirtió que no era momento de arruinarlo más, pero no podía pensar en cómo arreglarlo ahora.

Resopló. Ojalá pudiese maldecir a Potter sin sentirse culpable después; sabía que no era posible.

Mierda.

—Harry- —intentó, en voz tan baja que no le habría sorprendido que ni siquiera él lo escuchase. Y de nuevo, sin respuesta—. Bien, como sea. ¿No me quieres hablar? No me hables. Idiota inmaduro.

Cuando salió del local, dando un portazo, la rabia que bullía dentro de él se evaporó en un parpadeo. Tragó en seco, para hacer disminuir el nudo que le cerraba la garganta; no tuvo éxito.

Atravesó con zancadas largas la calle principal de Hogsmeade, los puños apretados, los músculos rígidos. El rostro le ardía cada vez más, a medida que caía en cuenta de la estupidez temperamental que acababa de hacer en público.

No se había comportado como un digno sangrepura, su madre estaría decepcionada. Perdió el control de su magia, de su temperamento.

¡Pero es que Harry era tan, tan, tan idiota! ¿Cómo se le ocurría siquiera insinuar que…?

Draco no estaba seguro de lo que sentía. Jadeaba por el aliento perdido a causa de lo rápido que se movía, el pecho le quemaba por la exigencia incumplida de oxígeno; no eran efectos que pudiese atribuir a ese tonto. Sin embargo, la sensación de inquietud, el no saber si quería correr de regreso o no, las ideas desordenadas y faltas de sentido, sí, en definitiva, tenían un claro motivo.

Si aquello era que te gustase alguien, a Draco no le agradaba.

Cuando se detuvo, en algún punto del trayecto entre el pueblo y el colegio, se dobló desde el abdomen y recargó las manos en las rodillas, tomando profundas bocanadas de aire. Lo sentía pesado, almizclado, extraño, y la impresión de que su mente se embotaba de a ratos, estaba de regreso. Frunció el ceño.

Concéntrate, concéntrate, concéntrate. Snape le había hecho practicar ejercicios básicos de concentración, que utilizaba en oclumancia, por si llegaba a sentirse así de nuevo.

Vació su cabeza de pensamientos, se obligó a relajar los músculos. Concéntrate, concéntrate. Ya no había emoción que le quemase las venas, y de pronto, era más bien el estar vacío lo que le podía preocupar. Concéntrate, concéntrate.

En el momento en que volvió a parpadear, el aire era más fácil de respirar, su mente estaba despejada. Dio un vistazo alrededor, titubeante. No encontró nada que mereciese su atención.

Dos hechos simultáneos sucedieron entonces. Una voz familiar llamó a su nombre, acompañada de pasos acelerados sobre las hojas secas y ramas regadas por el sinuoso camino, y un aleteo que se escuchaba sobre su cabeza lo hacía alzar la mirada hacia el tallo en que Dárdano se posaba.

Pansy también jadeaba cuando lo alcanzó. Tenía las mejillas ruborizadas por el esfuerzo y sostenía los pliegues de su falda, que le llegaba hasta las rodillas, como si pudiese moverse más rápido de ese modo.

Le agarró el brazo y lo obligó a encararla, pero fuese lo que fuese que estaba por decir, quedó relegado a un segundo plano, cuando el Augurey de la profesora Ioannidis graznó y agitó las alas. Ambos se fijaron en él.

—Señor Malfoy —dijo, con esa voz aguda suya—, su Jefe de Casa lo espera en su oficina.

—Los Gryffindor son rápidos para hablar —opinó Pansy, en un susurro confundido. Él asintió, distraído, sin darse cuenta de que lo hacía.

Cuando reemprendió el camino de regreso, su amiga lo sostenía del brazo, y Dárdano volaba por encima de ambos.

0—

Para entrar a la oficina, por supuesto, tuvo que hacerlo solo. Lo que no se esperaba era encontrarse con McGonagall e Ioannidis, de pie a cada lado del escritorio, desde el que Snape lo intentó maldecir con la mirada.

La puerta se cerró detrás de él, caminó hacia adelante, bajo tres diferentes grados y formas de atención, y tomó asiento. No dijo nada cuando McGonagall comenzó su diatriba acerca de lo que significaba atacar a un estudiante, incluso si no estaban dentro de los muros del castillo, honor, educación, falta de control, imprudencias, y cuanta otra cosa encontró para quejarse.

Draco consideraba —y esta opinión personal estaba entre lo que no le confiaba a nadie— que McGonagall era una buena profesora y una gran subdirectora. Pero nunca hubiese intentado defenderse, ni explicarse, frente a ella, porque antes que profesora, era una Gryffindor protectora, y si algo tenía claro de los cinco años que llevaba en Hogwarts, era que los Slytherin sólo podían confiar, con seguridad, en otro Slytherin para asuntos como aquel.

Todavía estaba en silencio cuando le restó cincuenta puntos y le asignó una semana de castigo. Al terminar, ella se retiró, con el rostro enrojecido por la rabia, y lo dejó a solas con dos profesores.

Esperó. Dárdano, que entró cuando él lo hizo, estaba posado en una de las esquinas del escritorio de su padrino, que le echaba ojeadas poco agradables, Ioannidis podría haberse hecho pasar por una estatua. Snape tenía un rictus de desprecio que conocía bien.

Le llevó una eternidad hablar.

—Perdiste el control —escupió, en ese siseo contenido que era más de temer que cualquier grito que le hubiese escuchado dar alguna vez. Sabía lo que se avecinaba, sabía cuánto detestaba su padrino aquellas muestras de carácter débil.

—Él me hartó primero, intenté-

—No me importa qué razón hayas tenido. Había gente mirando, estudiantes, maestros, habitantes de Hosgmeade —lo cortó, y a cada verdad que le era arrojada en la cara, sentía que los músculos se le tensaban hasta llegar a un punto imposible de rigidez—. Dejaste a tu magia hacer lo que le dio la gana. Fuiste contra alguien, y no me interesa que haya sido algo mayor o que pudieras haberlo atacado en verdad, sabes que ellos no comprenderán eso; tú serás el que cometió el error para los demás. Asustaste a estudiantes menores que estaban presentes, dañaste propiedad privada…

—Lo de las luces no fue cosa mía —juró, deprisa. Estaba convencido de ello; la oleada de magia provenía de Harry, no de él.

—¿Y quién puede asegurarlo?

Calló. Por supuesto, la única persona que podía afirmarlo era él mismo. No creía que ni siquiera el propio Harry supiese lo que hizo. Ni pensaba acusarlo.

Apretó la mandíbula hasta que sintió un leve rastro de dolor.

Era un idiota.

Se sentía como un idiota.

—No irás a Hogsmeade hasta nuevo aviso, cuando hayas regresado de las vacaciones de navidad —anunció el profesor. Draco hizo ademán de replicar, pero la forma en que lo observaba no daba lugar a ninguna contestación que no fuese un "sí", y en verdad, se había quedado sin ganas de discutir cuando salió de las Tres Escobas. Ahora sólo estaba cansado—, pondré un hechizo de rastreo, de nuevo, sobre ti, cuando sea fin de semana de visita.

Bien, aquello era bastante indignante. Cerró las manos en puños, por debajo de la mesa, y luchó por contener las protestas. Quería salir de ahí, su cabeza era un hervidero de ideas.

—…en cambio —prosiguió, incluso más bajo, lo que lo obligaba a prestarle su absoluta atención a cada palabra que soltaba—, te quedarás conmigo para que trabajemos en tu balance mágico.

¿Qué?

—No tenías varita, ¿cierto? —inquirió, haciéndolo parpadear—. Ese estúpido Gryffindor llegó clamando que ibas a matarlo sin mover un dedo.

Draco sólo atinó a negar.

—Entonces está decidido. Te quedaras para practicar, sin quejas, sin obstinaciones, y no se habla más del tema. Cuando te dije que podías cometer una imprudencia, no me refería a esto, Draconis —el chico tuvo el buen juicio de observarlo desde abajo cuando se puso de pie, con su mejor y más practicada expresión de disculpa. Su padrino, que era consciente de ello, resopló y rodó los ojos, antes de dirigirse a la pared que abría el pasaje hacia su dormitorio y el área privada del laboratorio—. Cinco minutos máximo, Ioannidis.

—Gracias, Severus —contestó Dárdano, sin verlo cuando la grieta se dibujó en la pared del fondo y el hombre desapareció a través de esta. Draco, todavía sentado frente al escritorio, alternó la mirada entre el pájaro y la nigromante, durante los segundos de silencio que le siguieron a su retirada.

—¿Tendré tres castigos por algo tan tonto? —se le ocurrió preguntar, en tono suave, pero sin ocultar el deje de amargura que sentía. La profesora meneó la cabeza. Continuaba inmóvil, de pie.

Cuando el ave graznó, dio pequeños saltos que lo hicieron quedar frente al adolescente.

—¿En qué pensabas cuando estallaste? —Draco se cruzó de brazos al oír la pregunta y le frunció el ceño; el Augurey, por supuesto, aguardó sin intimidarse.

—Sólo quería que me dejase tranquilo —confesó, en un murmullo—, no pensé en nada en particular. Ni siquiera supe lo que hice hasta que me di cuenta de que lo había asustado.

Dárdano ladeó la cabeza y lo observó durante un rato. Luego volvió a sacudir las alas.

—¿Te había pasado antes?

—Que yo sepa, no.

—¿Tenías estallidos de magia accidental de niño?

—Algunos —se encogió de hombros, para restarle importancia—, como todos los niños.

El pájaro lo aceptó con un escueto asentimiento.

—¿Dices que lo de las luces no fuiste tú? —ya que no estaba seguro de lo que pasaría si contestaba, se mantuvo en silencio— ¿fue el Gryffindor al que enfrentaste?

Negó, de nuevo. Ese idiota apenas sabría hacer magia básica con una varita, ni hablar de algo semejante. Dárdano pareció considerar un asunto, mientras lo observaba con ojos oscuros y curiosos.

—¿Fue el señor Potter?

Draco apretó los labios y no respondió. El ave agitó las alas al revolotear.

—Eso es interesante —mencionó, en voz baja. Después dedicó un vistazo a la profesora inmóvil y volvió a graznar—. Bien, es suficiente, señor Malfoy. Por favor, absténgase de ir contra otro estudiante, sea cual sea la razón, y preste atención a las instrucciones de su Jefe de Casa cuando le dé lecciones. Y, señor Malfoy —agregó, cuando el chico se ponía de pie al comprender que ya podía retirarse—, no le diga a nadie que fue el señor Potter quien arruinó las luces del local.

A pesar de que no le había dicho su nombre, y por ende, tendría que fingir que desconocía de lo que hablaba, asintió. No pensaba decirlo a nadie, de cualquier modo.

Dárdano sobrevoló encima de su cabeza cuando caminó hacia la puerta de la oficina. Al llegar al umbral, vio que el pájaro lo rebasaba y se iba hacia la salida de las mazmorras. Detrás de él, la profesora ya no estaba y el laboratorio se encontraba vacío.

No había dado más de dos pasos, cuando fue interceptado por unas manos que le sostuvieron los hombros, deteniéndolo. Suspiró al ver a Pansy frente a él. Un poco más allá, Harry tenía las manos metidas en los bolsillos y no dejaba de mirar a cualquier dirección, excepto él.

La ligera punzada que sintió en el pecho tenía un significado que no quería reconocer, pero tampoco tenía más opción. Se forzó a relajar la postura.

—Tengo una semana de castigo y nada de visitas a Hogsmeade hasta nuevo aviso —contestó a la pregunta silenciosa de su mejor amiga, que llevaba escrita en los ojos. Notó que ella también se tranquilizaba, y por si no le bastaba con la vergüenza de haber perdido el control y la culpabilidad, también estaba el hecho de haber preocupado a Pansy. Le sujetó una mano y le dio un leve apretón, a manera de disculpa, que ella devolvió.

—Está bien, no es tan malo —reconoció, con suavidad—, y puedo quedarme contigo en el castillo cuando sea fin de semana de visita. No necesito ir a Hogsmeade.

Él no creía que fuese a resultar bien, si tenía que pasar ese tiempo con Snape, pero decidió no decir nada al respecto todavía. Asintió, con una débil sonrisa. Después Pansy dio un vistazo por encima del hombro, a un Harry que observaba el suelo y cambiaba su peso de un pie al otro, y soltó una pesada exhalación.

Lo señaló, discretamente. Draco meneó la cabeza, ella asintió; la secuencia se repitió un par de veces, en una discusión no verbal de la que no salió vencedor.

Cuando la soltó, la chica se hizo a un lado por espacio de al menos un metro, de manera que quedaron frente a frente. Odió a Pansy por ello. Al mismo tiempo, le estaba agradecido. Era una curiosa sensación.

—Harry- —volvió a intentar, en voz baja. Bien. Seguía sin tener idea de qué decir.

Pero luego Harry levantaba la mirada, con una expresión lastimera, y era vergonzoso, porque estaba seguro de que él no se veía mucho mejor; aunque en el otro fuese tierno e hizo que se olvidase de lo que lo molestó en primer lugar, dudaba que tuviese el mismo efecto consigo mismo.

Tragó en seco y se puso a juguetear con su anillo familiar, sin notarlo.

—Yo-

No quise decir eso. ¿Por qué le costaban tanto unas palabras que eran tan simples? Emitió un sonido frustrado y arrugó el entrecejo.

Frente a él, Harry soltó un bufido de risa.

—Sí, yo igual —respondió, también en un murmullo—. Y sabes que no pienso eso de ti en realidad, ¿cierto?

Draco se encogió de hombros. La emoción vibrante y cálida que lo invadía lo llenaba de un renovado buen humor.

—¿Qué puedo decir? Soy encantador —sonrió a medias. Harry también lo hizo. Le parecía que todo volvía a su lugar.

—¡Bien! —media fracción de segundo después, un brazo le rodeaba los hombros y Pansy los abrazaba a los dos, colgándose de ellos, al emprender el camino hacia la salida de las mazmorras, con una sonrisa—. Pelean como un viejo matrimonio, en serio, no me creí ni por un momento que se fuesen a dejar de hablar —se burló, chocando su cadera contra la de Draco, sin detenerse.

—Podríamos haberlo hecho —aseguró, frunciéndole el ceño. Su amiga arqueó una ceja, con una expresión conocedora.

—Claro que podríamos —lo siguió Harry, titubeante—, sólo que sería ridículo y no quisimos.

—Sí, exacto.

Pansy se rio, haciéndoles saber que no confiaba en una palabra de ninguno de los dos, pero ambos fingieron no darse cuenta.

Acababan de llegar a lo alto de las escaleras que subían desde las mazmorras, cuando se toparon con Hermione y Luna. La primera iba agitada, con el cabello más desordenado de lo normal y las mejillas ruborizadas por la carrera que debió dar para llegar ahí, y la segunda, para su sorpresa, tenía el ceño fruncido. Draco, que nunca la había visto así, pensó que no era capaz de lucir tan centrada hasta entonces.

—Chicos —Granger vaciló. Retorcía los dedos en un rollo de pergamino atado con una cinta, y no dejaba de darle ojeadas a Pansy que, poco a poco, se tensaba al caer en cuenta de que pasaba algo—, yo- nosotras-

—Las paredes oyen —Luna se tocó dos veces una oreja, a modo de señal, y Draco frunció el ceño. ¿Qué podía ser tan importante, como para no decirlo ahí mismo?

0—

La lista de nombres, para ese momento, tenía entre cuatro y seis estudiantes de cada Casa, la mayoría de sexto y séptimo; había borrones, tachaduras, corrector mágico y algunas notas incomprensibles a los lados. Draco reconocía más de un apellido de las últimas semanas.

La Sala de los Menesteres, lugar al que llegaron a través de pasadizos que cumplían la misma función de las escaleras móviles con menor esfuerzo, fue el primer lugar que se le ocurrió cuando las encontraron. Al entrar, adoptó un aspecto de salón simple, pero de buen gusto, que le hizo pensar en los recibidores de la Mansión. Tomaron una mesa y escucharon, en silencio, la explicación de cómo Hermione sabía de la apuesta y se había pasado el día siguiéndoles la pista para comprobar que los nombres en su lista y la de Goldstein era los únicos.

Lucía culpable de tener que informárselo, y entendía por qué. Desde el preciso instante en que les dijo de qué se trataba todo aquello, Pansy había bajado la mirada, y ahora jugueteaba con sus dedos, sobre el regazo.

Granger se topó con Luna cuando decidió que tenía datos suficientes, comprobados, para hablarlo con ellos, y se lo contó primero. Fue idea de Luna ir a las mazmorras, aun cuando se suponía que todavía estarían en la visita a Hogsmeade, porque pensaban esperarlos allí a que volviesen.

Él no estaba sorprendido de hallar el apellido de Klean en la lista de Gryffindor. Llevaba un rato de pie, sosteniendo los bordes de la mesa con tanta fuerza que sentía que los dedos comenzaban a agarrotársele. No le importaba.

Si con la absurda discusión en las Tres Escobas, la sangre le bullía, en ese momento, le había sido convertida en lava. Y de algún modo, el estallido iba a brotar.

Tenía que obligarse a respirar por la nariz, de forma regular, y vaciar su mente, que conjuraba cada maldición que tenía ganas de lanzarle a esos imbéciles en el pergamino.

Harry, junto a ellos, tampoco hablaba, pero tenía las manos apretadas en puños y una expresión de claro disgusto.

—Si le dijésemos a un profesor-

Decírselo a un profesor no haría nada. Podían reprenderlos, pero no significaba que fuesen a detenerse ahí. Luego podrían tomar represalias.

Y no lo merecían.

Merecían algo peor.

—Sólo los soplones van con los profesores, Granger —era un motivo de orgullo, entre todo aquello, que su voz se escuchase nivelada y serena. Las horas de práctica valían la pena, al fin.

Hermione le frunció el ceño.

—Esto es más que una simple conducta inapropiada, Malfoy. Pretenden jugar, a nivel emocional y físico, con los dos, y lo toman como- como si fuese Quidditch- una estúpida apuesta de Quidditch entre los Slytherin y sus respectivas Casas.

—Estamos de acuerdo —la chica lo miró con ojos enormes. Se habría reído de su expresión, de no estar concentrado en organizar los pensamientos que empezaban a hilarse dentro de su cabeza—. Es inmoral, inmaduro, estúpido y prejuicioso.

—Precisamente por eso, tenemos que…—volvió a intentar, callándose cuando lo vio negar.

—Un verdadero idiota no entiende por las buenas, Granger. Y estos son verdaderos idiotas.

—Podríamos hacer una pequeña incursión al laboratorio —escuchó el débil murmullo de Harry. Ambos lo observaron—, unas gotas de poción alterada y se irán a la enfermería con Zabini. Todavía no consiguen la cura, ¿cierto?

Bueno, aquello en parte se debía a que Pomfrey, buena medimaga como era, no conocía de pociones alteradas, y Snape, pese a toda su diatriba en contra de los arrebatos, no había movido un dedo para hacer alguna que deshiciese el efecto. Era uno de esos momentos que lo hacían recordar que el profesor, y no sólo él, conocía a Pansy desde hace años y la apreciaba. A su manera.

Harry levantó la mirada hacia él. Tenía una expresión demasiado tranquila, anormal; uno podría haber pensado que nada rompería su calma, si los ojos verdes no estuviesen ardiendo detrás de las gafas.

Merlín. Nunca había tenido tantas ganas de besarlo.

Podría haber enredado los dedos en su cabello despeinado, haberse inclinado, y no le hubiese importado que fuese frente a tres personas más, si sólo…

No. Tenía que concentrarse en esto primero. Retener el impulso que no iba con él, por muy fuerte que resultase.

Tomó una profunda bocanada de aire para calmar esos cosquilleos cálidos que le invadían el cuerpo. No. Apretó los párpados un instante y negó.

—¿Tienes algo más en mente? —Harry apoyó el codo en el borde la mesa y recargó el rostro en su palma, la perfecta serenidad continuaba inmutable, a excepción del iris llameante.

En serio, en serio, quería besarlo. Debía hacer todo lo que estuviese en su poder para evitar que volviese a verse así, o terminaría por perder la cabeza.

—Sí —declaró, todavía en voz baja, y se forzó a mirar hacia las chicas, porque no se haría responsable de las consecuencias si Harry seguía observándolo como lo hacía—. Vamos a dejar que sigan con esta idiotez, como si no supiésemos nada. Los ignorantes siempre se creen muy listos.

Hermione se quedó boquiabierta. Gesticuló, sin palabras, y a un lado, Harry hizo ademán de replicar, pero él se llevó el índice a los labios y se inclinó más hacia adelante, confidente.

—La apuesta consta de quién llegue más lejos con alguno de nosotros durante los próximos meses, ¿no es cierto? —Granger asintió, cruzándose de brazos—. Eso significa que los tendremos revoloteando a nuestro alrededor igual que moscas. Tienen que ganarnos, procurar que nos llevemos una buena impresión de ellos.

—Piensas usarlos —fue Luna quien lo murmuró, parpadeando como si estuviese por salir de un sueño desagradable.

—¿Ellos quieren salir con los hijos de magos oscuros, ver por qué les dábamos miedo a los otros de niños? —Draco sonrió. Sabía que no era una sonrisa bonita—. Pues que lo hagan.

En el momento de silencio sepulcral que le siguió a su declaración, cada uno, despacio, dirigió la mirada hacia Pansy.

Cuando su mejor amiga levantó la cabeza, tenía esa expresión decidida que no le veía desde la última ocasión en que se enojó.

—¿Cuándo empezamos?

 

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