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Better Days por midhiel

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Better Days

Sherlock es de John como John de Sherlock. Así como Legolas es de Aragorn y Aragorn de Legolas, y Will Turner es de Jack Sparrow, perdón, del Capitán Jack Sparrow y viceversa.

No se recibe ningún crédito por esto.

La canción que le da nombre al título es de Eddie Vedder.

El fic va dedicado a una amiga que adora estos tres fandoms, y que me leyó y corrigió muchas veces, Prince Legolas.

Capítulo Cuatro: Unidos

John sabía que Sherlock le había mentido para esconder sus miedos, pero aún así su declaración lo lastimó profundamente. En toda mentira, hay una parte de verdad y aunque el médico estaba convencido de que Sherlock había disfrutado de su paternidad, el rechazo que ahora sentía también era genuino.

Poco después que el detective dejara Baker Street, John sufrió fuertes dolores que lo tumbaron en su sillón. Ahogando un grito, marcó el número de la señora Hudson y la anciana subió en un parpadeo.

Ella lo había atendido con devoción maternal y gracias a sus hierbas calmantes para el dolor de cadera, John pudo dormir. Tuvo pesadillas con los fantasmas de los soldados que había atendido en el campo de batalla y, a pesar de sus esfuerzos, no habían podido sobrevivir; con las imágenes de los niños mutilados y los ancianos famélicos. Soñó con los horrores que había vivido en Afganistán de una manera nítida como no había soñado en tres años.

Despertó sudoroso y al abrir los ojos, se encontró rodeado de las tinieblas de la noche. Consultó el despertador digital sobre la mesa de cama y vio que aún faltaba un par de horas para que amaneciera.

-No sigas con esto, John – oyó a Sherlock con la voz quebrada a sus espaldas -. No quiero perderte.

John recién se percató de la presencia de su esposo, acostado a su lado, y volteó pesadamente el cuerpo hacia él. El detective encendió el velador de su mesa. Tenía los ojos enrojecidos y el pálido rostro bañado de humedad. Su esposo entendió que eran lágrimas.

-No puedo, Sherlock – murmuró.

Sherlock se mordió el labio. Le costaba horrores pedir disculpas.

-Perdóname por lo que te dije antes de marcharme – pensó en la señora Hudson aconsejándole que a veces las frases que él calificaba como sentimentalismo valían en una relación más que las caricias y los besos -. Eres lo más importante para mí. Perderte – volvió a quebrársele la voz -. . . No podría, John. ¿Qué haría yo sin ti?

John aún se sentía ofendido. Sin embargo, sabía que su esposo no había discutido con el corazón y verlo tan miserable lo conmovió.

-Sherlock – suspiró y extendió los brazos en dirección a él.

El detective se arrojó a ellos llorando. Pasados unos minutos, cuando se fue calmando y su cerebro volvió a predominar, cayó en la cuenta de cómo había perdido el control y trató de refrenarse. Pero no quiso alejarse del pecho de John, permaneció pegado a él, sintiendo sus latidos y oliendo su aroma a menta. Esto era algo que le había fascinado desde que lo conociera. John no era afecto a los perfumes pero su piel olía siempre a menta y Sherlock ya se había acostumbrado a su fragancia.

John, a su vez, le besó la cabeza, mientras sus ojos se humedecían.

-Todavía hay esperanzas, Sherlock – intentó consolarlo y consolarse él mismo -. Si mi organismo soporta que me induzcan el parto al séptimo mes, la criatura y yo sobreviviríamos.

-¿Crees que podrías soportar una operación dos meses más adelante? – susurró.

John no quería mentirle.

-Es difícil. El deterioro está avanzando rápido y los síntomas no son leves. Pero la esperanza es lo último que se pierde.

Sherlock se apartó de él, refregándose los ojos.

-John, no soy un paciente al que hay que inculcarle esperanzas – habló con gravedad -. Soy tu esposo, que te pide que no lo dejes. Suena repugnantemente cursi pero te necesito. No puedo perderte.

John intentó incorporarse. El detective lo ayudó y le acomodó cojines en la espalda. El médico lo miró a los ojos.

-¿Eres consciente de que la solución que me pides es deshacernos de nuestro hijo?

Sherlock asintió. Sí, era muy consciente de que era la única solución para conservar a John. Éste se miró el vientre hinchado y pensó que quizás si fuera su esposo quien llevara a la criatura, vería la situación desde otra óptica y lo entendería.

-Sherlock – suspiró -. Si hago lo que tú y la doctora me proponen y me recupero físicamente, ¿cómo crees que afrontaríamos nuestra relación? Yo jamás me repondría emocionalmente.

El detective lo observó sin entenderlo.

-Quiero que me expliques cómo seguiríamos adelante después de habernos deshecho de él – continuó el médico –. ¿Supones que no nos quedarían heridas? ¿Cómo piensas que nos miraríamos el uno al otro sabiendo el crimen que cometimos?

-Preservar tu vida no es ningún crimen, John.

-Yo estuve en el campo de batalla, Sherlock. No en la clase de batalla que libras con los psicópatas, sino la de una verdadera guerra. Vi a mis amigos morir a mi lado, sostuve a soldados y a civiles hasta que perecieron. Me hirieron y enfrenté la muerte cara a cara. Cuando digo “crimen” no me refiero a los folletos que reparten los pro-vida, me refiero a lo que conozco y viví. Legalmente se me salvaría la vida pero sé, Sherlock, que ambos vamos a perderla si consentimos el aborto.

Sherlock bufó. Comenzaba a exasperarse.

-Por favor, no me vengas con lo maravillosa que es la vida desde la concepción bajo el punto médico porque sabes que no soporto estos discursos.

-¿Cómo continuaríamos nuestra relación después de matar a nuestro hijo? – insistió John -. ¡Piensa Sherlock! Usa tu imaginación. ¿Cómo podríamos enfrentarnos, cómo nos miraríamos el uno a otro? Y nuestro estado anímico. ¿Cuánto crees que conservaría yo la sangre fría? ¡Y tú! Conozco los síntomas posteriores a un aborto. Destruye parejas, arruina la vida de las personas. Hay algunas que salen inmunes, no te lo negaré. Pero yo no saldré inmune de algo así, Sherlock. Y por más pragmático y cerebral que seas, sé que tampoco tú podrás hacerlo.

Sherlock quedó en silencio, uniendo los dedos debajo del mentón en actitud reflexiva. John suspiró, sabía que al fin estaba consiguiendo que el detective lo entendiera.

-Entonces – concluyó Sherlock con la vista fija en algún punto de la pared -. De una manera u otra voy a perderte.

John lo abrazó. Estos momentos lo ponían meloso.

-No me perderás porque cuando nuestro hijo nazca, una parte de mí vivirá en Will.

-John por favor – pidió el detective, exasperándose -. No me vengas con sentimentalismo de teleteatro.

El médico se apretó contra él. Sherlock podía perder la paciencia pero él estaba siendo completamente sincero.

-Te necesito – confesó -. Aunque odies esta solución, te necesito a mi lado, Sherlock – la voz se le quebró -. No podría hacer esto sin ti.

El detective le acarició el cabello y le empujó la cabeza para que reposara sobre su corazón.

-¿Cuántas probabilidades hay de que toleres una operación en el séptimo mes?

-No sé a ciencia cierta – confesó John -. Son pocas pero existen.

-Lucharemos por ellas – afirmó Sherlock y fue todo lo que se dijeron. El detective se volvió a recostar con cuidado, sin apartar a su esposo de su pecho, apagó el velador y así se durmieron, abrazados uno contra el otro.


…………………..



-¿Moriarty vive? – preguntó John por la mañana, mientras desayunaban, entre incrédulo y sorprendido.

-Nunca me tragué el cuento de que hubiera muerto – replicó Sherlock soberbiamente, sin apartar la vista del periódico.

-Pues yo sí – suspiró su esposo -. Y apareció ahora. Justo cuando estamos lidiando con mi gravidez. ¿Pero por qué esperó tres años? ¿Qué busca? ¿Qué quiere contigo?

Sherlock bebió un sorbo de su té.

-Divertirse como la primera vez.

John rodó los ojos. Otra vez el temita del juego y el aburrimiento no, por favor.

-Pero no tiene por qué alterar nuestra rutina – continuó el Sherlock impasible -. Seguiremos con las visitas al médico, te cuidarás, te cuidaré – sonrió – y si se le ocurre lanzar los dados, George Lestrade y compañía vendrán a avisarnos y lo atraparé.

John no pareció tranquilizarse.

-No puedo creerlo. ¿Para ti esto se reduce a un juego? El sujeto sabe dónde vivimos, seguramente conoce cada uno de nuestros movimientos. ¿Supones que es pura casualidad que haya reaparecido cuando los dos nos encontramos vulnerables por el nacimiento de Will? No, Sherlock. Nuestra rutina no puede seguir siendo la misma.

El detective bajó el periódico.

-¿Cuál es tu propuesta entonces? – inquirió sarcástico -. ¿Mudarnos a la luna?

-Pedir ayuda a tú sabes quién – replicó John con firmeza.

-¿Y quién es ese tal “tú sabes quién”? – repitió Sherlock, en tono satírico.

-¡Tú hermano, Sherlock! – contestó el médico, molesto -. Mycroft Holmes. Es el único con el poder para ayudarnos a desaparecer por un tiempo. Sé que estás furioso con tu familia pero esto es más que una simple rencilla entre hermanos. Necesitamos la ayuda de Mycroft. Además nos debe un favor después de que encontraste los planos del “Bruce-Partington”. Localízalo cuanto antes. ¿Lo harás?

Sherlock alzó el periódico para seguir leyendo.

-Nnnop.

John rodó los ojos en dirección al techo.

-Y la doctora Cullen me recomienda no alterarme.

-Te alteras porque quieres alterarte, John – respondió el detective, hojeando -. Tus miedos son infundados. Este asunto es entre Moriarty y yo, tú y el bebé quedan fuera del juego.

-Claro, por eso se molestó en secuestrarme y plantarme una tonelada de explosivos la última vez – espetó John y entonces, recién se dio cuenta de lo que su esposo acababa de decir -. ¿Usaste la palabra bebé, Sherlock? ¿Te referiste a Will como a un bebé?

El detective bajó el periódico de cuenta nueva.

-Por supuesto. ¿Por qué te sorprende?

John parpadeó maravillado.

-Antes te referías a él como feto, asunto, criatura, cosa cuando estabas enfadado, pero jamás lo llamaste bebé. Es la primera vez que lo llamas así y es la primera vez que lo aceptas como tal.

Sherlock quedó de una pieza. Por más elevados razonamientos que hiciera a diario no había captado esta observación.

-Siempre lo consideré un bebé – explicó, perturbado -. Que no lo haya llamado así no significa que no lo sintiera.

John sonrió y el rostro se le iluminó de alegría, algo que no había pasado desde que enfermara.

-Sherlock. . . yo pensé. . . pensé que no te importaba.

-¿Cómo no va a importarme? – exclamó el detective -. Lo que dije ayer no fue más que el producto de mi cerebro descontrolado. Por favor, John, olvida las estupideces de ayer.

-¿Qué sientes por Will realmente? – quiso saber John.

Sherlock lo miró a los ojos y leyó en ellos la excitación que sentía por su respuesta.

-Los quiero a los dos – confesó pausadamente. No le era fácil expresar sus sentimientos aunque se tratara de su familia -. A ti te amo, te lo he dicho pocas veces pero lo sabes.

-Aunque lo sepa, necesito escuchar que me lo digas – sonrió el médico. Sherlock le devolvió la sonrisa.

-Te amo, John, y a Will, empezaré a llamarlo así porque veo que no me queda otra – John rió -. A Will lo quiero mucho. Los dos son lo más importante para mí y arriesgaría gustoso la vida por ustedes – al decir esto, calló. Ni él se había dado cuenta de lo que John y su hijo significaban hasta ese momento. Quedó estático y confundido, analizando, siempre analizando, sus emociones.

John aprovechó para tomarle la mano. Sherlock se levantó y le plantó un beso ardiente. Se buscaron y saborearon la boca con ansias y sólo cuando el aire comenzaba a faltarles, apenas separaron los labios.

-Habla con Mycroft – pidió el médico una vez más.

-El regreso de Moriarty te preocupa.

John asintió. Sherlock lo besó suavemente.

-Intentaré contactarlo – prometió.


…………….


Por la tarde, Lestrade recibió los resultados del informe de balística y llamó apresuradamente a Sherlock. La bala que había matado a la señora Davidson pertenecía a la Browning L9A1, que el detective había extraviado durante la explosión de la piscina. Las piezas comenzaban a unirse, allí estaba la pista que Moriarty le había plantado. La esposa de su empleado había resultado asesinada con el arma que Sherlock perdió en el último encuentro con el criminal.

El detective se demoró un par de horas en las oficinas de Scotland Yard y después de enviar un mensaje a John para avisarle que estaría de regreso antes de que anocheciera, enfiló a ver a su hermano.

Mycroft no trabajaba oficialmente para el Gobierno, por lo tanto, su despacho se ubicaba en un pequeño edificio victoriano de dos plantas. El sitio era perfecto, quedaba a la vuelta del Club Diógenes, así el mayor de los Holmes podía repartir su tiempo entre el trabajo y la diversión.

Apenas Anthea le comunicó quién lo aguardaba, Mycroft corrió las cortinas del ventanal para tener intimidad y se sentó erguidamente en uno de los sillones de tapizado verde oscuro que adornaban una mesita, al costado del escritorio.

Sherlock entró en el despacho desanudándose la bufanda.

-Tres años, Sherlock – recordó Mycroft con una sonrisa que su hermano no captó si era irónica o alegre -. ¿Qué te trae por aquí?

El detective se sentó frente a él y su mirada sagaz abarcó la habitación. Era enorme y refinada. Los cortinajes pesados, los muebles de estilo barroco y una licorera con una colección que sería la envidia del mejor destilador de whiskeys, eran algunos de los adornos que Sherlock enumeró mentalmente. A pesar del tiempo, Mycroft no había cambiado: seguía siendo delicado y exquisito, aunque por fuera aparentara una sobriedad que no existía.

-¿Puedo ofrecerte algo de beber? – preguntó el mayor de los Holmes, advirtiendo rápidamente el escrutinio de su hermano.

-Yo no bebo, Mycroft, y lo sabes – respondió Sherlock bruscamente. Maldita sea, pensó, si quería la ayuda de ese gordinflón, tendría que refrenar sus modales.

-¿Qué te trae por aquí? – inquirió el mayor, yendo derecho al grano.

-Supongo que John y yo seguimos estando en tu tercer nivel de vigilancia – Mycroft se limitó a alzar una ceja -. Bien, ya sabes que estamos esperando un hijo y no malgastaré mi tiempo dándote el nombre porque seguro que lo averiguaste también.

-John William – respondió Mycroft para que quedara asentado -. John por tu pareja y William por papi.

-¿Todavía lo llamas papi? – se mofó Sherlock pero enseguida cerró la boca. No podía burlarse de la persona a quien estaba a punto de pedir ayuda.

-¿Qué te trae por aquí exactamente, Sherlock?

-Moriarty reapareció ayer.

Mycroft cruzó las piernas. Era su gesto típico cuando algo lo perturbaba, o, lo que era lo mismo, había escapado a sus ojos de águila.

-¿Tienes más información?

-El asesinato de uno de sus empleados, Andrew Davidson – explicó Sherlock -. Scotland Yard se está encargando de todo con mi ayuda.

-Ah – sonrió Mycroft sarcástico -. Entonces, el mundo sigue siendo un lugar seguro. ¿Para qué viniste, Sherlock? No sé si notaste que ésta es la tercera vez que te pregunto lo mismo.

-Quiero proteger a John – soltó el detective.

El mayor de los hermanos se levantó derechito hacia la licorera y se preparó un vaso con dos cubos de hielo.

-¿A qué te refieres con protegerlo, Sherlock?

El detective, a quien todo protocolo le parecía innecesario, perdió la paciencia y saltó como resorte.

-¿Qué buscas, Mycroft? – espetó -. ¿Qué me arrastre como un reptil y te lama los zapatos? Necesito que me ayudes a ocultar a John por un tiempo, hasta que pueda encargarme de ese criminal. Quiero ponerlo a salvo y con los cuidados suficientes para su gravidez. Ya te habrás enterado que su gestación se tornó grave. No me importa si tu seguridad se extenderá también a mí o no, pero yo puedo cuidarme solo. Quiero que mi esposo y mi hijo estén protegidos.

-No estaría mal, Sherlock – sonrió su hermano sardónicamente y Sherlock recordó cuando de niños Mycroft le gastaba bromas horriblemente pesadas.

-¿Qué no estaría mal? – repitió el detective. ¡Cuánto odiaba cuando la gente no era directa como él!

-No estaría mal que por una vez en tu vida te arrastres como un reptil para recibir mi ayuda.

Esto fue el colmo. Sherlock hizo restallar la bufanda como si fuera un látigo y salió dando un portazo, que hizo, a su vez, vibrar los vidrios del ventanal.

Mycroft lo miró salir y bebió su whiskey de un sorbo. Adoraba exasperar a su hermanito, es que el muchacho, bajo esa apariencia de estatua de nieve, tenía unos nervios a flor de piel que estallaban al menor roce. Que se enfadara un rato estaría bien, más tarde, esa misma noche para ser precisos, visitaría Baker Street para prestarle su ayuda.



……………….



Ni el viaje de cuarenta minutos en taxi, ni el viento, ni la llovizna suave consiguieron apaciguar la bronca del detective. Estaba que ardía en el mismísimo infierno. Pagó al chofer y se dirigió directo a la puerta del 221b de Baker Street. Cuando iba a meter la llave en la cerradura, notó que estaba rota. Abrió de un golpe con el hombro y corrió escaleras arriba, gritando el nombre de su esposo.

La sala estaba impecable a simple vista, igualita a como la había dejado antes de salir.

-¡John! – exclamó y repitió el grito, mientras revisaba las habitaciones una por una. Al llegar a la alcoba, marcó su número y regresó a la sala. Allí, sobre la alfombra, encontró el iPhone de John titilando con su llamada y el mensaje que le había enviado antes.

Conteniendo la respiración, Sherlock se agachó a recogerlo y al levantar la vista encontró un mensaje escrito con pintura roja y en mayúsculas, que abarcaba toda la pared:

“Tu mascota es mía ahora. Olvídate de él, encanto.”

Sherlock Holmes se irguió y con la pistola, le asestó cinco tiros al mensaje.


…………………

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