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Better Days por midhiel

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Better Days

El personaje de Sherlock Holmes pertenece a Sir Arthur Conan Doyle, mientras que los derechos de la serie de la BBC pertenecen a Steven Moffat y a Mark Gatiss. Sin embargo, el Sherlock de carne y hueso pertenece exclusivamente a John H. Watson.

Los personajes del Señor de los Anillos pertenecen al maestro J. K. R. Tolkien, aunque Aragorn es exclusivo de Legolas y viceversa.

Y Piratas del Caribe es de Disney. Pero el Capitán Jack Sparrow es de Will Turner y viceversa.

Hechas las aclaraciones, repito que no se recibe ningún crédito por esto.

La canción que le da nombre al título es de Eddie Vedder.

El fic va dedicado a una amiga que adora estos tres fandoms, y que me leyó y corrigió muchas veces, Prince Legolas.

Capítulo Cinco: La Camioneta Negra


John tenía razón. El blanco de Moriarty habían sido él y el bebé todo el tiempo. En un parpadeo, Sherlock recuperó la sangre fría y recorrió la sala, cual gato enjaulado, buscando pruebas. Luego su rastrillaje se extendió a las demás dependencias y cuando hubo encontrado pistas hasta en la esquina de la cuadra, recién llamó a Lestrade y permitió que Scotland Yard contaminara la escena.

Cuando los oficiales llegaron, encontraron al detective aguardándolos ansioso.

-Cuatro hombres encapuchados de diferente tamaño y peso, forzaron la cerradura a las cuatro y cuarto de la tarde – explicó, tratando de mantener su tono neutro para relatar el proceso de un crimen. Sin embargo, la voz se le notaba excitada. A sus espaldas, se oía el flash de la cámara que fotografiaba el mensaje en la pared -. Intentaron ser silenciosos, pero John, con su historial de combate, los oyó y se preparó a recibirlos. Pelearon, uno de ellos recibió una bala de su propio compañero, posiblemente éste haya intentado herir a John, pero mi esposo supo como evitarla. La lucha se extendió hasta aquel corredor – señaló el pasillo que conectaba las distintas estancias del departamento -. Allí John consiguió apuñalar a uno de ellos y regresó hasta aquí, en la sala, donde finalmente lo atraparon.

-¿Cómo escaparon? – interrogó Lestrade, que ya estaba acostumbrado a que su detective consultor reprodujera exactamente los pasos de un crimen sin haber estado presente.

Sherlock se acercó a la ventana.

-Por la escalera de incendios – señaló hacia abajo -. Allí, en esa esquina, estuvo detenida una camioneta. Ahora Lestrade, ponga a sus brillantes hombres a buscar una camioneta negra, de cuatro puertas, con llantas anchas. . .

-Sherlock, cálmate – pidió el inspector. Suspiró y cruzó los brazos en la espalda -. No dudo de tus habilidades, pero tengo que saber cómo llegaste a estas conclusiones.

-¿Para qué necesitan saberlo? – se indignó el detective. Miró la hora en su reloj pulsera: eran las ocho de la noche, lo que significaba que su esposo ya llevaba cuatro horas secuestrado -. Éste no es cualquier secuestro, no para mí. ¡Así que sigan mis palabras como el Evangelio y hagan lo que yo les digo!

-Por eso mismo – respondió Lestrade, calmado -. Porque no es un cualquier caso para ti, no puedo confiar cien por ciento en tus habilidades. Por favor, Sherlock, no te llevará más de cinco minutos explicarme.

Exasperado y viéndose sin salida, Sherlock caminó hacia la entrada y señaló las escaleras.

-Todos los escalones están manchados con cuatro medidas diferentes de botas. Por la presión de las huellas y el tamaño se deducen diferentes pesos y alturas. Las suelas son las mismas en los cuatro casos, demostrando que usaban el mismo calzado, y este retacito que encontré junto a una mancha de sangre – sacó de su bolsillo un pedacito de tela negra – me indica que al menos uno de ellos vestía un enterizo negro que indudablemente llevaba capucha. Si uno estaba disfrazado para proteger su identidad, se deduce que sus cómplices también lo estaban. Ahora la cocina – dirigió al inspector hasta allí -. Fíjate las astillas en el piso aquí, justo debajo del cajón donde guardamos los cuchillos.

Lestrade se acuclilló para observar los fragmentos. Abrió el cajón de la mesada y pasó el dedo por el borde, sintiendo la textura deforme.

-¿Qué significa esto? – preguntó, mirando intrigado a Sherlock.

El detective suspiró crispado.

-John vino hasta aquí a sacar un cuchillo. Estaba apurado y nervioso, por eso cerró el cajón con fuerza, liberando las astillas. Escuchó distintos pasos que subían tratando de sonar silenciosos e intuyendo lo peor, vino a buscar un arma para protegerse.

-Ajá.

-¿Lo de las heridas y cómo escaparon por la ventana de incendio lo deduces por ti mismo, o también tengo que darte una clase y perder tiempo valioso? – indagó Sherlock, con todo su sarcasmo. Antes que Lestrade le respondiera, añadió -. La bala – volvió a la sala con el inspector siguiéndolo. Alzó un cojín del sofá -. Aquí encontré el pedazo de tela incrustada en la mancha de sangre.

-Es enorme – observó Lestrade, estudiando la mancha oscura del almohadón.

Sherlock asintió.

-Y huele asquerosamente a pólvora. Seguramente el herido usó el cojín para presionarse y detener el sangrado, y un pedazo desprendido de la ropa quedó adherido. Pero como necesitaban atrapar a John, volvió a colocarlo en el sofá dado vuelta para tapar la mancha. La tela, arrancada por el impacto, me determinó que el herido fue uno de ellos. Sabemos que John sólo tenía un cuchillo, ya que no le dieron tiempo a subir a nuestra alcoba a recoger su pistola. ¿Por qué uno de sus compañeros iba a dispararle si no era porque tenía a mi esposo en el blanco y éste lo evitó?

-Comprensible – comentó Lestrade.

Sherlock lo guió hasta el corredor y le enseñó la pared, llena de arañazos.

-El cuchillo que usó John para defenderse. Hubo una pelea y observa bien, los canales de las muescas contienen sangre. La hoja del arma estaba manchada. John hirió a alguno de ellos. Y lo de la huida por la ventana de incendios, lo determiné por las huellas de las botas en la pared.

-¿Y lo de la camioneta?

-Bajé hasta allí. No es una calle muy transitada, por eso la usaron para escapar. En la esquina encontré las huellas de las llantas y por la dimensión y distancia entre las ruedas, deduje el tipo de vehículo y su capacidad. En cuanto al color, estaban tan apurados que rozaron el poste de luz y algunos fragmentos de pintura negra cayeron junto a las huellas.

Lestrade se frotó la frente.

-Hay que recoger muestras de la sangre del cojín – comenzó, pero Sherlock, impaciente, sacudió los brazos.

-Los secuestradores fueron Moran y sus secuaces – anunció el detective, convencido -. Lo que debes hacer es localizarlos. No – sacudió la mano con desprecio -. Mejor yo los localizo y tú me ayudas a atraparlos.

-¿Quién es Moran? ¿El francotirador que les apuntaba a ti y a John en la piscina?

-El mismo, la mano derecha de Moriarty. Él nunca enviaría a otro que no fuera Sebastian Moran para un trabajo importante. Por eso llegaron encapuchados. No querían que John lo reconociera.

-De acuerdo – suspiró Lestrade -. Nos pondremos a trabajar en esto, Sherlock. Necesitamos tu ayuda.

Sherlock bufó y por una vez en su vida, quiso tener esperanzas en Scotland Yard.

-Una pregunta más – interrumpió el inspector intrigado -. ¿Cómo determinaste que entraron a las cuatro y cuarto?

Con una expresión de culpa y desaliento, Sherlock sacó el teléfono de John se su bolsillo. Allí había un mensaje incompleto.

“Están aq”

-La hora de creación del mensaje son las cuatro y quince minutos de la tarde – explicó con la voz quebrada -. Diez después de que salí a verte.

-Estaban esperando a que te fueras – murmuró Lestrade.

El rostro destrozado del detective le enseñó cuánto echaba de menos haber dejado solo a John.


………..


El viaje en medio del tráfico lo estaba matando. La camioneta avanzaba y se detenía bruscamente, provocándole unas nauseas que a duras penas refrenaba. No podía darse el gusto de vomitar porque estaba amordazado y se ahogaría. Tampoco moverse. Los secuestradores, además, le habían vendado los ojos y esposado los tobillos y las muñecas en la espalda. Después, sin la menor consideración por su estado, lo habían bajado por las escaleras gritándole órdenes y groserías, y arrojado de manera violenta en la parte trasera del vehículo. John temía haberse esquinzado un tobillo con la caída.

Se lamentaba no poseer el conocimiento cartográfico de Sherlock para determinar las calles de Londres por los movimientos del coche. Pensó en su esposo. Tener al mejor detective del mundo como marido era una ventaja. Pero John se preguntaba cómo reaccionaría al enterarse del secuestro. Reconocía su sangre fría y su poder de análisis aún en las peores situaciones, pero ahora que era su propia familia lo que estaba en juego (los únicos dos seres que Sherlock amaba), quizás su corazón predominara sobre su cerebro y su poder de deducción disminuiría.

Pronto dejaron atrás el tránsito de la ciudad y por la velocidad que tomaron, John intuyó que recorrían la campiña. El vientre comenzó a dolerle. Pensó que debían ser los nervios. Trató de tranquilizarse, recordando con quién estaba casado y las habilidades sorprendentes de su esposo. Sherlock les haría pagar el atrevimiento de haberles puesto las manos encima a él y a Will.

La camioneta dobló en lo que John asimiló como un camino bifurcado y después de conducir cuatrocientos metros sobre ripios, se detuvo. El captor que había viajado a su lado, lo zamarreó para levantarlo. Otro corrió la puerta y entre los dos lo arrastraron hacia fuera. Un tercero se acercó, caminando lentamente, se trataba del captor herido por la bala de su compañero. John sintió un fuerte calambre en el vientre y en el tobillo, pero no gimió. También sintió la brisa fresca en la cara y el sonido ondulante de hojas altas, anunciándole que estaba en el campo, en algún sitio rodeado de árboles. La tela le asía el rostro con tanta fuerza, que no pudo determinar si se encontraban en pleno atardecer o ya había caído la noche.

Los secuestradores lo hicieron caminar algunos pasos y le ordenaron detenerse. John oyó que corrían un portón pesado con engranajes sin aceitar. Quizás se trataba de la entrada a algún granero. A los trompicones lo obligaron a entrar y luego le exigieron nuevamente que se detuviera.

John permaneció en suspenso, el vientre le seguía doliendo en el sitio exacto donde yacía el niño y el tobillo le hacía ver estrellas, hasta que una voz chillona, con un reconocido acento irlandés, sonó frente a él.

-Nuestro pequeño Johnny – se mofó -. La mascotita el detective número uno está aquí, a mis pies.

Uno de los captores le dobló bruscamente las rodillas para que se inclinara. Desprevenido, John cayó hacia delante y si no fuera porque el otro lo sostuvo rápido, hubiera azotado en el suelo con su vientre hinchado. Le quitaron las vendas de los ojos, la luz de varios focos cilíndricos de neón en el techo lo encandilaron por unos instantes, y, al alzar la cabeza, frente a él encontró a Jim Moriarty sonriéndole despectivo. Estaba vestido con un impecable traje negro, mocasines del mismo tono y una camisa rosa pálido que, al modo de ver de John, le sentaba espantosa.

-¿Qué dices, Johnny? – continuó mofándose el criminal -. Cierto que no puedes hablar. Quítenle la mordaza.

Los secuaces obedecieron y John tosió, atorado con su propia saliva. Altivamente, levantó el mentón para enfrentar la mirada burlona de su enemigo pero no habló.

-Ah – sonrió Moriarty -. Esos ojitos desafiantes deben excitar a tu amorcito. El coraje estúpido del soldado. Mira a tu alrededor, John. ¿Dónde te parece que estamos?

John recorrió el amplio espacio con la mirada. Se trataba de un silo enorme y circular de dos plantas, que por el picante olor a pintura fresca, dedujo que acababa de ser refaccionado. El sitio estaba casi vacío, a excepción de un rincón donde se acumulaban mesas con computadoras, y en el otro extremo, había una escalera descendente que seguramente llevaba a un sótano.

-Éste será tu nuevo hogar – declaró el criminal con sorna -. Para serte sincero, Johnny, después de que tú y Sherly escaparon de mi trampa en la piscina, soñé con matarte. Pero dicen que los años te vuelven sabio y a medida que pasó el tiempo me di cuenta de que tu muerte no sería taaaan divertida. Si te pegase un tiro, por ejemplo.

Con todo su sadismo, Moriarty sacó su pistola y la amartilló sobre la sien del médico. John pasó saliva y por unos instantes murmuró lo que había pensando cuando en la guerra se había topado cara a cara con la muerte.

-Por favor, Dios. Déjame vivir.

Sus captores no lo oyeron, sólo percibieron cómo movía los labios.

-¡Bum! – exclamó Moriarty, y riendo guardó el arma.

John sintió que el alma le regresaba al cuerpo, pero el susto le provocó que el vientre se le endureciera con unos espasmos dolorosísimos. Se mordió los labios para no gritar y juntó todas sus fuerzas para no demostrar cuánto sufría.

-¿Qué seguiría si te matase? – continuó el criminal -. Tu funeral, algunas lágrimas de cocodrilo de tu enamorado, alguna lápida con una leyenda muy tierna y ¡arrivederci! ¡Se me acabaría la diversión! No – sacudió la cabeza -. Si quiero lastimar a Sherly para que nunca, jamás se olvide de mí, no tengo que matarte, sino separarte te él. ¿Lo imaginas? ¿Imaginas cuánto sufriría tu amor sabiéndote en mis manos?

En medio del dolor, John hizo una mueca de fastidio. Sí, por supuesto. Ese payaso, genio pero payaso al fin, pensaba que burlaría a Sherlock Holmes. Un silo abandonado no resultaba un lugar inaccesible. Su esposo lo encontraría en un parpadeo.

-Mira, Johnny – siguió Moriarty, enseñándole una carpeta roja -. Aquí tengo datos interesantísimos sobre tu embarazo. Estás esperando un varoncito, y Sherlock y tú están muy entusiasmados – hizo un puchero -. Pero las cosas no están marchando bien. Estás enfermándote y la doctora. ¿Cómo se llama? – buscó el nombre en uno de los folios -. Amanda Cullen piensa que lo mejor sería interrumpir el embarazo.

John se estremeció, pero como buen soldado se cuidó de no enseñar sus emociones. El dolor estaba pasando, a pasos de tortuga, pero estaba aminorando.

-Te opusiste – continuó el criminal -. Finalmente decidieron que te operarían al séptimo mes para salvar tu vida y la de la criatura. Ahora me pregunto qué sucedería contigo si no te practicaran la cesárea en el momento adecuado. ¿Cuánto resistirías?

-¿Vas a mantenerme prisionero para ver cuánto resisto? – habló John por primera vez.

-Esa es la idea.

-¿Piensas que podrías mantenerme oculto por meses, teniendo al mejor detective del mundo buscándome? Eres ingenuo.

A Moriarty se le iluminaron los ojos. Su prisionero acaba de formular la pregunta perfecta.

-¡Por supuesto! – exclamó divertido -. No se trata de un secuestro improvisado. Vengo planeándolo desde la mañana que recogiste los resultados de tus análisis – John palideció -. ¡Vamos! ¿Creías que se trataba de un laboratorio común y corriente? ¡Qué ingenuo eres tú! ¡Se trataba de mí laboratorio y esa gente trabajaba para mí! – se golpeó el pecho -. ¿No te resultó extraño que te permitieran llevar tu propia muestra? Fue muy astuto de tu parte usar como alias el nombre de la sobrina de tu casera y fue muy considerado hacerlo tú solito para darle la noticia más tarde a tu esposo. Eso me fue de gran ayuda porque conociendo a Sherlock, si ibas con él, seguro que habría notado algo raro y el engaño se hubiese estropeado. No, Johnny. Olvidé aclarártelo pero éste será tu hogar pasajero. Manejo una red impresionante que nos permitirá moverte de un lado al otro de Inglaterra. Sherlock no podrá encontrarte, al menos hasta que hayan pasado varios meses y tu estado sea calamitoso. Porque no te dejaré morir, ni te torturaré. Sólo te mantendré cautivo, sin asistencia médica y sin esa operación que según tu médica, te salvaría.

Los captores que lo sostenían rieron burlones. John siguió manteniendo la mirada desafiante en su enemigo.

-Ahora quiero presentarte a alguien – siguió Moriarty -. Es el cuarto secuestrador que te trajo. ¡Seb! – chilló en dirección a la puerta -. ¡Aquí hay alguien que se muere por volver a verte!

John volteó y vio entrar a un hombre alto y robusto, de cabello oscuro rizado y cortado al ras, rostro anguloso con cejas pobladas, una mirada azul profunda y desafiante, y labios sensuales. Era muy apuesto, pero su mirada tenía un toque de crueldad y lascivia que estremecía. Estaba vestido con el mismo traje negro de sus cómplices y traía la capucha en la mano. Del muslo, le corría un hilillo de sangre y John reconoció que era el captor que él había herido con el cuchillo. Caminaba con la postura militar y se detuvo junto a Moriarty.

-El coronel Sebastian Moran – lo anunció el criminal -. ¡El tirador que les apuntaba a ti y a Sherlock en la piscina! ¿Lo recuerdas? Fue el cerebro detrás de este secuestro. ¡Un hombre capaz, valiente, fuerte y muy atractivo!

Moran abrazó a Moriarty de la cintura y le plantó un beso libidinoso frente a ellos. John rodó los ojos. Acto seguido, Sebastian soltó a su amante y se acercó al prisionero.

-Seré tu carcelero – le informó, aproximando el rostro al de John hasta que sus narices chocaron -. Voy a hacerte la vida miserable, o, como dice Jimmy, los pocos meses que te quedan de ella – torció la pierna y le provocó un rodillazo en los testículos -. ¡Esto va por el tajo que me hiciste, bastardo!

John se dobló en dos, ahogando un gemido. Sus captores tuvieron que sostenerlo con fuerza. Tosió con vehemencia y escupió saliva.

-Cuidado, Seb – sonrió Moriarty -. Recuerda que tiene que sobrevivir algunos meses más. Y no malgastes tus preciosas energías en torturarlo, el diagnóstico de lo que le espera sin atención médica ya será tortura suficiente. ¡Llévenselo!

Los secuestradores arrastraron a John hacia la escalera descendente. El prisionero, atormentado por el esguince, el rodillazo y los espasmos abdominales, no pudo defenderse. A los empujones lo obligaron a bajar, sosteniéndolo de los brazos para que no rodara.

-¡No lo dejen caer, que arruinarán la diversión de los próximos meses! – ordenó Moriarty, soltando una carcajada.

Al quedar solo con Moran, le apretó la mano.

-Hiciste maravillosamente bien el trabajo, Seb.

Moran lo atrajo hacia él y apretándole las nalgas, lo besó mientras refregaba su cuerpo contra el de su amante. Moriarty respondió al beso con pasión desenfrenada, lejos de imaginar que la mente de Sebastian se poblaba de lujuriosas imágenes de Sherlock.


…………

En el sótano del silo había una celda abarrotada y allí abandonaron al prisionero. Le quitaron las esposas y los grilletes, y al soltarlo, John se desplomó en el suelo.

Los hombres rieron a carcajadas y se marcharon.

Arrastrándose, John llegó hasta un camastro sucio y maloliente. Con sus pocas fuerzas, se acomodó en él de lado y envolviéndose el vientre con las manos, trató de tranquilizarse. Llevaba años sin rezar, la última plegaria que recordaba era aquella frase cuando lo habían herido en Afganistán y que había repetido hacía unos instantes cuando Moriarty le amartilló el arma. Respirando profundo, consiguió aminorar el dolor. Estaba agotado. Musitó otra plegaria más y consiguió serenarse un poco.

Después de todo estaba casado con el único detective consultor del mundo. Sherlock tenía que rescatarlo a tiempo.

……………

Mientras esperaban noticias de la camioneta negra, Sherlock se contactó con sus propios espías para que la buscasen. Se trataba de vagabundos, que tenían conexiones con el bajo mundo de Londres y a quienes no se les escapaba información alguna. Luego viajó en taxi hasta Scotland Yard. Al principio se mostró ansioso y recorrió como fiera enjaulada las distintas oficinas, entrando y saliendo de cada una como dueño y señor del lugar. Los oficiales, que lo conocían y sabían lo que estaba pasando, no le reprocharon como otras veces.

Después, de pronto, exigió ver a Lestrade y al saber que se encontraba en la planta baja informando a sus superiores, entró en su despacho. Dejó la puerta abierta, que estaba pegada al escritorio de Anderson y se arrojó en la silla del inspector. Con los codos apoyados en el escritorio y las manos sosteniendo su barbilla, cerró los ojos para meditar. Así permaneció por el espacio de media hora.

Los oficiales comentaban entre cuchicheos su comportamiento excéntrico.

Sobre el escritorio de Anderson había un estéreo, donde sonaba la voz suave de Thom Yorke interpretando “Exit Music (For a Film)”. Sherlock sintió que la melodía y la letra lo invitaban a cortarse las venas.

-¿Podrías apagar eso? – espetó al forense, abriendo los ojos de mala gana.

-¿Qué ocurre contigo? – reprochó Anderson, levantándose de su escritorio. Tenía la nariz vendada y una mirada asesina -. ¡Es Radiohead! Este tema lo compuso para la película de Romeo y Julieta. ¡Supongo que sabrás quiénes fueron Romeo y Julieta!

Sally se acercó a su colega y le palmeó el hombro para tranquilizarlo.

-Apágala, Mike – solicitó gentilmente.

Anderson obedeció a regañadientes.

Sherlock volvió a cerrar los ojos para concentrarse. Pero no pudo realizar ningún análisis. Su cerebro se negaba a cooperar, mientras las emociones lo invadían como virus.

Lentamente su corazón se llenó de temor, angustia y odio, y, por primera vez, se preguntó por qué no había disparado a Moriarty cuando tuvo la oportunidad en la piscina.

Estaba arrepentido. Sin embargo, ahora parecía demasiado tarde.

……………

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