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El Príncipe y el Dragón por Lumeriel

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Nolofinwë ladeó la cabeza y se humedeció los labios antes de abrir los ojos. Sus párpados, pesados de fatiga, volvieron a caer. De inmediato, los recuerdos de lo que sucediera en el túnel lo asaltaron. Se despertó, sentándose de un salto; pero el dolor se desató desde su pierna, haciéndole caer de vuelta en la manta en que estaba acostado.

Habiendo recordado que fuera la Bestia quien le salvara, se incorporó a medias sobre un codo para estudiar la estancia. Sonrió al reconocer la caverna en que estuviera años atrás y buscó el montón de tesoros que aquella vez el dragón usara como lecho. Pero la criatura no estaba en la gruta, comprobó con desconcierto.

Esta vez se sentó despacio, cuidando de no mover mucho la pierna. Revisó el miembro, confirmando por la forma en que se torcía que estaba rota. Por suerte, el hueso no había roto la carne y solo observó algunos rasguños y hematomas. También sentía numerosos dolores en la espalda y el pecho, y en el hombro derecho percibía una punzada; pero no se atrevía a quitarse la camisa para revisarse mejor.

En ese instante, escuchó el leve gruñido y se volteó para ver llegar a la Bestia desde uno de los túneles. De modo instintivo, las comisuras de su boca se elevaron.

-          Gracias -, dijo en voz alta -. Es la segunda vez que me salvas la vida.

La Bestia se sentó y sacudió la cabeza, resoplando. Nolofinwë le observó detenidamente y rememoró algo.

-          Espera… es la tercera vez, ¿cierto? También fuiste tú en esa cacería hace seis meses. – La Bestia mostró los colmillos en una mueca -. Y yo creyendo que mi valentía había asustado al oso. – Miró al dragón y esta vez, sonrió abiertamente -. Creo que te agrado. Lo cual es interesante porque no le agrado a mucha gente. O sea, todos me toleran; pero no me aprecian realmente. En cambio, todos admiraban a mi hermano Curufinwë… y tú te lo comiste.

Como siempre que aludía a sus tendencias carnívoras, la Bestia gruñó, furiosa y se dirigió a su lecho, dándole la espalda.

Nolofinwë le siguió con la vista.

-          Siempre te enojas cuando hablo de eso -, señaló, sentándose en una posición más cómoda -. ¿Sabes? Necesito algo para entablillarme la pierna y poder salir de aquí. En caso de que estés planeando dejarme salir, claro. Tal vez me estoy adelantando y solo estás tomándote tu tiempo para devorarme…

Idiota.

La palabra resonó con toda nitidez en la mente del príncipe, quien se quedó boquiabierto.

Con ojos como platos, estudió a la criatura, que le miraba con ojos centelleantes de disgusto.

-          ¿Puedes… hablar? – murmuró -. Todo este tiempo… ¿pudiste hablar?

La Bestia alzó la cabeza y la sacudió.

Palabras     Frases no   Imágenes   Sensaciones  

Las palabras sueltas aparecieron en la mente de Nolofinwë, que pestañeó, aturdido.

-          Estás usando osanwë -, declaró -. Ni siquiera todos los elfos son capaces… ¿Cómo aprendiste?

Nunca   

-          ¿Quieres decir que es la primera vez que puedes comunicarte con alguien? – frunció el ceño el muchacho y en su mente apareció su propia imagen, enviada por el dragón.

Nolofinwë sonrió, divertido y halagado, al comprobar la forma en que la criatura le veía. Al parecer, el dragón distinguía algunos colores más que otros, por lo que el príncipe aparecía ante él en tonos de gris y negro, con una piel muy blanca. El único detalle de color real eran los ojos azules.

-          Puedes ver el azul de mis ojos, pero no el de mis ropas -, destacó.

Únicos

Junto a la palabra, una sensación de calidez se extendió desde el estómago del príncipe hasta su pecho, dejando claro que a la Bestia le gustaban sus ojos.

-          Viste mis ojos cuando era un bebé -, comprendió -. ¿También viste los de Ingoldo? – La Bestia negó -. Entonces… ¿lo dejaste vivir… por mí?

En la mente de Nolofinwë apareció una escena borrosa: él inclinado sobre su madre que sostenía al bebé en su regazo. Ahí estaba su respuesta.

Nolofinwë estaba confundido. Él le agradaba lo suficiente como para que no atacara a nadie que él amara; sin embargo, la Bestia había asesinado a su hermano mayor.

-          ¿Por qué atacaste a mi hermano Curufinwë? – inquirió -. ¿Los Valar te lo ordenaron?

Esta vez no hubo respuesta por parte del dragón. En la mente del príncipe solo apareció la imagen de un elfo en la flor de la juventud, exquisitamente hermoso, con largos cabellos como ala de cuervo y vivaces ojos plateados. Reconoció el parecido con el único retrato de Curufinwë que viera en casa de Mathan y que era guardado por la hija del Aulendil.

Antes de que pudiera formular otra interrogante, el dolor en su pierna le recordó su estado. Esta vez, fue tan fuerte que el muchacho palideció y tuvo que recostarse para no desvanecerse.

Cuando reabrió los ojos, se encontró con el rostro de la Bestia a escasos centímetros del suyo, estudiándolo con algo similar a ansiedad.

-          Duele un horror -, mediosonrió.

El dragón se movió para olfatear la pierna herida y rozó el lugar de la rotura con su hocico, desplazando el pantalón desgarrado. El miembro se había inflamado y la bota acordonada apretaba la carne amoratada.

-          Voy a necesitar unas tablillas -, insistió Nolofinwë -. Si esperas que me largue alguna vez, quiero decir.

La criatura se sentó, sin dejar de mirar su pierna. Luego de unos minutos, se incorporó y acercándose al muchacho, le lamió la mejilla con la punta de la lengua. Antes de que él reaccionara, desplegó las alas y alzó el vuelo.

Nolofinwë torció el cuerpo para verle volar hasta una abertura en la pared, unos treinta metros por encima del suelo. La criatura desapareció en el interior del túnel para reaparecer un rato después llevando un cofre entre las patas delanteras.

El dragón aterrizó junto al príncipe y empujó la caja de metal en su dirección.

-          ¿Tienes tablillas aquí dentro? – bromeó Nolofinwë al tiempo que corría el cerrojo.

Antes de levantar la tapa, se tomó un momento para apreciar el exquisito trabajo del cofre. Cuando finalmente la abrió, la luz emergió del interior, cegándolo momentáneamente.

-          ¿Qué rayos es eso? – gritó, cubriéndose el rostro con el antebrazo.

Luego de unos minutos, consiguió adaptarse a la claridad y pudo asomarse para descubrir que en el fondo de la caja yacían tres cristales ovales de superficie lisa. Eran perfectos y emitían luz propia como los Árboles.

-          No son tablillas -, señaló lo evidente, anonadado.

En su cabeza vio una imagen de él poniéndose una de las gemas en la pierna. Comprendió que era el dragón quien se lo sugería y tomó una de las joyas. La acercó a la pierna herida y esperó un segundo a ver qué pasaba.

Un inesperado sonido le obligó a alzar la cabeza: era una especie de gemido; pero mucho más dulce… como la flauta de jade que Ektëllo solía tocar en las Horas Plateadas, cuando Laurefindë estaba descansando junto a él.

Nolofinwë olvidó el dolor en la pierna y la maravillosa gema que sostenía.

-          Estás… cantando -, musitó, fascinado.

El dragón adelantó la cabeza hasta que su morro tocó la frente del muchacho y repitió el celestial sonido.

Quería que cantara. El dragón quería que Nolofinwë cantara. ¿Cómo sabía que cantaba? Bueno, probablemente el dragón sabía más de él que sus propios padres, admitió el chico.

Muy quedamente, empezó a entonar uno de los cantos que Urusdilmë le enseñara mientras trabajaban en su taller. La hembra era una de los “No Engendrados”, de los primeros en despertar en Cuiviénen y gustaba de cantar canciones antiguas. Nolofinwë amaba esas canciones; pero nunca las había cantado porque sabía cuán poco le gustaba a su padre que se relacionara con los Kemendili y su antiguo culto.

A pesar de que nunca la ejercitaba, la voz del príncipe era cálida y grave, un poco tosca; pero justo del timbre adecuado para el tipo de canción que entonaba, una canción que hablaba de la luz de las estrellas y la belleza de la noche, del peligro que acechaba en las sombras pero también del poder que se elevaba de las raíces de la tierra para entrelazarse con las almas de los primeros elfos.

Nolofinwë bajó la voz hasta que el canto se apagó suavemente. Solo entonces abrió los ojos y observó el resplandor que permanecía en sus manos. Con sorpresa, comprobó que el dolor había desaparecido y movió el pie.

-          Está curado! – exclamó, alzando la mirada hacia el dragón.

Por un momento, quedó atontado por la expresión de los almendrados ojos plateados. La Bestia se incorporó de donde permanecía sentada y se acercó para rozarle el rostro con su hocico, removiendo los cabellos llenos de tierra. Nolofinwë dejó caer la gema mágica para apoyar una mano en el cuello musculoso de la criatura.

-          Quiero entender -, declaró contra la piel de la criatura -. Quiero entender por qué lo hiciste.

Lo único que recibió fue el ronroneo contra su mejilla.


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