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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Nolofinwë despertó… No, incluso antes de despertar del todo fue plenamente consciente del cuerpo pegado al suyo, de los labios que recorrían su nuca, de la mano que acariciaba su sexo jugando con su erección matinal, de la dura longitud que se hundía entre sus nalgas. Sintió su cuerpo relajado y abierto. Ni siquiera protestó cuando una mano separó delicadamente sus nalgas y la punta mojada de la verga empujó en su entrada. Se contentó con aferrarse a la almohada mientras las caderas de su amante embestían, llenándolo con cortos empujes que le llenaban profundamente. Los jadeos del otro calentaron su cuello y su oreja y cuando ambos se balancearon en el borde, Nolofinwë torció el rostro para encontrar la boca que gemía. Solo entonces abrió los ojos y se encontró con los ojos plateados de Fëanáro.

Despacio, volteando el rostro, Nolofinwë se liberó de los brazos de Fëanáro y se deslizó fuera del lecho, concentrándose en encontrar sus ropas con la mirada para evitar tener que mirar a su medio hermano.

-          Nolvo…

Nolofinwë se detuvo cuando sostenía entre sus manos la ropa interior. En sus muslos y su vientre, los fluidos del reciente sexo se secaban. No se volteó hacia Fëanáro.

-          Debo irme -, dijo con voz queda -. Tengo… tengo que comprar un obsequio para Arafinwë. No he tenido tiempo de…

Se interrumpió cuando una mano atrapó su muñeca y tiró de él, obligándole a voltearse. Por un segundo, enfrentó la mirada ardiente de Fëanáro; pero enseguida desvió la vista.

-          No puedes irte… dejarme así -, siseó el hermano mayor -. Lo que ocurrió…

-          No puede volver a suceder -, terminó Nolofinwë por él, alzando el rostro para enfrentar su mirada, con firmeza.

-          Nolofinwë…

-          Somos hermanos, Fëanáro. Y yo siento que tú… que yo no haya sido capaz de contener… de borrar los sentimientos que me provocas; pero esto… - señaló entre ellos con la mano libre -, esto es imposible.

-          ¿Más imposible que tu relación con una bestia? – inquirió Fëanáro con frialdad.

Nolofinwë palideció. En ese momento, comprendió que su medio hermano era consciente de la naturaleza de su relación con el dragón.

-          ¿Desde cuándo lo sabes? – exigió entre dientes. Fëanáro curvó la boca en una mueca despectiva; pero Nolofinwë no le dejó responder -. Olvídalo. No quiero saberlo. No quiero saber cuán poco valgo para ti -, declaró con una risotada sarcástica.

-          ¿Poco? – repitió Fëanáro, frunciendo el ceño -. ¿Crees que vales poco para mí? Después de todo, ¿tú crees que vales poco para mí?

Nolofinwë emitió un sonido de desesperación, su cólera diluida en la esperanza de no estar solo. Con un esfuerzo, se liberó de la mano de Fëanáro y le dio la espalda.

-          ¿Qué importa? – inquirió, hundiendo el rostro entre las ropas que sostenía aún -. ¿Qué importa si me deseas como yo te deseo? ¡Somos hermanos! Esto… esto nunca podrá ser. Tú y yo no…

-          Dime que no me amas.

Nolofinwë giró, desconcertado. Fëanáro estaba de rodillas en medio del lecho, magnífico en su exquisita desnudez, el cabello negro derramándose por espalda y pecho hasta las caderas, en ondas suaves, satinadas.

-          Dime que no me amas, Nolofinwë -, repitió con tono que rozaba la locura -. Di que nada de esto es real… que tus besos, tus gemidos, tus caricias… fueron un sueño.

-          Fueron un sueño -, repitió Nolofinwë, con amargura, cerrando los ojos -. Todo fue un sueño que nunca se hará realidad. No volveremos a vernos más que como lo que somos: hermanos.

-          Yo no puedo ser tu hermano, Nolofinwë -, declaró con determinación, retirándose -. No puedo pensar en ti como un hermano. Nunca lo haré.

El calor inundó las entrañas del más joven. Era reconfortante saber que no estaba solo en su locura… y era una agonía saber que tenía que rechazarlo.

-          Entonces, piensa en mí como el compañero de alguien más -, dijo con suavidad.

Fëanáro parpadeó varias veces.

-          Si eliges al dragón, nunca tendrás esto de nuevo -, declaró con tono sombrío.

Nolofinwë se mordió el labio inferior. Esa era la idea, ¿no? Elegiría al dragón y no volvería a Tirion. Se mantendría lejos de Fëanáro. Para siempre.

-          Elijo al dragón -, asintió lentamente, inclinando la cabeza -. A él puedo amarlo sin temor a condenarlo.

Un destello cruzó los ojos de plata batida del Príncipe Heredero.

-          ¿Es eso? ¿Lo eliges solo porque tu relación con él no sería un pecado? – Como Nolofinwë no respondiera, desviando la mirada, Fëanáro esbozó una sonrisa equívoca -. Ve con tu dragón, Nolvo, mi precioso chiquillo.

Nolofinwë frunció el ceño; pero no preguntó nada.

 

…………………………………….

 

Al llegar a su alcoba, Nolofinwë se había derrumbado en el lecho, llorando desesperado. Finalmente, se había dormido, exhausto.

Su sueño fue inquieto. Las visiones asaltaron su descanso, irritándolo. El dolor desgarró su cuerpo, su piel, sus entrañas… Su alma misma pareció dividirse en pedazos y rearmarse de forma diferente. La sangre viscosa y caliente humedecía sus manos. Los gritos no brotaban de su garganta, convertidos en estertores de rabia y desesperación… Y en todo momento, solo se aferró al recuerdo de una alcoba bañada de luz plateada, en la que una cuna se mecía suavemente.

 

Despertó jadeando, sudoroso. Por un momento, no supo si seguía en su sueño, sumido en las visiones de un pasado que no le pertenecía… o de un futuro que no era posible.

Los gritos le obligaron a volver en sí. Salto fuera del lecho y corrió a la puerta de la recámara.

Órdenes, gemidos, maldiciones… las voces de hombres y mujeres se mezclaban en un caos. Nolofinwë salió al pasillo y se encontró con sirvientes acurrucados en las esquinas, con guardias corriendo armados. Sin pensar, corrió en dirección al ala central. Se detuvo al descubrir a Arafinwë en el hueco de una puerta, pálido, apenas sosteniéndose con los dedos clavados en la madera.

-          ¡Arafinwë! – llamó yendo hacia él -. ¿Qué ocurre?

-          Nolvo… - suspiró el menor, espantado -. Padre… él… Fëanáro…

-          ¿Qué? ¿Le ocurrió algo a padre? – frunció el ceño Nolofinwë -. ¿A… Fëanáro? – musitó el nombre con voz estrangulada.

-          La Bestia… La Bestia fue vista abandonando el palacio. Padre… Padre fue a los aposentos de Fëanáro y-y-y…

-          ¿Y qué, muchacho? – exigió Nolofinwë, sacudiéndolo por los hombros.

-          ¡No lo sé! ¡No lo sé! Padre empezó a gritar y los guardias acudieron… y salieron a cazar a la Bestia. No sé más… No sé más -, repitió, cubriéndose la cabeza con las manos.

Nolofinwë lo dejó ir, aturdido. Como a través de un sueño se dirigió al ala oeste, ignorando a los elfos que se cruzaban con él en sentido contrario, todos corriendo en pos del Noldóran.

 

En su infancia, después de descubrir la existencia de su hermano mayor, Nolofinwë se había colado cientos de veces en las habitaciones cerradas que Finwë mantenía intocadas como un santuario. En aquellas estancias impersonales, frías, semejantes a un sarcófago, el príncipe infante había buscado incansablemente pistas de quién fuera el elfo que lo odiara incluso sin conocerlo, el elfo que no quisiera darle una oportunidad cuando era un bebé. La víspera, sin embargo, Nolofinwë había llegado a estos aposentos para ser amado, para descubrir que el mismo fuego que devoraba su alma ardía en el pecho de Fëanáro.

Fëanáro…

Nolofinwë titubeó ante la puerta entreabierta – una oleada de ira y amargura llenando el aire de oscuras promesas. Era evidente que Finwë no había tenido la suficiente presencia de ánimo para cerrar la puerta al salir de allí y Nolofinwë se preguntó qué habría encontrado su padre.

Su mano empujó la hoja de madera blanca: vio el movimiento cual si esa mano de largos dedos adornados por un solo anillo de aguamarina le perteneciera a alguien más, alguien que no temía mirar más allá.

Por un segundo, el mundo fue oscuro… rojo oscuro, como las entrañas de la tierra, del infierno. Nolofinwë jadeó, tragó aire en entrecortadas bocanadas, ahogándose con el perfume a hierro y muerte.

Sus manos resbalaron en las losas pintadas y las volteó para contemplar con estupor las palmas húmedas, rojas, sangrientas. Se vio de rodillas, la sangre manchando sus ropas, dejando una huella terrible cuando se restregó el rostro con una mano temblorosa.

Sangre. Sangre. Había sangre en el suelo, en los muebles, en la cortina desgarrada, en las sábanas todavía revueltas… Nolofinwë se arrastró hasta el lecho, abriendo la boca para no producir sonido alguno cuando nombró a su hermano. Sus manos encontraron una suave viscosidad y al alzarlas delante de sus ojos, un hipido de desesperación y horror rompió la barrera de su garganta: entre sus dedos pendía la suave membrana que debió recubrir algún órgano.

Nolofinwë gritó. Gritó doblándose sobre sí mismo. Gritó sosteniéndose la cabeza con las manos. Gritó de rabia e impotencia. Gritó cual si fuera su piel la que se desgarraba.

 

 

Habían transcurrido horas – o minutos, Nolofinwë no tenía idea. Había yacido en la sangre, atontado, ajeno al mundo, queriendo negarse a la realidad. Volteó la cabeza y avistó un destello bajo la cama. Frunció el ceño y se incorporó en manos y rodillas. Gateó hasta el lecho y se metió debajo, estirando el brazo hasta que sus dedos se cerraron en torno a un objeto duro, liso.

Se sentó sobre los talones para contemplar su botín. Un destello iluminó sus ojos azules, cambiando sus facciones de la distracción a la sorpresa: en el cuenco de su mano descansaba una gema oscura, oval… la gema que una vez viera en el pecho del dragón.

Tres gemas para transformarse en elfo completamente.

Nolofinwë giró sobre sí mismo, arrastrándose de un lado a otro, tirando muebles en su búsqueda. Finalmente, alcanzó una segunda piedra, tan oscura como la anterior y con ellas apretadas contra su pecho, siguió buscando frenéticamente hasta que consiguió sacar la tercera y última de debajo del tocador.

El príncipe se dejó caer sentado, apoyando la espalda contra la pared, sosteniendo las gemas en sus palmas. Así vistas, parecían las copias negras de las piedras que una vez Nolofinwë sostuviera contra su pierna herida, fríos óvalos de cristal. Parecían hechas de obsidiana o azabache; pero eran mucho más duras y, a pesar de la frialdad que trasmitían, estaban vivas.

Por un momento, Nolofinwë dudó que fueran las mismas gemas. ¿Por qué las llevaría la Bestia consigo cuando prefería no tocarlas? ¿Por qué las dejaría tiradas si sabía que de ellas dependía su capacidad de recuperar su apariencia original? ¿Estaría equivocado Nolofinwë? Quizás todo era una ilusión que él mismo forjara en su necesidad de alejarse de Fëanáro. Quizás la Bestia siempre fue una bestia y las gemas ni siquiera le pertenecían. ¿Qué tal si las gemas eran la causa de todo esto? ¿Qué tal si las gemas pertenecían en realidad a… Fëanáro? ¿Qué tal si todo el tiempo la Bestia no había estado mintiéndole, buscando apoderarse del todo de las gemas? ¿Si había mantenido a Fëanáro prisionero solo para entender el funcionamiento de las gemas? ¿Qué tal si todo hubiese sido una pelea, una competencia entre ellos? ¿Si tanto Fëanáro como la Bestia hubiesen estado usando a Nolofinwë para herirse mutuamente?

Nolofinwë pestañeó varias veces, confundido. ¿Cómo había llegado de mirar las gemas a concluir que él tenía algo que ver con aquello? Contempló las piedras y se percató de que la oscuridad en ellas empezaba a diluirse, desplazada por una chispa de luz cada vez más intensa. Apretó las joyas, cerrando los dedos y un repentino aroma inundó sus pulmones, sobreponiéndose al hedor ferroso de la sangre.

-          Nieve fundida -, murmuró y entonces recordó.

 

… ni siquiera en la Cordillera del Calacirya o en la lejana Tol Eressëa, Fëanáro fue encontrado…

 

 

-          ¿Qué hacías en el cuarto de Arafinwë? – exigió de nuevo - ¿Ibas…? ¿Ibas a hacerle daño? Como… como a mi otro hermano.

La mención del príncipe muerto provocó una inesperada reacción en la criatura, que profirió un siseo furioso y se incorporó cual si fuera a saltar sobre el chico.

 

 

-          ¿Este es tu hogar? – inquirió el muchacho, deteniéndose al borde de la alberca -. Estamos… en Formenos, ¿cierto? En las cavernas debajo de la antigua fortaleza. Esos… esas piezas provienen del tesoro que guardaban los artesanos en la fortaleza antes de mudarse a Tirion, después… después de la muerte de mi hermano. – Una idea se le ocurrió, haciéndole fruncir el ceño -. ¿Mataste a mi hermano solo por los tesoros?

La Bestia se incorporó, gruñendo con evidente furia y Nolofinwë retrocedió, alzando las manos de modo instintivo.

 

 

Idiota.

La palabra resonó con toda nitidez en la mente del príncipe, quien se quedó boquiabierto.

Con ojos como platos, estudió a la criatura, que le miraba con ojos centelleantes de disgusto.

-          ¿Puedes… hablar? – murmuró -. Todo este tiempo… ¿pudiste hablar?

La Bestia alzó la cabeza y la sacudió.

Palabras     Frases no   Imágenes   Sensaciones  

Las palabras sueltas aparecieron en la mente de Nolofinwë, que pestañeó, aturdido.

-          Estás usando osanwë -, declaró -. Ni siquiera todos los elfos son capaces… ¿Cómo aprendiste?

Nunca   

-          ¿Quieres decir que es la primera vez que puedes comunicarte con alguien? – frunció el ceño el muchacho y en su mente apareció su propia imagen, enviada por el dragón.

 

 

Por un segundo, Nolofinwë estuvo a punto de preguntar si acaso él y Arafinwë no contaban como sus hijos; pero su atención se vio atraída al elfo de pie a la derecha del Rey.

Alto, de cabellos como ala de cuervo y piel ligeramente morena, el elfo era la criatura más hermosa que Nolofinwë viera.

 

“Así, mi amor. Eres tan hermoso cuando te corres…”

 

No bastará con una gema.

-          ¿Lo intentarías? – volvió a inquirir.

No hoy. Los ojos de la Bestia se iluminaron, traviesos. Ven aquí. Me he contenido por muchos días… años.

En lugar de obedecerle, Nolofinwë se echó hacia atrás, observándolo con sarcasmo.

-          No me digas que te mantuviste célibe mientras aguardabas tu oportunidad conmigo.

 

 

-          ¿Qué me importan las joyas? – inquirió, confundido -. Ni siquiera sé dónde las consigues. A quién se las robas.

¡Mías! Todas mías    Para ti     Hechas para ti    

 

Nolofinwë percibió la burla en el gruñido mental.

-          No soy una doncella -, escupió entre dientes y el recuerdo de Fëanáro sosteniendo… acariciando su mano y comparándola con las de una mujer llenó su pecho de rabia caliente.

Lo sé  Más hermoso que cualquier doncella  Más… exquisito

 

 

-          Yo nunca olvido nada referente a ti -, declaró el Príncipe Heredero en voz baja, grave, ligeramente ronca.

 

 

 

Hueles como nieve fundida, ronroneó, satisfecho. Cuando te corres para mí, hueles como nieve fundida.

 

 

-          Eres perfecto… Tan. Jodidamente. Perfecto. Oh Eru! No aguantaba un día más… ¡Así, mi tesoro!

-          … nieve fundida.

 

 

Delante de él estaba la habitación bañada de luz plateada. En el centro, se mecía una cuna. Se acercó con pasos silenciosos, la cola ondeando a su espalda, las alas arrastrándose sin ruido por la alfombra y se inclinó sobre el borde de la cuna. Ahí estaba, un pequeño bulto de piel sonrojada y rizos oscuros. Entonces, el pequeño bulto se removió y alzó los párpados. Todo su mundo se redujo a esos ojos, ojos azules, como cobalto con estrellas de plata danzando en ellos.

El bulto gorjeó, rio y extendió las manos regordetas en su dirección… y Fëanáro supo que había llegado a casa.

 

………………………….

Nolofinwë dejó escapar el aliento en un jadeo. Entre sus manos, las gemas brillaban con la luz de los Árboles.


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