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Better Days por midhiel

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El personaje de Sherlock Holmes pertenece a Sir Arthur Conan Doyle, mientras que los derechos de la serie de la BBC pertenecen a Steven Moffat y a Mark Gatiss. Sin embargo, el Sherlock de carne y hueso pertenece exclusivamente a John H. Watson.

Los personajes del Señor de los Anillos pertenecen al maestro J. K. R. Tolkien, aunque Aragorn es exclusivo de Legolas y viceversa.

Y Piratas del Caribe es de Disney. Pero el Capitán Jack Sparrow es de Will Turner y viceversa.

Hechas las aclaraciones, repito que no se recibe ningún crédito por esto.

La canción que le da nombre al título es de Eddie Vedder.

El fic va dedicado a una amiga que adora estos tres fandoms, y que me leyó y corrigió muchas veces, Prince Legolas.

Ahora sí, el capítulo.


Better Days

Capítulo Nueve: El Adiós

Cinco días después.

Desde su silleta, Sherlock hundió la cabeza en el colchón mientras sostenía entre los dedos la mano inerte de John. Ya no quedaba nada por hacer, los médicos se lo habían advertido. Su esposo seguía conectado al respirador pero su corazón no había podido resistir la cesárea. Sus pulmones y riñones estaban dañados por haber llevado el peso de la criatura durante varios meses y en condiciones paupérrimas. John estaba muriendo y él, una persona cerebral y calculadora que no le rehuía a la verdad, tenía que enfrentar la realidad más cruda.

Alzó la cabeza y abriendo su corazón como pocas veces, murmuró:

-No me dejes, mi amor. Por favor, no me dejes. ¿Qué haría yo sin ti? ¿Qué haría nuestro pequeño William sin ti? ¿Tú eres el padre afectuoso, el paciente, el que sabe entenderse con los niños? ¿Qué puedo hacer yo? La señora Hudson me ayudaría, sí, es cierto. Sería una excelente tía postiza si tú – pasó saliva -. . . ¡John! Tienes que sobrevivir. Si me amas y sé que me amas, no puedes marcharte. Tienes que luchar. ¡Eres un soldado! ¡Eres mi vida! ¡Lo eres todo para mí!

Suspiró. Las lágrimas le cortaban la visión. Se las secó con la manga y acarició la mejilla de su esposo. Se sentía fría y húmeda.

-Señor Holmes – susurró la enfermera, empujando discretamente la puerta -. Lo buscan, señor.

Sherlock se frotó los ojos y después de besar la frente de John, se levantó. John no respondió al toque de sus labios como lo hacía antaño, estremeciéndose suavemente y regalándole una sonrisa. Sherlock se cuestionó si aún podía oírlo. ¿Dónde estaba su mente ahora? ¿En qué pensaba? ¿Qué sentía? ¿Con qué o quién soñaba?

-Señor – apremió la enfermera al notar que el detective no se movía.

Sherlock acarició la mejilla de su esposo y la siguió.

En el corredor se encontró con Mycroft. Había cambiado su paraguas negro por un Blackberry, seguramente para seguir conectado con Anthea, que no estaba con él.

-¿Qué quieres, Mycroft? – fue el brusco saludo del detective -. No estoy en mi mejor momento, así que si has venido a echarme en cara. . .

-¡Por el amor de Dios, Sherlock! – cortó su hermano -. ¿Me crees capaz de venir con un “te advertí que esta relación no era saludable para ti”, cuando tienes a tu pareja en estado de coma?

-Es mi esposo, Mycroft – corrigió, exasperado -. No mi pareja. Y sí, te creo capaz de venir a echarme en cara tu discurso de sabio hermano mayor. Yo. . . yo – se secó los ojos y comenzó a moverse en círculos. Se sentía tan deprimido y vulnerable que no se sentía él mismo. El sólo imaginar que estos eran los últimos momentos de vida de John, que lo perdería. ¡Santo Cielo! No podía perderlo -. ¿Dime de una vez qué es lo que quieres?

Mycroft hizo girar el teléfono en la palma de la mano como solía hacerlo con el paraguas. Sherlock deseó que se le estrellara en el piso.

-Acabo de venir de la nursery y conocí al pequeño John William – sonrió -. Una delicia de niño. Siento horriblemente que John no pueda conocerlo. Una verdadera pena.

-¿Qué quieres? – exigió Sherlock, impaciente.

Mycroft alzó la cabeza.

-No estás en condiciones de hacerte cargo del niño, Sherlock.

-¿Y quién eres tú para decidir si estoy en condiciones o no, My-croft?

Mycroft leyó su Blackberry. Aunque estaba en vibrador, Anthea no dejaba de enviarle mensajes.

-Vives al borde del peligro, ese sujeto, ¿cómo se llamaba? Moriarty, te acechaba noche y día y terminó secuestrando a tu “pareja”. Sé que ya lo enviaste al otro mundo pero pronto te surgirán otros enemigos, tal vez más peligrosos que él. Tu vida diaria tampoco es saludable para un niño. Divides tu tiempo entre la sección de homicidios de Scotland Yard y la morgue de St. Barts. No llevas una vida adecuada para hacerte cargo de una criatura y tú lo sabes.

Sherlock se recargó contra la pared. Por más bronca que le provocara, tenía que aceptar que su hermano estaba en lo cierto.

-Sé que te cuesta reconocer que me preocupo por ti – continuó Mycroft -. Pero te hablo con el corazón, Sherlock. No digo que yo sea la persona adecuada para hacerme cargo del pequeño William, conoces mis horarios: me divido entre las oficinas del Gobierno y el Club Diógenes. Un infante rompería mi rutina. Sin embargo, Mami. . .

-Yo me haré cargo de él – dispuso Sherlock, terminante -. Te agradezco tu preocupación y la de Mami pero yo me haré cargo de mi hijo.

Mycroft sonrió, haciendo danzar el teléfono entre sus gruesos dedos.

-¿Puedo preguntar cómo piensas hacerte cargo?

-Lo discutiremos con la señora Hudson. . .

-¿La casera?

-Así es.

-Una mujer anciana, por cierto – recordó Mycroft.

-Anciana pero más activa que tú – señaló Sherlock, ponzoñoso. Su hermano miró el teléfono -. Aunque te parezca absurdo, sí me he preocupado por el futuro de mi hijo – confesó con la voz quebrada -. Si John no puede acompañarme, la señora Hudson se ofrecerá gustosa. Además, yo se lo prometí – bajó la cabeza.

-¿Le prometiste qué?

Sherlock lo miró con los ojos vidriosos.

-Le prometí a John que nunca abandonaría a nuestro hijo.

Mycroft suspiró, respondió un mensaje y guardó el Blackberry.

-Te veré pronto – se despidió -. Si me necesitas. . .

-Sé dónde encontrarte – contestó con brusquedad.

El mayor de los Holmes asintió y guardando el teléfono en su bolsillo, se retiró.

Sherlock se frotó los ojos para secarse las lágrimas. Era inquietante para él dejar traslucir sus emociones pero con la angustia que sentía, ya no podía controlarlas. Esperó a que la gruesa silueta de su hermano doblara la primera esquina y entró de cuenta nueva en la habitación para seguir cuidando a su esposo.


….


Por la noche John abrió los ojos, o al menos creyó abrirlos porque obtuvo una visión panorámica de la habitación aún estando a oscuras, pero sin sentir que sus párpados se separaran. El dolor que le lacerara el cuerpo entero se había ido. Miró hacia su costado izquierdo y vio las lucecitas titilantes de las máquinas a las que estaba conectado. Sintió un peso ligero en la mano derecha y al echarse hacia ese lado, vio a Sherlock durmiendo con la cabeza apoyada de lado en el colchón, sosteniendo su mano.

John sonrió. Quiso advertirle que al fin había despertado pero no pudo moverse ni le salió la voz. ¿Qué rayos le estaba pasando?

Instintivamente se miró el vientre. Lo tenía abultado, pero no lo suficiente para cargar a un niño. Lo más espeluznante fue que no sintió ningún movimiento. Ya comenzaba a desesperar cuando vio a un costado una luz blanca parpadeante que fue apagándose hasta enseñar dos figuras. Se trataba de un par de jóvenes altos vestidos con atuendos estrafalarios, que John reconoció como piratas. Uno tenía el cabello rizado, recogido en una coleta baja, una chaqueta negra, camisa blanca y pantalones oscuros. Era un joven muy bello, de facciones que parecían esculpidas por los dioses. Claro que a John no le pareció ni la mitad de atractivo que su propio esposo. El otro era mayor, tenía el cabello suelto, lleno de greñas donde se entremezclaban albalorios coloridos, monedas y un hueso. Sobre la cabeza llevaba un paliacate rojo y estaba vestido de una manera excéntrica, con colores llamativos, como si deseara exclamar “¡Aquí estoy!” a diez metros a la redonda. Ambos lo observaban como si lo conocieran de toda la vida.

-Buenas noches, John Harold Watson Holmes – saludó el primero con una sonrisa condescendiente -. Soy William Turner Sparrow y aquí está mi matelot, o esposo como dirían ustedes, Jack Sparrow Turner. Ambos somos capitanes del “Black Pearl”, el barco más veloz de los siete mares. Hemos venido a buscarte para llevarte a la tierra de tus ancestros hasta que Sherlock esté en condiciones de buscarte.

-¿Qué dice? – preguntó John, confundido, y ¡oh sorpresa! aunque no le salió la voz, las apariciones sí parecieron escucharlo.

-Esto es demasiado, cachorro – habló el otro joven con un gesto de desencanto -. Nos llevó años entender estos viajes del más acá al más allá y pretendes que este pobre hombre los entienda en cinco minutos.

Will rodó los ojos y se volvió hacia John.

-Debes venir con nosotros.

John volteó hacia su esposo dormido. William entendió lo que estaba pensando y añadió.

-Sherlock Holmes Watson necesita madurar para reencontrarse contigo, John. Tú has sido un hombre valiente y este último sacrificio te ha merecido el premio. Los elfos valoran la vida por encima de todo y tú, que llevas su sangre al igual que yo, la has defendido hasta el punto de entregarla a cambio de la de tu hijo. Por eso mereces vivir entre ellos. Ven con el regalo que te han preparado.

John no lo entendió pero sintió una necesidad inmensa de seguirlos. Con mucho cuidado liberó su mano de las de Sherlock y se irguió.

-Antes de irnos queremos enseñarte a alguien – sonrió Will y se dispuso con Jack a guiarlo hasta la nursery.

Al caminar detrás de ellos, John se llenó de una impresión extraña. Se sentía volátil, con la sensación de no hacer contacto con el suelo, como si sus pies volaran. Atravesaron la puerta sin abrirla y entonces, John se echó hacia atrás. A través de las paredes pudo verse inconsciente en la cama, con Sherlock durmiendo a su lado y sosteniendo su mano.

-Para unirte a nosotros debes dejar atrás el cuerpo que te cobija en este mundo – explicó Will gentilmente -. Al llegar a Arda sufrirás una transformación, no te será dolorosa pero te transformará en un elfo.

John se detuvo perplejo. Una parte le rogaba que no dejara a su esposo, pero otra parte más fuerte le exigía continuar marchando. Al ver su turbación, Jack le palmeó el hombro compasivamente.

-Adelante, compañero – alzó el dedo y le dio golpecitos en el pecho -. Acompáñanos que antes de irte, necesitas conocer a alguien.

John miró el dedo sorprendido y con delicadeza, le retiró la mano. Jack carraspeó y quiso volver a tocarlo, pero su esposo lo tomó del brazo y lo tironeó para que siguiera marchando. John los siguió. Atravesaron los corredores iluminados y pasaron junto a médicos y enfermeras. John los observó asombrado, pero nadie parecía notar su presencia. Al pasar junto a la recepción, Jack quedó fascinado con un bolígrafo y quiso requisarlo, pero sus manos transparentes traspasaban el objeto sin poder tocarlo.

-Maldita bruja platinada – murmuró.

William le dedicó una mirada admonitoria y el pirata se encogió de hombros.

Finalmente llegaron hasta la nursery, una habitación cuadrangular, poblada de cunas transparentes, con bebés que dormían plácidamente.

Mientras que Jack se detenía ante cada cuna y estudiaba al bebé como si nunca hubiera visto una criatura en su piratesca vida, Will guió a su invitado hasta una de las tantas cubiertas con mantas celestes.

-Ven, John.

…l se aproximó y miró al bebé que dormía allí. Era un angelito hermoso, de piel tan clara como la de Sherlock, que tenía un mechoncito rubio coronando la cabeza. Dormía profundamente, succionándose el pulgar y haciendo ruiditos. John lo reconoció al instante. Emocionado, intentó cargarlo pero al llegar hasta él, sus manos sólo tantearon el aire como si fueran etéreas.

Will apoyó una mano sobre su hombro.

-Por ahora sólo puedes contemplarlo, John. Esta preciosura es John William Holmes Watson. Ofreciste tu vida por él y ahora es el turno de Sherlock de cuidarlo hasta que estén en condiciones de encontrarse. Algún día volverás a ver a tu familia y podrás sentirlos y abrazarlos a ambos, al igual que ellos a ti.

John se mordió el labio. Quería cargarlo y acariciarlo ahora mismo. También a Sherlock, necesitaba decirle que estaba bien, que sus temores resultaron irrisorios, que estaba a salvo, que no había muerto al traer a Will al mundo, pero, entonces, se cuestionó por qué tenía que abandonarlos.

Jack llegó finalmente hasta ellos y miró al bebé.

-¡Tiernísimo! ¿No, cachorro? ¡Imagínate cuando tú me des uno así de lindo!

Will posó el dedo en la boca, reclamándole silencio.

-¿Qué? – Jack se encogió de hombros -. Si con el hechizo de la bruja no pueden oírnos aunque gritemos.

-¡Jack! La Dama Galadriel no es ninguna bruja.

-¿Ves? Acabas de gritar y no te oyó nadie, cachorro.

Ajeno a ellos, John no podía quitar los ojos de su bebé y comenzó a lagrimear.

-Es tiempo de partir, John – sugirió Will suavemente -. ¿Quieres despedirte antes de tu esposo?

John sacudió la cabeza. No soportaría decirle adiós. Conmovido, Jack lo empujó con gentileza para que los siguiera.

-Esperen – se detuvo John -. Tienen razón. Tengo que despedirme de Sherlock. Necesito verlo una última vez. ¿Cuánto tiempo estaremos separados?

-Eso depende de tu esposo – repuso Will -. Sin embargo, la Dama Blanca ya leyó su corazón y nos advirtió que la espera no será larga.

John asintió sin comprenderlo. Regresaron a la habitación donde el detective continuaba durmiendo en la misma posición y sosteniendo la mano del cuerpo que su esposo había dejado allí. John se le acercó y depositó los labios sobre su cabeza ondulada. Pero no pudo palpar su cabello ni oler su peculiar perfume picante. John se mordió el labio. Lo que hubiera dado por poder sentirlo una última vez. Aproximó la boca a su oído y murmuró: “Te amo, Sherlock. Pronto estaremos juntos”, preguntándose si su esposo podría oírlo o no.

Will parpadeó emocionado y extendió la mano hacia su matelot. Jack se la apretó compulsivamente.

-Es hora de partir, John – anunció William.

John giró hacia ellos.

-Estoy listo – anunció, aunque su temblor afirmaba lo contrario.

-Espera, compañero – detuvo Jack y miró al médico -. Si te es tan difícil la separación, llévate contigo algo que te recuerde a él. Como dicen los franceses – se frotó el mentón, tratando de recordar -. . . algún souvenir, ¿savvy?

-¡Jack! – interrumpió Will -. Mandos no lo permitiría.

-¿Mandos? – repitió John.

El pirata hizo un gesto de indiferencia.

-Tú sólo toma algo que te recuerde a tu matelot, mientras estén lejos.

John se acercó a la mesita junto a Sherlock donde había un bolso abierto con algunas pertenencias. Sin dudarlo, tomó su anillo de bodas, que su marido le había quitado en la ambulancia y había guardado allí. Era una sortija de oro sencilla, que adentro tenía grabadas las iniciales “S & J” acompañadas de la frase “por siempre”.

-Me llevaré mi anillo – decidió. Increíblemente esta vez sí pudo alzar el objeto y lo apretó en su puño.

-Buena elección – sonrió Jack, encasquetándose el sombrero -. Acércate a nosotros y no voltees.

John asintió y caminó derechito hacia los piratas, sin volverse hacia Sherlock. Will le apretó la mano para darle apoyo y los tres se dirigieron juntos hacia el rincón por donde los piratas habían llegado. La luz blanca apareció de cuenta nueva. Envolvió al trío con resplandor enceguecedor y se los llevó consigo.

Sherlock siguió durmiendo, mientras sus labios, en sueños, murmuraban:

-Yo también te amo, John.


………….


-¡Santo Cielo, aquí llegan! – exclamó la señora Hudson, mientras abría la puerta de los departamentos de Baker Street. Afuera la aguardaba Sherlock con un bolso de bebé colgado al hombro y Will durmiendo en sus brazos. Se lo veía más pálido que de costumbre, con una expresión de dolor que conmovía hasta a las piedras -. ¡Oh, Sherlock! ¡Qué alegría tenerte de regreso! Bueno, no de alegría, ya que John. . . Lo de anoche lo esperábamos de un momento a otro pero igual. . .

-La entiendo perfectamente, señora Hudson – interrumpió el detective, rápidamente. Cualquier mención de John lo perturbaba hasta las lágrimas y odiaba llorar en público -. No necesita usted ser tan explicativa.

-Te comprendo, querido – contestó la anciana, arrepentida, y se apresuró a cargar a Will -. Dame este angelito. Duerme como un rey – sonrió -. Ay, Sherlock. Cuando lo conocí en la nursery había abierto los ojos y eran los tuyos, igualitos, también la nariz y la frente, aunque las mejillas y la boca son idénticas a. . . tú sabes.

-¿Alguna novedad? – interrogó Sherlock para cambiar de tema.

La señora Hudson acomodó al bebé y lo dejó pasar.

-Tu hermano está aquí, Sherlock. Llegó hace una hora. Le ofrecí té y sólo lo aceptó con la condición de que bebiese con él. Es todo un caballero. Ya no quedan hombres así de gentiles.

La expresión del detective pasó de la tristeza a la furia. Con cuidado, hizo a la anciana a un lado y corrió escaleras arriba.

Mycroft lo esperaba sentado erguidamente en el sillón de John, con la punta de su paraguas negro apoyada en el piso.

-Buenos días, Sherlock.

-¡Aléjate de ese sillón, Mycroft! – ordenó Sherlock imperante.

Su hermano se levantó y fue a sentarse en el sofá.

-Lo siento – se disculpó con su sonrisa fría -. Ahora recuerdo a quién pertenecía ese sillón. Seguramente quieres conservar su olor, o quizás es un homenaje que le haces. Pero te recuerdo que con un niño pequeño no podrás conservarlo intacto por mucho tiempo. Ya sabes – hizo un gesto de repugnancia -, sus manitas tocan todo.

-¿Qué quieres, Mycroft? – demandó el detective -. Aparte de interrogar a la señora Hudson con la excusa de compartir el té. ¿Qué averiguaste? ¿Qué te pareció? ¿Estamos ella y yo capacitados para cuidar de un infante o necesitamos algunos de tus sabios consejos?

El mayor de los Holmes se miró las uñas con aire ofendido.

-Siempre tan sarcástico y desconfiado. ¿No te cansas de ser así? Tu casera y yo compartimos el té. Una mujer exquisita, si me permites opinar. Y muy afectuosa también. Eso es bueno para el niño. A propósito, me comentó que cuando estabas en el hospital, quiso limpiar la casa y no encontró experimentos tuyos desperdigados por ahí. Buena señal, Sherlock.

-Abandoné los experimentos hace meses – confesó el detective -. Cuando me enteré que . . . que él estaba de encargo – se echó en una silla y parpadeó para quitarse las lágrimas -. Los dejé por su salud y la del niño.

-Un gesto altruista de tu parte – observó Mycroft -. Veo que parpadeas más veces que lo normal. Escondiendo lágrimas, eso creo. No es bueno guardarse las emociones.

-¿Cómo va tu dieta? – preguntó Sherlock, ácidamente.

-Bien. Perdí cuatro libras. Bueno – sonrió -. Cinco en realidad. Fui esta mañana temprano a buscarte al hospital pero ya te habías ido.

-Llevé a Will a dar un paseo. Quería estar solo con él un rato antes de regresar a casa y – enseguida cayó en la cuenta de que estaba dando demasiada información de sus emociones y cambió velozmente de tema -. ¿Para qué fuiste a buscarme al hospital si yo no te lo pedí?

-Sólo trataba de ser amable, Sherlock.

En ese momento entró la señora Hudson sosteniendo al bebé, que continuaba dormido. Sherlock se acercó a cargarlo y lo acomodó como todo un experto.

Mycroft se puso de pie con una sonrisa de orgullo.

-El pequeño John William, o Will como parece que prefieres llamarlo. ¿Qué te sucede, Sherlock? No es propio de ti usar diminutivos.

-John decidió llamarlo así y yo seguiré haciéndolo.

-¡Qué bien! – felicitó Mycroft sin dar a entender si lo decía en serio o estaba siendo irónico. A su hermano poco le importó -. Ya abusé demasiado del tiempo de ustedes y el deber me llama.

-¿Ya se va? – preguntó la señora Hudson, desilusionada.

-Mucho me temo que sí, señora – se excusó Mycroft.

-Pero podría quedarse a almorzar con nosotros – propuso ella -. Horneé un budín de chocolate para el postre. El preferido de Sherlock. También hay carne asada.

-Mi hermano se tiene que ir, señora Hudson – replicó Sherlock cortante -. Además está a dieta. No querrás recuperar tus cuatro libras, ¿cierto, Mycroft?

-Cinco, Sherlock – sonrió -. Cinco libras.

-Cuatro – corrigió Sherlock sarcástico.

Entre los hermanos se intercambiaron miradas asesinas, que incomodaron a la anciana.

-En ese caso fue un placer compartir el té con usted – intervino ella para romper el hielo -. Puede regresar cuando lo desee.

Sherlock rodó los ojos. Su hermano sonrió.

-Así lo haré, señora Hudson. Así lo haré. Que tengas buenos días, Sherlock. Mami te envía sus saludos y no ve la hora de conocer a su nieto.

El detective no le contestó. Mycroft besó a la anciana en la mejilla y después de dar dos vueltas a su paraguas, bajó las escaleras hacia la salida. La señora Hudson lo acompañó.

Con Will acomodado en brazos, Sherlock se sentó en el sofá. La sala se sentía silenciosa y vacía sin John, como lo había estado en los tres últimos meses. Sin embargo, durante ese tiempo, el detective había conservado las esperanzas de volverlo a ver. Sólo que ahora. . . ¿Qué sería de su vida sin John? Quiso encender la tele pero recordó enseguida que a esa hora transmitían programas que usualmente había mirado con él. Sabía que no podría soportar verlos más en soledad.

Alzó la cabeza hacia la repisa de la chimenea y se encontró con el cráneo. Lo sintió inútil después de haber compartido tantas charlas con su esposo. La vida apestaba sin John. Sherlock sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Al menos ahora estaba solo para poder llorar en paz.

Will hizo un ruidito. Acababa de despertar. En medio del llanto, su padre le sonrió.

-Es hora de comer, calaverita.

Y se levantó con el bebé en brazos para prepararle el biberón con las instrucciones que la señora Hudson le había dejado colgadas en la puerta de la nevera.


………….

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