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Hyacinthe por Marquesa de Sade

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Notas del capitulo:

Han pasado unos cuantos años desde que publiqué la introducción de este fic, ¿verdad? Bueno, para aquellos que milagrosamente estén aún por aquí y para los que recién me conozcan, les traigo, finalmente, el primer capítulo. Espero sea de su agrado, y también espero encontrar pronto la inspiración para terminar el segundo.

Parte Primera

Pocas veces se habían juntado corazones tan negros en un atardecer parisién, alrededor de una mesa tan abundante y rodeada de tan exagerados lujos. Pocas veces, pues no era la primera en la que estos amigos celebraban en común unión los vicios más desmesurados, los placeres más moralmente reprobables, sin una pizca de vergüenza. Pues la vergüenza, clamaban, no era más que una incuestionable manifestación de debilidad, un defecto de aquellas mentes pusilánimes que poco se levantaban frente a las estúpidas imposiciones morales de la vida en sociedad.

Allí estaban, entonces, reunidos estos villanos. Vestidos, maquillados, emperifollados, siempre dispuestos a llenarse los estómagos, a emborracharse y a filosofar acerca de cómo legitimar sus acciones y pensamientos libertinos y, por supuesto, deseosos de ponerlos en práctica cuanto antes. A la cabeza se ubicaba, como siempre, su anfitriona, entrada ya en numerosos años pero no por eso entregada con menos entusiasmo a la tarea a la que se había dedicado toda su vida. Dante aseguraba haber seguido su inclinación pérfida desde la cuna.

Los sentidos de estos libertinos eran, como si fuera poco, endulzados por el canto de una hermosísima jovencita que, desnuda como Dios la había traído al mundo, interpretaba la pieza de una ópera a la moda. Sus pequeñas costillas se separaban y se volvían a unir debajo de una piel pálida a medida que el aire entraba a sus pulmones y era nuevamente expulsado, disfrazado de nota. Sus verdes ojitos se abrían poco, quizá inhibidos por las miradas que continuamente recibía el atractivo cuerpo que los contenía. Pero el exótico espectáculo nunca llegó a buen puerto: en el preciso momento en que la talentosa muchacha sostenía su voz en una nota agudísima, una copa de cristal se estrelló contra su rostro, provocando que el silencio se instaurase durante un instante en el comedor. Los invitados continuaron callados mientras la cantante se arrojaba al suelo y se llevaba ambas manos a la cara, lanzando un grito de dolor. La sangre se derramaba por entre sus dedos largos y delicados.

—Detesto y siempre detestaré aquello que pretenda ser perfecto—comenzó a decir el responsable de semejante atrocidad, poniéndose de pie—, pues no hay nada más aburrido y repugnante que la perfección.

Lentamente se acercó a la muchacha, quien yacía de rodillas en el suelo sollozando por sus heridas, le tomó la barbilla y agregó: —Ahora esto se va pareciendo a algo que podría llegar a ser de nuestro agrado.

El perpetrador la escrutó con la mirada y sonrió con malicia. Los presentes se levantaron de sus asientos y aplaudieron, encantados. Pero Dante no se movió. Ella simplemente observaba a su hijo con orgullo.

Una vez que los lamentos se perdieron en la gran ovación que siguió, la joven cantante, incapaz ahora de abrir los ojos, sintió cómo su agresor la arrojaba violentamente al suelo y dejaba caer todo su peso sobre sus indefensas costillas. Aunque pedía ayuda a gritos, era evidente que nadie la socorrería. Ninguno de los pequeños e insignificantes pecados que había cometido en su vida la hacía merecedora de convertirse en víctima de Envie, cuyas fechorías no alcanzaban en número a las de su madre, la directora, simplemente por falta de edad. Este la obligó a descubrirse el rostro para confirmar que la sangre brotaba de su ojo derecho, en donde varios trozos de cristal se habían incrustado. Su deseo se encontraba ya demasiado inflamado. Sin pensárselo dos veces, tomó un pequeño cuchillo que llevaba en el bolsillo de su frac color malva y, separando los párpados del ojo herido, extrajo de dos simples movimientos el globo ocular. La muchacha profirió un aullido espantoso, sufrió de un temblor casi convulsivo y, finalmente, quedó inconsciente. De inmediato, luego de que Envie se levantara, dos sirvientes entraron para llevarse el cuerpo inerte.

Nuevamente, el entusiasmo de los invitados se demostró cuando todos golpearon sus palmas y dejaron escapar sus expresiones de admiración. Dante, hasta el momento tranquila y en silencio, se puso de pie y propuso un brindis. Las arrugas de su rostro se profundizaron en el momento en que acentuó su sonrisa y dijo: —Por nosotros, y por los pecados que cometeremos esta larga noche.

À la tienne! —respondieron todos, desbordando enardecimiento.

Y la vieja no mentía, pues era esa misma velada que se celebraría "el festín de esclavos", como ellos lo llamaban. Se trataba, ni más ni menos, de una subasta de desafortunados cautivos cuyas almas estaban destinadas a partir hacia Dios al amanecer, no sin antes haber cumplido con todos los caprichos que sus compradores maquinaran. Era normal que las víctimas de aquella espantosa carnicería fueran parientes o tuviesen relación cercana con alguno de los libertinos, cosa que inflamaba aún más el entusiasmo. Por decirlo de otra forma, en una sola noche mataban dos pájaros de un tiro: abusar de una persona inocente sin límites, y deshacerse de aquel cuya existencia por algún motivo los fastidiaba.

A las diez en punto, sonaron las campanadas y se abrió la puerta del salón principal. Sirvientes fornidos y de expresión seca entraron arrastrando una cadena larga que unía las muñecas inmovilizadas de doce personas apenas vestidas con trapos en sus partes íntimas. Las expresiones de sus rostros no conformaban una gama demasiado amplia: furia, desesperación, confusión, terror. Sus edades, en cambio, sí eran variadas: desde los tiernos once años hasta entrados los setenta. La anfitriona se puso de pie, indicándoles a los demás comensales que la siguieran.

—Espero que hoy se sientan adinerados, señores. Esta noche, la selección es exquisita —aseguró, acariciando con las manos arrugadas la tela brillosa de su falda.

Envie tomó su cartera y corroboró el cúmulo de monedas, solo por si acaso. Ya le había echado el ojo a uno de los esclavos, al más jovencito, el niño de baja estatura, el de cabello de oro pálido, el que bajaba el rostro y apretaba los puños con fuerza. Pensó que le saldría caro, pues era hermoso.

Continuará...


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