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Memorias de los Hombres Justos por Jocasta_de_Tebas

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Los rayos del sol se abrieron paso por la ventana del dormitorio y perfilaron juguetones la silueta del caballero de Leo. Se había pasado la noche sentado en una silla, velando el sueño del Escorpión, que dormía como un tronco tras el incidente en Acuario. Aioria bostezó y se levantó; pronto llegaría Telémaco y lo que menos le apetecía era explicarle por qué estaba el caballero de Escorpio en su cama, completamente vestido, en vez de impúdicamente desnudo.

“Pero es que todo tienes que hacerlo a tu puta manera. No sé si romperte la cabeza o romperte el culo”.

Retiró el cabello de la frente del espartano y revisó su temperatura y heridas. El Escorpión se removió, cambió de postura y siguió durmiendo. Su rostro era la viva imagen de la serenidad, muy distinto al de la noche anterior, crispado y fuera de sí. De no estar tan preocupado, Aioria le habría robado un beso tras colarse entre sus piernas, pero los últimos acontecimientos le habían demostrado que Milo, su Milo, estaba más roto de lo que ambos querían reconocer.

“Lo que nos lleva al tema de siempre. Ese putísimo templo de los cojones y su cabrón de morador, que hasta muerto te tiene agarrado por los huevos”.

Ino se había presentado en Leo para comentarle que su señor estaba más arisco que de costumbre y que llevaba días durmiendo en el sofá. No quiso darle mayor importancia, pero cuando ella le dijo que tampoco había visto ningún hombre desnudo saliendo de su cuarto, se alarmó. Milo no solía buscar amantes; los amantes iban a él como moscas, y no se molestaba en ocultarlo. Incluso le divertía la fama de promiscuo que se había labrado, aunque Aioria sabía que bajo aquella fachada frívola se escondía un hombre que pedía a gritos ser amado, pero que jamás lo reconocería, porque amar, como bien decía su maestra Perséfone, lo haría vulnerable.

“A mí, el amor me ha vuelto gilipollas. Debería dejarte en tu casa y que te las apañaras allí tú solo. Imbécil”.

Ya bien entrada la noche, sintió el fogonazo cósmico y a Leo reverberar junto a Escorpio y sus hermanas. Dejó lo que estaba haciendo y subió corriendo hasta llegar a Acuario, para encontrarse con un Milo que ni siquiera fue capaz de reconocerle y que discutía con el tótem de Ganímedes, mientras la sangre cubría sus dedos desfigurados. Como cabía esperar, el espartano se negó a acompañarlo, y Aioria se vio obligado a utilizar sus poderes para noquearlo. Aunque el templo se encontraba vacío, estaba seguro que la colisión cósmica no había pasado desapercibida ni para el Viejo Maestro ni para Mu o Shaka. Era cuestión de tiempo que alguno de los tres contactara con él y le preguntara qué había pasado.

“No te haces una idea del montón de dudas que tengo tras la llegada de Atenea y lo de la muerte de mi hermano, y ahora que necesito a alguien para hablar de ello, tú no tienes sitio para mí. Como siempre, Milo”.

Dejó el botiquín sobre el arcón situado a los pies de la cama y se dirigió hacia el cuarto de baño. Se duchó con la puerta abierta, sin quitarle los ojos de encima, preparándose para el festival de gritos y de insultos que vendría cuando Milo se despertara. Lo sucedido en Acuario se había saldado con tres dedos fracturados y varias heridas en la cara y en las manos. El relajante muscular pronto dejaría de hacer efecto y Aioria estaba seguro de que el Escorpión no querría darle detalles de por qué lo había encontrado en ese estado, y cuando el León insistiera, Milo le diría que no entendía por lo que estaba pasando, o incluso trataría de seducirlo para distraer su atención y evitar así el tener que enfrentarse al problema.

“Pero esta vez no te va a servir que gimas bajo mi cuerpo. Te voy a obligar a tomar una decisión cuando despiertes. Esto no puede seguir así”.

No era la primera vez que Milo visitaba el templo circular. Las ausencias de Camus eran prolongadas y el espartano solía apoyarse contra su pórtico redondo a fumarse un cigarro bajo la gélida mirada de Teseo, el jefe de personal, con la única intención de hacerse notar y demostrar lo mucho que lo echaba de menos. Aioria no podía criticarlo; él mismo se colaba a hurtadillas en el de Sagitario, buscando indicios que le ayudaran a comprender qué llevó a Aiolos a tratar de matar a la diosa, cuando siempre demostró ser un hombre hecho de luz, y no de oscuridad. Incluso Shura, su asesino, se quedaba un rato frente al tótem del centauro y musitaba palabras en español y luego se iba, tan sombrío como había entrado.

“Jamás demostraste arrepentimiento. ¿Sabías que mi hermano era inocente? ¿Pidió clemencia? ¿Suplicó? ¿Te rogó que me… cuidaras?”.

Se secó el cabello con una toalla, y cuando estaba terminando de vestirse, sintió una ondulación cósmica a su espalda que lo obligó a ponerse en guardia.

—Que Atenea te proteja en este día.

Apareció de improviso, como siempre. Aioria se giró y trató de ponerle su mejor cara, aunque sus ojeras delataban su estado emocional, cosa que no pasó desapercibida a los atentos ojos del caballero de Aries.

—¡Da gracias a que estoy sano como un roble, Mu! Un día harás una de tus mágicas entradas y me dejarás más tieso que tus herramientas estelares —alcanzó la puerta de su dormitorio y la cerró.

—Te ruego que me disculpes— clavó la vista en el suelo, avergonzado al percibir el detalle—. Tienes visita y mi llegada os ha interrumpido.

Aioria tomó aire y apretó los puños. Le habría encantado que así fuera, pero la situación distaba mucho de esa realidad. Además, tampoco quería mentirle al tibetano. Su olfato le decía que el caballero de Aries era una buena persona, inteligente y cabal.

—Supongo que el festival de anoche no os dejó dormir ni a Shaka ni a ti. Lo siento mucho.

—Shaka lleva días meditando —le explicó en voz baja, como si no quisiera despertar a Milo—. Su cuerpo terrenal apenas percibe lo que sucede a su alrededor. Fue nuestra señora la que me instó a que viniera a visitaros. Pasé por Escorpio y estaba vacío, así que… me imaginé que estaríais aquí.

La mirada apacible de Mu y la suavidad de su voz impulsaron a Aioria a desear contarle el calvario por el que había pasado durante los últimos meses, pero se contuvo. No tenía la confianza suficiente como para hacerlo partícipe de sus devaneos mentales, y tampoco sabría ni por donde empezar.

“Y, además, Seiya está herido. Y no puedo involucrar a Marin en todo esto. Sería injusto tras nuestra separación”.

—Cualquier cosa que necesites, Aioria, no dudes en pedírmela —añadió el tibetano.

—Tienes cara de querer beber algo. ¿Agua? ¿Vino? ¿Té?

—Me encantaría compartir una taza de té contigo.

—Eso está hecho.

Hizo que le siguiera hasta la cocina, dejando atrás su dormitorio y al hombre que descansaba en su cama. Invitó a Mu a sentarse mientras rebuscaba en los estantes. Telémaco nunca estaba cuando se le necesitaba.

—Aquí tengo… déjame mirar —sacó varios sobres de un bote—. Té verde. Japonés —apuntó—. Se nota que nuestra señora se ha criado en ese país.

—No te preocupes por eso —el guerrero de Aries se sentó frente al de Leo y adecentó su habitual manto oscuro. Aioria agradeció ese momento para componerse y presentar una cara más despreocupada.

—La verdad, Mu, no esperaba que se instalara en Atenas tan pronto —le dijo refiriéndose a Saori mientras calentaba el agua en una tetera—. Sobre todo porque los chavales aún están convalecientes. ¡Cómo me habría gustado bajar a darles unas buenas hostias a esos pescaditos!

—Atlantis fue una batalla por el honor, donde el joven Pegaso y sus amigos debían ser los protagonistas, sin nuestra ayuda —le contestó con tranquilidad—. Ya nos tocará a nosotros, Aioria.

Sirvió el té y algunos dulces que encontró en la despensa. Dio las gracias a la diosa por ello y se sentó.

—Contaron con ayuda. La de Acuario, la de Libra y la de… Sagitario —al nombrar la Casa de su hermano le tembló la voz, aunque Mu no dijo nada—. La primera vez que vi a nuestra señora, me costó creer que una chica tan frágil fuera la encarnación de Atenea, aunque la determinación de su cosmos no dejó lugar a dudas. Cuando se puso frente a mí y me pidió que la atacara, estuve a punto de… cometer una estupidez.

—Cumplías órdenes. —Sus miradas se cruzaron un instante pero Aioria desvió la suya a la caja de los dulces. Le ofreció uno, que el guerrero de Aries dejó junto a la taza tras agradecérselo con un movimiento de cabeza—. Cuando estuviste ante Seiya, el espíritu de Aiolos te lo impidió, y Sagitario reconoció al joven Pegaso como su heredero. Luego, tú mismo comprendiste que aquella muchacha era la encarnación humana de Atenea, y decidiste luchar por ella. Nunca abandonaste el buen camino.

—Pero maté a un inocente porque a ese puto cabrón usurpador le dio por hurgarme en la sesera —lo interrumpió—. No sé cómo eres capaz de estar tan tranquilo. A mí se me revuelven las tripas tan solo de pensarlo.

—Todos los que mueren lo son, en cierto modo. Si hablas de Saga, él también…

—¡No me jodas! —replicó sin dejarle terminar—. ¡Mató a tu maestro y se hizo pasar por él! ¿Es que no tienes sangre en las venas? Si lo tuviera delante, no dudaría en abrasarlo con mi Plasma Relámpago.

Mu tomó un sorbo de té. El León decidió beber algo más fuerte y sirvió vino en dos copas para apurar una de dos tragos.

—No creas que no te entiendo, Aioria. Shion y yo teníamos un lazo muy estrecho, así que sentí su muerte de manera muy cercana —le explicó, refiriéndose a su conexión psíquica—. Cuando falleció, mi primer impulso fue volver para vengarlo. Yo apenas tenía ochenta años, y mi experiencia en la esfera de los sentimientos era muy limitada, pero gracias al Viejo Maestro conseguí mantenerme alejado y seguir con el plan que ambos habían trazado —le explicó con tristeza—. Al principio, el dolor era insoportable y la meditación no me servía de nada. Olvidé cómo se reparaban las armaduras, y la soledad que tanto me gustaba se me hizo odiosa. Pero llegó mi aprendiz y el dolor se fue calmando, poco a poco. La muerte es un paso más, tan importante como cualquier otro.

El León guardó silencio durante un instante. Días atrás había visto a Shaina junto a la tumba de Cassios, pero ella se marchó cuando lo vio acercarse, acrecentando su sentimiento de culpabilidad.

—Ya sé que no es consuelo —añadió Mu—, pero fue un desafortunado accidente.

—No quiero hablar de consuelos, sino de equilibrios. Ese hijo de la gran puta maquinó una conspiración que masacró a media Orden —apuró la copa y se sirvió otra—. Espero que se pudra en lo más hondo del infierno.

—Si me permites la licencia, él fue una víctima más, en cierta manera —replicó el caballero de la Primera Casa—. Sin embargo, al final de su vida recuperó la cordura y Atenea lo perdonó. Deberíamos seguir el ejemplo de nuestra señora y hacer lo mismo.

—Te aseguro que lo he intentado, pero cuando creces a la sombra de un traidor y con el tiempo te enteras de que aunque entregó su vida por salvar a la diosa, sus asesinos siguen portando las armaduras doradas —jadeó, mientras sus manos revoloteaban—, todo en lo que has creído se tambalea y sientes ganas de… joder, Mu. No quiero seguir hablando de esta mierda. No es justo.

Aioria tomó aire para contener las ganas de estrellar sus puños contra la pared, y se concentró en controlar los pulsos que emanaban arrítmicamente de uno de sus puntos estrellados. Cada vez que pensaba en Aiolos y en Shura le ocurría lo mismo; su cosmos se opacaba. El caballero de Aries se acercó pero respetó su espacio vital, como si buscara reconfortarlo en el momento de flaqueza.

—Tengo muchas preguntas sin respuesta, Mu —prosiguió tras un momento—. Preguntas que me queman por dentro. Quizás tú hayas sido capaz de perdonarles pero yo no puedo olvidar la cara de Shura diciéndome que Aiolos era un traidor y que él mismo había acabado con su vida —se lamentó—. ¡Eran amigos, joder! Incluso le ayudé con su griego, y mira cómo… cómo nos lo ha pagado.

—¿Has tratado de ponerte en su lugar? —se apoyó en la mesa, alejándose del León, que rumiaba la respuesta.

—¿Por qué debería hacerlo?

—Porque así lograrías relativizar ese dolor que llevas dentro y que daña tu armonía cósmica. Quizás sientas que no fue justo para ti, ya que aún eras un niño, pero el destino de Aiolos era morir por su diosa, así como el de Shura fue dejar su legado al joven contra el que se batió, después de verse obligado a cumplir la peor de las órdenes contra su mejor amigo.

El caballero de Leo apuró una segunda copa de vino y lo miró a los ojos.

—Destino, qué bonita palabra. Así lo arreglamos todo, echándole la culpa al destino, del que dependen hasta los dioses. Si lo tuviera delante —gruñó, refiriéndose a Saga—, le volaría la cabeza. Pero está muerto, así que… bah, para qué seguir hablando, ¿no te parece?. Que se joda el destino.

El tibetano terminó la taza de té y se colocó el manto.

—Me acercaré hasta el Templo de Atenea para relevar a Shaina y a Marin, que acompañan a nuestra señora día y noche —cambió diametralmente de tema—. Debe ser difícil pasar de ser una mujer de negocios a una divinidad viviente en un lugar como este, lleno de reliquias.

—Ellas la cuidarán y protegerán. Son excelentes guerreras.

—Así es. Supongo que sabes lo que significa su presencia entre estas piedras.

—Sí —dejó las tazas y las copas en el fregadero—. Que pronto llegarán las huestes de Hades.

— Te recomiendo que pongas tus asuntos al día, y que Milo haga lo mismo. En muy poco tiempo se dará la orden de acuartelamiento y estaremos en estado de alerta.

—A no ser que vuelvan de entre los muertos —bufó Aioria—, poco puedo poner en orden, Mu. Ellos se llevaron mis respuestas a la tumba. Lo mismo pasa con Milo.

—¿Has visitado la Casa de Capricornio? Leer su bitácora podría arrojar un poco de luz sobre sus pensamientos y su visión de lo sucedido.

—No te voy a mentir —confesó el guerrero de la Quinta Morada—. Alguna vez he llegado hasta allí, como si mis pies me llevaran sin pedírselo, pero el Templo emite un aura de tristeza tan fuerte que me embota los sentidos. Debe ser por la falta de personal. Solo quedan Iantho y Melpomene.

—Tus respuestas llegarán cuando estés preparado para entenderlas, igual que me ocurrió a mí. Solo necesitas ser paciente.

—Anda, Mu —bromeó—. Cuando yo llegue a tus ochenta años no tendré ni pelo ni dientes, ¡y seguro que ni polla! —manoteó—, y las respuestas me la sudarán. Lo que me jode es que tú seguirás tan lozano como hasta ahora.

El guerrero de la Primera Casa esbozó una sonrisa sincera y caminó hacia el pasillo.

—Iré a ver a nuestra señora, entonces. Le gusta pasear y a mí me agrada estar con ella. Gracias por el té, Aioria. Ya conozco la salida.

Lo dejó a solas, con las palabras flotando en el aire. Odiaba sentirse aturdido, pero le dolía todo el cuerpo a causa de la noche de vigilia y aunque quiso bromear y hablar con Mu de forma relajada, el tema lo había puesto de bastante mal humor.

“Arreglar las cosas. Poner los asuntos en orden”.

La batalla por la que se había estado preparando toda su vida se acercaba demasiado rápido y no se veía con fuerzas para afrontarla. Cruzó el pasillo y entró en su estudio. Frente a la gran mesa pegada a la pared colgaba un panel donde se veían muchos de los bocetos que había dibujado a lo largo de su vida: la armadura de Leo, Marin y Seiya entrenando, Telémaco e Ino hablando en la puerta del Templo, Milo… La pintura era su gran pasión, junto al Panatinaikos y Nikos Galis, su ídolo.

Revolvió en su escritorio, en busca de su documentación personal. Sobre los pasaportes y las prebendas del gobierno griego aparecieron unas fotos, las pocas que había logrado conservar. En la primera de ellas y en colores apagados, estaba su hermano con su inseparable cinta en la frente y sonriendo a la cámara. Un Aioria niño se asomaba tras sus piernas y junto a ellos, el xenon, el extranjero. El español retraído al que se le daba fatal el griego y al que el propio Aioria, con sus pocos años, había dado clases entre bromas y risas. Incluso sabía su nombre real, ese que al vestir la armadura había cambiado por el del anterior caballero de Capricornio: Shura.

Controló como pudo el ansia de arrugarla para tratar de averiguar cómo había llegado aquella foto al cajón, ya que no recordaba cuándo se la había tomado. “Dieciséis de agosto, 1980”, rezaba el reverso. El mismo día en que cumplía diez años.

“A la mierda con vosotros. Contigo por no contármelo y contigo por exponerte y dejarme atrás”.

La dejó a un lado y buscó sus pasaportes, cartillas sanitarias y demás documentación civil, para darse cuenta de que no le quedaba nada más que un montón de recuerdos y varios compañeros junto a los que quería morir. Milo, en el otro cuarto, se removió. Hizo un par de ruidos que alertaron al caballero de Leo, pero continuó durmiendo.

—¿Mi señor Aioria?

El rostro pecoso y sonriente de Telémaco apareció por la puerta, tan alegre como de costumbre.

—Buenos días nos de Atenea. Milo está en mi cuarto, durmiendo.

—Entonces, no lo despertaré —le contestó con emoción—. Si lo desea, puedo prepararles el baño pa…

—No te embales, Telémaco —lo cortó, aunque el otro ya se había hecho una composición de lugar errónea, para desgracia del León—. Que no es lo que estás pensando.

—¿Yo? —estiró la palabra con una sonrisa—. ¡No estaba pensando nada, mi señor Aioria! Ya sabe que soy una tumba —continuó a media voz.

—Vigila que Milo no salga del cuarto. Y si lo hace, noquéalo —ordenó el León mientras se colocaba el uniforme.

—Entendido, señor —contestó el joven, sin quitar la vista de la puerta del dormitorio—. Pero quizás no le guste que le reprenda un asistente. Ino siempre dice que su señor es muy orgulloso.

—Me importa tres cojones si es orgulloso o no. Está herido y es imprescindible que no ande por ahí dando por culo —estaba empezando a ponerse nervioso y lo reflejaba en forma de insultos y palabras soeces—. Si se levanta y tú se lo impides, de la forma que sea —recalcó la última frase—, te daré una semana de vacaciones.

Telémaco se cuadró frente a Aioria y asintió con gravedad.

—Ino me comentó que el señor Milo no está en su mejor momento, si me permite la indiscreción. ¿Dónde podré encontrarlo, si ocurriera alguna contingencia?

Aioria lo miró a los ojos y le puso la mano en el hombro.

—En Escorpio. Voy a recoger un poco de ropa. Avisaré a tu amiga para que no se preocupe.

—No es sólo mi amiga. Ella… ella me gusta mucho —confesó el joven, con la pasión del eterno enamorado.

—Invítala a entrenar. O pídele que te ayude en la arena —se adelantó Aioria—. Que sea la jefa de personal de Escorpio no significa que haya dejado de ser una amazona. Y una de las más fuertes.

—Ella es la mujer a la que he elegido, y me da igual que el señor Milo sea un dorado. ¡Estoy decidido a conquistarla!

—Eres un león, Telémaco. Nadie mejor que tú para hacerla sentir como una diosa.—La conversación despejó la mente del caballero de la Quinta Casa. El rostro amable del joven era un bálsamo para las heridas de Aioria. Sus ojos despiertos, su sonrisa dulce y la capacidad para ver el lado positivo de las cosas lo habían convertido en uno de los pilares fundamentales del Templo de Leo y de la vida de su custodio. Su antecesor, Micenas, fue encarcelado tras espoliar una gran parte del tesoro de los guerreros de Leo, dejando en entredicho la seguridad del Santuario y la imagen de Atenea ante el gobierno griego. Pero Telémaco, un simple soldado, se enfrentó al ladrón y logró arrebatarle la bitácora de la Quinta Casa. Su proeza le sirvió para ser promovido a mayordomo por el propio Aioria de Leo, recién ascendido a dorado. Tenía trece años, edad más que suficiente para desempeñar las funciones de asistente personal de un caballero del que decían era el rostro de la ira.

—Váyase tranquilo, mi señor Aioria. Yo protegeré el fuerte —le acercó un par de bollos y le lanzó una sonrisa—. Para el camino. Son de chocolate. ¡Y no quiero escuchar protestas sobre engordar o no engordar! Hay que darse un gusto, una vez al día. Palabra de los dioses.

El león miró al muchacho y le agradeció el gesto compartiendo los bollos, algo que Telémaco aceptó con un gruñido de satisfacción.

—Confío en ti.

—A mandar. Que Atenea le proteja, mi señor Aioria.

—Que así sea.

Salió de la Casa de mejor humor, y ascendió por la escalinata hacia el Octavo Templo, pensando en la estrategia a seguir. Cuando franqueó la entrada, se encontró con las antorchas apagadas y el recinto completamente vacío.

—¿Ino? Soy Aioria.

No había rastro de la muchacha ni del resto de personal, así que se adentró en la penumbra de Escorpio y caminó hasta llegar al área privada del Templo. El cuarto de Milo estaba casi a oscuras, apenas iluminado por la luz que entraba a través de la ventana abierta. La cortina ondeó a causa de la corriente y sacudió el ambiente, bastante enrarecido.

“Al menos no huele a semen. Quizás te estás volviendo civilizado, después de todo”.

A su derecha estaba el sillón del que le habló Ino, custodiado por dos pilas de libros, con Homero como vigía de la torre más alta. Junto a la pared, el escritorio tenía tantos papeles encima que apenas se veía la madera, y los uniformes limpios reposaban a los pies de la cama en vez de en el armario; la muchacha intentaba hacer su trabajo pero Milo se las ingeniaba para complicar las cosas hasta el infinito, como era habitual.

“Pobre Ino. Todavía debe estar arrepintiéndose de haberte dicho que sí. De no estar a tu servicio habría sido tu sucesora. Pero la defenestraste. Como todo lo que tocas”.

Salpicando el paisaje, media docena de ceniceros aquí y allá, restos de ceniza y de colillas apagadas, y alguna que otra bebida energética a medio terminar. ¿Desde cuando bebía Milo esas porquerías?. Abrió la puerta del armario para buscar una muda de ropa, y se encontró con una montaña de revistas porno, varias cajas de cigarrillos y los restos de un arco compuesto, completamente destruido.

“El arco… siempre alardeaste de tu ascendencia espartana y sin embargo usabas un arma que ellos tildaban de indigna y de cobardes. ¿Por qué, entonces, te machacabas así? . Jamás podré entenderte, Milo”.

Dejó de hurgar en el armario y levantó la tapa del arcón. Unas cuantas fotos viejas destacaban de entre un montón de objetos que carecían de sentido para Aioria. Tomó una y la observó con detenimiento: una pareja sonriente con dos niños pequeños, uno de ellos recién nacido. La mujer tenía el pelo ondulado y su mirada traspasaba el sepia de la imagen, bastante deteriorada. La giró y buscó la fecha; veinte de diciembre. El año estaba borrado.

“Eres tan hermoso como tu madre, Milo. Te pareces muchísimo a ella”.

La dejó sobre las otras, mitigando así la culpabilidad por haberse inmiscuido en la intimidad del Escorpión. Ya iba a cerrar el arcón cuando reparó en una cajita finamente labrada y forrada en terciopelo rojo que reposaba sobre una montonera de papeles. Haciendo gala del felino que era, la tomó entre los dedos, que se crisparon cuando leyó la dedicatoria escrita en el interior.

“A mi bello oyente, Milo Alkaios, de su inspirador. Saga Svarakis.”.

Habían pasado más de quince años de todo aquello y aún le dolía el no haber sido capaz de llegar al alma de Milo y que él decidiera buscar a Saga como amante dorio. Para otros, la figura del inspirador podía ser una excusa para llevarse a un jovencito a la cama pero Milo, su Milo, se había entregado en cuerpo y alma, sin pensar que aquella decisión lo iba a quebrar hasta límites insospechados.

“Y te aprovechaste de él. Ojalá te pudras allí donde estés. Jamás dejaré de odiarte, cabrón”.

—¿Señor Aioria?

Ino apareció junto a la puerta, tan silenciosa como siempre. La máscara, de un blanco inmaculado, reflejaba los brillos rojizos del fuego de la antorcha que portaba en su mano. Aioria suspiró. Tenía que explicarle qué había sucedido con su señor, pero le restaría importancia al asunto. Ella no se merecía verse involucrada en los devaneos amorosos de Milo, que hacía parecer que Camus era el único caballero caído en la batalla de las Doce Casas.

—Está en mi casa, nada de gravedad. Aunque parezca increíble, ha logrado poner varios peldaños nuevos en su escalada hacia la sandez más soberana.

—Él insistió en que me marchara, así que creí que tomaría una decisión respecto al Templo Circular —ni siquiera mencionó el signo, o el nombre de su morador—. Pero no me imaginé que… —dejó la antorcha en su soporte y se quedó frente a Aioria, que la escuchaba con atención—. Le he ofrecido mi ayuda, pero él la rechaza diciéndome que está bien, que no le pasa nada, pero yo sé que no es así. Es como si hubiera un antes y un después de la batalla; casi no le reconozco.

—Saldrá de esta. Mala hierba nunca muere —bromeó—. Te doy las gracias por haberme informado, Ino. Necesito dos mudas y algo de ropa. Lo tendré vigilado, por si le da por hacer alguna otra gilipollez.

—Enseguida se la preparo, señor.

—Ah, y Telémaco te envía saludos.

La muchacha se tensó durante unas décimas de segundo, tiempo suficiente para que Aioria comprendiera que entre su asistente y la de Milo había algo más que amistad, un sentimiento latente y profundo que crecía como la hiedra en primavera.

—Es muy amable de su parte, señor.

—Esperaré fuera, Ino.

Salió al pasillo y se acercó a la armadura de Escorpio, tan magnífica y resplandeciente como el hombre que la portaba. Sobre el pedestal reposaba un mechón de pelo que dejó a Aioria con el estómago encogido. Era la ofrenda que él mismo había hecho cuando Aiolos cayó ante Shura. Podía ser un traidor pero seguía siendo su hermano. Lo tomó entre los dedos y lo acarició; para Milo su melena era sagrada, vestigio de su ascendencia espartana. De su virilidad y de su poder.

“¿Hasta donde pensabas llegar, Milo?”.

Regresó al cuarto. Ino estaba cerrando la cremallera de la bolsa en la que había puesto las pertenencias de su señor.

—Guarda esto —le dijo, mostrándole el mechón de cabello oscuro— junto al resto de sus cosas, y cierra ese baúl con llave. Nadie más querría comprender por lo que está pasando, y yo no quiero inmiscuirme más de lo que ya lo he hecho.

—Usted es su mejor amigo. Le tiene en altísima estima, me consta.

—Yo ya no quiero ser solo su amigo, Ino —confesó sin apenas darse cuenta.

—Téngale paciencia, señor Aioria —la voz de la muchacha cambió, de la aspereza inicial a una ternura desconocida por el caballero de Leo—. Yo espero que con su ayuda pueda ver la luz.
La miró durante unos instantes, aunque la máscara escondía cualquier vestigio de emoción.

—¿Sigue entrenándote?

—Ya no —contestó ella, con un punto de nerviosismo, como si Aioria hubiera descubierto un secreto celosamente guardado—. Él quería irse lejos, creo que a buscar al custodio de Acuario. Yo no estaba dispuesta a cubrir el puesto de un desertor, así que abandoné la instrucción.

La noticia lo dejó perplejo. Si lo que decía la amazona era cierto, los entrenamientos duraron hasta que el falso Patriarca le dio la orden de ir a matar a Seiya. Apretó los puños de indignación; recordaba perfectamente todos y cada uno de los gemidos de Milo la noche anterior a su partida.

“Maldito hijo de la gran puta. Debería sacarte de mi Casa a hostia limpia. Pensabas largarte a buscar al francés y me usaste como un consolador con patas. Las Parcas te lleven”.

—No deja de ironizar sobre aquello —continuó ella—. Me recuerda la dicha de vestir una armadura dorada, sobre todo cuando intento quedarme en las guardias nocturnas.

—Milo no necesita nodriza, Ino —respondió de manera brusca—. Los problemas que tiene debe solucionarlos él mismo. Implicarte emocionalmente no le ayudará. Al contrario —suspiró—, te arrastrará a lo más hondo. En eso es especialista.

—Le admiro, señor Aioria —finalizó la muchacha—. Telémaco cree que me siento atraída por él, pero se equivoca. Es mi señor y le tengo un profundo respeto.

El caballero de Leo tomó la bolsa y se la echó al hombro.

—Se avecinan tiempos difíciles. Si tienes algo pendiente con mi mayordomo, es momento de aclarar la situación. Eres muy especial para él. Que Atenea te proteja en este día.

No se quedó a esperar la reacción de la amazona, puesto que ya la sabía. Avanzó con paso firme hacia Leo, mientras el resto de Templos empezaban a llenarse de actividad. Telémaco se agitaba como un niño impaciente, con el rostro tenso y la mirada de aquel que confía en acceder a la mayor de las glorias.

—¿Alguna novedad?

—Nada, mi señor. Habla entre dientes. Pero sigue dormido.

—Tienes el resto del día libre — Aioria lo miró a los ojos y le dio una palmada en el hombro—. Ve a por ella.

El joven le lanzó una sonrisa, estiró su uniforme y avanzó escaleras arriba dispuesto a la conquista. El caballero de Leo lo miró con envidia; conocía la emoción de visitar al amado y la dicha de tenerlo entre los brazos. Pero también la desesperación de verlo una y otra vez tropezando contra otro hombre que, lejos de entenderlo, lo había envenenado, robándole hasta el último de sus pensamientos. Esa era, quizás, la diferencia entre Aioria y Milo: a pesar del dolor y de las dificultades, el león buscaba soluciones, en vez de sumergirse en una espiral de preguntas sin respuesta y de desear matar y morir sobre los cuerpos de los desconocidos que habían pasado por su vida de puntillas, sin dejar huella.

Cruzó el Templo en dirección a la cocina, donde preparó un desayuno ligero que fue engullendo mientras preparaba una bandeja con el de Milo. Comer era uno de sus placeres culpables; dio gracias a la diosa por no haber perdido el apetito.

“Allá voy. Atenea, concédeme paciencia para no romperle los dientes”.

Abrió la puerta y dejó la bandeja sobre la mesita. Apartó la cortina y dejó que unos pocos rayos de sol calentaran el suelo y parte de la cama. Milo tenía el rostro arrebolado y sudoroso a causa de la fiebre, el ceño ligeramente fruncido y la boca entreabierta. Aioria no quería, o más bien, no debía mirarlo porque sabía que el influjo de la maldita belleza del espartano lo dejaría desarmado, como el héroe Teseo ante el rey Minos, sin importarle la maza del minotauro que habitaba en el Laberinto donde se iba a adentrar.

—Milo…

Susurró su nombre como si fuera pecado, mientras estudiaba el entablillado de los dedos y las erosiones en sus falanges. No quería contemplar su boca, porque el recuerdo del calor de su lengua entre las piernas le calcinaban las entrañas. El muy cabrón se había desfogado antes de irse a la Isla de Andrómeda, en uno de los mejores polvos de su vida, y ambos se juramentaron para la batalla que estaba a punto de desencadenarse. Estaban vivos, eso era cierto, pero mientras Aioria se sentía aliviado por conocer la heroicidad de Aiolos, Milo…

—¿Milo?

Le acarició la frente, retirándole el flequillo rebelde. Ardía, producto de la mezcla de veneno y la inactividad de los días anteriores. En un instante, diseñó un plan de entrenamiento que rebajaría el nivel de veneno en sangre del Escorpión. Le obligaría a hacer ejercicio, como antaño: grecorromana y carrera campestre. Regularía su cantidad de cigarrillos, y también las visitas vespertinas. Telémaco podría hacer ese guiso de ave que tanto les gustaba. Se descubrió sonriendo como un tonto, y deseando probar sus labios una vez más.

“No debo. Ya sé a lo que me conduce. Tengo que ser fuerte…”.

Pero el felino ganó la partida al hombre y encajó su boca sobre la de su compañero, en un beso lleno de ternura. Pensaba paladearlo mientras Milo dormía, pero cuál fue su sorpresa cuando el espartano correspondió a la caricia de su lengua con un movimiento ávido y lleno de sensualidad.

—Cam…

Aioria se separó, atónito. ¿Cam…? Sí. Sabía a quién estaba llamando y comprendió la locura que invadió a Heracles cuando asesinó a toda su familia. Quería romperle la cara y darse de cabezazos contra una pared, por idiota. Estiró la mano y agarró la de Milo para apretar los dedos heridos, con la fuerza suficiente como para despertarlo aunque estuviera bajo mil hechizos diabólicos. El escorpión se combó de dolor, abrió los ojos de forma súbita y lo miró, mientras balbuceaba palabras entrecortadas con las que se refería a la vida licenciosa de la madre del ateniense.

—Creí que tendría que sacudirte otro buen par de hostias —gruñó el león.

La cara de Milo era como un libro abierto para el caballero de Leo. Tensa, asustada, trataba de saber cómo y cuándo había llegado hasta allí y como escabullirse de la más que proverbial bronca. Al apoyar las manos para incorporarse, aulló de dolor y su rostro volvió a mostrar su habitual mueca de soberbia.

—¿Se… puede saber qué me has hecho?

—¿Yo? Nada, en realidad. Bueno, sí —le contestó el ateniense—. Sacarte del Templito de las Vestales, donde estabas dando un espectáculo digno de Andrómaca, una de esas chifladas que tanto te gustan.

El espartano desvió la mirada y apretó los dientes. Aioria sabía que la batalla dialéctica no había hecho más que comenzar.

—Tengo los dedos rotos.

—¡Efectivamente! —dijo, alzando la voz. Pensaba dejarle los oídos aturdidos, ya que sabía que detestaba que le gritaran—. En concreto, las falanges medias del meñique y del anular y la proximal del corazón —le radió como si fuera un partido de fútbol—. Las tienes hechas mierda.

—Me duele de cojones.

—Oh, y yo que creía que me ibas a decir que estás bien, que lo tienes todo bajo control… —chasqueó la lengua—. Lástima.

Lejos de callarse, Milo elevó el mentón en esa conocida pose suya y se encaró con Aioria. Era algo con lo que el león ya contaba.

—Pues ya podías haber usado el Fluido.

—Podía, bien dicho, pero no me salió de los huevos. ¿Qué te parece?

Le iba a hacer pagar el haberle confundido con el francés. El maldito Culo Helado.

—Te entablillé porque tenías los dedos del revés, y ni mi Fluido es capaz de reparar un traumatismo de ese estilo. Vas a tener que hacerte una radiografía y pedir ayuda especializada.
—Estaba todo bajo control —replicó el Escorpión—. No hacía falta que intervinieras.

“Míralo. Genio y figura”.

—¿Bajo control? —Aioria sintió cómo se le crispaban hasta los pelos de la nuca—. ¡No me jodas, Milo! No sé si eres gilipollas o masoquista, pero te voy a decir algo: un tío que se cae sobre su propia mano y se parte los dedos no parece que lo tenga todo bajo control.

—¡Estás exagerando, joder! —gruñó el espartano, rehuyendo la mirada del león—. Tropecé.

—Contra Ganímedes. Por supuesto, ¿contra qué, si no?. Anda y que te den por culo.

Se levantó como una flecha y llegó a la puerta de dos zancadas.

—¿A dónde vas? —preguntó Milo, con el miedo atenazándole la voz.

—A buscar a Aristarco.

—No —contestó raudo y cortante—. A Aristarco no.

—Es el mejor traumatólogo del Santuario —replicó Aioria, desde la puerta.

—Es… era el médico personal del Patriarca. De Saga —se corrigió—. De… ya no sé cómo llamarlo. Yo…

—Si no te curas esa mano, no podrás invocar la Aguja. Hazme caso por una vez en tu puta vida, Milo.

Tomó asiento de nuevo y le acercó el desayuno. Milo arrugó la nariz y lo apartó con suavidad. Sabía cómo rechazar una invitación sin que el anfitrión sintiera ganas de sacarlo a patadas del templo. Luego, se miró la mano de soslayo, pensativo. Aioria podía imaginarse los engranajes dentados de su cerebro rodar unos sobre los otros, buscando cómo escabullirse de la conversación sin herir su ego.

“Pues esta vez no te vas a salir con la tuya”.

—Quiero que me expliques cómo cojones terminaste en Acuario.

El Escorpión estiró la mano sana y tomó un bollo. ¿Le había entrado el hambre de repente? En el fondo, a Aioria le encantaba observarle. Era un genio de la improvisación.

—Estaba aburrido y me pareció una buena idea ir hasta allí.

—¿Buena idea? —preguntó—. No. ¡Fue una idea magnífica! — se encaró con él, sin darle tregua—. Esperaste a que Ino se marchara y decidiste subir, peldaño a peldaño, hasta ese templo en concreto. ¿En qué estabas pensando? ¿En rendirle honores a un caído tras casi un mes de su entierro?

No le apartó la vista de encima; la cara de Milo era una máscara impenetrable.

—Escuché ruidos y fui a comprobar que todo estaba en orden.

Aioria sintió unas ganas enormes de darle cuatro rugidos, pero se contuvo. Esperaba una respuesta, y se la sacaría de una manera u otra.

—A los demás les parecerá una excentricidad tuya, pero yo sé lo que significaban las trenzas, el himation y la túnica. No es la ropa que sueles usar habitualmente. Además, encontré el rizo que dejaste junto a Escorpio.

—Es parte del ritual —contestó—. Los demás no me importan, pero tú eres el que debería entenderlo mejor que nadie.

—Yo realicé las exequias cuando los enterramos. A él y a los otros cinco que cayeron ese día.

—No lo entiendes, Aioria —finalizó—. No puedes entenderlo.

“Claro. Ahora me he vuelto idiota. Yo, que nunca he perdido a nadie, ¿cómo lo voy a entender?”.

—¿Qué debería entender, exactamente? ¿Qué te vestiste para ir a su Casa, juramentar por todos los putos ancestros, purificar el lugar donde cayó y luego… luego qué?. ¿Qué pensabas hacer?

Milo se apartó, arrastrándose sobre la cama para apoyarse contra la pared, con cara de pocos amigos. Aioria sabía que su oído no toleraba los gritos, pero no pensaba bajar ni un decibelio. Estaba más que cansado de recibir evasivas, de no encontrarse con la verdad desnuda, sino con mentiras sobre mentiras.

—Deberíamos… dejar el tema, estoy cansado.

—Pues mira, no. Estás en mi casa, bajo mis cuidados. O me hablas de forma clara o te saco de aquí a patada limpia.

—¿Serías capaz? —lo miró de refilón, como si temiera su respuesta.

—No me tientes, Milo.

—Fui a Acuario —comenzó a relatar—, purifiqué el templo, rogué a los dioses por su descanso y al salir, tropecé con la armadura.

—Por Atenea —bufó—. Debes pensar que soy gilipollas. ¿Tropezaste? ¿No se te ha ocurrido una estupidez mayor?

Milo lo fulminó con la mirada.

—Sí, después de follármela.

—Claro, por eso te jodiste los dedos, cuando trataste de dilatarla y ella se negó. Estos putos metales…

—Vete a la mierda.

—¡No, a la mierda te vas a ir tú! —le gritó, enfurecido—. ¿Pero quién cojones te crees que eres? ¡Nos van a acuartelar de un momento a otro, imbécil! —lo señaló con el dedo—. ¡Los críos han sido licenciados y de nosotros sólo quedamos seis! ¿Quieres que sólo queden cinco? ¿Eso quieres?

Milo cargó el puño sano pero Aioria fue más rápido y le agarró la mano entablillada, aprisionando los dedos hasta el umbral del dolor. Un aullido desgarrado y una sarta de juramentos en griego clásico retumbaron en el dormitorio.

—Ya no puedo seguir mirando a otro lado —el ateniense estaba más que harto de la situación y se reflejó en su voz, cansada—. Tienes que tomar una decisión y necesito que lo hagas ahora.

Milo se levantó de la cama y se dispuso a vestirse. Aioria lo agarró del brazo y tiró de él, sentándolo a la fuerza. El espartano trató de zafarse, sin resultados.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Qué estoy hecho mierda? —reconoció, por fin— ¡pues sí, lo estoy, joder! ¡No consigo dormir, no tengo ganas de comer!

—Es parte del duelo, no lo comparto pero lo entiendo —contestó Aioria entre jadeos. Bordeó la cama y le puso la mano en el hombro; Milo no quería mirarlo a los ojos, así que volvió a forcejear, pero la debilidad hizo mella en sus movimientos y terminó claudicando.

—No quiero dejarlo ir, Aioria. —El espartano apretó el puño, ahogando la sábana entre los dedos sanos—. No quiero… dejarlo ir.

“No, Milo. No te hagas esto. Por favor”.

—Tienes que asumir que él está muerto —le replicó, sin molestarse en ocultar su dolor—. ¡Y que yo estoy vivo, joder!

No supo quién de los dos invadió el espacio del otro, ya que lo único que le importaba era cobijar a Milo entre sus brazos y calmar aquella creciente ansia de gritar que se expandía como un incendio incontrolado. Hundió los dedos en la melena del espartano, que tanto le había impresionado la primera vez que lo vio, y la recorrió ansioso, egoísta. Ya no tenía la suavidad de antaño, la pubertad quedaba ya muy lejos, pero aún así le seguía gustando tanto como el primer día. El cuerpo del Escorpión estaba hecho para ser besado en cada recoveco, en cada pliegue, en cada rincón. Para deleitarse con su piel tersa y rara vez cubierta de cicatrices. El veneno le confería esa característica, una juventud y lozanía casi imperecedera.

Lo apretó contra su pecho y olfateó el aroma amargo de su pena.

“Ni siquiera puedo ayudarte”.

—Me siento desfondado —confesó.

Retiró las manos con desgana, no le habría importado quedarse pegado a él todo el día, pero no habría sido buena idea. El contacto inicial daría paso a los besos, y de ahí a la cama sólo distaba un suspiro. Lo deseaba, lo notaba en las entrañas, desde la boca del estómago hasta la entrepierna, pero no pensaba ceder. El sexo no le conducía a Milo, sino a su oscuridad, y no quería terminar engullido por ella. Ya no.

—Necesitas tomar las riendas.

Los ojos de Milo revelaron por vez primera un brillo febril, producto de la marea mental que llevaba padeciendo desde la marcha de Camus. Asintió sin convencimiento, tomó aire y carraspeó.

—Lo que necesito es una respuesta.

—¿Cuál? —preguntó el ateniense.

—Quiero saber el por qué.

—Por los dioses, Milo —bufó el león.

—Si no consigo esa repuesta, no podré pasar página, Aioria. Necesito saber qué lo impulsó a hacer lo que hizo. Joder, ¿para esto vino a verme antes de la batalla? ¿Para caer ante Hyoga y dejarme un discípulo que ni siquiera he pedido? ¿Para…?

Sus lágrimas lo desarmaron, y lo obligó a callarse de la única forma que sabía, ignorando el espacio que había entre los dos y llenándolo con su calor y con su luz. Milo se le escapaba entre los dedos y necesitaba recuperarlo costase lo que costase. Lo dejó llorar un instante mientras él le besaba la frente herida y le inyectaba el Fluido con cada toque, con cada caricia. Deseaba besarlo más que nada en el mundo, pero se contuvo; ya no por él, sino por el propio Milo, que parecía tan perdido como un chiquillo recién destetado.

—Te juro que lo he intentado —continuó el Escorpión, con el rostro devastado y los ojos enrojecidos—, pero no tengo ganas de hacer nada. Ni entrenar. Ni comer. Ni follar.

El león lo miró con tristeza. Era la primera vez que su compañero reconocía su estado real, y le partía el corazón no saber cómo ayudarlo.

—Yo estuve así durante una temporada —reconoció, aunque el caballero de Escorpio parecía más entretenido en tocar sus dedos entablillados que en escucharle—. La presencia de Shura era como alquitrán ardiente, sin permitirme…

—Hyoga ahora es mi discípulo putativo —replicó Milo, sin dejarle terminar la frase—. ¿Qué cojones voy a hacer con él? Menuda idea, “hazte cargo”, dijo. “por si me pasa algo”, me advirtió, mientras yo me reía. Mientras yo lo b…

“Lo besabas. Sí. Y ahora besas su lápida, en vez de fijarte en los que estamos vivos. En vez de fijarte en mí. Pues sigue besándolo, Milo. Sigue besándolo”.

El ateniense utilizó la ventana como excusa para poner tierra entre Milo y él. El viento traía risas y voces; aprendices que entrenaban despreocupados pero que pronto conocerían el dolor y el sufrimiento. Se apoyó contra el alféizar y lo miró con detenimiento. El espartano se incorporó y suspiró, perdido en sus pensamientos, buscando algo que el león no alcanzaba a comprender. La pubertad y los sueños que imaginaron hacía tantos años se quedaron atrás, muy lejos, y Aioria ya no creía en nada que saliera de la boca de su antiguo amigo. No había lugar para él en ese barco.

—Quédate en Leo —le dijo, sin energías—. Mientras estemos de retén, no habrá problema en que duermas aquí, pero ya sabes lo que significa un acuartelamiento. Si quieres llamar a Hyoga, visitar el Camposanto, o gritarle a la luna, no te voy a detener. Ya no voy a insistir en que tomes una decisión —su voz se volvió firme y grave, como un rugido controlado—. Si quieres dedicarte a adorar muertos, no habrá mucha diferencia entre Hyoga y tú. Incluso tenéis eso en común.

—No lo entiendes, Aioria, yo…

La mirada del león calcinó el resto de la frase, ya que el Escorpión cerró la boca y no se atrevió a añadir ninguna queja más. Si el espartano quería pensar que no lo entendía y que era un cabeza hueca incapaz de comprender su dolor, es que no lo conocía en absoluto. Aioria se había puesto en su lugar miles de veces, sin recibir nada más que contestaciones estúpidas y un egoísmo tan grande como el monte Olimpo.

“Necesito… necesito, necesito…”.

Salió de Leo con el corazón en un puño, y sus pasos lo llevaron al pórtico de Sagitario, tan lleno de olores y recuerdos como siempre. Se apoyó en una de las columnas y reprimiólas ganas de llorar, hasta que sus propios sollozos le supieron a sal en la garganta. Se escondió en el antiguo cuarto de su hermano y, una vez solo, se permitió entonces derramar lágrimas por todos aquellos que el destino había arrancado de su lado. No lo hizo durante mucho tiempo, ya que el brillo de la saeta del Centauro excitó su curiosidad felina y lo sacó de su tristeza; Aiolos velaba por él, lo sabía, siempre lo había sabido, como también lo hacía con Seiya y con todos aquellos seres de fuego que, como el propio Aioria, se alimentaban de luz. Se levantó y se dirigió hacia la armadura, para rendirle homenaje. Tenía aún mucho que hacer: un amigo al que ayudar, una guerra que librar. Una diosa a la que proteger.

—Efjaristó, athelfos.

El totem vibró y chisporroteó ante la presencia de uno de sus más preciados visitantes, y la flecha lanzó destellos dorados al alimentarse del aura del caballero de la Quinta Casa. Aioria se giró y caminó hacia la puerta, ajeno al remolino cósmico que se estaba formando a los pies del pedestal. Las partículas, excitadas por los restos cósmicos que aún impregnaban las paredes y el suelo de Sagitario, se habían avivado gracias a la presencia siempre poderosa del caballero de Leo. Lentamente, se materializaron para formar la silueta de un hombre alto y fornido, únicamente vestido con una cinta roja que, atada alrededor de su cabeza, contenía una marea de rizos oscuros. La imagen se volvió completamente real cuando el ateniense desapareció escaleras abajo, como solía ocurrir en cada una de sus visitas, y movió los labios en una plegaria tan pecaminosa como tierna.

—S’agapó, koutavi.

Las antorchas se apagaron, pero las palabras flotaron en el ambiente. Aioria se giró y sonrió. Sabía que su hermano velaba por él.

Lo que no imaginaba es que lo hacía de una forma tan cercana.


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