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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Habían transcurrido más de dos meses cuando finalmente Nolofinwë emprendió el viaje de regreso a Tirion.  La Bestia se había mostrado bastante renuente a dejarle ir.

Mientras se dirigía al taller ubicado en las dependencias inferiores del Palacio Real, Nolofinwë reconsideraba los sucesos de esas semanas.

El día anterior había sido recibido por su madre y por un ansioso Arafinwë. Su hermano menor se había quedado pegado a él, hasta el punto de dormir en su alcoba. Indis había dispuesto que cenaran los tres juntos, lejos de la etiqueta palaciega – lo cual dejó a Finwë cenando solo, ya que Fëanáro se encontraba de viaje.

En cuanto la luz de Telperion había menguado, Nolofinwë abandonó sus aposentos para ir en busca de las herramientas que tenía en mente.  Debía admitir que su relación con el dragón se había visto profundamente afectada por la capacidad de la Bestia de cambiar de forma: el sexo era… placentero. De una forma que el príncipe nunca esperara.

Por supuesto, Nolofinwë no había presenciado la metamorfosis de la  criatura en ninguna ocasión. El dragón pasaba días en su forma original, limitando sus interacciones a cariñosos lametones y ronroneos provocativos; pero no había vuelto a intentar tomarlo estando en esa forma. Luego desaparecía durante horas – generalmente cuando Nolofinwë dormía – y cuando el joven despertaba, ya se encontraba en los brazos del semielfo. En esos momentos, la Bestia solía ser tempestuosamente voraz, cual si realmente deseara saciar años de necesidad.

Nolofinwë deslizó los dedos por encima de las herramientas colgadas en la pared.

Había pasado muchas horas en ese taller, intentando equiparar el talento de un hermano al cual no esperó conocer jamás. Aunque era mejor artesano que la media de los Noldor, el joven príncipe aprendió pronto que el taller no era su lugar: él era mucho más eficiente garantizando que las cosas funcionaran para que los artesanos trabajaran. Y sin embargo, todavía en ocasiones Nolofinwë se había refugiado en el taller para crear…

-          ¿Trabajando tan temprano?

El joven volteó la cabeza por encima del hombro para descubrir al elfo en el umbral del taller.

Fëanáro vestía ropas de viaje y llevaba el cabello atado en una coleta alta. Cuando Nolofinwë se volteó en su dirección, entró en el lugar y se dirigió a una de las mesas de trabajo.

-          Buena luz, hermano -, saludó Nolofinwë, con excesiva formalidad, consciente de que la cólera se filtraba en sus palabras -. ¿Regresas ahora?                                                                                                                                                                

-          Me llamó la atención ver el taller abierto. No parece que se use mucho -, señaló Fëanáro, ignorando la pregunta de su medio hermano.

-          Se supone que este lugar es para uso de los habitantes del palacio -, se encogió de hombros el otro -. Arafinwë no parece tener mucho interés en la artesanía y yo… bueno, yo ya no vivo en el palacio.

-          Cierto -, asintió el mayor y volteando frente a él, se sentó a medias en la mesa -. ¿Cuánto piensas quedarte? ¿Una semana? ¿Un mes?... ¿Un año?

Nolofinwë alzó una ceja, intentando descifrar la intención de la pregunta.

-          Solo dos días. Regreso en dos florecimientos de Laurelin.

-          Tan poco tiempo -, comentó Fëanáro, volviendo a centrar su atención en las herramientas.

El hijo de Indis lo observó unos segundos antes de volver a su inicial objetivo allí. Cuidadosamente, eligió las herramientas más resistentes, asegurándose de que no se romperían. Después de agruparlas en una esquina de la mesa más cercana, procedió a buscar una aceitera: sería conveniente que las bisagras y el cerrojo de la enorme puerta hicieran el menor ruido posible.

Al regresar junto a sus herramientas, encontró a su medio hermano revisándolas. Con una mueca, se acercó y empezó a guardar las cosas en la bolsa de viaje que trajera.

-          ¿Estás pensando practicar tus habilidades? – se interesó Fëanáro, siguiendo sus movimientos con la mirada -. ¿Te aburres en tu nuevo hogar?

-          Un poco. Y no tiene nada de malo que quiera practicar. No tengo mucho más que hacer.

-          Debiste decirlo antes.

Nolofinwë lo observó de reojo.

-          ¿Qué?

-          Que te aburres. Yo podría…

-          ¿Haber ido a visitarme? – se burló el menor sin dejar de guardar las cosas.

-          Preparar algo en lo que pudieras trabajar. No me costaría nada y…

-          Y es lo menos que me debes, ¿no, hermano? – siseó Nolofinwë, girando frente a él, con ojos centelleantes de ira -. ¿Cómo te atreves? ¿Cómo te atreves a fingir que esto… que nuestra relación es algo normal cuando sabes…?

Fëanáro lo observó fijamente – los ojos plateados brillando como pozos de plata batida.

-          ¿Qué? – demandó cuando el menor guardó silencio -. ¿Qué sé, Nolofinwë?

El joven le sostuvo la mirada. Luego de unos minutos, suspiró y volvió el rostro. No era culpa de Fëanáro. Fëanáro no lo conocía, no le debía nada. Debió ser Finwë quien pensara en él, quien valorara a sus hijos por igual.

-          Da igual -, se encogió de hombros y cerró la bolsa.

Frunció el ceño, sobresaltado, cuando una mano de Fëanáro se cerró en torno a su muñeca, reteniéndole.

-          ¿Qué ocurre? – inquirió, cansinamente.

En lugar de responder, Fëanáro dejó su mano deslizarse hasta cubrir el dorso de la mano de Nolofinwë para luego darle la vuelta. Recorrió despacio la palma de la mano del más joven, dibujando de modo casi imperceptible las líneas y deslizándose hasta las puntas de los dedos.

-          ¿Qué haces?

-          ¿Estás seguro de poder usar esas herramientas? – preguntó Fëanáro, con la vista fija en su mano.

-          ¿Por qué no habría de…?

-          Tienes manos de mujer. Tan suaves. Tan hermosas. No fueron hechas para el trabajo.

-          ¡Ridículo! – ladró Nolofinwë, retirando la mano bruscamente -. No sabes nada de mí. No sabes de qué soy capaz.

Fëanáro lo contempló un instante antes de desviar la mirada.

-          Tienes razón: no lo sé.

Nolofinwë apretó los labios, furioso. Echándose la mochila al hombro, se dirigió a la puerta del taller.

-          ¡Voy a hacer algo! – anunció Fëanáro, obligándolo a detenerse para observarlo por encima del hombro -. Para que trabajes en ello. Voy a preparar algo para tu próxima visita.

-          Como quieras… hermano.

 

……………………………………………………

 

Los dos días en Tirion transcurrieron demasiado aprisa para Nolofinwë. Apenas vio a su padre, lo cual fue un alivio, y de Fëanáro no volvió a tener noticias. Según Arafinwë, el Príncipe Heredero no pasaba mucho tiempo en el palacio: al parecer, pretendía recuperar todos los años que perdiera de viajar y trabajar. Tampoco se hablaba de si pretendía renovar su relación con Nerdanel o si en algún momento pensaba recuperar su morada en Formenos. Sobre eso último, Nolofinwë no estaba seguro de cómo sentirse: evidentemente, tal decisión redundaría en su libertad; pero el joven elfo no estaba seguro de si en esos momentos prefería a su hermano… o a la Bestia.

De regreso en la cueva, Nolofinwë comprobó que el dragón no estaba. Hubiese querido ir a asegurarse de haber elegido las herramientas correctas para su aventura; pero entre el viaje de ida, la estancia y el viaje de vuelta, llevaba más de una semana fuera, por lo que no podía estar seguro de cuándo se mostraría el dragón. Después de considerarlo durante un momento, el joven decidió que lo mejor sería descansar el resto de la jornada y dejar las exploraciones para cuando estuviera convencido de no ser interrumpido.

Mientras se bañaba en la poceta, Nolofinwë recordó el encuentro con su medio hermano. Metido en el agua hasta la cintura, observó sus manos.

¿Manos de mujer? Ciertamente, las manos de Fëanáro eran más rudas – callosas y duras – pero él no describiría sus manos como femeninas. Tenía las huellas del uso del arco y la espada. Había usado ampliamente variadas armas y herramientas. Sus manos no eran femeninas. O hermosas. ¡Y sí estaban hechas para el trabajo! ¿Para qué más iban a estar hechas?

Un sonoro maullido le hizo voltearse.

El dragón avanzó hasta el borde de la alberca, observándolo con ojos turbios, en los que la plata parecía hervir ansiosamente. Nolofinwë conocía esa mirada.

-          Llegaste -, dijo.

Mi príncipe

Nolofinwë se estremeció ante la posesiva pasión que vibró en su mente. Inclinando la cabeza para ocultar el rubor en sus mejillas, salió de la poceta.

Apenas había puesto pie en tierra seca cuando la bestia saltó sobre él, derribándolo en el suelo.

-          ¡Espera! – gritó el elfo, debatiéndose bajo el peso del monstruo -. ¿Por qué no te transformas? ¿Por qué…?

Mucho tiempo   no quiero esperar

-          ¡Fue solo una semana! – chilló Nolofinwë al tiempo que conseguía darse vuelta para gatear fuera de su alcance.

Demasiado

 

La siguiente protesta del joven se convirtió en un gemido cuando la lengua del dragón reptó en su estrecho pasaje, sin más aviso. Se obligó a permanecer inmóvil, dejándose hacer en lo que sabía solo era un preludio.

Una parte de su cerebro cuestionó la habilidad de la Bestia para excitarlo y enloquecerlo con los movimientos circulares, suaves y bruscos a una vez, de su larga lengua. Cuando finalmente el dragón retrocedió, Nolofinwë jadeaba con la mirada perdida.

El dolor le devolvió a la realidad y por un momento, luchó, retorciéndose, golpeando con un puño la garra que se hundía en su cadera.

Fue rápido. Unas embestidas… y el rugido del dragón resonó en la caverna mientras el semen se desbordaba, corriendo por los muslos del príncipe.

Nolofinwë se desplomó, jadeando mientras parpadeaba para aclarar las lágrimas. Todo su cuerpo temblaba, incapaz de huir cuando la Bestia se deslizó a su lado, metiendo la cabeza bajo su brazo para que una de sus manos descansara en la base de las alas.

Mhn   tan suaves   tus manos


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