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Luz de luna por BocaDeSerpiente

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Capítulo setenta y dos: De cuando Harry tiene más de un dragón y hay una isla que se mueve

—Espe- hey, esp-

Harry no encontraba forma de terminar una simple oración; después de unos instantes, la verdad era que tampoco ponía todo su empeño al intentarlo. Besar a su novio resultaba más importante.

Draco estaba en lo que, con los últimos meses, comenzó a denominar ese humor. Sucedía sin ser planificado, sin que Harry tuviese más aviso que sus propias acciones que lo arrastraban a esa nube algodonada donde poco podía interesarse por lo que ocurriese más allá de ambos.

En esa ocasión, como cientos de veces antes, lo único que sabía era que en un parpadeo, Draco le había rodeado el cuello con los brazos, y tenía esa sonrisa ladeada que sacaba a relucir sus genes Black, la que siempre auguraba un problema cuando eran más jóvenes. Lo siguiente de lo que sería consciente era que mordía y succionaba su labio inferior, buscaba una apertura para deslizar la lengua dentro de su boca, y Harry tenía que mantenerlos a ambos a flote en el mar, porque le envolvió la cadera con las piernas, colgándose por completo de él. Para ese entonces, experimentaba un hormigueo en el cuerpo, que pedía más cada vez que él jadeaba y lo llamaba, para después arremeter de vuelta y atraparlo en otro beso; no conseguía preocuparse por el débil oleaje, el sol, ni el hecho de que, en teoría, estaban a la vista desde la orilla.

De algún modo, sus manos fueron a parar al trasero de Draco, apretó, acarició. Él movió la cadera hacia adelante y se balanceó, todavía colgando de su cuello. La fricción le envió un tirón directo a la ingle, que no tardó mucho en tenerlo del mismo humor.

Estaba casi seguro de haber balbuceado algo sobre salir del agua, o quizás cubrirse. O tal vez hubiese sido sobre salir del agua y cubrirse, ir a otro sitio en que pudiesen terminar aquello.

El problema era que su caprichoso novio cambiaba por besos cualquier palabra que soltase en ese momento, si no le gustaba cómo sonaban; Harry pronto confirmó, no por primera vez, que era imposible estar en desacuerdo con Draco Malfoy, cuando estaba trazándole la línea de la mandíbula con los labios, enredando los dedos en su cabello para darle leves tirones, moviendo la cadera de nuevo, para mayor contacto.

Bien, tenía un punto. Habría que estar loco para negarse a él, o retrasarlo más.

Draco se retorció cuando metió la mano dentro de su bañador, tanteando, buscando, un dedo rozándole la entrada y deslizándose con un solo propósito, al tiempo que murmuraba por lo bajo un par de encantamientos que consideró oportunos, con los labios contra el cuello de su novio, donde dejaría una marca. Había empezado a entender su satisfacción al hacérselas, cuando se percató de que la piel pálida las hacía notar incluso más que la suya. A partir de ese punto, era difícil contener el impulso de dejarlo lleno de ellas. No era que Draco se hubiese quejado alguna vez.

—¿Bien? —inquirió a media voz, en esos segundos que siempre lo fastidiaban, porque la necesidad de oxígeno era más fuerte que ellos y debían separarse. Curvó el dedo y Draco volvió a moverse, apretando los labios. Luego asintió un par de veces.

—Bien —aseguró, estirándose para reclamar otro beso, a pesar de que les faltaba el aliento.

El siguiente hechizo no lo dijo en voz alta, porque habría sido imperdonable apartarse de esos labios que exigían, exigían, exigían. Bendita magia. Las prácticas sin varita y no verbales fueron la mejor idea que tuvo en su vida. Muy útiles.

El ruido quejumbroso que soltó cuando sintió la intrusión del segundo dedo, vibró dentro de su boca también. Harry lo besó con más ímpetu para mantenerlo distraído, mientras terminaba de prepararlo. Hubiese seguido con el tercero, si Draco no se hubiese apartado lo suficiente para darle una mirada de ni se te ocurra tardar más, que era bastante amenazante, pese a sus mejillas sonrojadas, húmedas por el sudor y el agua.

Sonrió al inclinarse por un beso más. Nunca iba a tener suficientes de ellos. Draco le siguió el juego, alzando la cadera para facilitarle el deshacerse del bañador, y sólo liberándolo del agarre de sus piernas el tiempo que necesitó para hacer lo mismo con el suyo.

Draco incluso tuvo el descaro, no sólo para colgarse otra vez de él, sino también para frotar directamente el pliegue entre sus nalgas con su miembro. Harry le mordió el labio por la provocación y sintió, más de lo que escuchó, su risa, cuando volvió a besarlo.

Su intención de ir con cuidado se vio arruinada por Draco, de nuevo, que lo presionó más cerca y se empalmó a sí mismo en cuanto tuvo la oportunidad. La repentina sensación de haber pasado de un simple roce con su entrada, a tal estrechez, le arrancó un jadeo, que su novio, por la expresión que adoptó, disfrutó bastante de causar.

Harry buscó sus manos y las dirigió de regreso en sus hombros, desde donde no tardaron en encontrar el camino a la parte de atrás de su cabeza, para enroscarse en sus mechones y darle suaves tirones. Aquello lo dejó sosteniéndole las piernas, envueltas en su cadera, y con total libertad de movimiento para la primera embestida, después de haber repetido su "¿bien?" y recibido otro asentimiento.

Draco le dio un brusco jalón a su cabello cuando intentó dar con un ritmo que les conviniese a ambos. Enterró el rostro en su hombro y le mordió la piel durante unos segundos, el tiempo que a Harry le llevó alcanzar el ángulo que buscaba, para provocar que arquease la espalda con un jadeo ronco.

Apenas podía comprender lo que había hecho para merecer tales regalos. Draco tenía la respiración errática, la piel enrojecida por haber llevado alrededor de una hora del sol de la tarde mientras nadaban, el cabello mojado, pegado a la frente y los lados de la cara. Sus labios estaban hinchados, la mordida le había hecho sangrar un poco, pero no lucía como si le hubiese molestado. Se aferraba por completo a él, en un enredo desesperado, anhelante. Levantaba la cadera y descendía de golpe, para ir a su encuentro en el vaivén que comenzaron a marcar. Todos, absolutamente todos, los gemidos que se le escapaban, no hacían más que decir su nombre.

Pronto perdieron todo sentido de control. No importaba el lugar, la hora. Si existía algo más allá del otro, ninguno lo podía recordar.

Draco se estremecía, arqueaba la espalda. Su cabeza echada hacia atrás le dejaba el camino libre a cada uno de los besos y mordidas que repartió por su cuello, la clavícula, el pecho. Se había metido al agua sin prenda en la parte superior del cuerpo, así que Harry disfrutó de atrapar sus pezones entre los dientes, sin fuerza, y verlo gimotear, dándole más tirones en el cabello, que conseguían que ese calor alojado en su cuerpo se intensificase y la presión de su abdomen creciese.

Cuando se movió apenas, ladeando la cabeza, y le ofreció los labios, no hubo ni un segundo de duda sobre lo que iba a hacer. Luego lo único que escucharía sería el atronador latir de su corazón en los oídos, el murmullo del agua cuando otra ola impactaba contra la costa, esos sonidos maravillosos que se le escapaban de vez en cuando, mitad suspiros, mitad jadeos, por completo suyos.

Estar en el agua hacía que fuese más fácil sostenerlo, lo aligeraba, el movimiento constante del mar los mecía a los dos, aunque ninguno se diese cuenta, porque las embestidas eran más rápidas, profundas, y opacaban el resto.

Sintió que se sostenía de sus hombros unos instantes, cuando estaba cerca de llegar, para levantar y descender sobre su longitud en un movimiento fluido, tomándolo todo. Harry cambió el modo de su agarre para llevar una mano hacia su miembro, rodeó la base con un débil apretón, luego frotó el pulgar contra la punta. Draco se estremeció contra él, sólo capaz de emitir un sonido vago y tembloroso, antes de aferrarse de nuevo, trazando líneas ardientes con las uñas en su espalda alta al dejarse ir.

Harry llegó poco después de que él hubiese optado por dedicarse a jugar con el lóbulo de su oreja entre los labios, en un momento en que la estocada volvió a dar en el punto correcto; el gemido de Draco repercutió en él. Su novio se retorció de nuevo al sentir que lo llenaba, apretando de forma inconsciente el agarre de sus piernas en torno a su cadera, y dejando que amortiguase cada uno de los jadeos que soltaba contra su boca, en besos salados a causa del mar.

La cabeza le daba vueltas. Le gustaba más que lanzarse en picado desde la escoba, que un viaje acelerado, y si tenía como final que Draco le sujetase el rostro para darle un último beso, largo, lento, no creía que pudiese existir nada mejor en el mundo.

Fue arrastrado, de nuevo, por ese cosquilleo en el estómago, esa impresión de flotar que nadie más que Draco le causaba, esos labios que sabían sincronizarse con los suyos de una manera única, separándose sólo para terminar abrazados poco después. En realidad, podían decir que ninguno tenía prisa por salir del agua.

0—

—…no —dijo. El otro le dedicó una mirada casi condescendiente, que le hizo reír, sin aliento, contra su voluntad—. Draco, es en serio. Quita esa cara de cretino- que esta vez- no- vas a conseguir lo que quieres-

—Yo creo que ya lo estoy consiguiendo —canturreó él, guiñándole, y maldita sea, Harry no podía pensar en algo más que lo atractivo que se veía cuando lo hacía y cuánto quería besarlo, a pesar de que aún tenía los labios hinchados por las veces que lo intentó antes.

—Ojalá- el sol te queme.

—Yo también te amo —sonrió con tal inocencia y ternura, que habría sido una actuación lo bastante creíble para que cediese a sus caprichos, si sus acciones no lo contradijesen por completo.

Estaban en la franja de arena entre el mar y el acantilado que llevaba a la parte frondosa de la isla. Draco se había colocado una barrera protectora para evitar llevar más sol, con su piel enrojecida de una forma que sería permanente el tiempo que les quedase allí, y no podía ser menos que intencional que tuviese el bañador caído hacia un lado, revelando la línea de la cadera, que lucía igual que una perfecta pincelada en su piel.

Harry fingió que no lo notaba, absteniéndose de desviar la mirada más de lo justo en aquella dirección, hasta que lo sorprendió su atrevimiento. Y aquello era decir bastante, tratándose de Draco.

La única razón por la que todavía no lo paraba, a pesar de que desde el preciso instante en que se sentó, Draco había flexionado la rodilla y puesto, por casualidad, el pie entre sus piernas, era que no dejaba de mover los dedos contra la tela del bañador, tanteando el bulto creciente que yacía debajo; si sus quejas también se contradecían, era por esos estremecimientos injustos que tenía frente a la estimulación. El calor familiar se le alojaba en el vientre, pedía atención con los tirones en la ingle, al borde de convertirse en un asunto en verdad molesto.

Le palmeó el dorso del pie, negado. Draco formó un puchero de un instante, que enseguida fue reemplazado con esa expresión maliciosa, cuando ejerció más presión con la planta del pie sobre la extensión de su erección. Sin pensar, Harry movió la cadera hacia adelante, en busca de más contacto.

Su novio elevó una ceja.

—¿Qué decías?

Harry se mordió el labio inferior.

—Caprichoso —musitó, extendiendo los brazos hacia él. Draco avanzó por la arena en su dirección, decidido a tumbarlo encima de las mantas.

—Sí, sí. Pero así te gusto —fue lo único que recibió en respuesta, de aquella sonrisa traviesa y problemática, que luego estaría besando otra vez, cuando se rindiese a la verdad inevitable de que no tenía ganas de negarle esos caprichos.

0—

—¿…qué te parecen aquellas?

—¿No son iguales que las que ya llevas?

Harry se echó a reír, disimulando de una manera terrible, al ver la cara de horror de Draco.

—Estas se llaman azucenas —puntualizó, con ese tono que le decía que pensaba que tendría que ser una obviedad para cualquiera—, y esas son una variedad de violetas. No seas animal —Draco bufó, y recogió otro par de flores para agregarlas al improvisado ramo que llevaba en una mano, envuelto una tela traslúcida conjurada con magia. Él sonrió ante el vago recuerdo y la familiaridad de esas palabras, y le besó la mejilla, haciéndolo parpadear, descolocado—. ¿Qué? —inquirió, devolviéndole la sonrisa que le mostró en respuesta.

Volvió a entrelazar sus dedos al dar por terminado el ramo de flores y continuaron su camino por los senderos irregulares de la isla, hacia el centro, escondidos bajo capa tras capa de hojas de los árboles.

Se movían sin prisas, secos y sin restos de sal gracias a una limpieza mágica a orillas de la playa, pero todavía acalorados por haber salido a temprana hora y pasar más tiempo del pensado inicialmente en el agua y la arena. Lo único que se escuchaba en el bosque era el batir de alas de los pájaros que sobrevolaban los tallos, sus voces, las pisadas a destiempo de ambos.

En cierto punto del trayecto, Harry se paró sobre una piedra que coronaba una pequeña pendiente, poco inclinada, y se abalanzó sobre su espalda, rodeándole el cuello con los brazos y la cadera con las piernas. Draco le sujetó los muslos, luchando por mantener el equilibrio por ambos, mientras se quejaba de su brusquedad; sin embargo, le entregó el ramo de flores, para que no se fuese a dañar, lo sostuvo con ambas manos, y utilizó un encantamiento para aligerar su peso, en lugar de pedirle que se bajase.

No se quedó quieto ni un segundo mientras lo llevaba cargado. Le besaba la parte de atrás del cuello, junto a la oreja, la franja de piel expuesta que dejaba la franela que se colocó sobre el bañador. Jugaba con su cabello, le pinchaba la mejilla, o sólo apoyaba la barbilla en su hombro para hacerle un comentario en voz baja y exhalaba contra su oído, sonriendo para sí mismo por las protestas que daba sobre lo 'infantil' que era su comportamiento.

Nunca había sido tan feliz.

Si alguien le preguntase al Harry adulto, no sólo cuál fue una de las mejores épocas de su vida, sino en la que él creía que había conocido lo que era la verdadera alegría y tranquilidad, su respuesta habría sido clara, definitiva, sin titubeos. El viaje con Draco.

Los diecinueve meses más divertidos, extraños, y dulces, que había experimentado hasta entonces. Días en autobuses mágicos de varios pisos, que iban a velocidades anormales para cualquier vehículo, trenes ruidosos, que por alguna razón, los muggles eran incapaces de notar, trasladores que los arrojaban, mareados, en el siguiente destino.

Restaurantes lujosos que le hacían preguntarse por qué alguien gastaba tanto dinero en porciones de comida así de pequeñas, las quejas de Draco por esos sitios a los que lo arrastraba y consideraba de "poca clase", ganándose su respuesta predilecta de "tengo hambre y quiero buena comida, no un desfile de quién se viste mejor y sabe usar más cubiertos". Tiendas donde podían pasarse horas, mirando cosas que ni siquiera se les ocurriría adquirir, pero que por cualquier motivo, atraían la atención de ambos durante un rato y eran artífices de una de sus largas pláticas, que podían causar que otros los observasen como si hubiesen perdido la cabeza. Los partidos de Quidditch en estadios de nombres que jamás recordarían o sabrían pronunciar, alentando equipos que no eran de su nación, apostando entre ellos por quién anotaba el siguiente tanto o qué Buscador daba con la snitch antes.

Un día, cayó una imprevista lluvia torrencial, y se encontraron hasta la noche en una cabaña aislada con magia, muy oscura, conversando con un medio vampiro sobre cómo era ser un vampiro, precisamente. Y otro, Draco se había puesto a discutir, en francés, con un mago local que empujó a Harry al pasar, por accidente, hasta que este último comenzó a reír y le quitó el enojo, en base a besos por todo el rostro.

Draco había encontrado fascinantes los museos, galerías de arte, y escuchaba la historia muggle como un niño con el más nuevo de los cuentos para dormir del repertorio, y Harry, que podía admirar ambos lugares por un rato pero no pasarse una tarde entera allí, descubrió que existían pocas vistas mejores que las de su novio por completo embelesado con una pintura, parloteando sin cesar sobre técnicas, colores y quién sabía qué más, sosteniendo su mano o tirando de su brazo para llevarlo consigo.

A él le interesaban más los submundos mágicos, ocultos a simple vista, en ciudades que otros creerían conocer como la palma de su mano. Laberintos de faunos con vestimenta inca bajo Machu Picchu, que guiaban hacia el restaurante más extraño que había visto alguna vez, la ciudad flotante en Madrid, con su propio medio de transporte que consistía en una reconversión de las escobas clásicas, para que varios magos pudiesen subir al mismo tiempo, sin correr riesgos de caída, o incluso los relajantes palacios escondidos de la India, dispersos por las ciudades más grandes, llenos de afrodisíacos mágicos y brujas en odaliscas, donde Draco decidió, por una cuestión de orgullo, que podía bailar para él mejor que cualquiera de esas chicas. Harry reconocía que tenía razón.

Pasaron noches en festivales de música donde a ningún muggle le importaba si iban de la mano o se devoraban los labios en medio de una canción, si bailaban, si iban solos o no, y los magos que estuviesen por los alrededores, fingirían no darse cuenta de que ellos también lo eran, porque no tenía sentido interrumpir celebraciones así con minucias. En monumentos históricos, donde se tomaban fotografías que se convertirían en copias para las cartas a sus familias y la de Pansy, quien se las mostraba al resto de los chicos en Gran Bretaña. En bazares, en centros comerciales, en caminos desolados hacia lagunas, ríos, o algún mirador dejado en el olvido por la población local, donde se sentarían a charlar por largo rato, sólo para llegar a esa conclusión de que ninguna vista se comparaba a observar a Draco darle esa sonrisa que tenía reservada para él, la que había aprendido a leer, a distinguir, de cuando le decía que lo amaba, sin necesidad de palabras, porque sentimientos como ese eran demasiado grandes para ponerlos en ellas.

A seis meses de haber partido, se encontraron con Peter, Remus y Sirius, los dos primeros haciendo de corresponsales de El Profeta en sus respectivos ámbitos. Sirius, bueno, él seguía a Remus en sus viajes, mientras intentaba convencerlo, de la forma más descarada que existía, de que adoptasen a un niño. Entonces el tema de formar una familia había sido inevitable para ambos; Draco se limitó a poner una expresión pensativa, que terminó con una sonrisa pequeña y divertida, Harry escupió su bebida y se vio obligado a recordarles que, en ese momento, no contaba con más de dieciocho años.

Al hacer una rápida visita por Arabia saudita, fue obligatorio pasar a saludar a Jacint en uno de sus trabajos. No dejaba de tratarlos como si tuviesen siete años, aunque los escabulló hacia el edificio a resguardo mágico de la colección de reliquias malditas que cuidaba y estudiaba en ese instante. Draco estuvo a punto de ser tragado por un muñeco de dientes horribles y voz tétrica; ahí, dejó de agradarle el oficio de un rompe-maldiciones. Llevaban casi once meses de viaje.

Saltaban, gracias a la magia, de un lado del globo terráqueo al otro, sin miramientos, sin condiciones, sin trabas. En un par de ocasiones, incluso lo hicieron literalmente, poniendo un globo real entre ellos, girándolo y deteniéndolo al azar, con los dedos apuntando a algún destino. Si sonaba bien para ambos, iban, ¿por qué no hacerlo?

Cuando Harry decidió sacar el pergamino doblado que guardó con el equipaje, aquel que llevaba consigo desde los últimos meses del séptimo año en Hogwarts, estaban en una posada al borde de uno de esos pintorescos paisajes de la Toscana, planificando un recorrido por Venecia para los días posteriores, y llevaban dieciocho meses fuera de Gran Bretaña. Unas semanas más tarde, pararon en Grecia con expresiones igual de desorientadas, y para su mala suerte, fue el momento en que descubrió que el griego no estaba dentro del repertorio de idiomas de un Malfoy, aunque sí el hechizo traductor estándar, que todavía tenía algunos errores, pero les indicaba lo más básico.

Se demoraron dos días en hallar el punto que señalaba el papel con la antigua nota a mano. Draco incluso dijo, una vez, que era un sitio que no existía, porque fue lo que los locales le comentaban a través del encantamiento.

Entonces, sentados al final de un muelle y discutiendo sobre qué irían a conocer, ya que estaban allí, escucharon un graznido, que les hizo levantar la cabeza por el reflejo de siete años de costumbre. El Augurey negro descendió cerca de ellos, se perdió tras unas cajas que bajaban de un barco. Luego una cabeza de cabello negro se asomaba por uno de los bordes, emocionado por encontrarlos.

Dárdano los había abrazado hasta el cansancio, antes de siquiera escuchar que tenían pensado ir a La Isla, como ponía la nota que se llamaba. No era muy creativo, en su opinión, pero tampoco necesitaba serlo. Lo verdaderamente impresionante respecto a La Isla, estaba en el lugar, no en su inexistente fama.

Era cierto que no era un sitio al que pudiese accederse por métodos tradicionales. Ni mágicos. No de los comunes, al menos. Se localizaba en alguna parte del mar Egeo, a varios kilómetros de distancia de cualquier otro punto donde uno pudiese desembarcar para aproximarse un poco, y estaba envuelta por una neblina permanente, que desviaba a muggles y magos por igual, alteraba la función de los aparatos de los barcos, y se desvinculaba de hechizos de rastreo, convirtiéndola, en otras palabras, en inexistente.

La única forma de entrar, por las buenas, aclaró Dárdano, consistía en viajar por mar, junto a una de las personas que conocían el paradero de la isla (sólo dos, además; Ioannidis era la otra), y utilizar una pieza de cristal redonda, de material tornasol, con un agujero en el centro. Cuando la luz del amanecer le diese, podrían ver, a través de la abertura, una línea mágica que señalaba el camino a seguir, cruzando las barreras protectoras que rodeaban el lugar. Por la fuerza, también se podía entrar, si se trataba de un mago o bruja de grandes poderes, pero el resultado no era uno que él quisiera discutir frente a chicos tan jóvenes.

Cuando atrancaron el pequeño barco del que dispusieron, Harry tuvo oportunidad de percatarse de algunos de los detalles más relevantes con respecto a La Isla. El mar que la rodeaba era de agua cristalina y tibia, agradable, serena, hasta unos kilómetros más allá, donde las barreras de la neblina comenzaban a surtir efecto, oscureciéndola, transformándola en un océano privado, tormentoso, en el que no le habría recomendado a nadie que se internase. La línea de la arena entre el mar y los acantilados era estrecha, un camino natural de piedra en un barranco, erosionado por el tiempo y los múltiples recorridos en el mismo punto, eran lo único que conectaba la playa con el resto de la isla; rodearla tampoco serviría, porque no había más senderos, y los barrancos eran lo bastante altos para que incluso utilizar magia en el ascenso, constituyese un posible peligro innecesario.

El clima pasaba de cálido y seco, a húmedo y cálido, luego a templado, dependiendo de la zona. Los peces jamás llegaban allí, a diferencia de las aves, que eran los únicos animales que se divisaban a simple vista en toda La Isla. De ahí, el hecho de que sólo se consumiese aquello que se podía cultivar o cazar, una vez dentro.

Pero, si alguien le hubiese preguntado, él habría comentado que lo que más le llamó la atención de La Isla, no fue que la luna siempre estuviese llena y en el punto más alto durante la noche, ni que el sol, de algún modo misterioso, encontrase su modo de abrirse camino hasta allí. No fueron las aves de dos cabezas, ni la cueva de mariposas de cuatro alas, ni las enredaderas que se movían y siseaban como serpientes. Tampoco que los árboles emitiesen un tenue silbido cuando la brisa los azotaba, ni que las hojas de sus tallos cambiasen de color al desprenderse de las ramas.

No, lo que más le llamó la atención, fue el temblor que sacudió los cimientos de la isla con su llegada, el movimiento ascendente, débil, y el par de ojos enormes, en medio de uno de los laterales de los acantilados, que se abrieron para observarlos, y no se cerraron hasta que Dárdano palmeó unas piedras recubiertas de musgos y le aseguró a Cheli, que eran amigos, por lo que serían recibidos como invitados de Ioannidis.

Entonces la isla se había llenado con el sonido de un bostezo, los ojos se mantuvieron cerrados, y no volvió a temblar.

—Cheli se asusta con facilidad —fue la explicación que él les dio, con una sonrisa.

Luego descubriría que Cheli se balanceaba cada noche durante horas, lento, de forma apenas perceptible, y al llegar el día siguiente, la isla habría cambiado de posición. Al menos, físicamente, porque a nivel mágico, siempre permanecía dentro de las protecciones de la neblina permanente.

Él pensaba que era el sitio más inusual de todos sus viajes. Pero entre las islas móviles, desastres, lugares perdidos y tesoros de la comunidad mágica que pudieron apreciar de cerca, Harry también había adquirido una resolución curiosa: no habría sido capaz de llevar a cabo esa locura de más de un año y medio con alguien que no fuese Draco.

Y si aquello no era la muestra definitiva de que él debía ser el amor de su vida, Harry no tenía idea de qué  lo sería.

0—

—¡Hola, Cheli! Traje flores.

Vio a Draco levitar el ramo hacia abajo, para que sus ojos pudiesen captarlo al abrirse. Los bordes de la cara de piedra, tallada en el barranco, estaban cubiertos de las otras flores, que le llevaba cada día, al volver, desde que se enteró de que la ponían de buen humor y causaban que el clima de la isla fuese aún más fresco, agradable, y la luna más brillante durante la noche.

—¿Puedes abrirnos la entrada? —siguió él, cuando lo consideró conveniente, después de que Draco hubiese terminado de adornar los costados de Cheli con el ramo recién adquirido.

Lo segundo más extraño sobre La Isla era que el único acceso al centro, a la casa de Ioannidis, era un portal mágico en el suelo, sobre la cima del acantilado bajo el que se podían localizar los ojos de Cheli cuando despertaba. Si se lo pedían con amabilidad y ella los reconocía como visitantes, la tierra de un punto determinado se hundía en un torbellino acelerado de colores ocres, hasta que el suelo se abría bajo ellos, lo suficiente para que pudiesen saltar hacia un espacio físicamente imposible de existir, que lucía como un claro en medio de un bosquecillo, con un patio de césped, flores diminutas, blancas, y una casa de techo inclinado, similar a una cabaña sencilla de madera.

Harry le ofreció la mano a Draco, que lo sujetó y asintió, como señal para que los dos se lanzasen hacia adentro de la abertura. Se detuvieron a unos centímetros del suelo, lo justo para evitar el impacto, y descendieron lo que les quedaba después con facilidad, sin lastimarse.

No se molestó en soltarlo cuando hicieron su camino hacia la cabaña, donde tocó la puerta con los nudillos. Esta se abrió hacia adentro. No había nadie del otro lado que pudiese haberlo hecho por ellos.

Nada más dar unos pasos en el interior de la cabaña, recibieron su usual bienvenida entusiasta, cuando Lep apareció desde uno de los pasillos entrecruzados para arrojarse sobre los pies de su dueño, olisquear y mover las orejas.

Draco lo dejó adelantarse para ponerse de cuclillas y levantar al conejo, que buscó más cercanía y se acurrucó contra su hombro, relajándose de inmediato. A Harry todavía le gustaba fastidiarlo acerca del hecho de que hubiesen sido incapaces de dejarlo en Inglaterra.

—Sí, sí, tus papás ya están aquí —canturreó, dándole una caricia en el costado al pasarles por un lado. El bufido de protesta de Draco le sacó una sonrisa, que intentó que no notase, para evitar más quejas de su parte.

Cuando planearon el viaje, originalmente, el conejo tendría que haber permanecido en la Mansión Malfoy, bajo el cuidado de Narcissa, que les juró que nada le ocurriría durante su ausencia. Pero cuando estuvieron a punto de ir al Ministerio por el primer traslador, que los llevaría a Irlanda, Lep persiguió a su dueño hasta la oficina de Relaciones Internacionales, y un avergonzado Draco se vio obligado a sostenerlo y llevarlo de regreso a casa.

Retrasaron la salida un día debido a ese asunto. Luego, cuando Harry fue a desayunar a la Mansión, se topó con que su novio cargaba al pequeño conejo y hacía pucheros. No le dijo entonces si podían llevárselo o no. No fue hasta que volvieron a estar a punto de partir, que Draco emitió un quejido y detuvo todo, para girarse hacia él, y decirle que no podían irse sólo así.

Harry luchó por no reírse de él, durante todo el proceso de reprogramar el traslador otro día más, de manera que pudiesen llevarse al conejo con ellos, y simuló su mejor expresión de seriedad cuando Draco intentó disculparse, de ese modo que era tan él, sin decir "lo siento". La actuación le duró hasta que lo besó; luego no hubo manera de que dejase de pincharlo al respecto, desde que lo vio preparar un bolso aparte, que encogió y metió al suyo, "para que nada le faltase a la rata".

Él suponía que, si ya lo tuvieron cerca por siete años, en verdad no hacía diferencia el llevárselo de viaje, incluso si suponía utilizar métodos alternativos de transporte mágico, allí donde los trasladores no permitían a las mascotas. Ni Draco insinuó dejarlo o regresarlo a casa alguna vez, ni Harry tenía ganas de que lo hiciesen. De cierto modo, lo llenaba de una emoción cálida y agradable el ver a Draco en lugares que desconocía por completo, sosteniendo a su conejo, que era, por el contrario, una imagen familiar desde que tenían once años.

Le hacía pensar que los centauros tuvieron la absoluta razón respecto a una cosa:

Todo en el mundo estaba predestinado.

Tal vez ellos también. Le gustaba la idea.

—Un día tendremos hijos y te dirán "papá", pero hasta entonces, no intentes que una rata fea sea nuestro hijo —escuchó la voz de Draco. Cuando se detuvo en la cocina por agua, al mirar por encima del hombro, distinguió a su novio a unos pasos de distancia, cargando al conejo, que decidió que quería subirse a sus hombros y pasar hacia su cabeza, como solía hacer antes, para combinarse con su cabello.

Si un día tenemos…—corrigió Harry, ganándose una de esas medias sonrisas que no debían augurar nada bueno, pero que a él sólo le daban más ganas de besarlo desde hace algún tiempo.

Cuando tengamos —insistió él, quizás en un tono más suave del que se habría esperado de su parte. Harry rodó los ojos, le sacó la lengua y no le prestó atención a la charla que tenía con el conejo, dándole algunas instrucciones, hasta que terminó; apenas reconoció que volvía a dirigirse a él porque utilizó su nombre:—. ¿Revisas tú el correo? Creo que ellos no están por ningún lado.

—Habrías visto a Dárdano correr hacia nosotros cuando Lep lo hizo.

Ambos intercambiaron una mirada, se sonrieron, y Draco lo aceptó con un asentimiento.

La casa, como era de esperarse, resultaba tener un tamaño mayor de lo que aparentaba desde el exterior. Pasillos enrevesados de tablas de madera, estrechos, torcidos, guiaban hacia una sala de estar sencilla, con muebles acolchados, y más allá, a un estudio. La cocina podría haberse hecho pasar por una antigua de una familia muggle, si tuviese más utensilios comunes, y el caldero puesto al fuego no se la pasase con un burbujeo de una sustancia púrpura y viscosa, que era lo que Cheli comía cada mañana, al detenerse y antes de volver a cerrar los ojos.

El correo llegaba una vez que alguien dentro permitía el acceso de cierta lechuza o búho, como ellos hicieron con el de Pansy, el de su madre y el de Narcissa. Más intervención suponía un peligro para las aves, frente a las barreras mágicas que comenzaban a ponerse más estrictas cuantos más seres vivos las atravesasen. Ellos no tenían intenciones de arriesgar a la mascota de nadie, y les explicaron sin detalles la situación, por lo que ni los Merodeadores ni los demás chicos escribían aparte, sino en notas que agregaban a las cartas de Lily y Pansy, y Snape hablaba con su ahijado a través de pergaminos doblados que adjuntaba al correo enviado por la madre de Draco. Algunas veces, su novio también recibía cartas con los sobres que se ofrecían en la Lechucería, en Hogwarts; Harry lo encontraba sumamente divertido, porque siempre parecía que tenía ganas de lanzar una maldición o se lamentaba de su destino, cuando tenía que sentarse a escribir una respuesta de varias cuartillas.

Harry sonrió a la pequeña lechuza moteada que aguardaba, con la carta atada a una pata. Estaba descansada del día anterior, cuando ni siquiera le dio tiempo de quitarle el pergamino, antes de que cayese rendida por el viaje. No podían culparla.

Le dio una golosina, guardó otra en su bolsa para el camino, y tras acariciarle el plumaje y desearle suerte, el ave voló hacia afuera, por el mismo ventanal redondo por el que había entrado en primer lugar.

Al quedarse solo, arrastró una de las sillas más próximas a su posición, se sentó y abrió el sobre. Con sólo encontrar el par de fotografías agregadas a la correspondencia, con una nota en el borde y otra en el reverso, supo que aquello haría saltar a su novio.

—Draco —llamó en voz baja. No necesitaba levantarla para que se escuchase, no por toda la casa, pero sí para la persona a quien quería traer; era una propiedad mágica bastante curiosa de la residencia, en su opinión—, tienes que ver esto.

En la distancia, un ruido vago le indicó que él lo escuchaba. Supuso que se estaba cambiando, porque no se acercó de inmediato, así que se aclaró la garganta y comenzó a leer la nota en la foto.

Pansy J. Parkinson y Neville Longbottom, con Drossera Parkinson-Longbottom…

La reacción fue inmediata y predecible. Draco corrió hacia la sala, se lanzó sobre él y le arrebató la carta de las manos. Su expresión que advertía de la disposición a lanzar maldiciones a diestra y siniestra, se tornó en confusión, luego en incredulidad. Terminó por devolverle el trozo de papel y apretarse el puente de la nariz, meneando la cabeza.

—Oh, Merlín bendito. Estuve a punto de decirte que fuéramos unos días al Vivero para maldecir a Longbottom. No me vuelvas a hacer eso —protestó, señalándolo con un dedo acusador, por el que Harry se echó a reír sin reparos.

—¡Pero eso fue lo que ella puso! Es más, mira —buscó la línea que acababa de leer con un vistazo general y se puso a su lado, señalándole cuál era—, aquí dice que el segundo híbrido se va a llamar Draco Parkinson-Longbottom, si es varón, y Narcissa Parkinson-Longbottom, si resulta ser hembra. Ni siquiera sabían que esas cosas tenían género.

No hizo más que reírse de la manera en que su novio arrugó la nariz al escucharlo.

—No quiero que usen mi nombre para una maldita planta carnívora experimental.

—¿Por qué no? Le queda —se encogió de hombros, por lo que no se dio cuenta de inmediato de la manera en que Draco entrecerraba los ojos.

—¿Qué acabas de insinuar?

Harry le sonrió con absoluta inocencia, dando un paso hacia atrás. Draco avanzó la misma distancia que él retrocedió.

—Simplemente le queda —fingió indiferencia, a pesar de que su novio sabía bien por qué lo decía, y él era consciente de que era así.

Otro paso lejos. Otro paso cerca. Harry tenía que hacer un esfuerzo por contener la risa.

—Harry Potter…

Sólo tuvo un instante de advertencia; sus reflejos fueron lo único que pudo salvarlo. Se giró y empezó a correr entre las tablas de madera que separaban los espacios de la casa, sin dejar de dar vistazos por encima del hombro cada poco tiempo. Draco fue detrás de él, llamándolo, extendiendo los brazos para capturarlo; lo rozó en más de una ocasión, antes de saltar sobre su espalda. Harry gritó cuando sintió que le envolvía la cadera y lo empujaba hacia adelante, contra una de las paredes.

Sus carcajadas fueron ahogadas, interrumpidas por los chillidos agudos que soltaba, sin querer, cuando él le metió las manos bajo la franela y comenzó a tocar en los puntos de cosquillas que tenía en el abdomen. Harry se retorcía, quejaba e intentaba, en vano, quitárselo de encima. Ladeó la cabeza cuando Draco apoyó la barbilla en su hombro, dispuesto a comenzar un rastro de mordidas sin fuerza en su cuello, que sumadas a las cosquillas, no hacían nada por permitirle recuperar el aliento.

—¡Ya, ya! ¡Draco! Dra- ¡sabes que te amo! —aquellas fueron las palabras que consiguieron que Draco le volviese a rodear la cadera y lo hiciese girar. Fue su espalda la que quedó presionada contra la pared entonces; Harry jadeaba por aliento, con una enorme sonrisa, él le besó varias veces la comisura de los labios, sacándole más risas débiles, felices, maravilladas—. Pero- Draco Parkinson-Longbottom no suena tan- mal-

No pudo hacer más que reírse de la expresión de horror de su novio, para después sostenerle el rostro y volver a unir sus labios. Draco simuló protestar unos segundos, antes de dejarse arrastrar por el beso lento y cuidadoso.

La carta se le había resbalado en algún punto del trayecto, al igual que la fotografía que mostraba a Pansy en primer plano, apoyando la cabeza en el hombro de Neville, con una sonrisa, y a la planta de una flor rosa, con los tallos más extraños que había visto, que enroscaba en el aire, usándolos para palmearle la mejilla y el hombro a la bruja, a manera de saludo.

0—

—¿…qué se supone que estamos celebrando?

—¿Por qué tendrías que celebrar algo para dejar que te peine, Harry?

Él rodó los ojos.

—Lo digo por la cena.

—Dárdano está contento de que llevemos más de un mes aquí —Draco se encogió de hombros, sin mirarlo. Desde que comenzó a pasarle el cepillo por el cabello, lucía tan concentrado que Harry incluso podía admitir que lo enternecían sus esfuerzos—, supongo que piensa que un poco de compañía para Ioannidis está bien, ¿sabes?

—No es como si ella se quejase de algo…

—No puede hablar —le recordó, con un bufido incrédulo. Harry se encogió de hombros entonces.

—Me refiero a que está aquí por elección.

—No lo sé —Draco arrugó un poco el entrecejo. Continuaba interesado sólo en el desastre que tenía en la cabeza, apenas aplacado por su labor de los últimos veinte minutos, pero él sabía que no tardaría mucho en volver a su estado natural en cuanto dejase de pasarle el cepillo—, tal vez no lo sea. La Isla podría ser algo así como su Legado familiar.

—¿Y no tendría que haberse quedado aquí entonces? Estuvo demasiado tiempo fue-

—No te muevas —lo reprendió, dándole un tirón a uno de sus mechones, que bastó para que echase la cabeza hacia atrás y volviese a quedarse quieto—. Quizás lo retrasó, de algún modo, no lo sé. La magia funciona de formas extrañas, Harry.

Oh, él lo sabía bastante bien.

Cuando su novio llegó a la inevitable conclusión de que era inútil lo que intentaba, le enredó los dedos en el cabello y se distrajo durante unos minutos, jugando con las hebras oscuras. A Harry le costaba entender por qué lo encontraba tan fascinante.

—Me gustaría que uno de nuestros hijos tuviese el cabello así.

Elevó una ceja nada más oír su débil murmullo. Entonces Draco sí se fijó en su rostro, con cierta diversión contenida, así que decidió seguirle el juego.

—¿Un Malfoy con el cabello Potter? ¿Estás loco? Tus ancestros se van a revolcar en la cripta familiar.

Draco incluso emitió un breve "hm", como si fuese un asunto a considerar. Terminó por chasquear la lengua y restarle importancia con un gesto.

—Que se jodan. Ni siquiera están vivos.

Fue el turno de Draco de arquear las cejas cuando Harry no hizo más que observarlo boquiabierto.

—¿Qué?

—¿A dónde fue mi cretino sangrepura que respetaba sus estúpidas reglas sin sentido más que a nada en el mundo? —Harry hizo ademán de abrazarlo, pero él le colocó la mano en el pecho para guardar distancia y meneó la cabeza.

—No me he terminado de arreglar, no te pongas meloso, así nunca terminaré.

Frente a su expresión de falsa indignación, reaccionó para darle un corto beso, y se alejó, para regresar a su puesto frente al espejo, donde buscaba acomodarse el cuello de la camisa y los gemelos plateados en los puños.

Harry se tendió en la cama, sin cuidado, y fingió que no escuchaba el resoplido de su novio al ver que arruinaba su trabajo de elegirle 'ropa decente' cuando esta comenzaba a arrugarse. Draco tampoco insistió con el tema, tal vez porque sabía que no tenía sentido.

Su cuarto en la casa de la bruja no era el más amplio; de hecho, él se atrevería a decir que su habitación en Godric's Hollow lo superaba por poco; no era como si necesitasen más espacio para ellos dos. Con el pasar de los meses y algunas dificultades obvias, Draco había aprendido a optimizar cada centímetro que tuviesen disponible, y Harry, bueno, a él nunca le importó más que el tener su cama, un baño, y donde poner el bolso. Ahí terminaban sus requisitos.

Los muebles, las paredes, el suelo, hasta las pequeñas decoraciones sueltas por aquí y por allá, tenían los mismos tonos ocres que parecían ser normales en el resto de la propiedad. La ventana redonda daba a la extensión de patio imposible en el exterior y se cerraba con unas tablas divididas en dos, de manera que se pudiese abrir sólo la mitad superior, si era lo que deseaban. La puerta consistía en una pieza curiosa, rugosa, sin pomo, que se abría cuando alguno de ellos la tocaba con los nudillos desde cualquier punto. El aroma tenue de los residuos de un incienso permanecía en el armario, en las sábanas, almohadas, y no se disipaba con el pasar de los días, a pesar de que nadie volvió a encender uno mientras ocupaban el lugar; él no podía explicarse por qué funcionaba de ese modo.

El hecho de que tuviese un armario propio era lo que tenía más contento a Draco, desde que descubrió el espejo de cuerpo entero en la cara interna de una de las puertas dobles. Allí terminaba de examinarse cuando Harry habló.

—¿No crees que debimos llevarla con nosotros alguna vez?

En esas semanas que tenían ahí, Dárdano los acompañó a salir en varias oportunidades, para mostrarles Grecia, la antigua y mágica en comparación a la muggle y moderna, y los alrededores, como el Área Perdida donde se llevaban a cabo expediciones de ruinas de civilizaciones de magos de hace miles de años, y se tenía una reserva de criaturas mágicas que se suponía que no existían más que en los libros de mitología. Ioannidis siempre los acompañaba hasta el acantilado desde el que se divisaba la costa, el barco que utilizaban para partir y el muro de neblina que los separaba del mundo exterior.

Draco acababa de darse la vuelta para encararlo. Frunció los labios por un instante, pensativo. Harry murmuró el respectivo cumplido que se había acostumbrado a decirle cuando notaba que se esmeró un poco más en su apariencia. Sonrió a medias al oírlo y caminó hacia él, sentándose a horcajadas sobre sus piernas.

—¿Te imaginas llevar a alguien así entre muggles? Porque yo no —con un gesto, se abarcó de pies a cabeza. Era un buen punto; el velo completo de Ioannidis hubiese captado la atención de más de uno de los locales o visitantes, no le cabía duda. Incluso a él lo intrigaba todavía, pese a los años de haberla visto de cerca.

—Pero es posible que la hayamos hecho sentir más sola sin querer, nos llevábamos a Dárdano…

—Él quiso ir, nosotros no lo obligamos a nada —bufó, pero debió sopesarlo por unos instantes, porque cuando volvió a hablar, su voz fue más suave—. Con mayor razón, deberíamos asegurarnos de que tenga una buena noche hoy, Hopear.

—Tendrías que haber recogido un ramo para ella también —opinó Harry, divertido. Fue cuando Draco elevó una ceja, que abrió los ojos de sobremanera—. No te creo-

—¿Quién dijo que no lo hice?

—No te vi —puntualizó él, ganándose un guiño, a la vez que Draco se ponía de pie.

—Tengo mis métodos para mantenerte distraído, Harry.

No lo discutiría.

Cuando determinó que estaban listos, sujetó su mano, tiró de él para levantarlo y guiarlo hacia afuera. Harry lo observó con curiosidad, su novio se llevó el índice a los labios, con esa sonrisa traviesa que tenía en momentos así. No fue hasta que alcanzaron la puerta principal, que se dio cuenta de que una mesa para cuatro estaba colocada en el patio, con un mantel bordado, sillas acolchadas, y postes largos que formaban un cuadrilátero de pequeñas esferas con luciérnagas mágicas dentro, para iluminarlos.

Dárdano colocaba los cubiertos sobre servilletas de tela, con una expresión de profunda concentración, cuando los vio llegar. Los dos lo ayudaron, levitando la comida desde la casa para terminar de acomodar.

—Le pedí a Cir una de esas plantas para los resfriados del otro lado de la isla. No le debe faltar mucho, nunca le ha tomado más de unos minutos ir de una parte a la otra —les comentó él, con una sonrisa victoriosa, como si su plan de distracción fuese infalible.

Harry no podía asegurar que la antigua profesora no hubiese sospechado de sus intenciones, o al menos, de la historia innecesaria sobre la planta cuando ninguno estaba resfriado, pero cuando Ioannidis apareció a través del portal que Cheli abría, se quedó quieta por un instante y su cabeza se movió despacio. Supuso que examinaba el improvisado trabajo que hicieron. Tampoco podía decir que reconoció su reacción, mas si bajo el velo lucía la mitad de contenta que Dárdano con su presencia y la cena en el exterior, se dijo que habría valido el intento.

0—

Hay un sendero en un bosque que no existe según los hechizos de rastreo, lleno de pendientes y rocas enormes, dos muchachos que lo recorren entre murmullos y risas. Es una noche de luna llena, como lo han sido todas durante ese mes.

De pronto, la risa del menor de los dos irrumpe y acaba con el apacible silencio nocturno, cuando el otro lo alza unos centímetros en el aire y lo hace girar. Hay patadas a la nada, brazos que se agitan, gritos falsos de auxilio. Los dos ahogan la risa contra los labios del otro cuando ha vuelto a colocarlo en el suelo.

0—

—…no puedo creer que esté pasando justo ahora. Aquí, de entre todos los lugares.

—¿Acaso esperabas que ocurriese en casa? —indagó Harry, que no podía apartar la mirada de la escena. No necesitaba poner sus ojos en él para saber que Draco se encogía de hombros.

—Pues no esperaba que fuese aquí.

—Le tomó unos cuatro años salir, yo diría que ya era hora.

—Nadie dice cuánto puede tardar un recogemagia en hacer…lo que sea que esté haciendo en este momento.

La madrugada estaba en su hora más oscura. Si Harry se había despertado, en medio del cálido enredo de extremidades que resultaba de dormir con Draco sobre su pecho, pegado a su costado, fue sólo por ese resplandor irritante para los ojos, sin una procedencia a la que su cansada mente pudiese atribuirle. Al menos, no hasta que tiró del colgante que siempre llevaba consigo y se dio cuenta de que una de las esferas transparentes que pendían del hilo sin color era la que emitía el brillo.

Sacudió a su novio y se lo colocó frente a la cara cuando lloriqueó sobre haber interrumpido un sueño que tenía. Draco abrió los ojos de sobremanera nada más estar lo bastante alerta como para percatarse de que era lo que pasaba.

El recogemagia, al fin, daba señales de estar listo. Los dos se levantaron, Harry separó la esfera del colgante y la devolvió a su tamaño normal, para depositar el huevo mágico en el borde del colchón, donde ambos pudiesen ver el proceso con su respectivo resultado.

De eso, hace más de media hora.

Para ese momento, Harry ya estaba tendido en la cama, Draco sentado, con las piernas recogidas bajo el cuerpo, y aunque los dos tenían las varitas a la mano, ninguno se había atrevido a ponerle un dedo encima o hacer lo que fuese, desde que se escuchó un crujido y notaron la primera grieta formándose en la cáscara moteada. Primera y única, cabe aclarar.

—¿Crees que se tome su tiempo para abrir también? —se le ocurrió preguntar, después de otro rato de silencio.

—Nunca había visto uno abriendo —confesó su novio, con aire pensativo—, esto es uno de los sucesos más extraños en el mundo mágico, Harry.

—Pero tengo sueño…

No hizo más que reír por lo bajo cuando lo vio apretarse el puente de la nariz. Se movió sobre la cama, despacio, para rodearle la cadera con un brazo y apoyar la cabeza sobre uno de sus muslos; desde ahí, continuó observando el caparazón casi intacto.

—Me vas a dormir de verdad así —indicó, al sentir las manos que le acariciaban la cabeza, los dedos enroscándose en sus mechones, con esa delicadeza que tenía con él cuando menos se la esperaba.

—Está bien —contestó Draco, en un susurro—, puedes dormirte. Te avisaré si pasa al-

Draco no tendría que avisarle nada, porque ese fue el instante en que ambos saltaron por un segundo crujido, luego vino el tercero, el cuarto. Antes de que Harry se hubiese terminado de enderezar, la cáscara del recogemagia estaba reducida a fragmentos que se despegaban, un sonido bajo y curioso llenando el cuarto que se había quedado sumergido en la expectación.

Era una criatura viva, fue lo primero que observó. En algunos casos, podía darse que el recogemagia generase un objeto; como sabían, lo único que podía dictar lo que tenía lugar allí, era la magia del mago que lo llevase consigo. De Harry, en su situación.

La idea de darle vida a una criatura, sólo con su magia, lo mareó.

El ruido se repitió cuando los fragmentos superiores de la cáscara cedieron, cayéndose a los costados del recogemagia. El resplandor volvió a tener lugar en lo que fuese que se estiraba desde adentro hacia ellos.

Un aleteo.

Harry estaba boquiabierto cuando el par de alas se extendieron, junto a las pequeñas patas terminadas en garras. La cabeza ovalada surgió en medio, con ojos igual de brillantes que el resto de su cuerpo. Era completamente blanco, diminuto.

No tenía idea de qué era, pero el sonido estuvo de regreso cuando la criatura voló hacia él. Harry brincó cuando se acercó demasiado; de pronto, en lugar de estrellarse contra su pecho, se desvanecía en el aire al rozarlo, y a él le quedaba una vaga sensación de calidez en las extremidades.

Después sólo permanecían en el silencio y la oscuridad.

—Draco —llamó en voz baja. Su novio había conjurado un lumos y no dejaba de barrer el pequeño cuarto con la mirada—, ¿qué fue eso?

—No tengo la más mínima idea —soltó él, sin disimulo—, ¿era un dragón? ¿El recogemagia acaba de darte un dragón miniatura y brillante?

Sólo atinó a soltar una risa estrangulada.

—Eso sería irónico y raro.

—¿A dónde se fue?

Harry dio un vistazo alrededor, mientras se palpaba el pecho y los hombros.

Percibió una débil oleada de magia, un estremecimiento, una chispa al contacto cuando presionó el punto correcto. Despacio, sujetó el cuello de su camiseta y lo estiró para ver dentro.

—Draco.

—¿Lo encontraste?

—Sí.

—¿Y bien? —lo apremió a hablar, con un tono ligeramente fastidiado, cuando Harry no hizo más que boquear y observarlo— ¿dónde está?

En respuesta, sostuvo el borde de la prenda y se la sacó por encima de la cabeza. Las cuestiones que Draco tenía en la punta de la lengua, quedaron relegadas al olvido en cuanto lo vio.

La criatura blanca, de repente mucho más grande, estaba en su piel. Un ala extendida sobre el lado derecho de su pecho, la otra hacia el extremo opuesto, en el torso, el cuerpo larguirucho y delgado dejaba la cola en su cadera, enroscándose hacia un costado, la cabeza ovalada en su hombro.

Emitió un débil resplandor y volvió a apagarse.

Draco lo apuntó, abrió la boca, la cerró, y se limitó a mirarlo, con una confusión obvia que habría considerado muy poco digna para un Malfoy, si se hubiese percatado de cómo lucía.

—Merlín —fue lo que exhaló, tras unos segundos.

Cuando Harry volvió a tocarla, la criatura reptó por su piel y cambió de posición, extendiéndose por su espalda, la cabeza asomándose en su hombro todavía, desde un ángulo distinto.

—¿Debería preocuparme? —preguntó, tan suave como pudo. Tenía los músculos en absoluta tensión cuando a la criatura le dio por encogerse de forma significativa y enrollarse en su garganta, en dos bobinas, con las alas plegadas contra el cuerpo.

—Yo- —Draco parpadeó y frunció el ceño. Luego se levantó de un salto y atravesó el cuarto con largas zancadas, hacia la salida—. ¡Profesora Ioannidis!

0—

—Es divertido.

—Es extraño.

—Sólo mírala-

—Sigue siendo extraño —insistió Draco, pero no despegaba la mirada de él. Todavía tenía la cabeza ladeada y el entrecejo un poco arrugado. Lep descansaba entre sus brazos, donde lo colocó cuando intentó presionar la nariz contra la criatura blanca, y le causó un pequeño ataque de nerviosismo a su dueño.

Harry estaba sentado en la cama, la espalda apoyada contra la pared. Rozaba a la criatura blanca, de vuelta a su tamaño reducido, sobre el dorso de una de sus manos, y esta se retorcía como si fuese un perro que recibía caricias en la barriga. Era igual que una versión dragonil de padfoot.

Cuando Draco había salido del cuarto llamando a la profesora, Ioannidis y Dárdano llegaron allí. El segundo había gritado nada más verlo, y lo hizo de nuevo cuando le explicaron que le había regalado un recogemagia rumano años atrás.

De acuerdo a los gestos de la bruja, que Dárdano traducía para ellos, con una expresión pensativa, el recogemagia le había dado una especie de familiar. Una criatura mágica que viviría de él, habitaría donde Harry estuviese, y se consumiría hasta la muerte si la abandonaba, porque no tenía otro propósito que permanecer a su lado o con su (posible) futura descendencia. Mencionó que era probable que sus emociones durante esos años hubiesen tenido algún tipo de influencia en la magia y la creación de lo que consiguió.

Que haya adoptado la forma de un dragón es un poco…—entonces se había detenido, para mirar a uno y al otro de forma alternativa, con una sonrisa. Harry carraspeó y fingió que no captaba el punto, mientras Draco soltaba un bufido de risa a su lado.

Todavía no sabían lo que podía hacer, pero le llevó sólo medio minuto de considerarlo bien, para llegar a la conclusión de que no quería dejar que muriera. Incluso se atrevería a decir, después de superado el shock inicial y permitirse ver bien los esporádicos destellos del blanco de su cuerpo, que era bastante lindo.

Por el rato que llevaba jugando con la criatura, podía deducir que se mantendría en silencio y quieta cuando no le prestase atención, le gustaba moverse por la parte superior de su cuerpo, y en especial, tomar un lugar sobre su hombro o enroscarse en sus brazos, lo que suponía una imagen bastante curiosa de su extremidad envuelta en bobinas blancas, como un largo brazalete mágico. Cuando una idea lo inquietaba, enviaba una ola de calma que aclaraba su mente.

—¿Crees que se duerma o vas a tenerla dando vueltas siempre? —preguntó Draco. Harry arrugó el entrecejo y le tocó la cabeza ovalada, considerándolo.

—¿Puedes dormirte? Ya sabes, dormir- dejar de moverte —probó. Se demoró unos segundos en obedecer.

El dibujo se desvaneció de su piel; a cambio, la diminuta criatura que brotó del recogemagia apareció ante él. Harry la atrapó entre las palmas de sus manos cuando se quedó inmóvil, ojos cerrados, escamas apagadas. No tenía idea de cuánto duraría en ese estado, cómo se despertaba o qué pasaría cuando ocurriese, así que la trasladó con tanto cuidado como era capaz y la depositó sobre la mesa de noche. Comprobó que seguía dormida, y sonrió, orgulloso de su estrategia.

Draco todavía lucía como si algo le preocupase, así que dejó caer los hombros y suspiró.

—¿Qué esperabas que saliera cuando me lo diste?

Su novio formó una línea recta con los labios durante unos segundos, luego sacudió la cabeza.

—Algo que- que te gustase, no sé, no podía imaginarme qué haría tu magia. Era- Merlín, acababa de cumplir quince, estaba bastante confundido, era obvio que quería impresionarte y no se me ocurrió que fuese a terminar…así —señaló hacia la criatura dormida, aturdido.

Harry sonrió de lado y extendió los brazos hacia él. Draco dejó a Lep al borde de la cama y cedió, sentándose para que lo abrazase. Apoyó la cabeza en su hombro y le frunció el ceño a la pobre copia mágica de dragón en la mesa de noche.

—Me gusta —murmuró contra los lacios mechones rubios, a la vez que le daba un beso en la cabeza—, es muy extraño, único, y será genial ver la cara de todos cuando se enteren.

—Así que…¿sí te impresioné con el regalo al final?

No se esperaba la pregunta y no pudo evitar que la ternura lo inundase. Sujetó su mejilla, hizo que levantase el rostro, y lo besó. Aún sonreía.

—Claro que sí —susurró, estrechándolo más para pedir otro beso.


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