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Better Days por midhiel

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El personaje de Sherlock Holmes pertenece a Sir Arthur Conan Doyle, mientras que los derechos de la serie de la BBC pertenecen a Steven Moffat y a Mark Gatiss. Sin embargo, el Sherlock de carne y hueso pertenece exclusivamente a John H. Watson.

Los personajes del Señor de los Anillos pertenecen al maestro J. K. R. Tolkien, aunque Aragorn es exclusivo de Legolas y viceversa.

Y Piratas del Caribe es de Disney. Pero el Capitán Jack Sparrow es de Will Turner y viceversa.

Hechas las aclaraciones, repito que no se recibe ningún crédito por esto.

La canción que le da nombre al título es de Eddie Vedder.

El fic va dedicado a una amiga que adora estos tres fandoms, y que me leyó y corrigió muchas veces, Prince Legolas. Hannon le, mellon nín.

Ahora sí, con ustedes, el capítulo.

Better Days

Capítulo Veintidós: Finalmente Juntos

Desde hacía varias semanas, Aragorn tenía informes de que un grupo reducido de orcos se refugiaba en una guarida al oeste de los campos de Pelennor. Se trataba de una porción de un bosque, que había quedado reducida a cenizas a causa de un incendio durante la guerra. Los troncos amontonados y calcinados habían formado una cueva precaria. Un grupo de orcos que había sobrevivido a la batalla, había cavado la tierra dentro del refugio y convirtió el montículo en el acceso a un pozo profundo debajo de los troncos.

La zona árida a causa del incendio había vuelto el lugar inhabitable y aunque uno de los proyectos pendientes del rey era enviar soldados para aniquilar a los orcos, decidió, tras el robo del pergamino, tomar cartas en el asunto y acompañar a Sherlock.

El viaje a caballo duraba una semana entera. Cabalgaban diariamente desde el amanecer haciendo un breve intervalo para almorzar, y seguían hasta que la noche cayera. Para no perder tiempo, no se hospedaban en posadas sino que dormían a la intemperie. Hacían dos turnos por noche para vigilar el campamento: Legolas y William, y Aragorn con Jack y Sherlock.

La última noche que al trío le tocó montar guardia ya en las inmediaciones del trecho del bosque consumido por el incendio, Jack abrió su morral y sacó una botella de ron. Sherlock sintió nauseas al recordar la fatídica noche de borrachera en el Pearl. Aragorn, que estaba puliendo a Andúril, alzó una ceja reservándose el regaño.

-Vamos, compañero – invitó Jack, pasándole la botella a su concuñado con una sonrisita cómplice -. Traje otra más pero me la bajé la segunda mañana. A ésta la quiero compartir contigo. Contigo no, Sher, que tu estómago delicado no resiste ni una gotita – el detective dio un respingo con desprecio -. Vamos, Aragorn, cuñado. Legolas está durmiendo, o al menos dormita como hacen los elfos. No se enterará de nada.

Aragorn vaciló. Una sola vez había probado el ron y le había gustado. Era más ardiente y picante que el vino de Rhovanion y cuando lo bebió, perdió el uso de los sentidos. Pero como recordaba claramente que le había gustado, terminó por aceptar la botella y bebió un sorbo.

Sherlock se indignó porque se suponía que los tres juntos estaban vigilando el campamento y si esos dos terminaban borrachos, tendría que montar guardia él solo. Se levantó y estirándose la túnica elegantemente, se alejó de la fogata.

-¿Apenas un traguito, Aragorn? – oyó la protesta de Jack a sus espaldas -. ¡Vamos, compañero! Te aseguro que Legolas duerme como un bebé y no se enterará de nada, ¿savvy?

Sherlock volteó para observar al dúo a la luz de las llamas. Aragorn se negaba a aceptar más ron y se había acomodado de costado a la hoguera para continuar puliendo su espada. Jack miró hacia el rincón del detective y sin reparar en su ausencia, comenzó a beber desaforadamente.

-Pirata – murmuró Sherlock despectivo y se internó en el bosque.

Había luna llena y el paisaje estaba iluminado. Unos cuantos árboles y algunos arbustos formaban un camino serpenteante que guiaba hacia un riachuelo. Sherlock sintió sed y se acercó a beber. En la otra orilla pudo vislumbrar la porción del bosque consumida a cenizas con los esqueletos de los árboles balanceándose como juncos fantasmales y el suelo seco y pedregoso.

Cuando se inclinaba a beber, el detective encontró un bulto a pocos metros, que desprendía un olor putrefacto. Podía tratarse de un animal, o quizás había hallado un cadáver.

Se aproximó con curiosidad, maldiciendo no haber traído una linterna, y quitó su lupa rectangular de su morral. La luz de la luna dio de lleno en el cuerpo y Sherlock advirtió que estaba desgarrado. Le faltaban tres miembros y apenas conservaba la mitad de una pierna. Le faltaba un pedazo de carne en el costado derecho, a la altura de las costillas, como si se lo hubiesen arrancado con garras. Sherlock observó a través de la lente. Sobre la ropa roída y sucia, descubrió el emblema del Árbol de Gondor. Se trataba de un soldado. Juntó algunas hojas caídas y amontonándolas a modo de manopla para no tener contacto con el cadáver pútrido, le arrancó un mechón de cabello.

-Theerin – murmuró, estudiando la greña a la luz de la luna -. Así que aquí fue el lugar de la entrega.

Brincó y miró hacia los costados con aprensión. El riachuelo parecía tranquilo. Giró sobre sus talones y captó un leve temblor en los arbustos.

Con sigilo, desenvainó la daga que Legolas le había entregado y descubrió que la hoja centellaba con un fulgor azul.

-Orcos – musitó.

Oyó un chillido escalofriante detrás de los arbustos y dos criaturas deformes, verduscas y sucias brincaron esgrimiendo cimitarras.

Sherlock se puso en alerta.

De pronto, Aragorn emergió de la oscuridad blandiendo la espada y con dos sablazos despedazó a una y otra bestia.

Sherlock quedó admirado.

El rey se volvió hacia él, jadeante y con el rostro salpicado con sangre negra.

-Orcos, Sherlock. Estamos muy cerca de su guarida.

-Aquí fue el lugar de la entrega – informó el detective, indicándole el cadáver del guardia -. Esto es lo que dejaron de Theerin. Pareciera como si lo hubiesen desgarrado para comérselo.

Aragorn se acercó al cuerpo limpiando la hoja de Andúril.

-Los orcos comen carne humana.

Sherlock hizo un gesto de repugnancia y quiso guardar las manos en los bolsillos. Pero una vez más comprobó que no llevaba su saco.

-Volvamos al campamento – decidió el rey -. Jack no nos servirá esta noche. Cuando lo dejé ya estaba roncando.

Sherlock observó el cadáver. No quedaba más por leer en él, sólo una expresión de horror, que lo hizo razonar lo violenta y dolorosa que debió haber sido su muerte.

-Volvamos – aceptó finalmente y rey y detective regresaron a calentarse para la luz de la hoguera.

……….

Con un aleteo suave y elegante, Minai aterrizó en un claro oculto en las inmediaciones del bosque de Lothlórien. John descendió de un salto y ayudó a Arwen tendiéndole la mano.

La joven se acomodó los pliegos del vestido y le sonrió.

-Ve a buscar a Sherlock, John.

-Cuídate, Arwen – la abrazó cariñosamente -. Y cuida de tu bebé. Tienes en él y en Haldir un tesoro que vale más que todo el mithril de Arda.

La elfa asintió. Una vez que abriera su corazón, había comprobado cuánta razón John tenía al aconsejarle seguir adelante con el embarazo.

-¿Para qué llevas dos arcos? – cuestionó, curiosa.

John suspiró.

-Conociendo a Sherlock como lo conozco, sé que es capaz de haber salido a buscar el pergamino sin un arma. O quizás tenga a mano alguna daga, que no le sirva para un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con varios orcos.

-¿Es un tanto descuidado? – preguntó la joven.

John montó el águila, acomodándose los arcos que colgaban de su hombro derecho.

-Si vieras cómo se saltea las comidas. A veces come a deshora cualquier cosa, o de plano se queda sin comer. Puede pasarse un día entero sin dormir y después duerme dos días seguidos. Es un niño – sonrió -. Es mi niño.

Arwen le devolvió la sonrisa, enternecida. El elfo acarició el cuello del ave para ordenarle que se elevara.

La joven retrocedió para hacerle espacio. Minai sacudió las alas y ascendió velozmente.

………

Mientras que el águila planeaba sobre el paisaje desértico, John escudriñaba con su visión élfica el montículo de troncos carbonizados y barro debajo del cual los orcos habían cavado su pozo.

La noche caía y los rayos de Anar se iban apagando en el horizonte. A una corta distancia, el elfo divisó la silueta esbelta de un hombre alto, que corría sigilosamente hacia la guarida, refugiándose en las rocas y troncos aledaños. John sintió un vuelco en el corazón. Era su Sherlock.

Estaba vestido con una túnica azul ceñida en la cintura por un lazo negro. Con los rulos oscuros enmarañados y la tez tan clara como Ithil, se veía apuesto como siempre.

-Sherlock – John murmuró feliz y enseguida entendió qué estaba buscando -. No me digas que estás por entrar solo a la cueva. ¡Sherlock! Los orcos te cenarán vivo. ¿Cómo puedes tener la cabeza tan dura? ¿Y dónde están Aragorn, Legolas, William y Jack? – suspiró resignado -. Entiendo: los convenciste que tenías un plan. ¡Eres incorregible! No me queda más que bajar a ayudarte yo mismo. ¿Por dónde podré entrar? ¡Ahí! Ahí, junto a aquella roca, veo un hueco. Vamos, Minai. Necesito entrar en ese montículo.

Y con otra caricia al ave y murmullos en quenya, le pidió que aterrizara.

Sherlock Holmes era incorregible y John no podía dudar de cuánto lo amaba.

…….

Refugiado detrás de la roca del pozo, Sherlock oteó con su mirada de águila. El pergamino enrollado estaba confinado en un rincón. Los rayos de la luna o Ithil, como Legolas la llamaba, se filtraban a través de los troncos, inundando la tenebrosa cueva con su luz de plata. También contó cuarenta y ocho orcos armados, fraccionados en grupos de cuatro, que vigilaban y discutían entre ellos.

El detective sabía que eran criaturas de pocas luces pero el número era demasiado elevado para decidirse a atacar solo. ¿Qué le convenía? ¿Salir nuevamente para buscar a sus amigos? Eso le haría perder varias horas y tiempo no era lo que le sobraba. Si atacaba solo, podría fácilmente vencer a una docena, ya que los orcos tenían movimientos torpes y su mente obtusa no conocía los conceptos de estrategia o “coordinación en grupo”. Pero eran muchos para un solo guerrero. Además él no era un guerrero. Era el único detective consultor del mundo. John había sido soldado, no él.

Y como si su razonamiento se corporizara, oyó una voz amorosamente familiar a sus espaldas:

-Suerte para ti que me mantuve activo estos tres años. Aprendí nuevas técnicas de combate, afilé mi puntería y tengo, entre otras habilidades, la destreza y el reflejo de los elfos.

Sherlock volteó como partido por un rayo. Esa voz, esa amada voz.

-John – murmuró y su quijada terminó en el suelo.

A pocos metros, agazapado como él, estaba su John. Igualito a como lo recordaba. Su cabello rubio, sus ojos azul oscuro que nunca dejaron de mirarlo con devoción; su boca y su mentón, que Will había heredado. Su cuerpo atlético, su sonrisa. Era su John.

-¿Qué haces aquí? – preguntó Sherlock, mientras las palabras le patinaron de la emoción.

-Me dejaron salir.

El detective alzó una ceja incrédulo.

-Pensé que para eso había venido yo a buscarte.

-Está bien – rió John -. No me dejaron salir. Yo me escapé.

-¿Te escapaste de la torre de Mandos? – exclamó Sherlock y su esposo le hizo una seña para que bajara la voz -. ¿En sus narices? – murmuró.

-Respingadas narices, Sherlock – rió de cuenta nueva.

Sherlock rió también e inmediatamente observaron precavidos a los orcos. Las torpes bestias seguían merodeando la zona o discutiendo entre ellos, ajenos a su presencia.

John no resistió más y se le echó encima. El detective bajó la guardia y lo abrazó y besó, llorando como no lo había hecho desde la noche en que lo había perdido. John buscó urgentemente su boca y se apretó a él para sentir su calor. Sherlock dejó que su nariz se deslizara por su piel para saborear el inolvidable aroma a menta, tan particular en su esposo.

-Aquí estás – susurró Sherlock, abrazándolo con fuerza -. Te amo. Tan pocas veces te lo dije cuando estábamos juntos, John. Te amo. Te amo demasiado.

John se separó apenas para mirarlo a la cara. Los dos estaban llorando y las lágrimas le dificultaban la visión.

-Tu piel – observó el detective, atónito -. Brilla como la de Legolas – le observó las orejas -. Son picudas como las de los elfos. ¿Qué te ha sucedido?

-Soy un elfo, Sherlock – sonrió su esposo.

Sherlock parpadeó incrédulo. Bueno, con todo lo que le había pasado no entendía por qué se seguía sorprendiendo.

-¿Eres un elfo? – repitió -. ¿Ellos te convirtieron en elfo? ¿Mandos y su gente?

John sacudió la cabeza.

-Como te conté en la carta, me otorgaron un cuerpo nuevo. Me convirtieron en elfo porque llevo sangre élfica, Sherlock. Desciendo del Rey Thranduil, una de las ramas más nobles de este mundo.

–William Turner me lo contó – recordó el detective -. Desciendes de Legolas y Aragorn, ¿cierto?

-No de Legolas precisamente.

-¿Entonces? – Sherlock razonó rápidamente. Si su esposo descendía del Rey Thranduil y éste había tenido sólo dos hijos, el linaje debía correr por el lado de uno o del otro. Si John no descendía de Legolas, en ese caso, el otro hijo del rey era ¿William Turner? Que estaba casado y tenía el don de concebir un hijo de . . . -. ¡Por favor, no me digas que tienes la sangre de ese patán de Jack Sparrow!

-Sherlock, baja la voz.

Sherlock miró furioso en dirección a los orcos. Por él, que se le arrojaran los cuarenta y ocho encima. Su John, su perfecto John le debía la vida a ese pirata. ¡Tenía la sangre de ese ser insufrible, vanidoso, excéntrico, locuaz, falto de modales! Pero también devoto, valiente, fiel, astuto y emprendedor. Y si su marido llevaba sus genes, su hijo, John William, también. . . ¡No! Por primera vez en su vida, no quiso seguir razonando.

-Tengo una idea para enfrentarlos, Sherlock – propuso John -. Aquí tengo flechas y dos arcos – alzó una bolsa de cuero que tenía junto a él -. Tienes buena puntería.

-Me manejo mejor con una daga – respondió el detective, indicando el arma que colgaba de su cinturón -. ¿Recuerdas el caso del diamante de Jaria cuando me defendí del sicario con mis puñetazos y una daga?

-Mejor probemos con flechas – decidió el elfo y oteó la zona -. Son demasiados para que te lances con una daga y con tus puñetazos.

-Veinticuatro flechazos tuyos y veinticuatro míos – contabilizó Sherlock -. Al menos que yo use mi daga, le quite la cimitarra a alguno, y baje una docena con un arco y la otra con la cimitarra.

-¿Y por qué serán ustedes dos los únicos que tendrán diversión? – oyeron a Legolas a sus espaldas.

Ambos esposos voltearon. No sólo se acercaba el príncipe elfo, sino que detrás lo seguían Aragorn, Will Turner y Jack Sparrow.

-¡John! – exclamó Jack feliz pero calló al ver los cinco pares de ojos clavados en él de manera admonitoria.

Legolas y William abrazaron al elfo, mientras que Aragorn le estrechó la mano con una sonrisa.

-Hechas las presentaciones, éste es el plan – interrumpió Sherlock, yendo directo al grano -. Un grupo ataca a los orcos cuerpo a cuerpo, mientras que otro grupo les dispara desde aquí y cubre a sus compañeros. ¿Quién tiene buena puntería? Legolas y tú, John. Yo cuento con mi daga para lanzarme sobre estos engendros.

-No te defenderás con una daga, Sherlock – decidió John. Sus amigos quedaron sorprendidos de su tono autoritario y de la inesperada mirada de obediencia de Sherlock -. Toma este arco y aquí tengo las flechas.

-Ja – sonrió Jack e iba a burlarse del detective si su matelot no le pellizcaba antes.

Con su autoridad de rey, Aragorn dispuso los puestos.

-Jack, Auril y yo brincaremos sobre las bestias y trataremos de reunirlas en tres grupos – los piratas asintieron -. John, Legolas y Sherlock permanecerán aquí cubriéndonos.

-De acuerdo – respondieron ambos elfos.

Sherlock asintió y comenzó a quitar algunas flechas del carcaj.

Entre los seis intercambiaron miradas y al grito de Aragorn de ¡Adelante!, él y los piratas se lanzaron sobre las bestias.

Los orcos fueron sorprendidos y con movimientos pesados, esgrimieron sus cimitarras. Legolas y John dispararon un par de flechas antes de que Sherlock terminara de acomodar la primera en el punto de enfleche.

-Tienes que acomodarla de esta manera – trató de ayudarlo el príncipe y le mostró cómo debía hacerlo más rápido.

John rodó los ojos. Sabía cuánto su esposo detestaba que le dieran consejos. Sin embargo, quedó gratamente maravillado cuando notó que Sherlock no sólo no se enfurecía sino que seguía atentamente las indicaciones de Legolas. Eso significaba que, como Mandos lo había anticipado, su esposo había cambiado para bien.

Pero no tuvo mucho tiempo para reflexionar. Después del momento de sorpresa, los orcos se agruparon de a quince para atacar al rey y a los piratas. Los elfos y el detective se dividieron los grupos para cubrir a sus compañeros. Mientras que John se ocupaba del que atacaba a Jack y Sherlock del de William, Legolas le cubría la espalda a su esposo.

Pelearon a brazo partido y aunque los orcos los superaban en número, carecían de agilidad e inteligencia y pronto se vieron diezmados. Jack y Will se posicionaron uno pegado a la espalda del otro y lanzaban sablazos con una precisión y soltura asombrosas. Por un segundo, Sherlock imaginó a Norrington tratando de detener a ese par y admitió que su ancestro debió haberse visto en amplia desventaja.

Aragorn acabó con el último de su grupo pero antes de descender la espada, sintió que una bestia más le saltaba en la espalda.

Legolas brincó como rayo de su escondite, con las dagas gemelas en alto, y despedazó al orco. Aragorn volteó, lo besó rápidamente y se separaron para seguir en alerta.

Sherlock y John permanecieron disparando solos en el escondite. Cuando el peligro pasó, bajaron los arcos y se miraron a los ojos. La adrenalina descendió y cayeron en la cuenta de que al fin estaban juntos. Arrojaron los arcos al suelo y se abrazaron para comerse a besos. El detective murmuraba un “te amo” bajito y lo apretaba con todas sus fuerzas, mientras que el elfo le acariciaba el pelo, el cuello y el rostro.

-Estás aquí – sonrió John y depositó dos besos fogosos en los ojos de su marido.

Sherlock sintió que su masculinidad se encendía y enviando al demonio lo que pudieran opinar el rey, su príncipe y los piratas, deseó desnudarlo y amarlo allí mismo.

-¡Legolas! – el grito desesperado de Aragorn les cortó la inspiración.

En un parpadeo, John alzó el arco y preparó la flecha. Legolas yacía inconsciente, en brazos de su esposo, mientras que William estaba arrodillado a su lado y Jack clavaba la espada en un orco.

-¡No! – sollozó Aragorn, miró a la bestia agonizante y le cortó la cabeza con la espada.

John corrió hacia ellos con Sherlock detrás. Se arrodilló junto al príncipe y vio que tenía un corte en el costado. No parecía profundo pero. . .

-La hoja está envenenada – anunció Jack, olisqueando un puñal pequeño del orco que acababan de decapitar.

-Quiso atacarme cuando tomaba el pergamino – explicó Aragorn a media voz -. Legolas me defendió pero no vio el puñal hasta que se lo clavó en el costado. Si no tuviera los reflejos que tiene, se lo hubiese hincado más profundo.

John observó a Legolas. Su rostro había perdido color y sus labios comenzaban a azularse.

-Hay que sacarlo de aquí – dispuso Sherlock, volteando hacia la salida.

Destrozado, Aragorn lo cargó en brazos y emprendieron la retirada de la cueva. Afuera se dirigieron hacia la sombra de un peñasco. El rey tendió allí su capa y depositó a su esposo. Le apartó las hebras claras del rostro y le limpió el sudor con un pañuelo. William se arrodilló junto a su hermano mientras que Jack lo consolaba con caricias en la mano.

John se inclinó y le rajó la camisa para estudiarle la herida.

-Entréguenme las medicinas que tengan – ordenó en su papel de médico -. También necesito agua y paños para limpiar y vendar la herida.

Los cuatro abrieron sus morrales y le pasaron las hierbas y frascos que llevaban consigo. También las cantimploras. Jack y Aragorn se rompieron las mangas de las camisas para proporcionarle tela.

Legolas comenzó a temblar y las mejillas se le encendieron por la fiebre. El veneno lo estaba atacando. El rey se desesperó y quiso ayudar a John.

-Soy sanador. Mi padre Elrond me enseñó.

John sacudió la cabeza gravemente y con una mirada, le pidió a su esposo que lo sacara de allí.

-Ven conmigo, Aragorn – ordenó Sherlock y tomándolo del brazo, lo levantó y apartó del elfo.

-¡Legolas, no! – gimió el rey. Intentó oponer resistencia, pero el detective lo empujó con firmeza -. ¡Por favor, Legolas! ¡No!

-No hay nada que puedas hacer en este momento – le dijo Sherlock -. Deja que John lo cure.

Aragorn miró a Legolas, pálido y tembloroso, y se volvió hacia el detective.

-No puedo dejarlo.

-Créeme, lo mejor que puedes hacer es venir conmigo – le aconsejó Sherlock con suavidad -. Pasé por esto cuando mi hijo nació. Tuve que dejar a John en manos de sanadores y gracias a ellos hoy John William está vivo.

Parpadeando por las lágrimas, el rey observó una vez más a su esposo y finalmente se dejó llevar. Sherlock lo acompañó hasta la sombra de otra roca y se sentaron apoyándose en ella. Aragorn había recuperado la compostura y ahora observaba el horizonte con una mirada cargada de impotencia.

El detective recordó la vez cuando esperaba noticias de John y su bebé en la sala del hospital. Al principio había tenido esa misma mirada hasta que para no quebrarse, se dispuso a analizar a la gente que estaba alrededor hasta que la doctora Cullen se le acercó con la noticia de que Will había nacido.

Entretanto, John comenzó a trabajar sobre Legolas. El príncipe caía en un sueño soporífero. Su luz interior se estaba apagando. Sus labios se habían vuelto más azules y no dejaba de tiritar. Will se quitó la chaqueta y la enrolló debajo de la cabeza de su hermano a modo de almohada.

-Pásame el athelas, Jack – solicitó John.

Jack buscó entre las hierbas el ramillete que tenía el rótulo de “Athelas” y se lo entregó. John trozó la planta y con un chorrito de agua, formó un menjunje para apoyarlo en la herida y contrarrestar el veneno, aunque el grado de toxina parecía elevado y ya se había desperdigado con facilidad.

William comprendió la gravedad. Si el veneno llegaba hasta el corazón de su hermano, no habría salvación posible.

-¿Qué se puede hacer? – suplicó a John, desesperado.

El médico repasó mentalmente los libros de anatomía élfica que había leído durante su confinamiento en la torre. Los elfos eran criaturas especiales, con una profunda conexión con la Naturaleza y entre ellos mismos. Recordó una teoría, que no sabía si alguna vez se había comprobado o no. El pulso de Legolas se estaba apagando, no quedaba tiempo y John pensó que la única alternativa era probarla.

-William – alzó la vista para mirarlo directo a los ojos -. Legolas y tú comparten el mismo ADN – ambos piratas lo miraron extrañados. El elfo sonrió, sacudiendo la cabeza -. Disculpen. Olvida lo que dije, William. Empezaré de cero. Legolas y tú tienen la misma sangre y existe una leyenda élfica sobre dos hermanos, más bien una teoría, según la cual, si un elfo cae gravemente herido, al poseer su misma carga genética, quiero decir, su misma sangre, su hermano puede curarlo. No leí de ningún caso, pero eso no significa que sí funcione. Debes probar apoyando tus manos aquí, sobre su pecho.

-Aguarda – interrumpió Jack, que seguía confundido -. Cuando dices dos hermanos, te refieres a dos elfos. Pero Will no es un elfo, John.

-No lo es – admitió el médico -. No es un elfo en el aspecto físico, pero si tiene la gracia de concebir, como les aseguró Galadriel, significa que su herencia sigue latente. William – lo miró a los ojos -. Sé que te sientes un humano como Jack, pero se trata de Legolas, tu hermano. En este momento sólo tú puedes salvarle la vida.

William observó a Legolas. Su gemelo mantenía los ojos cerrados, señal de lo mucho que estaba sufriendo. Su fëa se apagaba quitándole la luz a su piel y sus labios se estaban poniendo violáceos. …l no se sentía elfo ni parte de Arda, sin embargo, Legolas necesitaba de su ayuda.

-Reconócete como un elfo- insistió John suavemente -. Naciste elfo y de adulto, hubo un tiempo en que te convertiste en uno. Elegiste ser un hombre pero tus genes siguen dentro de ti, William. Tienes los mismos que Legolas y debes ayudarlo.

Ni Will ni Jack entendieron qué caracoles eran los genes y la carga genética, pero el joven capitán del “Black Pearl” comprendió lo que tenía que hacer. Cerró los ojos para concentrarse y extendió las manos sobre el pecho de su hermano. El corazón de Legolas apenas latía.

-¿Y ahora qué sigue? – interrumpió Jack impaciente.

John le hizo un gesto para que se apartara de su matelot. En silencio, Jack soltó a Will y se levantó. El médico también se alejó para dejarlos solos.

William permaneció sin moverse, con los ojos cerrados y las manos apoyadas sobre el pecho de Legolas en absoluta concentración. Después de unos minutos, sintió un calor intenso en su interior, que lejos de quemarlo, lo encendía.

Jack y John quedaron maravillados cuando su tez morena comenzó a brillar.

-No me digas que otra vez se convertirá en un elfo – suspiró Jack.

El médico se llevó el índice a la boca para indicarle silencio.

William sintió su cuerpo como una hoguera. El calor era reconfortante y una bola de energía creció en su pecho. La bola estalló en dos torrentes que fluyeron, cada uno, a través de las venas de sus brazos y se dispararon en ases de luz a través de sus dedos hasta el corazón del príncipe.

El joven pirata sintió que su calor y brillo se apagaban y abrió los ojos.

-Legolas – suspiró, asombrado.

Su hermano lo observaba con sus mejillas nuevamente encendidas, el resplandor de su piel y los labios rojo carmesí, sonriéndole agradecido.

-¡Por las sirenas, cachorro! – exclamó Jack, corriendo hacia él -. ¡Lo salvaste!

John se les acercó sorprendido.

Mientras tanto, Sherlock y Aragorn oyeron el grito del pirata y llegaron cual aerolitos. El rey brincó esquivando las piedras con la agilidad de los elfos y abrazó a su elfito, loco de alegría.

-¡Estás a salvo! ¡Por Elbereth, Legolas! ¡Temí que te perdería! – lo comió a besos -. Nunca vuelvas a bromear así, melleth. ¡Nunca! ¡Nunca me dejes!

Legolas lo besó intensamente. Apenas separaron los labios, Aragorn alzó los ojos hacia John.

-Una vez más, gracias por salvar a mi familia.

Sherlock llegó hasta su esposo y sin importarle expresar sus sentimientos en público, lo abrazó cariñosamente.

-Esta vez no fui yo – aclaró el médico -. William Turner Sparrow, o Auril como lo llaman, le salvó la vida.

Cobijado en los brazos de Jack, Will se observaba las manos sin procesar aún lo que había ocurrido.

-¿Qué sucedió? – miró a John, interrogante.

-Por más humano que te sientas, sigues siendo un elfo – explicó John sabiamente.

Sherlock apretó a su John, lleno de orgullo. No sólo se veía apuesto sino que razonaba como él.

Aragorn le tendió la mano a su esposo para ayudarlo a incorporarse. Una vez con los pies sobre la tierra, Legolas recuperó la soltura y presteza de su raza y corrió a los brazos de su hermano.

Ambos permanecieron un largo rato abrazados.

-A todo esto, ¿dónde quedó el dichoso pergamino? – preguntó Sherlock, rompiendo el encanto.

John rió bajito. Su marido, siempre tan impertinente y adorable.

-Yo lo tengo, Sherlock – contestó Aragorn, palpándose el morral.

-Es tiempo de regresar – dispuso Legolas, cuando se separaron -. John William espera a sus papás en Minas Tirith y nuestra ardillita también debe estar ansiosa – sonrió en dirección a Aragorn.

John apretó la mano de Sherlock como atravesando un sueño mágico y hermoso.

-John William – murmuró -. Voy a conocer a Will, a mi pequeño bebé. Sherlock, tienes que contarme todo sobre nuestro hijo.

-Así lo haré, mi amor – prometió Sherlock. Sonriéndole complacido, lo besó y ante la mirada de todos, lo cargó en brazos. Con su estructura élfica, John pesaba lo que una pluma.

-Busquemos nuestros caballos – ordenó Aragorn. Legolas se acercó a su esposo y lo abrazó -. Buen susto me diste, mi elfito.

-Esto va por la Batalla en Rohan – bromeó el elfo, recordándole la vez cuando lo dieron por muerto después del ataque camino al Abismo de Helm.

Aragorn se volvió hacia los demás.

-Sherlock, Jack y Auril, lo mejor será que pasemos la noche en alguna posada. Legolas necesita descansar. Todos lo necesitamos.

-Yo estoy bien – contestó Legolas asombrado. No entendía la propuesta si su marido sabía con la rapidez que los elfos se recuperaban.

-No quiero correr riesgos – determinó el rey y por la manera en que miró a Sherlock, el detective comprendió que la salud del príncipe era una excusa para darle a la pareja recién reencontrada una noche de intimidad en alguna habitación solitaria.

Legolas también lo entendió y sonrió a John. El médico se limitó a asentir al rey, agradecido.

Sherlock cargó a su esposo cariñosamente hasta su caballo y lo sentó en la montura. Acto seguido, saltó él por detrás. Tomó con una mano las riendas y con la otra envolvió la cintura de su John. Le pasó la nariz por el cabello, embriagándose con su peculiar aroma a menta que tanta falta le había hecho.

Por su parte, John aspiró el aire para sentir el sabor a canela y café del pelo ensortijado de su esposo.

Al fin estaban juntos y ambos se juraron para sus adentros que ya nada ni nadie volvería a separarlos más.

Nunca más.


……….


Minas Tirith


Después de una semana de ausencia de sus padres, Earnil y Will se deprimieron. Al ver que no había ni juegos ni cuentos que los entretuvieran, la bondadosa Eowyn les propuso dibujar un obsequio a sus progenitores. Los niños se entusiasmaron con la propuesta. Earnil corrió al jardín a juntar hojitas y flores para pegar en su hoja, mientras que Will les dibujó a los suyos distintos objetos de la habitación, todos observados minuciosamente a través de su “lupa mágica”.

Cuando terminó, decidió hacer un retrato de su amiguito para regalárselo. Dibujó a Earnil con sus orejas en punta y su piel brillándole como un sol.

-Yo quero ser efo – confesó, acostado panza abajo en el suelo, coloreando su creación.

-¿Tu papá John es efo? – preguntó el principito, sentado a su lado.

-No – sacudió los rulos dorados, mientras elegía otro crayón -. Mi papá John y mi papá Shelock son como yo.

Sentada a una corta distancia y tejiendo una manta, Eowyn sonrió imaginando la grata sorpresa que se llevaría el niño cuando conociera a su padre.



……….

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