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Esposo Indomable por MaRiA-SaMa_076

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El maquillaje había alterado levemente el rostro de Deidara, dotándolo de definición y tono, pero para su gusto, sus ojos y sus labios resultaban excesivamente prominentes. Tampoco podía disimular sus curvas con el vestido de novio, que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Le dejaba los hombros desnudos, y por debajo de las rodillas se abría en una estúpida cola de sirena.

—Me queda tan ajustado que no me puedo sentar —protestó Deidara.

—Los novios no se sientan; y no vuelvas a decir que no eres una novio convencional. Déjate llevar —la animó Gaara—, piensa que cuando salgas de la iglesia, todos tus problemas económicos habrán desaparecido.

Deidara intentó sonreír en vano.

—Será mejor que te vayas a casa. Gracias por ayudarme. —¿No es hora de que vayas a la iglesia? —No tengo prisa.

—Bueno, si estás seguro de que ya no me necesitas… —Gaara se puso en pie—. Estás precioso. Es una pena que no sea una boda de verdad.

Cuando Gaara se marchó, el chófer que esperaba fuera llamó a la puerta para anunciar, en tono preocupado, que debían partir. Pero Deidara no salió.

Aunque sólo habían pasado diez días desde su reunión con Itachi en Londres, habían resultado agotadores. Uzushiogakure se había visto invadida por toda suerte de equipos de trabajo que golpeaban paredes, movían muebles, levantaban suelos. Se producían cambios constantes sin que el fuera consultado en ni una sola ocasión. El ruido constante había acabado con la paz de la casa. Sin embargo, Deidara había podido disfrutar de la paz del jardín cercado, que había encontrado abierto la misma tarde de su regreso. No haber abofeteado a Uchiha cuando lo besó había tenido su retribución.

El personal de Itachi había recorrido la casa para seleccionar las habitaciones de las que su jefe haría uso. Tras lamentarse de la ausencia de lujo y de las heladas temperaturas en el interior, habían hecho llegar varios camiones cargados con mobiliario, lámparas, alfombras, cortinas, y ropa de cama, y, aparentemente, tenían la intención de encender muchas chimeneas. Un equipo de limpieza había dejado la casa inmaculada, mientras que un esnob chef y su ayudante se habían adueñado de la cocina, en la que habían instalado un fogón nuevo. Kyubi parecía ser el que más disfrutaba de todo aquello, encantado con las nuevas caras y desconocidas voces.

En medio de aquella hiperactividad, Deidara había tenido que aguantar a dos estilistas y a un equipo de maquilladores que lo trataron como a una muñeca a la que vestir, pintar y decorar. Escotes bajos, faldas cortas, ropa interior sugerente y tacones altos formaban parte de su nuevo uniforme. Deidara se había puesto obedientemente el vestido de novio, pero en cuanto tuviera la alianza en el dedo, pensaba dejar su nuevo vestuario en el armario.

En todo ese tiempo, Itachi no había dado señales de vida. Habían hablado en una sola ocasión y porque el lo había llamado, molesto con su irritante hábito de mandarle instrucciones a través de sus empleados. Inicialmente, había querido rechazar la generosa cantidad de dinero que le dio tras la firma del acuerdo de separación de bienes, en el que se le asignaba una generosa mensualidad. A Deidara le había espantado la idea de parecer un cazafortunas, especialmente cuando Itachi ya había pagado las facturas de Uzushiogakure. Pero él había insistido en que el contrato tenía que resultar convincente y que la suma era razonable. Deidara había acabado por acceder aunque para ello hubiera tenido que tragarse sus principios y aceptar que Itachi desconfiara de su supuesta falta de interés por el dinero.

Se lo demostraría devolviéndoselo cuando el acuerdo llegara a su fin.

Tras una difícil semana en Grecia, Itachi volaba hacia la boda. Acostumbrado a llevar el control, no había sido sencillo ocupar un papel secundario y dejar a los médicos tomar decisiones. Afortunadamente, y al contrario que su padre adoptivo, era poco dado a las escenas melodramáticas. De hecho, no había en él ninguna fragilidad emocional y si en aquel momento estaba de mal humor era a causa del jet lag y de la inoportunidad de una estúpida boda. Malhumorado, pensó en la casa, y en la inversión y el tiempo que serían necesarios para transformarla.

El helicóptero aterrizó en el bosque que rodeaba la capilla. Apenas quedaban cinco minutos para la ceremonia. Como siempre, llegaba a la hora exacta. Sus abogados estarían esperando para actuar como testigos y, en menos de cuarenta y ocho horas, podría marcharse.

Pero los minutos transcurrieron en la iglesia, y la hora acordada llegó y pasó sin que el novio se presentara. Al cabo de quince minutos, Itachi, impaciente, se dirigió a la puerta.

—Voy a por el —dijo.

Pero en ese momento la limusina se detuvo a la entrada. El chófer corrió a abrir la puerta y Deidara bajó lentamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Una cascada de cabello dorado le caía sobre los hombros, enmarcando su exquisito rostro y sus ojos azul pálido. La última vez que Itachi lo había visto había pensado en el como un diamante en bruto y comprobó que no se había equivocado. Con una sonrisa cínica se recordó que la perfección exterior sólo ocultaba un alma avariciosa.

—Llegas tarde —dijo con frialdad.

Deidara se encogió de hombros. Al subir la escalinata alzó la mirada. El sol se reflejaba en el rostro de Itachi, acentuando sus pómulos y su firme mentón, y en respuesta, Deidara sintió un cosquilleó en el vientre que lo hizo ruborizarse.

—Al menos he venido.

Itachi supo que se refería a que Fugaku había plantado a su madre. Aunque no era nada de lo que sentirse orgulloso, Fugaku había tenido sus motivos y a Itachi no le gustaba que se lo recordaran.

—Entremos —dijo, tendiendo la mano a Deidara.

Al comenzar la ceremonia, Deidara volvió a pensar en su madre y sintió un escalofrío. Aun así, las palabras pronunciadas por el pastor le resultaron de una exquisita belleza, y cuando una alianza de platino rodeó su dedo se sintió un farsante.

Ya en la limusina, no pudo evitar mirar a Itachi. Era guapísimo, y Deidara se enfadó consigo mismo por el deseo que despertaba en el.

Para explicárselo, se decía que la causa radicaba en no haber tenido ningún amante. Hasta entonces, había asumido que nunca encontraría a nadie que despertara en el el deseo de intimidad, y la idea de salir con hombres le había resultado una molestia. En una par de ocasiones, se había quedado dormido en mitad de la cena. Por eso había llegado a la conclusión de que permanecería soltero, y de que no era de naturaleza apasionada, aunque la sociedad en la que vivía estuviera obsesionada con el sexo.

Sin embargo, tras dos encuentros y un beso, Itachi Uchiha le había demostrado lo poderosa que podía ser la atracción sexual. También sabía que se trataba de un sentimiento que podía llevarlo a cometer tonterías. Para algo había aprendido la lección de los terribles errores que su vulnerable madre había cometido con los hombres.

En cuanto la limusina se detuvo delante de la casa, Deidara saltó y pasó de largo junto al fotógrafo para cruzar el puente sobre el foso. Estaba ansioso por abrir la carta de su abuela.

—Deidara… —la llamó Itachi entre dientes.

Deidara se quedó paralizado a mitad del puente. No soportaba el tono autoritario con el que pronunciaba su nombre. Se giró lentamente y volvió sobre sus pasos.

—No entiendo por qué tenemos que hacernos estas estúpidas fotografías —masculló.

—Sonríe —ordenó él, al tiempo que le pasaba el brazo por la cintura —. Vamos, haz un esfuerzo…

Unos minutos más tarde, la hizo girarse hacia él. Deidara alzó la mirada; los ojos de Itachi brillaban como carbon líquido. El inclinó la cabeza y le acarició los labios con los suyos antes de entreabrírselos delicadamente con la lengua y explorar su boca. Deidara no recordaba haber sentido nada tan erótico en su vida. Unos segundos antes, sentía la piel helada por la fresca brisa de abril; en aquel instante se derretía en los brazos de Itachi, atravesada por las más deliciosas sensaciones.

Tembloroso, sintió cómo sus alientos se mezclaban y cómo se le desbocaba el corazón. La sangre le corría aceleradamente por las venas, despertando sus sentidos.

Y de pronto, Itachi la soltó.

Parpadeando para salir del encantamiento, Deidara vio que el fotógrafo sonreía con satisfacción y, al percibir el brillo sarcástico que iluminaba los ojos de Itachi, se ruborizó. Mientras el olvidaba por un instante quién era y que sólo actuaba como una novio, Itachi, mantenía la cabeza fría y recordaba que interpretaba un papel.

Atardecía y empezaba a oscurecer. Deidara caminó hacia la casa. —No creo que eso fuera necesario —masculló.

—Tenemos que disimular —dijo Itachi con frialdad, aunque estaba irritado consigo mismo por no haberse dominado—. Debemos cumplir con las convenciones.

Un camarero los esperaba en la puerta con una bandeja en la que había dos copas de champán. Deidara frunció el ceño.

—No bebo.

Itachi le dio una de las copas y dijo con firmeza: —Haz un esfuerzo. Se trata de una ocasión especial.

En tensión, Deidara la tomó con tal fuerza que temió que se rompiera entre sus dedos. La bebió de un trago y la dejó en la bandeja. Recorrió el gran salón con la mirada y vio que estaba lleno de abogados. Deidara fue directo a su abogado.

Kyubi anunció su presencia en una esquina con los primeros acordes desafinados de la marcha nupcial. Varias cabezas se volvieron con expresión sorprendida y Deidara tuvo que reprimir un gruñido al darse cuenta de que no había llevado al loro a la cocina.

—Aquí tengo la carta —dijo Jiraiya en tono animado.

—Gracias —Deidara tomó el abultado sobre y lo abrió. Al desdoblar el documento que contenía, un papelito salió flotando y cayó al suelo. Se agachó a recogerlo y frunció el ceño al ver que contenía una simple frase. Naruto había sido dado en adopción.

Eso era todo. Ni una explicación; ni siquiera una firma. Sólo la frase en la caligrafía de su abuela.

Deidara sintió un escalofrío ante una circunstancia que jamás había considerado. ¿La versión de que su padre había acudido a por Naruto era una mentira? ¿Ya nunca podría localizarlo?

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Observó el otro texto con la mirada perdida y leyó las primeras líneas una y otra vez para convencerse de que no se equivocaba. Incrédulo, fue en busca de su abogado.

—En el sobre había lo que parece otro testamento —dijo, tembloroso. Jiraiya lo miró con incredulidad y dejó el plato sobre una mesa.

—¿Puedo verlo?

Deidara se lo pasó distraído, sin poder dejar de pensar en lo estúpido que había sido al esperar algo de la carta de su abuela.

—¿Podemos hablar en el salón? —Jiraiya había adoptado una actitud formal y tanto él como Deidara empezaban a convertirse en centro de atención al tiempo que el silencio se extendía por el salón.

Jiraiya fue a hablar con otro de los abogados, quien puso cara de consternación y comentó algo precipitadamente con su colega.

El salón había sido transformado y decorado con magníficos muebles y cuadros. Deidara se cubrió el rostro con las manos. Poco a poco, iba comprendiendo la gravedad de la existencia de otro testamento. ¿A qué nuevo tormento habría decidido someterlo Miton Uzumaki si es que invalidaba el anterior?

—Deidara… —Itachi entró en la habitación con el rostro desencajado—. ¿Qué sucede? ¿Qué es eso de que existe un segundo testamento?

—No lo sé. Sinceramente, no lo sé —balbuceó el.

Itachi lo desconcertó al tomarle la mano cuando hizo ademán de alejarse de él. Sonrojándose, vio que la miraba con expresión inquisitiva, y giró la cabeza bruscamente. No quería sentirse vinculado a él, tenía que apagar la llama que prendía en su interior al tenerlo cerca. La alianza que llevaba en el dedo no significaba nada.

Jiraiya intervino:

—La señora Uzumaki hizo redactar otro testamento en Londres. Está firmado delante de testigos y tiene una fecha más reciente.

—Lo que significa que invalida al anterior —dijo Itachi, impasible. —En éste, usted, señor Uchiha, no es mencionado. Deidara frunció el ceño. —Entonces, ¿qué dice?

Unos minutos más tarde, Deidara se dejaba caer sobre una silla porque las piernas no la sujetaban. Estaba demasiado aturdido como para saber qué sentía. Su abuela le había dejado Uzushiogakure en su integridad.

La ira dejó a Itachi mudo y paralizado, con la mirada clavada en su esposo. Deidara no osó mirarlo. Permaneció como una delicada porcelana, en actitud hierática. Pero Itachi no se dejó engañar. No dudó ni por un instante que el conocía la existencia de aquel testamento, y que, de hecho, se había aprovechado de que el anterior le exigiera actuar precipitadamente. Había forzado el adelanto de la boda en contra de la opinión de sus abogados. De haber investigado a la familia Uzumaki, habría averiguado que la abuela estaba en tratos con otro bufete. Pero él no se dejaba aplastar por los contratiempos; siempre tenía un plan alternativo.

Su equipo de abogados lo rodeó y mantuvieron una conversación en griego. Deidara volvió al salón. Dada su naturaleza honesta y sincera, la retorcida crueldad de su abuela le resultaba incomprensible.

—Hola, Deidara —saludó Kyubi.

Deidara lo llevó a la cocina y recordó las palabras de Mito sobre cómo Uzushiogakure le proporcionaría todo aquello que ansiaba. Pero Deidara había interpretado que localizaría a su hermano y que volvería a ser libre. En lugar de eso, su abuela la había convertido en su instrumento de venganza. Le había dado lo mismo el dolor que pudiera causar mientras pudiera dar un golpe letal a los Uchiha. Para ello, había reunido a su nieto con el hijo de su archienemigo. El resultado era que Itachi Uchiha se había casado con el para nada.

Deidara reflexionó sobre el otro aspecto de la nueva situación: el hecho de ser la único dueño de Uzushiogakure. Pero antes de que pudiera disfrutar de esa noción, lo asaltó un espantoso sentimiento de culpa. De acuerdo al testamento anterior, Itachi asumía que le vendería su parte de la propiedad. Con el cambio de los términos, sus posibilidades se habían multiplicado. ¿Podría conservar Uzushiogakure? ¿Qué era lo más justo?

Los invitados se habían marchado y en la casa reinaba un silencio sepulcral cuando Deidara volvió a la entrada. Se había hecho de noche y las nuevas y refinadas lámparas estaban encendidas. Instintivamente, fue a apagarlas y se dio cuenta de lo difícil que le resultaría perder el hábito de ahorrar.

Itachi estaba plantado delante de la chimenea. Deidara se sobresaltó al verlo, pues todavía no sabía qué decirle.

—¿En dónde te habías escondido? —preguntó él con frialdad. Deidara reaccionó como un gato a punto de atacar.

—¡No me he escondido en ninguna parte! ¡Necesitaba pensar!

Itachi clavó en el una mirada de hielo. Deidara aprendería que él combatía el fuego con fuego. No tenía nada que hacer. Nadie podía ganarle; y muchos lo habían intentado. Deslizó la mirada por sus sensuales labios y por la provocativa curva de su pecho que se asomaba por el escote del vestido. Al instante recordó el sabor de su boca y sintió el deseo estallar en su entrepierna.

Deidara se sentía incómodo aunque sabía que no había hecho nada malo.

—Tienes derecho a estar enfadado. Siento lo ocurrido.

Itachi observó con gesto de desconfianza el líquido ámbar que tenía en la copa. Ni por un momento creyó en la sinceridad de Deidara. Estaba convencido de que su plan era elevar el precio de la casa, y sentía curiosidad por comprobar lo dulce y generosa que se volvía al descubrir que no tenía nada que hacer. Había olvidado un importante detalle: era su esposo, y aunque todavía no actuara como tal, pronto descubriría lo que eso significaba.

El tenso silencio enervó a Deidara.

—Cuando mi madre se quedó sola, mi abuela se obsesionó con vengarse de tu familia. Se ve que no la tomé lo bastante en serio —dijo, apesadumbrado—. Nunca imaginé que fuera capaz de llegar tan lejos.

—Es demasiado tarde para tanta mentira —dijo Itachi en tono amenazador—. Tenías que saber que había dos testamentos. Estuviste dispuesto a participar en la venganza de tu abuela porque te venía bien económicamente.

Deidara lo miró espantado.

—Eso es mentira. Mi abuela jamás me dijo nada y yo… —Por favor, ¡no te hagas el inocente!

—¿Cómo iba a saber que había dos testamentos? —Deidara, que tenía la boca seca. Tomó una botella que creyó era de agua y se llenó un vaso, pero cuando el líquido le llegó a la garganta, los ojos se le llenaron de lágrimas y tragó deprisa para evitar toser y escupir, pues se trataba de alcohol.

Con gesto adusto, Itachi observó a su esposo beber de un trago un vaso de vodka y, al recordar el gesto inocente con el que había dicho no beber, confirmó que no podía fiarse de el.

—Te estás equivocando conmigo —dijo Deidara categóricamente.

—Creo que no —dijo él con un irritante aire de superioridad que lo sacó de sus casillas.

—Deberías saber que nunca tuve una relación estrecha con mi abuela —dijo, bebiendo agua para librarse del ácido sabor del alcohol.

—Lo bastante como para que te nombrara su heredero. Lo único que tenías que hacer para ganar el premio era actuar de acuerdo a sus planes y casarte conmigo.

Deidara le lanzó una mirada incendiaria.

—Eres tú quien insistió en que nos casáramos, ¿cómo puedes acusarme de haber maquinado esto?

—No es difícil. Hasta tu loro está obsesionado con la venganza — antes de que Deidara tuviera tiempo de replicar, Itachi lo miró despectivamente y continuó—. Dejemos eso ahora. ¿Cuánto vas a pedirme por la casa?

Deidara alzó la cabeza con dignidad. —No tengo claro que quiera vendértela.

Las peores sospechas de Itachi se vieron confirmadas con aquel comentario. Masculló algo en griego.

—¡No es culpa mía que todo haya cambiado! —exclamó Deidara, resistiéndose a sentirse intimidado.

—¿Estás seguro? —preguntó él con voz ronca—. Ahora veo que con tu pretendida resistencia a casarte conmigo sólo intentabas que no sospechara de ti.

—¡No he fingido nada! Mi abuela me engañó igual que a ti, y por su culpa estoy en este lío —replicó Deidara, airado.

—Un lío muy lucrativo para ti. Cumpliste tu parte para recibir la herencia y encima te beneficiarás del contrato prematrimonial que firmamos.

Los ojos de Deidara brillaron de ira.

—Para que lo sepas, no pensaba aceptarlo. Itachi dejó escapar una risita despectiva. —Me gustabas más cuando eras honesto respecto al dinero.

—¿Ah, sí? —Deidara se clavó as uñas en la palma de la mano—. ¿Estás convencido de que soy un cazafortunas?

Itachi clavó en el una mirada acerada. —Tú lo has dicho, glikia mu.

Deidara sintió la rabia atravesarle como una descarga de adrenalina. No había manera de demostrarle que no sabía nada del plan de su abuela, y la ira que sentía le hizo perder el control. Estaba harto de que lo insultara. Se había disculpado, había tratado de explicarse, pero Itachi no había cambiado un ápice su opinión de el. No pensaba seguir humillándose ante un hombre que lo acusaba de ser un mentiroso, un estafador. Si quería creer que era malvadao y avaricioso, le dejaría creerlo.

—Está bien —dijo con ojos centelleantes—, ¡pienso conseguir tanto dinero como pueda de ti, porque eso es lo que te mereces!

—Inténtalo —un destello amenazador iluminó la mirada de Itachi. La actitud retadora de Deidara, combinada con la admisión que acababa de hacer, representaba un reto que ninguna otra mujer u doncel le había planteado. Estaba acostumbrado a palabras edulcoradas y a alabanzas.

—Eres muy mal perdedor —Deidara no estaba dispuesto a tragarse sus palabras. ¿Qué sentido tenía decirle la verdad a un hombre que prefería las mentiras?

—Tienes razón, pero te lo advierto: soy un maestro en hacer que una mano perdedora resulte ganadora —dijo él, sibilino.

—Voy arriba a quitarme este estúpido vestido —dijo Deidara, al que se le había agotado la paciencia.

Se oyó una llamada impaciente en la puerta y, consciente de que estaba abierta, Deidara se preguntó quién habría oído aquella discusión.

Un hombre robusto apareció en el umbral con gesto preocupado. Después de saludarla con una inclinación de cabeza, se volvió a Itachi y habló en griego precipitadamente. Deidara se marchó… mientras Itachi descubría que las malas noticias no habían terminado.

Continuara…


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