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Repuesto [LP1] por Annie_Powers

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–No puedo seguir así... –suspiré abriendo los ojos–. No puedes soltarle como si nada eso...

Pero no podía evitarlo, simplemente me salía así de espontáneo. ¿Por qué no era capaz de mantener mi boca cerrada y ya? No, tenía que soltarle aquella barbaridad y sonreír como si nada. Normal que saliera despavorido de mi lado.

¿A quién se le ocurría? Tan solo a mí. Me retorcí dando vueltas por la cama mientras me maldecía. Con lo callado que era él. Tal vez mi carácter le había dado una mala impresión de mí.

–Adelante –dije cuando alguien tocó a la puerta. Vi aparecer la cabeza de la señora Kang.

–Hola, cariño –sonrió entrando con una bandeja.

No tenía hambre y se lo hice saber.

–Pero algo tienes que comer, últimamente no comes mucho... –la dejó encima de la mesita de noche y se sentó en el borde de la cama–. ¿Qué te pasa...? –me tocó la frente–. No estás enfermo... ¿A qué se debe ese estado anímico?

–Estoy bien, gracias... –sonreí levemente para que dejara de preocuparse.

–Sabes que sé que no estás bien y tú también lo sabes... –sonrió maternalmente, acariciándome la cabeza.

–Claro que estoy bien –mentí.

–¿Qué te preocupa, hijo...?

Me mantuve en silencio. No lo sabía ni yo. Mi mente era un completo caos. Ni el trabajo me despejaba la mente, más bien la bloqueaba más. ¿Por qué me comportaba así? No era normal. Yo no era normal. ¿Necesitaba unas vacaciones?

Le vi otra vez hablar por teléfono. Salí corriendo porque sabía lo que iba a pasar después y no quería que pasara. Iba a dejarle seco al pobre. Y le veía más distante conmigo, con más indiferencia que antes.

Me molestaba muchísimo. Normalmente intentaba controlar mi furia, que siempre hacía que perdiese la cabeza, pero cuando se trataba de él, era una furia diferente y tenía que ir a calmarme fuera de la mansión si no quería romper algo o hacer daño a alguien. Y tardaba más en calmarme, muchísimo más.

Llevaba aquella estúpida sonrisa de nuevo. ¿Sería otra vez esa persona? Hice mi mayor esfuerzo por no pensar en aquello y centrarme en lo que mi socio me decía, que llevaba un buen rato hablándome y yo no me había enterado de nada.

–Se ha perdido el cargamento –atiné a escuchar.

¿Perdona?

–¿Cómo? –parpadeé varias veces–. Repite porque creo que he entendido mal –sonreí y él palideció, sabía qué significaba cuando yo sonreía.

–Que... El cargamento del último viaje lo hemos perdido. Desapareció sin más –ensanché más mi sonrisa–. Aunque creemos saber quién puede haber sido –se apresuró a añadir.

–¿Y a qué esperáis...?

–A nada, en cuanto supimos de la desaparición nos pusimos a investigar y ya están buscando a esos tipejos.

–¿Y qué hacemos con el señor Lee? Ese hombre es como un grano en el culo –cerré los ojos, suspirando.

–Piensa que está invirtiendo mucho. Además, no paran de lanzarnos ataques que, por suerte, conseguimos salir airosos.

–Hasta que al final nos salga mal la jugada. ¿Tú crees que son ellos...? –le miré.

–Desde siempre han sido ellos, no sé de qué te extrañas.

–De nada... Pero quería asegurarme.

–Claro, es que últimamente estás muy distraído. Y encima con esa sonrisa boba que tienes en la cara todo el día...

–¿Qué sonrisa? –me alarmé.

–Esa sonrisa tonta que a veces veo que te aparece de vez en cuando, cuando crees que nadie te ve.

¿Sonrisa tonta? Yo no sonreía como un tonto.

Seguimos hablando pese a que Eunhyuk ya se había apoderado de nuevo de mi mente. Qué poco había durado sin volver a pensar en él.

Al final, mi interlocutor me mandó a la mierda, yéndose a jugar al golf con uno de los invitados y a mí no me importó nada. La señora Kang se encargó de traerme de nuevo a la Tierra.

–¿Te importa que lo adelantemos? Ahora tengo un momento libre –sonrió cálidamente.

–Claro, no tengo nada que hacer ahora –le sonreí de vuelta mientras me levantaba de un salto.

A la noche, cuando volví a la habitación, me lo encontré durmiendo, con la expresión relajada y aferrando con fuerza las sábanas, que estaban hechas una bola bajo sus piernas y brazos. Simplemente adorable.

Me acosté a su lado y me dediqué a observarle. Tenía lunares en su cuello y cara. La mandíbula se le marcaba cuando inclinaba su cuello hasta cierto grado. Imaginé sus ojos, que contrastaban con su pálida piel. No sabía por qué, pero me parecía que su cuerpo estaba lleno de contradicciones. Y como persona también.

Podía parecer un vago, pero le gustaba tener sus cosas ordenadas y limpias. Muy meticuloso. Estaba flaco, pero las montañas de comida que se metía parecía que tuviera un agujero negro en el estómago. Era simple y normal. En cambio, a mí me parecía una persona bastante fuera de lo normal.

Era diferente, nunca sabía qué se le pasaba por la cabeza. No era previsible. En un momento dado podía parecer alguien maduro, en otras alguien soso y aburrido y en algunas ocasiones tenía la actitud de un niño pequeño y juguetón. En contra de mi voluntad, terminé durmiéndome.

–Como no estés más atento, vas a provocar una desgracia y yo no estoy para esas cosas a mi edad –la señora Kang me dio con la cuchara en la cabeza. No me dio con fuerza, pero sí que la dejó caer.

–Lo siento –froté el chichón que seguramente me iba a aparecer en la cabeza–. Me distraigo, no consigo concentrarme.

–Deja de pensar en lo que estés pensando si no quieres quedarte sin alguno de tus dedos por estar pensando en tonterías.

No eran tonterías. Sabía que no las eran, pero no sabía por qué. Había decidido dejar de darle vueltas a las cosas. Había terminado por ponerme los calzoncillos del revés aquella mañana. Ya no sabía ni qué pensar.

La señora Kang vio que mi mente había volado hacia otro continente y me regañó de nuevo. Después del sermón, me dio puerta. Dijo que de aquella manera ella no podía hacer bien las cosas, ni yo tampoco. No puse ninguna objeción. No estaba para esas cosas en aquel momento. Me encontraba como en estado vegetativo.

Quise llegar hasta mi habitación, pero más de una vez me encontré con que me había parado en medio de las escaleras a divagar.

No, no estaba bien. Estaba como una cabra. Para ir a un manicomio. Para que me encerraran y me dijeran qué me pasaba. Finalmente pude llegar hasta mis aposentos y, lo que vi, destruyó aún más mis neuronas.

–Hola.

–¿Qué haces?

–Pues hacer las maletas –sonrió con simpleza mientras cerraba la cremallera.

–¿Las maletas? –fruncí el ceño. No entendía nada–. ¿Para qué...?

–¿Para qué van a ser? –rió levemente–. Pues para irme.

¿Qué? ¿Cómo? ¿Por qué se iba?

–¿Cómo que para irte?

–Pues... Porque mi tiempo aquí se ha terminado... –respondió algo dudoso, él tampoco entendía lo que pasaba–. Las dos semanas ya han terminado.

¿Ya habían pasado dos semanas? Ya ni sabía en qué día vivíamos.


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