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Esposo Indomable por MaRiA-SaMa_076

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—¡Deidara! —gritó Itachi cuando el llegaba a lo alto de la escalera—. ¡Baja! Deidara vaciló por un segundo, pero al instante recordó que no tenía por qué obedecer. Ni siquiera estaba casado de verdad con él.

—Se acabó el juego —dijo Itachi más calmado, adelantándolo y bloqueándole el paso.

—Jugar es divertido. ¡Estar casada contigo, no! —replicó Deidara—. ¡Apártate!

—Quiero que contestes algunas preguntas. Deidara intentó pasar de largo. Al ver que no podía, le dio un leve empujón. Itachi lo tomó por la cintura y lo levantó en el aire.

—¡Bájame! —gritó Deidara, pataleando. —¡Cuando te calmes!

—Te portas como un matón. —Tú me has atacado primero.

Deidara se quedó desconcertado. Sus miradas se encontraron y se quedó sin respiración. Un intenso calor recorrió sus venas.

—Ya me he calmado —dijo; aturdido por la violencia de su reacción física.

Itachi lo dejó en el suelo con cuidado. Sentía la rabia revolverse en su interior. De acuerdo a sus planes, el matrimonio quedaba circunscrito a una parcela mínima de su vida, pero esos planes se habían hecho añicos. Y aun peor, de cara a su familia, tendría que mantener la mentira por más tiempo.

—Los terrenos están plagados de paparazzi. Deidara lo miró con desconfianza.

—¿Qué hacen aquí? ¿Te han seguido desde Londres? Itachi lo miró fijamente. —No. Inténtalo otra vez. —¿Intentar, qué?

—Hacer como que no sabes nada. No pareces lo bastante convincente.

—¿Qué insinúas? —preguntó Deidara al tiempo que pasaba de largo con la habilidad de una anguila—. ¡No pienso seguir escuchando tus sandeces!

Itachi le sujetó la muñeca justo cuando el abría la puerta de su dormitorio.

—Mañana todos los periódicos publicarán la noticia de nuestra boda —dijo él, amenazador.

Deidara lo miró con ojos muy abiertos. —¿También saben lo de los dos testamentos? —No. Sólo que nos hemos casado.

—¿Cómo se han enterado? Hemos tomado todas las…

—Pain, mi jefe de seguridad —lo cortó Itachi —tiene un sospechoso y no es ninguno de mis empleados. La mujer que vive en la casa del guarda, tu amigo…

—¿Gaara no Sabaku? ¿Qué tiene que ver el en esto?

—Tiene un hermano que trabaja en un periódico sensacionalista.

—Sí, pero apenas lo ve —sin embargo, al pensar en esa posibilidad, Deidara se quedó paralizado. Aunque había hecho jurar a su amigo que guardaría el secreto, era consciente de que Gaar estaba fascinado con la historia.

Y había pocas personas a las que les gustara hablar tanto como a Gaara. ¿Se le habría escapado involuntariamente en el lugar equivocado?

—Mañana, todo el mundo sabrá que me he casado.

—No creo que el mundo entero esté tan interesado en ti —dijo el.

Sólo entonces descubrió que su dormitorio estaba cambiado, que tanto su cama como sus pertenencias habían desaparecido.

—¿Dónde están mis cosas? —¿A qué te refieres?

—A que mis cosas han desaparecido.

—Las esposas y esposos donceles no duermen en el extremo opuesto de sus maridos. Deidara sintió que se le erizaba el cabello. —Yo no soy tu esposo.

—Ahora sí. Y es evidente que eso es precisamente lo que querías. Si no, no habrías filtrado la noticia a la prensa.

Deidara se dio cuenta de que estaba reprimiendo un deseo irracional de reír, y supuso que el alcohol se le había subido a la cabeza.

—¿Cómo puedes ser tan desconfiado? ¿Por qué iba a querer que la gente se enterara de este demencial acuerdo?

—Para convertirte en mi esposo de verdad.

—¿De verdad? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Deidara cuando Itachi ya tiraba de el hacia la galería.

—El plan B ya está en marcha.

—¿El plan B? ¿Dónde demonios me llevas?

Itachi abrió de par en par la puerta el dormitorio principal de Uzushiogakure. Un gran fuego crepitaba en la enorme chimenea, y en el centro, en consonancia con la decoración victoriana, había una magnífica cama de dosel con cortinas de brocado.

Deidara contempló la habitación boquiabierto.

—Tus empleados han llevado a cabo una impresionante transformación. He estado tan ocupado en el jardín que no he tenido tiempo de seguir los cambios —frunció el ceño—. ¿Por qué me has traído aquí?

—Es nuestro dormitorio. —¿Nuestro?

Itachi lo miró insinuante antes de decir: —La alcoba conyugal.

—¿Para qué íbamos a querer una alcoba conyugal?

—Para lo habitual, glikia mu —musitó Itachi—. No hay mucho más que hacer en el campo, y así no pasaremos frío.

—¿De verdad pretendes que comparta dormitorio contigo? —preguntó Deidara, atónito.

Itachi lo miró con sorna, sorprendido de lo bien que interpretaba el papel de chico de campo inocente.

—Aunque nuestro matrimonio hubiera seguido siendo secreto, habríamos tenido que compartir habitación. ¿Cómo si no íbamos a hacer creer a los demás que era un matrimonio normal?

Deidara no daba crédito.

—No tenía ni idea de que pensaras que íbamos a compartir habitación.

—¡Tenemos un acuerdo!

—Sí, pero ahora todo ha cambiado…

—Sólo el testamento. Sigues siendo mi esposo. Ahora que lo va a saber todo el mundo, estamos más casados de lo que habíamos planeado.

—Ya comprendo —dijo el con la mirada extraviada. Itachi le dio un toquecito en los labios con el dedo.

—¿Estás seguro?—dijo con una voz aterciopelada que reverberó en el interior de Deidara.

—Entiendo que el hecho de que la gente lo sepa cambia las cosas.

—Desde luego. Te aseguro que el matrimonio no estaba entre mis planes. Me gusta ser libre —explicó Itachi—, pero durante un tiempo, no veo otra solución que comportarme como un hombre recién casado.

Deidara percibió en aquel momento el torbellino de emociones que Itachi intentaba controlar. El reflejo del fuego daba a sus ojos la apariencia de carbon líquido y creaba un juego de luces y sombras en su rostro que acentuaba sus marcadas facciones. Era un depredador nato, atractivo y peligroso. Y aun cuando sintió sonar las alarmas en su interior, advirtiéndole que dejara de enfrentarse a él, Deidara continuó:

—Me sorprende que seas tan convencional. —Sólo en ese aspecto, glikia mu.

Itachi lo sujetó por la nuca y lo atrajo hacia sí con una calma que contradecía el ardor de sus ojos. Estaba extraordinariamente excitado; lo deseaba. Cuanto más le enfadaba, más lo deseaba y más ganas tenía de marcarlo como suyo. No sabía por qué, pero no quería perder el tiempo preguntándoselo. Para él, cualquier pensamiento o deseo sexual se explicaban por sí mismos.

El corazón de Deidara latía aceleradamente y le faltaba la respiración. En cuanto su cuerpo entró en contacto con el de él, se encendieron todos sus centros erógenos. Estaba tan tenso que no sentía las piernas y tuvo que clavar los dedos en los hombros de Itachi para mantener el equilibrio. En su interior se libraba una furiosa batalla. Sabía que debía huir, pero la mirada retadora de Itachi y el calor que sentía en su vientre lo dejaban clavado donde estaba.

Itachi agachó la cabeza lentamente. Al ver que Deidara se ponía automáticamente de puntillas, una risa sofocada escapó de su garganta antes de besarlo apasionadamente. Los eróticos movimientos de su lengua hicieron temblar a Deidara, que sintió que su interior respondía como si estallaran fuegos artificiales.

Entre besos, Itachi se quitó la corbata y la chaqueta. Tomó a Deidara de la mano y lo condujo hacia la cama.

Titubeante, Deidara dijo: —Esto no puede estar bien…

—Zeos… ¿Cómo no va a estar bien si es nuestra noche de bodas? — razonó él.

—Pero yo no me siento casado.

—Pronto cambiarás de opinión —Itachi inclinó su arrogante cabeza y volvió a besarlo hasta hacerle perder el sentido.

—¡Pero si ni siquiera me caes bien! —protestó Deidara en un último esfuerzo por resistirse.

Itachi rió.

—Pero me deseas tanto como yo a ti, yineka mu.

La espantosa verdad de aquella contradicción dejó a Deidara sin habla. El deseo había estallado nada más verlo. Se trataba de un inquietante y perturbador anhelo que no se parecía a nada que hubiera experimentado con anterioridad. Una reacción visceral sin ninguna justificación racional.

El lo tomó en brazos y lo depositó en la cama.

—Piensas demasiado —dijo. —Puede ser.

Deidara le observó quitarle los zapatos sin comprender por qué le dejaba hacerlo. Una burbujeante sensación se apoderaba de el mientras su mente funcionaba a toda velocidad. ¿Tan grave sería sucumbir, dejarse llevar por la curiosidad? ¿Por qué no sucumbir a la atracción sexual que despertaba Itachi en el? Puesto que no era tan romántico como su madre, no se enamoraría ni cometería ninguna tontería por el estilo. Era consciente de los límites y los aceptaba. Itachi sólo podía ser una aventura de una noche. La fidelidad y él eran términos incompatibles.

—¿Puedo preguntarte una cosa? —preguntó, titubeante. —¿Qué quieres saber?

—¿Mantienes alguna relación actualmente?

Itachi, que estaba quitándose la camisa, reprimió un gruñido de incredulidad.

—Zeos… ¡qué complicado eres! No, en este momento no hay nadie.

Deidara se percató del énfasis que ponía en «este momento». La camisa entreabierta dejó ver una franja de torso moreno y sintió que se le secaba la boca. Itachi tiró la camisa al suelo y lo hizo girarse para desabrocharle el vestido. El se quedó sin respiración al darse cuenta de que había pasado de espectador a protagonista y que pronto los dos estarían desnudos.

—Estás muy tenso —dijo él, y tras desabrocharle el sujetador, lo hizo ponerse de pie.

Deidara bajó la mirada hacia su pecho y lo alzó al instante, reprimiendo el instinto de cubrirse con las manos. Estuvo a punto de anunciar a Itachi que era su primer amante, pero cambio de idea. Quizá ni siquiera la creería; o se burlaría de su falta de experiencia. Aún peor, podría llegar a pensar que ningún hombre lo había encontrado atractivo. Todos los temores que pudiera sentir, incluido el del embarazo, se acumularon en su mente cuando ya su vestido caía a sus pies y Itachi lo levantaba en brazos.

—¡Ah! —dejó escapar, sentándose de nuevo en la cama con el cuerpo tembloroso.

—¡Ah! —la imitó Itachi con sorna, inclinándose sobre el para invadir de nuevo su boca con la lengua.

Deidara sintió una contracción instantánea en la pelvis a la vez que se le humedecía la entrepierna. Itachi acarició su pecho y pellizcó sus pezones. Una ardiente y burbujeante respuesta se apoderó de Deidara.

—Glorioso —musitó él con masculina satisfacción.

Mientras Itachi estudiaba detenidamente su cuerpo, una perturbadora mezcla de placer y vergüenza se adueñó de Deidara. Le ardían las mejillas. Itachi le mordisqueó un pezón y el estuvo a punto de gritar. Todo su cuerpo respondía al estímulo. Hundió los dedos en el cabello de Itachi y se arqueó hacia atrás. El alzó la cabeza y le dio un beso voraz. Deidara adoraba cómo besaba. Sus besos eran adictivos y se le subían a la cabeza como una droga. Bajó las manos a sus hombros. No podía creer la fuerza de lo que sentía ni la perentoria necesidad con la que ansiaba tocarlo.

Itachi alzó la cabeza y le dirigió una mirada velada por la pasión al tiempo que acariciaba su cabello rubio extendido sobre la almohada. Los ojos hechiceros de Deidara brillaban; su piel tenía la luminosidad del nácar.

—Estabas precioso con el traje de novio —susurró.

Deidara parpadeó, sorprendido. Itachi frunció el ceño; las palabras habían escapado de su boca sin que hubiera pensado pronunciarlas. Y para salir de su desconcierto, besó la boca que se le ofrecía como una fresa madura. Deidara perdió la noción de la realidad. Su mente fue invadida por una neblina que borró los contornos de la realidad. Sólo sentía los poderosos músculos de Itachi bajo sus manos, su olor, su peso, su sexo en erección, que lo halagaba y asustaba por partes iguales. Y mientras exploraba el cuerpo de Itachi, la sangre le bombeaba en los oídos y el corazón se le iba acelerando a medida que el placer se intensificaba.

Ni siquiera notó que acabara de desnudarlo. Sólo reaccionaba instintivamente, caliente y húmedo, a la pulsante tensión que se acumulaba en la intersección de sus muslos. Itachi pasó la mano por el vello que cubría su pene y acarició el tierno y sensible núcleo que ocultaba. Deidara perdió la capacidad de pensar. Sus caderas se movieron instintivamente en respuesta a las provocativas caricias de Itachi. En cierto momento, él acaricio con sus dedos su cálida ereccion y la exquisita sensación lo hizo estremecerse. El deseo estaba convirtiéndose en una bola de fuego.

—Estás muy sensible —susurró Itachi.

Deidara lo miró desconcertado antes de comprender a qué se refería. —Soy virgen…

En cuanto lo dijo, cerró los ojos y se tensó, porque darle esa información era compartir con él una intimidad aún mayor que la física.

Itachi no le creyó, pero no lo dijo porque en aquel momento le daba lo mismo lo que Deidara quisiera ser. Su ardiente respuesta había hecho elevado su hambre de el a una nueva dimensión. Con la frente perlada de sudor y unas manos que temblaban más que lo habitual en él, separó los muslos de Deidara y se colocó sobre el.

Cuando empezó a penetrarlo, Deidara se tensó y dio un gritito. El deseo y el pánico se apoderaron de el por igual.

—Si duele demasiado, tendrás que parar —dijo. Y un segundo después, añadió—: Me estás haciendo daño.

Con la respiración entrecortada por la excitación y la necesidad de dominarse, Itachi se detuvo y lo miró fijamente.

—No mentías…

—¡Para! —suplicó Deidara, contrayéndose por el dolor.

—¡Eres virgen! —Itachi cerró su mano sobre la de el y mirándolo fijamente, añadió—. Tendré cuidado, te lo prometo, yineka mu.

Deidara encontró aquella mirada extremadamente erótica. Además, era la primera vez que Itachi lo obedecía y creía en lo que le decía.

Su cuerpo se fue amoldando a su invasor y el deseo empezó a bullir de nuevo.

—Me vuelves loco —musitó Itachi al tiempo que jugueteaba con la alianza de Deidara—. No me hagas parar.

Deidara fue súbitamente consciente de su poder de doncel y le resultó tan embriagador como el deseo que burbujeaba en su interior.

—Está bien —susurró.

Itachi se movió suavemente para adentrarse en el. Deidara gritó de dolor. Itachi se detuvo, tomó su rostro entre sus manos y lo besó lenta y pausadamente. Deidara reprimió un nuevo gemido. Luego le susurró algo en griego sin apartar sus ojos de carbon de los de el. Una oleada de placer recompensó su estoicismo. Cuando todo su sexo entró en el, el dolor cesó y sólo quedó la excitación.

—Eres como terciopelo —dijo él en un susurro.

Deidara no tenía ni las palabras ni el aliento para expresar lo que sentía. Una fuerza caliente y febril lo poseía, obligándolo a arquearse contra él. Itachi se movió sobre el, profundizando más y más la penetración. Con cada empuje, la excitación de Deidara se elevaba a nuevas dimensiones. Temblando de deseo, gritó a la vez que alcanzaba una plena y frenética satisfacción que fue seguida de una sucesión de contracciones.

Luego, exhausto, ahogado de placer, descansó en los brazos de Itachi.

Virgen. Itachi sonrió para sí y besó la frente de Deidara. Sentía un extraño bienestar y una satisfacción desconocida. Había sido la experiencia sensual más extraordinaria de toda su vida. Y por más que supiera que ser virgen no debía contrarrestar sus otros pecados, lo cierto era que, en parte, así era. Al menos tenía la seguridad de que no era un doncel promiscua.

Hacía tiempo que Itachi no disfrutaba con el sexo como lo había hecho en el pasado, y que las mujeres y donceles se habían convertido en objetos de placer intercambiables, similares en estilo y comportamiento. No estaba mal que su esposo fuera una rareza.

Rió quedamente, pensando lo fácil que era transformar lo negativo en positivo. Bastaba con tener una mente creativa.

El rumor de aquella risa devolvió a Deidara a la realidad en el preciso momento en que Itachi lo elevaba sobre sí y lo abrazaba.

«¡Dios mío!¿qué he hecho?», se preguntó el, horrorizado.

Que se hubiera engañado pensando que no era más que sexo de una noche justificado por la curiosidad no servía de excusa. Se había rendido al enemigo, y éste jamás volvería a tomarlo en serio. Habría querido gritar.

—Tengo que darme una ducha. Y luego… —musitó Itachi, acariciando la curva del trasero de Deidara.

El rodó hacia un lado y se giró como si le hubiera picado una avispa.

—Y luego nada —dijo con firmeza—. Esto ha sido una excepción, un colosal error. No me preguntes por qué lo he hecho.

Itachi lo observó con curiosidad. Jamás hubiera pretendido que una mujer o doncel se explicara, y menos un con tanto que decir como Deidara. Había descubierto en su falta de experiencia sexual su talón de Aquiles, y no pensaba desperdiciar las posibilidades que esa vulnerabilidad le proporcionaba.

Con ojos brillantes, susurró: —Has estado tan… caliente.

—¡Calla! No quiero volver a hablar nunca de esto —ruborizado hasta la raíz del cabello, Deidara se levantó de la cama y buscó frenéticamente algo con lo que taparse.

—¿Adonde vas? —A mi dormitorio. —No puedes.

Protegiéndose con la camisa de Itachi como si fuera un escudo, Deidara le lanzó una mirada airada.

—No tengo por qué cumplir con las convenciones del matrimonio. Tienes que reconocer que nada de lo que acordamos sigue vigente.

Con un perezoso movimiento, Itachi se incorporó sobre el codo. Atravesado en la cama, con las sábanas enredadas entre las piernas parecía una magnífica escultura.

Miró detenidamente a Deidar, que sintió un escalofrío.

—Tenemos un acuerdo —dijo él con dulzura. Deidara se rodeó la cintura con los brazos, sujetando la chaqueta. —Sí, pero ya…

—No puedes echarte atrás —le cortó Itachi bruscamente—. Antes de la boda accediste a que, si salía a la luz, te comportarías como un esposo de verdad.

La fría dureza con la que le miraba dejó a Deidara paralizado, pero se negó a dar su brazo a torcer.

—Siento que las cosas no hayan salido como esperabas, pero no puedes obligarme a hacer lo que no quiero.

—Tenemos un acuerdo y, si no lo cumples, acabaré contigo. Prometiste actuar como si esa alianza fuera verdad y lo vas a hacer, glikia mu.

Deidara asía la chaqueta con tanta fuerza que le dolían las manos. —No me gusta que me amenacen.

—Si me enfadas, impugnaré los dos testamentos. Para cuando se resuelva el caso y puedas vender Uzushiogakure, tendrás que usar el dinero para pagar los costes legales. Los juicios complicados pueden prolongarse durante años; te arruinaré. ¿Es eso lo que quieres?

Deidara había palidecido. No se le había ocurrido que Itachi fuera tan cruel. Tal y como describía la situación, la herencia que confiaba en compartir con su hermano habría desaparecido en meses. Todos saldrían perdiendo.

Itachi estaba alerta, interpretando cada cambio en la expresión de las delicadas facciones de Deidara. Había tenido la convicción de que el había filtrado la noticia a los paparazzi para conseguir tener acceso al mundo de lujo exclusivo que él podía proporcionarle. Pero ya no estaba seguro.

Con un brillo sarcástico en la mirada, saltó de la cama y se irguió.

—Conmigo hay que respetar las normas —dijo con frialdad—. Si mantienes tu palabra, no tienes nada que temer. Eres mi esposo y te trataré como a una princesa; pero si decides salir de mi círculo de protección, ten cuidado, porque el mundo exterior puede llegar a ser extremadamente cruel.

—¡No puedes hacerme esto! —gritó Deidara, sacudiendo la cabeza.

—Voy a ducharme. Cuando vuelva, espero encontrarte aquí, como corresponde a un novio en la noche de bodas —dijo Itachi. Mirándolo pausadamente, añadió—: Y mañana salimos de luna de miel.

Deidara abrió los ojos desorbitadamente.

—¡De luna de miel! ¡Me estás tomando el pelo! No pienso ir a ninguna parte. ¿Quién se va a ocupar de mis plantas? Pronto llegará la época de más trabajo; no puedo marcharme.

—Estás arrugando mi camisa —se limitó a decir Itachi.

Continuara…


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