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Sweetest Sin por Yukitza KuroiL

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Notas del capitulo:

Tercer capítulo de una entrega de quince.

 

—¡Bien! ¡Lo has resuelto muy bien! —había dicho Andrea, mientras revisaba los ejercicios—. ¿Ves que no era tan difícil?

Kay se tiró sobre la alfombra, exhausto. Estaban sentados al costado de la cama, con los libros y cuadernos repartidos por el piso afelpado. El menor aprovechó para estirar las piernas.

—De algo me tenía que servir esto, de venir todos los fines de semana a estudiar a tu cuarto —dijo, estirándose. La luz tenue de la ventana, iluminaba vagamente su polerón gris.

El menor sonrió un poco antes de levantarse y dirigirse hacia la pequeña cocina. Lo único que le gustaba de aquel internado privado era el hecho de tener un pequeño espacio para cocinar, aunque fuera muy básico. De algo que sirviera, pensaba, el exhaustivo dinero que le sacaban a sus padres.

—¿Quieres algo de beber o prefieres algo de comer?

—Hmm... ¿Pueden ser las dos cosas?

Andrea le miró riendo un poco. Ya le conocía lo suficiente como para suponer su respuesta. Desde que comenzaron a compartir juntos y a tratarse más, el joven ya sabía que Kay prefería más el té que el café, que no soportaba el jugo de naranja con kiwi, que los embutidos estaban prohibidos en su dieta, sin mencionar el asco que le producía los garbanzos y el brócoli. En fin, un mimado.

—De acuerdo, deja que te traigo un jugo y un par de sándwich.

—¿Te ayudo?

—No es como si preparar dos panes requiera de mucho trabajo. De todas formas, yo sé que no te levantarás del suelo —respondió ingresando a la estrecha cocina.

Kay sonrió y de inmediato se lanzó de espaldas sobre la alfombra, observando cada rincón del cuarto de su compañero. Todo parecía muy limpio y ordenado, con sus cosas en su lugar correspondiente, no como su propia habitación donde habría que contratar a un adivino para saber donde quedaron las cosas. Los libros ordenados por porte y tipo, el estante libre de polvo, el armario pequeño con diseño moderno, la lámpara que colgaba del techo hecha de papel, el gato sobre su pecho... ¿el gato?

Kay no tardó en pegar un salto. No había notado en que momento el minino de Andrea se encaramó sobre su pecho, restregándose y lamiéndose encima de él. El gato, ante esa reacción, saltó sobre el escritorio botando uno de los libros que estaba en la orilla.

—¿Qué pasó? —preguntó el otro, asomándose por la puerta. Se sorprendió al ver a su amigo sentado en la cama, rascándose la nariz—. ¡Perdón! Olvidé tu alergia. Ahora lo encierro en el baño—. Se disculpó desde el fondo.

—No importa —respondió Kay evitando un estornudo—. Nada que un anti-alérgico no solucione. 

—No abuses de ese medicamento.

—Lo sé.

—Aún recuerdo ese día, cuando te traje a ver al gatito y tú no me habías dicho que eras alérgico... ¡Estuviste estornudando casi toda la tarde!

—Son cosas que pasan —agregó luego de un estornudo.

El muchacho dejó sobre el velador el jugo de durazno junto al sándwich, antes de acercarse a su gato y llevarlo hacia el baño.

—¡Me salvaste la vida! —sonrió Kay.

—¿Por el gato o por la comida?

—¡Por las dos!

Andrea sonrió desde el baño. Dejó al gatito sobre su improvisada camita de cartón y un suéter viejo, acomodándole con mucho cariño. Al levantarse, notó por el espejo que la puerta se le cerraba a sus espaldas, lentamente, por sí sola. Un hielo le atravesó la espalda y no tardó en girar nervioso y asustado. Vio como la manilla de la puerta terminaba de girar, muy despacio, como si alguien cerrara la puerta con cuidado de no ser escuchado.

—¿Qué crees que haces? —oyó muy cerca de su nuca, sintiendo un escalofrío inquietante. Volteó en dirección de la voz, pero no encontró nada. Sus manos se volvieron heladas. La temperatura había bajado abruptamente.

Un golpe seco, proveniente del baño, desconcentró a Kay en su tarea de devorar el emparedado. Al parecer, algo se había caído.

—¿Andrea?

Al escucharlo, Andrea miró hacia la puerta. La imagen que apareció frente a él le sonreía con burla. Era lo único visible en su opaca apariencia; una sombra oscura como un mancha de tinta, escupida en el aire.

—¿Pensaste que lanzándome el pocillo de plástico me ibas a correr? Andrea... no puedes. Imbécil. Sabes que no puedes.

El gato, engrifado, le gruñía desde su rincón.

—Vete —dijo el adolescente, pendiente de la puerta. Kay estaba del otro lado, llamándolo y tratando de entrar, pero no podía. Andrea se preocupó. No quería que se enterara de esto.

—Eres un idiota—. Sentenció la imagen antes de desaparecer y dejarle la puerta abierta. Andrea cayó de rodillas, debido a una presión en el pecho. Una presión que lo dejó sin aire por algunos segundos.

—Andrea, ¿estás bien? —preguntó Kay, a penas vio la puerta abrirse, acercándose.

Su amigo a penas le miró. Su rostro estaba pálido y su barbilla temblorosa.

—¿Qué te sucedió? ¿Por qué cerraste la puerta?—. Se arrodilló a su lado, preocupado. De haberse percatado del mínimo, habría notado que algo raro sucedió en esas cuatro paredes.

—¿La... puerta? —musitó—. A veces... cuando se me cierra se atasca. Yo no la cerré.

—Pero... ¿Te sientes mal? Estás pálido.

—Sí... sólo... fue un mareo.

—¿Y el ruido?

—Se me cayó... el pocillo del gato con el mareo. Me apoyé de la puerta y se cerró sin querer. Eso es todo. No preguntes más.

—Déjame ayudarte —añadió ofreciéndole una mano. El menor la rechazó.

—No te preocupes. Estoy bien. Me puedo parar solo... Ya estoy mejor, gracias.

Se levantó como pudo, apoyándose en el lavamanos y evitando ver su rostro en el espejo. Sus manos, aún temblorosas, estaban aferradas de los bordes del lavadero. Kay se preocupó aún más, sin saber que hacer.

—Andrea...

 

oOo

 

Lyo sonreía placentero, sentado sobre la mesa, con las piernas cruzadas en forma de cuatro, con notorio entusiasmo. Llevaba puesto un terno oscuro y una camisa gris, sin corbata.

—Al parecer, este asunto me incumbe —exclamó divertido, levantando un poco las manos, antes de dejarlas caer sobre sus muslos.

La psicóloga dio un pesado suspiro, sentándose en la silla de cuero que está detrás de su escritorio. Se sentía un poco incrédula ante el tema.

—Según tú —decía a la vez que le daba un palmazo en la espalda para que se bajara de la mesa—. Pero es algo que no me convence.

—Es la única explicación que tenemos ahora —respondió animado, bajándose de un salto de la mesa y tomando la carpeta que se encontraba sobre esta, abriéndola.

—Es que... todo es tan ilógico —replicó la doctora.

—¿Ilógico? —protestó el joven, con simpatía, mientras cerraba la carpeta—. ¡Pero si fuiste tú quien me mandó a llamar! ¿Acaso no querías una segunda opinión que no fuera médica?

La doctora se limitó a mirarlo en silencio, pensativa. Lyo sonrió.

—Bueno... —suspiró la doctora—. ¿Qué has averiguado?

—Estaba esperando a que me preguntaras.

Se sentó en una de las sillas que estaban frente al escritorio, adoptando un aire más serio. Con suavidad, se acomodó las gafas.

—Desde el incidente que te comenté, he estado vigilando a Andrea. Su energía espiritual es alta estando "pasivo" y aumenta inusualmente cuando se encuentra alterado o indefenso. Hay personas que inconscientemente desarrollan su energía espiritual, por sobre lo normal, para protegerse del medio. Sobre todo cuando se encuentran ante un peligro de muerte. Tú misma, en estos momentos, has elevado un poco tu energía. Todos la poseemos, sólo que en algunos es más notorio que en otros.

La doctora carraspeó un poco, apoyándose en el respaldo de su asiento, mientras cruzaba las piernas.

—Sí, está bien, pero... él es un chico con una depresión fuerte. Lo menos que le preocupa ahora es "salvar" su vida. Atenta contra ella—. Observó, con tono escéptico.

—Sí, eso es lo extraño. Pero tampoco creo que sea algún tipo de trastorno o cuál sea tu sospecha de diagnóstico.

—Por un momento creí que alucinaba o que poseía algún tipo de esquizofrenia, pero...

—¿Pero? Hay algo en tus observaciones y exámenes que no coinciden con tu diagnóstico.

Silencio. La doctora apretó los dedos sobre sus ojos, en gesto de cansancio; luego apoyó la mano sobre su boca. Suspiró.

—Pero aquí viene lo que no concuerda con mi hipótesis —continuó el joven—. La energía que emana no es de protección, sino de rechazo.

—¿Rechazo? ¿Al entorno?

—No. Si fuese así, alteraría el medio que lo rodea; sin embargo lo retiene y se angustia a sí mismo. Puede que esta alteración contraria se deba a su estado depresivo.

—¿Eso explicaría las alucinaciones?

—No. No creo que sean alucinaciones. Hay otra energía que lo acosa. Similar, pero levemente diferente... —dio un suspiro al no poder encontrar la palabra adecuada e hizo una mueca extraña, antes de apoyarse hacia atrás —. Pero es algo que aún no descubro del todo.

La doctora meneó la cabeza pesadamente.

—Entonces seguimos con el mismo dilema —concluyó.

Lyo se sacó los anteojos y los guardó en el bolsillo de su chaqueta. Lentamente apoyó los codos sobre la mesa y miró a la doctora. Su peculiar tono de ojos la puso nerviosa.

—No lo creo —dijo—. Sólo hay que tener paciencia.

"Y esperar a que ese ser se manifieste".


oOo

 

Andrea estaba acostado sobre su cama, con el uniforme puesto y el bolso tirado a los pies. Se había tendido sobre esta luego de una ardua y agitadora jornada de clases y su cuerpo pedía descanso, quedándose dormido casi de inmediato. Lo único que lo sacó de ese breve responso, fue el salto brusco que pegó su gato, cama abajo. Lentamente, Andrea se reincorporó.

"Que cobarde tu gato... pero es lindo"; se oyó desde los pies de la cama.

El joven se sentó de golpe, adoptando una expresión defensiva. Ante sus ojos se hallaba un muchacho, traslúcido, sentado. Lucía idéntico a él, exceptuando la expresión sarcástica, el cabello oscuro y el verde de los ojos. Su manera de hablar y sus gestos, tampoco se le asemejaban. Sólo era el parentesco físico y la vestimenta.

Andrea frunció el entrecejo.

—Eindrea... —murmuró.

El fantasma sonrió.

—¿Qué manera es esta de recibirme? ¿Acaso no puedes sonreírle a tu otra mitad?

—¿Qué quieres?

—Ya lo sabes... —y se levantó, acercándose a él.

Se alejó, retrocediendo en la cama, tembloroso, tomando un cojín que apretó fuertemente contra su pecho, sin quitarle la vista de encima.

—Vete... —dijo, con un hilo de voz—. Déjame en paz.

—No puedo —respondió el fantasma—. Mientras tú sigas vivo, yo seguiré existiendo. Recuerda que mi odio hacia ti no culminará hasta que te mueras, Andrea.

Escondió su rostro entre el cojín y sus rodillas, abrazándose a ellas.

—Ocúltate... ¡Hazlo! Como siempre lo has hecho. Insignificante...

—Calla, por favor. No tienes porque restregármelo en la cara.

—Sólo te lo recuerdo —susurró muy cerca de su cuerpo, antes de soltar una leve risa y alejarse de la cama, empezando a caminar por la habitación—. A propósito... Tienes nuevo amigo, ¿verdad? ¿Cómo te sientes? ¿Acaso sabe que clase de persona eres tú?

No respondió. Ni siquiera quiso levantar la cabeza para mirarlo. Quería seguir oculto de esa manera hasta que se fuera, como otras veces, pero ese día estaba siendo más persistente de lo habitual.

—Si no me equivoco... él fue quien te salvo de caer, ¿no es cierto?

Desde entremedio de sus rodillas, Andrea dejó entrever sus ojos azules, tristes y opacos. Poseían la misma expresión distante y abstraída que tuvo aquella vez en la azotea, antes de lanzarse. El fantasma soltó una pequeña risa de burla.

—¡Qué maravilla! ¿Y eso te hace sentir bien? ¿Por fin encontraste la fuerza para vivir? Porque eres tan patético que ni eso tienes.

Siguió sin pronunciar palabra alguna. Cerró los ojos y cubrió su cabeza con sus brazos. Ya no quería oírle.

—Lamento decepcionarte, pero Kay se acercó a ti por lástima.

—Mientes —respondió al fin, apagado, sin levantar la vista.

—No... No miento. Ponte a pensar: ¿Por qué querría ser tu amigo? ¡Ya sé! "Pobrecito... está solo. Estemos con él para que no se mate, ¿sí?"

El cojín que tenía en sus piernas salió disparado por los aires, sin tocar al fantasma. Por sus mejillas comenzaron a rodar algunas lágrimas.

—Oh... ¡Ya llora! —se burló Eindrea—. ¿Cómo puedes ser tan patético? ¿Y quien te va a venir a consolar? ¡Nadie! Porque nadie te quiere... ¿o se te olvidó?

Andrea rodeó nuevamente sus brazos por su cabeza, acurrucándose en un rincón de la cama, tratando de evadir las palabras que le atizaba el fantasma. No quería recordar nada de aquello.

—¡Estás solo, Andrea! —le gritó— ¡Papá te repugna por lo que eres y por lo que hiciste! ¡Mamá te tiene lástima! ¡Kay te ve con pena! ¡No tienes amigos! Y todos tus compañeros de clase se acuerdan de ti cuando hay exámenes... Eso se llama soledad.

—Pero... —intentó defenderse el joven, entre sollozos—. Puede que todo eso cambie y...

Eindrea soltó una carcajada.

—¡Estúpido! —le gritó cerca de la cara—. ¿Acaso te va a convencer la psicóloga que sólo te ayuda porque le pagan?

Andrea rompió su postura, cayendo boca abajo sobre la cama. De inmediato se refugió en la almohada, abrazándose a esta. No quería seguir oyéndolo. No quería llorar.

—Siempre he estado solo... —susurró—. Pero Kay...

—¿Kay qué? —le interrumpió Eindrea—. No seas tonto; la amistad no existe. ¿Acaso olvidaste lo que te pasó? ¿Olvidaste lo que pasó cuando confiaste? Siempre te han herido. Además... ¿quién querría ser amigo de un ser sucio e inmoral como tú?

—Vete... por favor...

—¡Vamos! —decía, mientras le tironeaba el brazo para sacarlo de la cama. Sus dedos fríos y duros penetraron su camisa, congelando su piel—. ¡Párate y mírate al espejo!

No supo como quedó enfrente del espejo, de golpe. Sólo el reflejo de su rostro pálido y despeinado, con las lágrimas pegadas en su rostro, estaba del otro lado. A pesar de sentir el peso de su acompañante detrás de sí, él no se veía.

—Mírate... —le susurró con desprecio, muy cerca de su oído—. ¿Recuerdas lo que te dijo papá? ¿Eh? ¿Lo recuerdas?

A su mente volvió todo aquello que le dolía recordar. Vagas imágenes de su padre, gritándole, seguido de unos golpes y unas gotas de sangre en el piso. El ardor que había sentido en su cuerpo esa vez, tirado sobre la alfombra, aun repercutía en su piel. Un gruñido rabioso salió de sus labios, seguido de un fuerte golpe. Sus rodillas golpearon el piso, mientras su cabeza buscaba apoyo en un costado del mueble y los trozos del espejo quedaban sobre el lavamanos. Tembloroso se abrazó a si mismo, tratando de colocar sus manos en la espalda, a pesar de la sangre que emanaba de una de ellas.

—Piénsalo, idiota—. Y el fantasma desapareció.

Andrea comenzó a llorar. Por un momento sintió el deseo de no estar solo; de aferrarse a alguien y que le cobijara, diciéndole que todo eso era una absurda pesadilla y que pronto lo iba a olvidar. Pero no era así. Él sabía que era tan real, tan tangible, que nadie, ni siquiera Kay, podría borrar.

—Kay... —murmuraba entre sollozos—. Si tú supieras... ¿seguirías siendo mi amigo?

"No". Era lógico que no, pensaba. Ni el gatito que le ronroneaba a los pies le ayudaría a calmar lo que sentía. Se dejó caer hacia un costado, quedando sobre la alfombra del baño, preguntándose si valía la pena su existencia.

 

oOo

 

El sol ya estaba por caer cuando Kay se acercó rápidamente al árbol. Lyo le saludaba desde lo lejos, apoyado en el tronco. Al llegar, le saludó algo fatigado.

—¿Viniste corriendo? —preguntó Lyo.

—Algo así... —respondió el joven—. Es que me arranqué del castigo que me impuso el inspector.

Lyo sonrió con aire de paciencia.

—No tienes remedio, ¿no? ¿Y de dónde vienes que llegaste tan cansado?

—Desde la sala de castigo —respondió, luego de recuperar el aliento—. Ya sabes, la que está al lado de la oficina del inspector.

—¡Pero si eso queda en el sexto piso del otro edificio! Mentiroso. De ser así te habrías tardado más.

—No en vano estoy en el club de atletismo.

Lyo rió divertido dándole leves palmadas en la espalda e invitándolo a sentarse bajo el árbol para que reposara. Casi de inmediato su amigo estaba tendido sobre las raíces.

—¿Y Andrea? —preguntó de pronto, sentándose a su lado.

—No lo sé... —respondió Kay—. Parece que hoy tampoco fue a clases. Fui a su cuarto... pero no me abre la puerta. Estoy preocupado. Ya son dos días que no lo veo.

Se quedó unos segundos pensativo. Esperaba verlo junto a Kay para proseguir sus observaciones.

—Te preocupas mucho por él, ¿no? —agregó de pronto el pelinegro, junto con una cálida sonrisa.

Kay lo miró unos instantes, antes de responder.

—¿Tú crees? 

—Sí... —respondió el otro—. Como si fueras su hermano mayor o algo así.

—Somos amigos. Es normal que me preocupe.

—No, no. Tu preocupación es distinta... es... —intentó buscar las palabras exactas para no ser malinterpretado—. Es como si temieras algo.

El joven se reincorporó de golpe, apoyándose en sus manos. Suspiró.

—Puede ser —respondió con voz preocupada.

—¿Miedo de qué?

Kay apoyó su cabeza sobre el grueso tronco del árbol, antes de darle una respuesta a su amigo. En su mente aparecieron vagas imágenes de Andrea sobre la azotea, con su mirada perdida y su cabello al viento. Aún recordaba con detalle aquella silueta inclinada hacia el vacío.

—De que intente suicidarse de nuevo —respondió al fin.

Lyo lo miró de soslayo. Conocía muy bien lo que había ocurrido con Andrea, pero no se esperaba esa respuesta. Fingió no saber nada y con tono inocente, se atrevió a preguntar:

—¿Andrea quiso suicidarse?

Kay dio un pesado suspiro, sin quitar la vista del suelo.

—Sí —respondió—. Y yo lo evité. Gracias a eso lo conocí y nos hicimos amigos.

Esa parte la ignoraba, tomándolo por sorpresa. Carraspeó un poco y se acomodó los lentes.

—¡Vaya! —agregó un poco contrariado—. ¡Qué manera más peculiar de conocerte!

—Sí, puede ser. Si hubiese sido sólo un hecho fortuito y cada cual seguía su camino... no me habría importado tanto si lo volviera a intentar. Sin embargo, ahora...

—Como es tu amigo, es distinto. Es algo más personal —concluyó, Lyo.

Meneó la cabeza a modo de respuesta.

—Debe ser eso.

—Entonces, ve a su habitación, Kay.

Le miró confundido y asustado. Lyo meneó las manos, adivinando sus pensamientos.

—Relájate. No quiero decir que lo vaya a intentar de nuevo y menos ahora, sólo que vayas a verlo. Sé que dijiste que no lo encontraste, pero insiste hasta que te abra la puerta. Puede que tenga algún problema y no sepa que hacer.

—No sé... me ha costado dos días verlo. Además, ya andaba raro desde antes. Ya sabes, sus cuadros depresivos y eso.

—Mira... —insistió el otro—. Eres su amigo. Tú eres el único que puede acercarse y ayudarlo.

—¿Sacarlo de su depresión?—. Meneó la cabeza—. Si tan sólo supiera a que se debe ese estado...

—Ve a verlo.

Kay le sonrió vagamente antes de levantarse. Hizo un gesto rápido de despedida y se fue rumbo a los dormitorios. Lyo le miraba sonriente, aún sentado debajo del árbol.

—Al final no pude sacarle mucha información —suspiró, rascándose la oreja.

—Eso no es muy profesional de tu parte —; se oyó una dulce y diminuta voz.

—¿Tú crees? —susurró, mirándose el hombro. Al instante, apareció desde entremedio de su cabellera una pequeña hada de alitas celestes, ropaje blanco, tez azulina y melena rubia, que no tardó en sentarse sobre su hombro. Sonrió.

—Sí lo creo—respondió la diminuta doncella—. Llevas solamente dos años en este trabajo y siempre los resuelves de pura casualidad.

—La casualidad no existe, querida Fairy. Eso es algo trivial propio de los humanos. ¿Tú que sabes de casualidad?

—Me ofendes, Lionel—. Y le hizo un leve desprecio.

Lyo trató de sonreír con dulzura y paciencia, cuando sintió una extraña energía que se paseaba por los alrededores. Ella también lo notó.

—¿Crees que sea...? —dijo ella, mirándolo con seriedad.

—No lo sé.

Con un rápido movimiento, sacó de entre su ropa el medallón artesanal que siempre lleva consigo en el bolsillo de su camisa. Quería averiguar de qué dirección provenía esa energía. Sin embargo, esta se disminuyó tan pronto como apareció, dejando a Lyo en plena incertidumbre.

El hada, en tanto, bajó por el brazo de su compañero para acercarse al medallón.

—La energía se esfumó o tu artefacto no funciona —dijo, dando suaves golpecitos en la superficie de madera.

—La energía se esfumó. Y este artefacto, como le llamas, sí funciona.

El joven guardó el medallón en su chaqueta, algo molesto, y se levantó para irse. Al hacerlo, la diminuta dama rodó hacia el suelo, mientras él comenzaba a caminar en silencio. Ésta lo siguió, aleteando con rapidez.

—¡Espera! 

—Me pregunto... si esa presencia... sabe quien soy —musitó para sí, pensativo.

El hada lo miró con preocupación, revoloteando cerca de su hombro.

—No me gusta verte tan serio —agregó, sentándose sobre su hombro.

Pero Lyo no respondió nada. Siguió avanzando por el patio en silencio, ideando un nuevo plan.


oOo

 

La doctora se sacó los lentes, mientras dejaba de lado su bolígrafo y cerraba la carpeta. Al frente de ella, sentado en la silla, con la mirada triste y perdida, Andrea.

—¿Por qué no me habías dicho lo de tu primo?

El muchacho miró hacia un costado, con la cabeza gacha, manteniendo el silencio.

—¿Y el fantasma de tu "hermano" volvió? —prosiguió, al ver que no tendría respuesta de la primera pregunta.

Andrea asintió con la cabeza.

La mujer dio un suspiro. Se levantó con calma, dirigiéndose hacia el estante donde guardaba los archivos.

—No puedo recetarte medicamentos para tu estado depresivo. Tendrás que ir al psiquiatra de nuevo, pero no quiero que vuelvas a engañarme y escondas las pastillas en tu boca, para luego juntarlas y tomarlas de golpe.

Silencio. Él seguía sumergido en sí mismo.

—¡Mírate! —continuó la doctora—. ¿Con quién te conseguiste las pastillas ahora? Aún estás dopado. Quiero saber cuántas te has tomado hasta ahora.

—No quiero ir al psiquiatra; tampoco que me regañe por las pastillas —habló al fin—, sino una respuesta a lo que le pregunté.

—Bueno...eso... —titubeó, guardando la carpeta en el estante.

—No me cree. Cree que estoy loco, que alucino, y que el fantasma no existe. Por eso quiere enviarme al estúpido psiquiatra.

—No, no. Sólo... es algo que no puedo responderte. Yo...

—¿Lo ve?

—Andrea, quiero ayudarte y lo sabes.

—Usted no quiere ayudarme —contestó con seriedad—. Usted debe ayudarme porque simplemente es su trabajo. ¿Sabe? Usted cree que puede ayudarme, porque eso fue lo que le enseñaron en la universidad. Teorías y anotaciones de doctores que creían comprender a los otros sólo con mirarlos en diferentes situaciones, encerrados en una sala, a lo que ellos llamaron estudios. Dígame: ¿Qué es el comportamiento normal de un individuo? Créame... nadie lo sabe. Lo "normal" son solamente patrones repetidos durante un largo período, nada más. Entonces, ¿Cómo va a ayudarme a mí sus teorías y estudios lógicos, si todo se basa en el mismo patrón?

—Andrea... eso no es así.

—Usted no puede ayudarme porque no se encuentra en mi maldita existencia. Discriminación, odio, repugnancia, vacío, soledad. ¿Usted hubiese aguantado?

—Pero todos pasamos por...

—¿Por qué cosa? —replicó, levantándose de la silla y subiendo el tono de voz—. A ver... ¡Dígame! ¿Acaso a usted la han humillado? ¿Le han odiado, negado, discriminado?—. Su voz contenía rabia reprimida y el exceso de pastillas le hacía ver como un borracho recién salido de la cantina y que buscaba pleito—. A ver... ¡Respóndame! ¿Acaso han trapeado el piso con usted?—. Se empezó a sacar la chaqueta, a la par con sus palabras, para luego proseguir con la camisa y dejarla a medio caer por sus brazos—. ¿Le han hecho esto?

Y dando media vuelta expuso su espalda, dejando al descubierto unas horribles marcas y cicatrices que le cubrían casi por completo el dorso. Al verlo, la doctora tuvo que sentarse en su sillón de cuero, de manera pausada. Era primera vez que él le mostraba esas marcadas heridas, ya secas, que se cruzaban unas con otras como si hubiesen sido hechas por un látigo o algo similar. A esto, se le sumaban unas pequeñas, pero notoriamente visibles, marcas hundidas y desiguales debido a la falta de piel o carne, que habían cicatrizado mal.

Andrea se acomodó la camisa, sin mirar a la psicóloga.

—¿Quién? ¿Quién te hizo eso? ¿Desde hace cuánto...?

—Desde hace dos años. Un mes antes de que usted me ingresara a este colegio.

—Pero... ¿Quién te hizo esto? —dijo con voz afectada, tratando de asimilar lo que había visto.

El joven se detuvo antes de abrochar el último botón de la camisa. Rápidos recuerdos de su cuerpo desnudo sobre el piso alfombrado llegaron a su mente, acompañados del cruel sonido de la correa golpeando su débil espalda, la hebilla rasgando su piel y su propio llanto irrumpiendo los insultos de su agresor. Apretó sus manos sobre su pecho, dejó que se le escapara una lágrima, mientras la psicóloga insistía en la pregunta.

—No tiene importancia ahora —respondió aguantándose el llanto—. Este es mi castigo por ser lo que soy; un ser repugnante, anormal, que jamás debió nacer.

Agarró su chaqueta y abandonó el lugar, sin mirar atrás, a pesar de que la doctora intentó detenerlo en vano. La puerta se cerró de golpe. Ella se levantó de su escritorio y se quedó de pie a un costado de la mesa, mirando hacia la puerta. Un escozor le apretó la garganta.

No podía pensar con claridad.

Andrea avanzó lo más rápido que pudo por el pasillo, aguantando el mareo que le produjeron las pastillas. Hacía tiempo que no se intoxicaba a propósito con el fin de eludir la realidad unos instantes y quizá no iba a ser la última. En esos momentos dormir era su única necesidad y le apremiaba llegar a su cuarto. Si seguía así de drogado, mañana se saltaría las clases otra vez. Sólo esperaba que su cuerpo aguantara hasta llegar a su dormitorio.

—Maldita doctora —musitaba, mientras subía las escaleras que le llevaban al pasillo de su habitación—. Malditas pastillas que no me dejaron pensar con claridad y me llevaron a su consulta. ¿En qué pensabas, Andrea?

Pero su rabieta se desvaneció al ingresar al pasillo. Justo al lado de su puerta, sentado en el suelo, se encontraba Kay. Un nudo le cortó la respiración al verle y dudó en avanzar. El otro no tardó en percatarse de su presencia y se levantó mirando hacia él.

—Andrea... —le llamó, suave, acercándose.

Al ver que se aproximaba, su expresión cambió tristemente y la pena que venía aguantando desde la oficina de la doctora salió por su boca en una temblorosa pregunta:

—Kay, ¿qué haces aquí?

—Me tenías preocupado, eso es todo. ¿Qué pasó? ¿Dónde has estado?

—¿Por qué... estabas preocupado? 

Intentó disimular su voz débil, pero fue en vano. El pesar en la garganta era enorme y ya no sabía si podía seguir aguantando las lágrimas.

—Porque eres mi amigo.

—Sí... —sonrió, llevando el revés de su mano hacia la boca—. Qué bien se oye eso—. Y varias lágrimas cayeron por sus mejillas.

—Andrea... ¿Qué sucedió? —preguntó preocupado, ya al frente suyo, sujetando sus hombros—. ¿Por qué lloras?

El muchacho quebró en llanto, cerrando los ojos y cubriendo su rostro con un brazo.

—Ayúdame... —dijo al fin, dejando que su pena fluyera—. Ya no sé que hacer...¡Ayúdame!

Cayó sobre el pecho de Kay, sin fuerza y casi desvanecido por la droga. Éste alcanzó a sostenerle entre sus brazos con fuerza.

—¡Hey! ¿Qué...?—. Notó que su amigo no estaba en sus sentidos. Estaba emborrachado pero no tenía olor a alcohol. ¿Acaso estaba drogado?—. ¡Andrea! ¿Tomaste algo?

—Ayúdame... —repitió casi desvanecido, aferrado a su cuerpo—. Sálvame de... Eindrea...

Sin entender que estaba sucediendo, lo cargó hasta su cuarto y le recostó en la cama.

Cuando Andrea despertó, ya estaba oscuro. A su lado se encontraba Kay y la enfermera, hablando cosas que él no alcanzaba a comprender. Su visión no era clara; todo lucía neblinoso y lento. Sentía que su cabeza retumbaba, y creyó que volvería a desfallecer. Cerró los ojos.

«Kay... ayúdame... Kay».

"Tonto... él no te ayudará".

Volvió a abrir los ojos. Frente a él se encontraba Eindrea, con una expresión distante y fría. Todo se encontraba a oscuras.

"Esta vez no tomaste las pastillas para matarte, ¿cierto?" ; le dijo.

«No»; respondió Andrea. «Sólo quería dormir y olvidarme de todo un momento».

"Idiota. Ahora ni valor tienes para matarte".

«No lo sé... déjame respirar un poco».

"¿Acaso Kay te está dando una razón para vivir? ¡Qué ridículo!".

«Es primera vez que siento que le importo a alguien».

"Mentira... sólo que no te das cuenta".

«¿Eh?».

"Olvídalo... Yo sé que Kay te hará sufrir como todos los demás".

«No... él dice ser mi amigo».

"Se pueden decir muchas cosas en la vida".

«Déjame... sólo por hoy... déjame tranquilo».

"De acuerdo... pero sólo por ahora".

Andrea cayó de rodillas y se abrazó a si mismo, mientras una lágrima caía desde su cuerpo durmiente. Kay lo notó.

—¿Está... llorando? —preguntó, sentándose en la cama.

—A lo mejor está soñando algo. Él estará bien. Sólo está algo dopado, nada grave. Sólo me preocupa el hecho de que alguien aquí adentro esté comercializando pastillas de receta retenida.

—¿Crees que Andrea las compró?

—La doctora no se las iba a dar. Al menos esta vez fueron pastillas relajantes.

—¿Esta vez?

Katty miró a Kay y le hizo un gesto al aire, para que olvidara el asunto.

—Vuelve a tu cuarto. Tardará en despertar.

—No importa. Me quedo a cuidarlo.

—Como quieras —respondió la enfermera, tratando de sonreír—. Es mejor no dejarlo solo. Cualquier cosa, me llamas al celular de nuevo.

Kay asintió con la cabeza y la joven mujer hizo un gesto de despedida, antes de tomar su maleta de primeros auxilios y salir de la habitación. Una vez solos, el muchacho se quedó mirando a su amigo que más parecía inconsciente que dormido. Y eso le inquietó.

—Me gustaría saber que te pasa, amigo mío.

Se acomodó sobre la alfombra, con su espalda pegada a la cama y su cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, sin percatarse que a su lado, de pie, se encontraba observándole el fantasma de Eindrea.


FIN DEL TERCER CAPÍTULO

Notas finales:

Gracias por leer.

¡Hasta el próximo capítulo!


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