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Gigantomaquia por adanhel

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En el fondo de los aposentos de la Sala del Gran Papa hay dos figuras, una dama joven y un muchacho.

-¿Puedes verme, Mei?

-Saori...–el joven de cabellos plateados está acostado en una cama y despierta lentamente.

De pie delante de él está una doncella de belleza sin igual: la joven encarnación de la diosa Athena.

–Yo... ¿estaba dormido?–pregunta Mei, percibiendo que viste una túnica de tejido suave.

El más nuevo guerrero de Athena ya no tiene más fiebre y en su cuerpo no queda ninguna señal de marcas de las garras del Giga. Sobrevivió al ataque, más su rostro pálido y sin color le dan una apariencia de una persona muy enferma.

-Dormiste más de diez días.–explica la diosa, como si contase a un náufrago cuanto tiempo estuvo lejos de casa.

Mei recuerda la batalla librada en Sicilia contra los Gigas, pero le cuesta recordar los detalles. De a poco va recordando que fue usado como marioneta por la voluntad del resucitado dios Typhon, y que por eso había perdido casi todo su cosmo.

-Diez días... todo eso...

-Pero estoy aliviada...–suspira Athena.-Tú respiración era casi imperceptible... pensé que nunca más ibas a despertar.–la joven abre su corazón de forma sorprendentemente indefensa, tratándose de una diosa.

Por alguna razón, parece haber una compleja mezcla de sentimientos entre Saori y Mei, algo mucho más grande que una simple relación entre ama y siervo.

-Tengo una sorpresa para ti.–le dice gentilmente.–Una persona que está aquí para verte.

 

A la señal de la diosa se aproxima a la cama una figura extremadamente ceremonial, un hombre alto, de cabeza rapada, vestido de smoking negro.

-¿Tatsumi? ¿Es usted?–pregunta Mei sorprendido.

-¡Qué bueno que el señor está vivo!-dice el hombre con sus facciones ceñudas mojadas por una lluvia de lágrimas.-¡Este su criado... no tiene palabras para expresar su alegría!

Se trata de Tokumaru Tatsumi, administrador de la Fundación Graad y dedicado mayordomo de la familia Kido.

-¿Quiere decir entonces que continúa prestando servicio a la señorita Saori?–pregunta Mei.

El joven guarda aún la imagen de Tatsumi como una especie de niñera o guardaespaldas de la joven, impresión compartida en la infancia por todos los cien huérfanos reunidos por el fallecido Mitsumasa Kido para volverse Santos.

-¡Sí señor! ¡El amo Mitsumasa estaría feliz si pudiera estar aquí con usted!

-Tiene sentido...–continuó Mei.-Athena es también la heredera de la Fundación Graad... ¡Pero vaya que queda mal andar de smoking dentro del Santuario!

Tatsumi suelta una risa sin gracia y levanta los hombros. Su sonrisa es sincera y sus hombros largos como los de un boxeador.

-¡Yo ni lo imaginaba...!–dijo Athena con una voz temblorosa.

-¿Se lo contaste, Tatsumi? Estaba prohibido hablar de eso, por mí y por mi padre.

-¡Lo sé, mi señor!–Tatsumi se curva delante del joven.-Pero... fue hace tanto tiempo. El amo ya no está más entre nosotros y como tanto deseo, la señorita Saori despertó como Athena. Y el... ¡el amo Mei, el señor está vivo! Este su siervo no sabe cómo contenerse...

-Está bien, olvídalo.–dice Mei, de la forma más calmada que puede.

-Yo no sabía hasta ahora, Mei, ¡que tú eres el heredero de mi abuelo... de la familia Kido! Tatsumi me contó como tú me trataste con cariño, como una verdadera hermana, mientras yo era criada como la nieta de mi abuelo. En verdad, la heredera de la Fundación Graad no debería haber sido yo, sino...

-No diga esas cosas.–interrumpio Mei.-Y, por favor, señorita, nunca les cuente esto a Seiya y los otros.

-¿Guardas resentimiento hacia mi abuelo? ¿De las decisiones tomadas por tu padre?

-¡Señorita, la decisión no fue del amo Mitsumasa!–Tatsumi no se contiene, ansioso por revelar la verdad escondida por tanto tiempo.

-La decisión fue mía.-explico Mei.–Cuando descubrí que los huérfanos de la institución eran todos mis hermanos, que teníamos la sangre del mismo padre en las venas, yo no soporté el hecho de estar recibiendo un trato especial, sin que nada me faltase, como heredero de la Fundación Graad. Por eso decidí, por libre y espontánea voluntad, tener el mismo destino de mis hermanos.

-Por libre y espontánea voluntad...–repitió Saori en un tono pensativo.

-Mitsumasa Kido es mi padre. Y también el padre de Seiya, de Shun, de Hyôga... de los cien huérfanos reunidos para ser Santos. Ese lazo de sangre nos acompañará por toda la vida.

-El abuelo sufrió hasta el último instante de su existencia por haber mandado a sus hijos a una vida infernal de sacrificios, para que se volvieran Santos. Pero hizo todo eso para proteger el amor y la justicia sobre la Tierra.

-Lo sé, señorita.-Mei levantó el rostro.-No guardo resentimiento o rencor hacia mi padre. Por el contrario, le estoy agradecido por haberme dejado enfrentar el mismo entrenamiento que mis hermanos. De lo contrario, yo no podría mirarlos a los ojos al reencontrarlos. No podría conversar con ellos sobre el pasado. Sería eternamente perseguido por un sentimiento de culpa.

-Por favor, no te culpes.

-Pues yo digo lo mismo, Saori.-Mei decidió que esa sería la última vez que la llamaría por su nombre.-La señorita no debe tener ningún sentimiento especial por mí. Ahora es Athena. Y yo un Santo de Athena. Ese es el destino de las estrellas, que yo mismo escogí seguir.

-¿Amo Mei?–la voz de Tatsumi parece llena de sorpresa.–¿El señor pretende continuar escondiendo su origen... y sus derechos?

-Lo pretendo. Cuando aún era un niño hice esa promesa, y estaba dispuesto a morir por ella. ¿Cómo podría romperla ahora? Al abandonar el apellido Kido, pase a ser solo Mei. Por eso, Tatsumi, quiero que me trate de la misma forma que lo hizo cuando entré al orfanato. Que no sea por fingir, haga conmigo como hacía con mis hermanos. Y deje de llamarme amo.–completó el joven, con una sonrisa amarga.

-¡Athena!–interrumpió una voz venida del otro lado afuera de los aposentos, pidiendo permiso a la diosa antes de aparecer en la puerta.- ¡Mei! ¡Despertaste! –exclamó Nicole, el santo de plata de Altar, cuyo rostro recordaba al de una estatua griega, de una belleza intelectual y clásica.

El joven brincó de la cama y, con las piernas tambaleantes por una inesperada debilidad, se arrodilló delante del oficial mayor. Nicole, a su vez, volteó hacia Athena.

-En calidad de Papa sustituto, y por tanto responsable por los Santos, le agradezco por haber salvado la vida de Mei.–dijo, y continuó, curvándose levemente en dirección de Tatsumi.-Al noble Tatsumi también me gustaría agradecerle por interceder junto al ejército y al gobierno italiano en Sicilia.– solo entonces Nicole le dirigió la palabra al joven santo.-Dime, Mei, ¿recuerdas que ocurrió mientras estabas siendo controlado por Typhon?

-Sí, pero los recuerdos son confusos. No tengo mucha certeza del orden de los eventos.

-Nicole, sea paciente.- intervinó Athena.-Mei acaba de recuperar la conciencia.

-Lo intento, diosa... pero necesitamos mucha información. La Tierra está en una situación crítica. Typhon desapareció en la erupción del Etna y debe estar recuperando sus fuerzas en este preciso momento.

A medida que organizaba sus pensamientos, Mei se fue apenando por las cosas que hizo cuando estaba bajo el dominio de Typhon. Había acertado a Nicole con un golpe en el teatro de la Acrópolis, y peor: por poco no había matado a Seiya en Sicilia.

-¿Cómo está Seiya?–preguntó, mirando sus manos en estado de Shock. Aún podía sentir en ellas el calor de la sangre de su hermano y no estaba conforme con haber sido tan débil.- ¿Como pude haber quedado totalmente a merced de la voluntad de Typhon?

-Seiya está bien, los jóvenes se recuperan rápido.-respondió Nicole, retrocediendo un poco, con una mano en el estómago, donde Mei lo había alcanzado. Pero entonces añadió, en un tono extremadamente solemne: -Mei, Athena te reconoce como su nuevo Santo.

La revelación inesperada tomó al joven completamente por sorpresa.

-Te otorgo ahora el Traje Sagrado, que prueba tu misión de Santo...–continuó Nicole, comenzando allí mismo la ceremonia de nombramiento.

Mei desvió la mirada hacia la urna donde estaba la Cloth, colocada al borde del aposento: una caja negra, tan oscura que parecía absorber la luz a su alrededor. En ella lucía la figura de una mujer recostada, tallada en bajorrelieve.

-Esta es la Cloth de Cabellera de Berenice, Mei, tu constelación.

Arrodillándose delante del Gran Papa sustituto, Mei juró lealtad eterna a Athena, volviéndose entonces oficialmente el Santo de la constelación de Cabellera de Berenice, el más nuevo Guerrero Sagrado de Athena.

-En nombre de Athena, yo, Nicole de Altar, te ordenó Santo. Deberás proteger a Athena y defender la justicia sobre la Tierra. La Cloth sagrada jamás deberá ser usada por intereses o batallas personales. Si por casualidad violaras la norma y la mancharas... la constelación, la Cloth, en vez de protegerte, te destruirá.

-¿La Cloth me va a destruir?–Mei pareció estar confuso.-Al final, ¿de qué es esta Cloth negra?

De hecho, la Cloth de Mei no pertenecía a ninguna de las tres jerarquías: Oro, Plata y Bronce.

Nicole decidió que era el momento de contarle a Mei la historia de la antigua batalla contra los gigantes, “La morada de Typhoeus”. Apenas un poema épico griego que preservaba el nombre del más poderoso de los Gigas.

El dios que es un remolino que no estará satisfecho hasta no destruir y consumir toda la Tierra.

***

Renacido en el mundo físico al romper el sello de Athena, el dios de las tempestades se escondía en el punto más profundo de un conjunto de cavernas entrelazadas como un enorme hormiguero. Delante suyo estaba un Giga vistiendo un Adamas de cornalina.

-Mi señor...–dijo el Giga, pero Typhon no le presta atención.

Sus pensamientos están muy lejos.

-Athena consiguió reencarnar en esta era, en su plenitud...–dijo para sí mismo.

La mitad derecha de su cuerpo estaba cubierta por llamaradas, las llamas inagotables de la Gran Tierra, mientras que los relámpagos llenaban la mitad izquierda como terribles vientos de temporales fantasmas. De la carne asimétrica nacían, como uñas, las placas de su negro Adamas de ónix. No es exactamente una armadura, sino una coraza, como una parte endurecida del cuerpo.

–Athena consiguió reencarnar en esta era en su plenitud.-repitió.–Pero, ¿qué dices de mí? ¿De éste, mi cuerpo físico tan frágil?

-¡Quirri! ¿El cuerpo de Enkelados... frágil?–se sorprendió Pallas, pues ese cuerpo resistente y poderoso fue ofrecido a Typhon por su hermano más viejo, el sumo sacerdote Enkelados.

-No es suficiente para soportar mi verdadera fuerza.–respondió Typhon, tocándose el mentón. El hueso lastimado por los golpes de Mei en el Monte Etna ya está completamente recuperado.-Necesito un receptáculo digno de mi poder.

-Con todo respeto, su carne radiante fue totalmente destruida, en todas sus partes, por Athena.-con las palabras de Pallas, un flujo más intenso de luz brotó de las llamas y relámpagos en el cuerpo de Typhon, iluminando todo el interior de la caverna.

El lugar, con un inmenso altar, se asemeja al templo subterráneo del Monte Etna, pero es la Tierra Santas de los Gigas.

-¡Maldita sea Athena y sus Santos!–Typhon estaba delante del altar, sobre el cual está lo que parece ser una estatua de grandes senos, representando tal vez a una diosa. Pero un corazón pulsa en la figura, demostrando que se trata en realidad de una mujer viva, a pesar de tener los párpados y los labios cerrados como si fuesen hechos de piedra. Más aún: la imponente figura está embarazada.

–Esa es mi forma femenina.-explicó Typhon.

-¡Oh!–Pallas parecía estar hipnotizado por la belleza de forma femenina de su dios, enteramente desnuda, sus curvas provocativas ocultas apenas por los cabellos ondulados que cubrían hasta la cintura. Pero bastaba con mirar con más atención para percibir escamas donde deberían estar las piernas de la criatura, pues su mitad inferior tenía la forma de una serpiente.

-El calabozo del Tiempo Estancado…-por primera vez, Typhon le dirigió la palabra directamente a Pallas.–En la antigua Gigantomaquia, poco antes de ser exiliado por Athena y sus Santos en el Monte Etna, yo sellé a los gigantes sobrevivientes. No fue Athena quien los atrapó a ustedes, mis hermanos, en las profundidades del espacio olvidado. Fue mi voluntad.

-¿Cómo?–Pallas estaba confundido, pues siempre creyó que había sido aprisionado por Athena, junto con Typhon.

-Mis queridos hermanos más viejos, al contrario de mí, ustedes no son inmortales.–continuó Typhon.-Si su cuerpo físico fuese destrozado, ustedes no oirían la llamada del renacimiento. Por eso, sellé tanto su carne como su alma en el Calabozo del Tiempo Estancado.

-¿Fue eso lo que ocurrió, mi señor? Usted, teniendo en sus manos a ese niño inútil, inicialmente desató los lacres sellados sobre nosotros, los Gigas, en las más diversas regiones, y...

-Y, mediante el sacrificio de sangre de los Santos y de dos de mis queridos hermanos, finalmente volví a la vida en el mundo presente.

-¿Y esta mujer, señor?–preguntó Pallas, tragando en seco.

-Esta es Echidna.-respondió.–La última de las mujeres Gigas. Ella abriga en sí mi cuerpo carnal, el receptáculo de mi voluntad.

-¡Ah, entonces ya estaba preparando su propia reencarnación!–exclamó Pallas, finalmente comprendiendo el plan de su maestro.

-Sí, el cuerpo carnal que Echidna guarda en su vientre abrigará mi voluntad.-entonces, en un tono un tanto desanimado, añadió: -Hasta eso, estaré hospedado en este cuerpo horrendo.

-¡Realmente es un cuerpo horrendo!–una voz surgió de las sombras, de donde emergieron tres figuras.

-Mis hijos…-dijo Typhon, sin mirar a los recién llegados.

Pallas no entendía nada.

-¡Quirri! ¿Hijos?

-Mis hijos, engendrados con Echidna en otros tiempos, criados en la cuna del Tiempo Estancado. Los sellos fueron rotos.

Typhon no llamaba a sus hijos por sus verdaderos nombres: si lo hiciese, ellos verterían sangre por las orejas y enloquecerían. De la misma forma, si sus mencionasen su nombre, la lengua les sería arrancada y perderían el habla.

Así las sombras se presentaron ellas mismas a Pallas.

-Orthos, el Maléfico Can Bicéfalo.

-Chimaira, la Bestia Pluriforme.

-Ladon, el Dragón de Cien Cabezas.

-Hijos, ofrezcan su alma para mi resurrección.

Las tres figuras se arrodillaron en silencio delante de la voluntad del dios de los Gigas.

 


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