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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Nolofinwë se aseguró de no quedar a solas con Fëanáro durante el resto de su estancia en palacio. Cuando finalmente llegó la hora de regresar a las cavernas con el dragón, tuvo la sensación de que un peso era levantado de sus hombros.

Una vez que se encontró fuera de la ciudad, Nolofinwë se permitió reflexionar acerca de sus reacciones a las atenciones de Fëanáro. No tenía nada de raro que su hermano mayor fuera sobreprotector y egoísta. Fëanáro había estado alejado de su familia por muchos años: era simplemente lógico que quisiera tener para sí la atención de cualquier persona cercana a él. Tampoco había tenido oportunidad de cuidar de Nolofinwë como se suponía que lo hiciera un hermano mayor. Era un poco tarde para que el hijo mayor de Indis fuera preservado de enemigos de infancia y potenciales seductores; pero Nolofinwë casi podía comprender esa actitud de Fëanáro. Casi. ¿Cómo podía pretender Fëanáro cuidar de él, preocuparse por su bienestar, cuando sabía cuál era el precio de su libertad? ¡Y no era que Nolofinwë se estuviera quejando del giro que tomara su intimidad con el dragón! Por supuesto que no se quejaba. Podría ser peor. ¡Había sido peor! Pero Fëanáro no lo sabía. Fëanáro no sabía que el dragón podía asumir forma élfica y pulsar cada terminación nerviosa de su cuerpo, jugar con su piel como un experto, envolver su espíritu en una tormenta de fuego y anhelos… Fëanáro no sabía.

Nolofinwë hizo el viaje tan agitado como si algo terrible hubiese ocurrido. Aunque conseguía justificar la actuación de su medio hermano, lo que no lograba – no quería – comprender era su propia reacción cada vez que Fëanáro lo contemplaba con esa rara intensidad o lo tocaba como si él fuera de cristal.

Ansioso por librarse de los pensamientos que no dejaban de asediarle, Nolofinwë obligó a su cabalgadura a apretar el paso, deseando por primera vez regresar a la seguridad de la cueva.

 

No encontrar al dragón no debió de sorprenderle; pero Nolofinwë sí que se sintió ligeramente decepcionado.  Hubiera sido reconfortante poder abrazar al dragón, sentir bajo sus manos las escamas lisas y duras, respirar el perfume a incienso y hierro caliente que acompañaba a su compañero siempre… y saber que al menos allí todo estaba bien. De una forma inusual, pero conocida.

Contra todo pronóstico, la Bestia no se mostró en los siguientes siete días, al punto de que Nolofinwë empezó a sospechar que algo le hubiese ocurrido. Al octavo día sin que apareciera, el joven elfo decidió explorar los túneles en su busca.

Una vez más se encontró frente a la puerta reforzada con hierro y recordó sus intenciones de explorar qué había más allá. Pensó en las misteriosas gemas, en los poderes que poseían, en la capacidad que conferían al dragón para tomar forma élfica. Rememoró las frases que usara el dragón para referirse a sí mismo: ‘me trajiste de vuelta’, ‘me ataste a la cordura’. ¿Podría ser que la Bestia fuera… algo más? ¿Podría ser que esas piedras luminosas escondieran un secreto mayor? ¿Por qué la Bestia no quería que le viera en su forma élfica? ¿Qué daño podría causar que Nolofinwë viera su rostro?

 

Te busqué

Nolofinwë giró a medias para descubrir al dragón en medio del túnel.

La criatura se le acercó con andar felino, la cola ondulando tras él y las alas tocando ligeramente el suelo pedregoso. Parecía cansado; pero sus ojos resplandecían cual si se alegrara de ver al príncipe.

Nolofinwë se dio la vuelta completamente y esperó a que el dragón llegara ante él.

-          Estuve buscándote -, admitió por su parte, apoyando una mano abierta entre los cuernos retorcidos.

El dragón ronroneó.

¿Mi príncipe extraña?

-          Empiezo a acostumbrarme a ti -, se encogió de hombros el elfo.

La Bestia emitió un sonido similar a un maullido y se restregó contra sus caderas, rodeándolo con su cuerpo para empujarlo suavemente en dirección a la gruta principal.

Nolofinwë echó un vistazo a la puerta por encima del hombro.

-          ¿Adónde da esa puerta? – inquirió, disfrazando su verdadero interés con  simple curiosidad.

El dragón detuvo los ronroneos y caricias para observar al joven con ojos distantes.

Fortaleza, respondió luego de unos minutos. Sótano.

-          ¿Has estado allí? – volvió a interrogar el príncipe, sin moverse del lugar -. Del otro lado de la puerta. En la fortaleza, quiero decir.

Vacía ahora

Nolofinwë se dejó arrastrar unos pasos por el peso del dragón en sus piernas y caderas; pero entonces volvió a detenerse y señalando la puerta a sus espaldas con el pulgar, comentó:

-          Está cerrada desde este lado.

En lugar de responder, el dragón dio una vuelta a su alrededor y de un ligero salto, le apoyó las garras delanteras en los hombros.

Nada importante ahí, aseguró al tiempo que extendía la lengua bífida y le acariciaba una mejilla. Yo echo de menos Mi tesoro está de vuelta No más palabras

Y antes de que Nolofinwë comprendiera lo que hacía, se tiró al suelo y se movió a la espalda del joven para deslizar la cabeza entre sus piernas. El joven tardó una milésima de segundo en comprender lo que pretendía el dragón: al minuto siguiente, la Bestia corría de vuelta a la caverna, con el príncipe a horcajadas en su lomo.

Pero el dragón no se frenó al arribar al salón principal. Tomó uno de los túneles más amplios sin aminorar el paso. Nolofinwë se aferró a la base de las alas, inseguro, inclinándose sobre el lomo de la bestia. Ante ellos destelló la luz plateada de Telperion llenando la boca del túnel. El dragón apretó el paso y galopó los últimos metros, saltando al vacío cuando salieron de la cueva.

Nolofinwë ahogó un grito de sorpresa: por debajo de ellos vio el suelo cubierto de flores silvestres, las huellas viejas de un camino pedregoso, los arbustos que se alejaban… Tardó unos minutos en comprender que tomaban altura. Volteó la vista al frente y más allá de la cabeza del dragón vio el bosque bañado por la luz de plata. A ambos lados, las alas de la criatura se movían con delicada fuerza, sin ruido, como velas de seda negra extendidas al viento.

Un trueno lejano retumbó por encima de ellos y Nolofinwë inclinó la cabeza, pegándose más al lomo de la Bestia. Las antiguas dudas regresaron: ¿cómo permitían los Valar que la Bestia existiera? Tal vez era una osadía aventurarse tan cerca del cielo, donde las aves de Manwë podrían verle. Otro trueno anunció la cercanía de una tormenta primaveral.

-          Volvamos -, sugirió el príncipe, alzando la voz -. Viene una tormenta. Volvamos a… la cueva.

El dragón ladeó la cabeza para observarlo con uno de sus ojos plateados. Finalmente, hizo un movimiento afirmativo y batiendo las alas con energía, trazó un círculo para regresar a la caverna.

 

Para cuando arribaron a uno de los túneles de acceso – otro – las primeras gotas de lluvia caían sobre la floresta. Nolofinwë hizo ademán de bajarse; pero el dragón no se lo permitió, conduciéndole rápidamente a la caverna principal. A lo largo de este corredor, podían escuchar la lluvia arreciando afuera e incluso el agua comenzó a filtrarse siguiendo las raíces que sobresalían de la tierra apretada. Cuando llegaron a la caverna ya no escuchaban la tormenta; pero la humedad del suelo se elevaba, como respondiendo a la llamada del cielo.

Por fin Nolofinwë pudo descender del lomo del dragón y girando frente a él, preguntó, sorprendido:

-          ¿Por qué hiciste eso? Alguien pudo vernos.

Duermen

Nolofinwë estuvo seguro de identificar la diversión en el tono de la Bestia.

Tú querías volar

El elfo alzó una ceja, confundido.

-          ¿Yo? – pestañeó varias veces, haciendo memoria -. Nunca dije que yo quisiera…

Te gustó

No podía negar eso. Le había encantado volar, sentir el aire en su cara – desenredando  las trenzas en que llevaba recogido el cabello, golpeándole las mejillas y secando su boca entreabierta. Pero él no había pedido esa experiencia. No que él recordara.

¿Duermes con mi compañía?,  inquirió el dragón, acercándosele para tocarle el vientre con el hocico.

Nolofinwë apoyó una mano entre los cuernos, analizando qué realmente le estaba pidiendo.

-          Creí que habíamos acordado que no…

Dormir

El dragón retrocedió para mirarlo a los ojos con firmeza.

 Quiero pero no te causo dolor No quiero mi príncipe furioso herido Yo espero

-          ¿No puedes cambiar de forma? – frunció el ceño el joven.

No hoy   Dormir, mi bello tesoro

Nolofinwë quería hacer más preguntas; pero el dragón ya se había encaminado al sitio en que se encontraban las telas y cojines. Se acomodó como un gato y esperó a que el joven se le uniera.

Cuando Nolofinwë se despojó de las ropas, quedando solo en camisa y se acostó cerca del dragón, este extendió un ala por encima del cuerpo del elfo, protegiéndole de la luz y del lejano rumor de la tormenta que viajaba por los muros de roca.


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