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Painting Dreams por hana midori

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Notas del capitulo:

Han sido ocho largos años. Sé que si todavía queda alguien a quien le interese la historia, estará ansiosa por leer el capítulo, así que primero las dejaré hacerlo antes de contarles todo el rollo en las notas finales. Espero que les guste, me he esforzado mucho para que sea algo bueno y entretenido. Las quiero y perdón por tan poco :,c <3

P.S Si encuentran errores de ortografía y de redacción, una disculpa. Según yo lo he revisado pero siempre se puede escapar alguno.

—La escuché gritar. —dijo Ciel, sus ojos muertos fijos en el pasado.—Trataba de hacerse la fuerte pero lloraba. Y ellos reían. Reían y reían mientras la asesinaban…—la voz, el cuerpo, el alma, todo su ser completo tembló con violencia—Y yo no podía hacer otra cosa que llorar con ella. No era capaz de ayudarla, de salvarla… Estuve ahí, gimoteando en la basura mientras moría. —se abrazó a sí mismo, como si de esa forma pudiera evitar caerse en pedazos. —Fue mi culpa. Si no hubiera sido tan caprichoso, si no hubiera sido un vil cobarde, si hubiera sido un hombre de verdad, ella…

No pudo más. Cayendo de rodillas, Ciel se quebró. Un lastimero y herido sollozo escapó de su garganta, seguido de las amargas lágrimas que por muchos años había derramado para su madre. Sebastian lo observó en silencio, inmóvil. Con cada salada perla que recorría las níveas mejillas del menor, sentía en su corazón una punzada, una aguja caliente que se enterraba más y más. Pero aunque deseaba detener su sufrimiento, correr a él y sostenerlo entre sus brazos, no lo hizo. Se quedó parado, estudiándole…

—Es probable…—comenzó a decir, dando un paso al frente. —…que tengas razón. La muerte de tu madre fue causada por lo que hiciste. —Ciel contuvo el aliento. En su cabeza escuchó la voz de su padre articulando aquellas horribles y verdaderas palabras—Pero, —la imagen de Vincent fue remplazada por la de Sebastian, quien ahora se encontraba de rodillas frente a su persona—martirizarte no honrará lo que hizo. —el chico parpadeó. 

—¿Hon…rar…?

—Sí. Podrías pasar el resto de tu vida pensando en quién tuvo la culpa. Tal vez fue tu padre por dejarlos, tal vez fueron los trabajadores del cine por cerrar la puerta principal, tal vez fuiste tú porque te asustaste, o tal vez fueron esos hombres que estaban enfermos… Jamás vas a dar con una respuesta que te deje satisfecho porque no existe. Solamente está lo que sucedió y ella murió no por ti sino para ti. Sacrificó más de lo cualquiera hubiera sacrificado con tal de mantenerte a salvo. Y el que te estés culpando a causa de ello es tanto mandar al carajo su decisión como darte demasiado crédito.

Ciel bajó la mirada. Aquellas palabras eran como una bofetada para su entumecida mente, un remolino de caos que amenazaba con destruir todo en lo que creía… una luz en medio de la horrenda oscuridad en la que había estado sumido por años.

Sebastian posó sus manos sobre sus hombros, atrayendo nuevamente su atención.

—Vive, Ciel. —sus pupilas no estaban llenas de pena ni de dulzura. Irradiaban fuerza, voluntad, las mismas emociones que le estaba transmitiendo con sus palabras. —Deja de cargar con culpas que no te corresponden. Honra el sacrificio de tu madre y vive.

El primer eslabón de la cadena se hizo añicos con un sonoro ruido. Él lo escuchó, lo sintió. Y por primera vez en tres años, su corazón palpitó ligero.

—¡Sebastian…!

Se lanzó hacia adelante. Michaelis le recibió con los brazos abiertos, envolviéndole luego con su calidez y protección. Ahí, acunado, lloró otra vez, pero en esta ocasión no lloraba por la pérdida, más bien, lloraba por lo que había recuperado: su libertad.

Permanecieron un largo momento así, abrazados. En todo ese rato, Sebastian no dijo nada. Se había limitado a transmitirle todo con las caricias que depositaba en su húmedo cabello y en su fría espalda.

—Quiero ir a casa. —dijo de pronto el menor, aferrándose a su ropa como si la vida se le fuera en ello.

—Entonces, vamos. —Ciel cerró los ojos y recargó su cabeza en el hombro del pelinegro.

—Okey.

El Phantomhive no recordaba haber entrado jamás a un cuarto tan caliente. El aire seco del interior del departamento acariciaba su piel igual que lo haría el fuego de una hoguera, y, para su asombro, eso no le pareció agradable.

—Hace calor. —susurró. El ojirojo contuvo una risilla, pero el chiquillo la sintió gracias a que le cargaba a la altura de su pecho.

—Después del baño no pensarás lo mismo. —replicó. Ciel bufó, al tiempo en que pega su mejilla al hombro del adulto.

—Pervertido. —dijo entredientes. Está vez, Sebastian no aguantó la risa.

El baño aparentemente no estaba muy lejos, aunque Ciel no se fijó en la ubicación exacta. De hecho, no se fijó en nada del apartamento, por lo que en realidad fue una sorpresa el llegar tan pronto al blanco cuarto.

Ahí Sebastian lo hizo bajar, y sus zapatos resonar contra el mosaico.

—Esta es la regadera. —el doctor abrió una cortina de plástico del mismo color que las paredes—La llave izquierda es la del agua caliente y la de la derecha es la del agua fría. Tómate todo el tiempo que quieras, ¿De acuerdo? Cuando termines te traeré ropa limpia. —Ciel asintió lentamente. —Muy bien. —sin agregar otra cosa, Sebastian volvió sobre sus pasos y cerró la puerta, para permitir que el muchacho comenzara a asearse.

Ciel permaneció quieto, con las iris fijas en el pequeño rectángulo que era la regadera. Luego, perezosamente paseó su atención por el baño, descubriendo que además de la ducha, había una barra de metal de donde colgaba una toalla blanca, un inodoro color crema y un lavabo de la misma tonalidad. Por último, y encima del lavamanos, se encontraba un espejo de medio cuerpo.

Intentó emitir un juicio respecto a la apariencia del cuarto (como cualquier persona haría al visitar por primera vez un sitio nuevo) pero por más que se esforzó, ninguna idea particularmente inteligente le pasó por la cabeza. Era “sencillo” y nada más.

Comenzó a quitarse la ropa. Hasta ese momento, no había reparado en lo pesadas y alarmantemente mojadas que estaban sus prendas. Si hubieran estado en pleno invierno y no a mediados de primavera… Bueno, era mejor para él que no le diera muchas vueltas al asunto. Tenía cosas más inmediatas en las cuales reparar, como el desagradable frío e irritación que sentía en su ahora desnuda piel.

Fue rápido a la regadera. Abrió la llave izquierda, y el agua corrió libre como si fuera una cascada. Parte de su brazo la tocó, sintiéndola cálida por culpa de su baja temperatura. No cedió a su primer impulso de entrar y esperó un momento, hasta que fino vapor escapó de las gotas. Entonces avanzó.

El agua caliente golpeó de lleno su cuerpo. Ciel cerró los ojos mientras dejaba escapar un suspiro. Recordó sin querer los brazos de Sebastian. En otro tiempo, en otras circunstancias, se habría reprendido por aquello y habría alejado de su cabeza aquella imagen. Pero no eran las circunstancias normales, ni tampoco tenía ganas de reprocharse nada. Así que se dejó imaginar…

Apagó la regadera después de un largo rato. Corriendo un poco la cortina buscó a tientas la toalla y al encontrarla, la atrajo hacia sí. Secó su piel y cabello y luego se envolvió lo mejor que pudo en la tela.

Un escalofrío recorrió su espina dorsal cuando tocó el suelo con los pies desnudos. Vagamente se dijo que no había estado así de helado cuando llegó, y más vagamente aún se replicó que debía de ser porque ahora él estaba caliente. En cualquier caso, estaba frío y le desagradaba en demasía.

Atravesó a paso ligero el cuarto para poder huir de su incomodidad, pero al alcanzar el lavamanos, detectó un destello con el rabillo del ojo que lo obligó a detenerse en seco. Ciel apretó entre sus manos la toalla, hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Y a continuación, con una lentitud que denotaba duda y miedo, giró el rostro hasta encontrarse consigo mismo en el espejo.

Tenía en la cara muchas cicatrices que conocía bastante bien: La hinchazón del llanto, la palidez del frío, las ojeras de los desvelos… Ahí estaban y sin embargo… no le parecieron tan horribles como antes.

Ciel extendió lentamente una mano hacia su otro yo. Bajo la yema de los dedos sintió la frialdad del vidrio… y nada más. El muchacho apartó la mano. Era un simple espejo; una corriente ilusión astral.

El baño daba a una recámara bastante espaciosa. A menos de un brazo de distancia, había una cama queen size pegada a la pared. Siguiendo esa dirección, en el siguiente muro se encontraba una ventana cubierta por las cortinas, y debajo de ésta, un precioso escritorio de madera. La otra pared estaba abarcada en su mayoría por un librero y una cajonera. En el muro restante, había una puerta por la que en ese momento Sebastian estaba entrando.

El mayor se detuvo en seco, observándole tan fijamente durante un segundo que Ciel retrocedió de vuelta al baño con la vergüenza quemándole el pecho. Ante su reacción, Michaelis despabiló y se disculpó por sus malos modales. 

—Venía a dejarte la ropa. —se excusó, ahora mirando para otro lado. —Te la pondré en la cama, ¿Sí? Llámame cuando termines. — tal como dijo, la puso encima de la sabana e inmediatamente salió del cuarto.

El Phantomhive avanzó con cautela. Al comprobar que el mayor no iba a volver, retiró la toalla de su cuerpo y procedió a ponerse las prendas limpias. No resultó una sorpresa que le quedaran grandes, aunque de cualquier forma se sintió avergonzado. No debía de ofrecer un aspecto precisamente bueno con la camiseta hasta las rodillas y el short apenas sujeto a la cintura.

—Listo. —dijo después de sentarse en el borde de la cama.

Sebastian entró luego de unos segundos. Ciel notó que también se había cambiado de ropa. Llevaba una playera como la suya y unos pants oscuros.

—Lamento que no tenga nada más. —comentó al verle. El peliazul negó suavemente.

—Está bien. No es problema. —el mayor sonrió.

—¿Tienes hambre? Puedo hacerte algo si lo deseas.

—No, no, yo… Prefiero descansar. —Sebastian le estudió unos momentos.

—De acuerdo. —cortó la poca distancia que había entre ellos. Ciel esperó para ver qué hacía, y cuando lo pasó de largo y tomó el extremo de la sabana, no pudo evitar preguntarle al respecto.

—Dormirás aquí. —le contestó casualmente.

—¿Qué? Pero, ¿Y tú?

—En el sillón. —hizo un hueco entre las colchas. —Anda, es tarde. —pero el muchacho no se movió.

—No puedes dormir en el sillón. —murmuró a continuación. —No es correcto. —Sebastian arqueó una ceja. Tuvo la intención de responder aquel comentario, diciendo algo como “Prefiero que estés cómodo” o “He dormido más veces en la sala que en mi cuarto, estaré bien”, sin embargo el Phantomhive le robó la palabra.

—La cama es bastante grande. —desvió el rostro y bajó el tono de su voz. —Cabríamos los dos sin muchos problemas.

Michaelis parpadeó. El desconcierto y la confusión hicieron presa a su mente, provocando que tardara más de lo que hubiera querido en asimilar la propuesta del chiquillo.

—N-No… —se aclaró la garganta, apenado de tartamudear igual que una quinceañera. —No quiero incomodarte, Ciel.

—No es problema. —replicó sin pensar. Luego, hizo una pausa en la que pareció tomar valor. —De hecho, me haría sentir mejor que te quedaras aquí…

El pelinegro abrió la boca y la cerró inmediatamente. Clavó sus iris rojas en su paciente, intentando encontrar la mirada que le rehuía. Al no dar con ella, torció un poco el gesto y se llevó una mano a la parte trasera del cuello.

—No sé si sea buena idea. —admitió.

—No me importa. —fue la respuesta del Phantomhive.

Un latido, dos latidos, tres latidos… Sebastian soltó un suspiro y dejó caer su mano.

—Okey. —sonaba resignado pero no molesto. —Déjame apagar las luces y te alcanzo.

Ciel subió al centro de la cama y su doctor salió del cuarto. Volvió al cabo de un minuto, acompañado de la oscuridad propia de la noche. Con mucha precaución se introdujo entre las sabanas.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Perfecto.

Guardaron silencio. Y entonces Sebastian comenzó a hacer lo que había estado evitando desde que llegaron al departamento: Pensar. Pensó en la historia que le contó Ciel, en las duras pero verdaderas palabras que le dijo y en la reacción del chico. Pensó también en la pequeña luz que había vuelto a sus ojos y en lo extrañamente tranquilo que estaba ahora.

No se había equivocado, pero tampoco estaba seguro de que hizo lo correcto. Después de todo aún no sabía qué hacía Ciel en ese callejón y eso le…

Un movimiento por parte de Ciel lo sacó de sus pensamientos. Antes de que pudiera preguntarle si todo estaba en orden, sintió un peso perturbadoramente reconfortante sobre su cuerpo. Aquello era tan cálido…

—¡Ciel, no…! —realizó un intento por quitarse al menor de encima mas éste se aferró con fuerza a él.

—No. —le pidió entonces, enterrando los dedos en su ropa. —Sólo esto, por favor. —y ocultó el rostro en su pecho. —Sólo hoy…

Sebastian debió quitarlo, debió pararse e irse al sillón para protegerlo… pero no lo hizo. Se quedó en su lugar, quieto, percibiendo a través de la tela el calor del niño. Y luego, igual que antes, se dejó vencer y lo acunó entre sus brazos.

Mañana se preocuparía por esto… Hoy no.

 

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El aroma de la comida fue lo que le despertó. No acababa de abrir los ojos cuando su estómago gruñó ante el estímulo, como quejándose. Ciel frunció el ceño y giró sobre su costado. Las cortinas de la ventana ahora estaban abiertas, por lo que el sol tocó de lleno la descubierta piel de su brazo, causándole una sensación de picazón. Debían de ser las doce del día.

Bufó y a continuación recogió las piernas. Una parte de él no quería levantarse aún pero otra, aquella que parecía estar de acuerdo con el ligero dolor de su vientre, le rogaba que se parara y fuera a la cocina. Al final, después de una pequeña batalla mental, soltó un suspiro y se incorporó lentamente.

Si esto se tratara de una novela cursi, de esas que hacen suspirar a las almas simples, podría decirse que en primera instancia él no reconoció la habitación ni se acordaba de cómo había llegado ahí. Luego, mientras se examinaba y descubría las ropas prestadas, recordaría de golpe la discusión con su padre, su huida, el húmedo callejón, su terrible historia, Sebastian… Pero gracias a Dios esto no era una novela cursi, de esas que Ciel detestaba tanto. Él sabía perfectamente dónde se encontraba, por qué estaba ahí. Lo que en ese momento le estaba robando el pensamiento no eran las memorias de ayer o las de hace cuatro años, sino lo condenadamente frío que estaba el suelo a pesar de que se encontraban a mediados de primavera y el sol entraba a raudales en la habitación. En serio, ¿Cómo podía estar tan frío?

Ignorando lo mejor que podía la velocidad con la que el calor del sueño estaba abandonando su cuerpo, el chico dirigió sus pasos hacia la puerta, hacia el estrecho pasillo más allá de ella cuyas paredes blancas no tenían pinturas o fotografías que las decoraran. Dio entonces con una salita modesta, más bien pequeña, porque aunque tenía sólo dos muebles (uno individual y otro doble) el material oscuro del que estaban revestidos detonaba calidad y alto precio monetario. De igual forma, la mesita de cristal en medio de ellos no era del tipo que encontrabas en locales de franquicia, sino en esos especializados a los que casi siempre uno iba a mirar y suspirar. También había otro librero abarrotado hasta el tope, como el del dormitorio, sólo que éste era más grande y ancho.

Ciel sintió la curiosidad de acercarse al mueble y examinar los títulos que contenía, pero mientras cortaba distancia, el aroma de la comida asaltó con mayor potencia su nariz, trayendo de regreso aquel dolor ya no tan sordo que acosaba la boca de su vacío estómago.

“Tendré tiempo de verlos después” pensó, apartando su mirada de los libros y posándola sobre lo que creía era el acceso a la cocina.

No se equivocó en cuanto a su sentido de la orientación. La entrada sin puerta daba, efectivamente, a la cocina, aunque también revelaba la ubicación del comedor, una mesa redonda lo suficientemente espaciosa como para que tres personas comieran en ella sin problemas. El refrigerador, el fregadero, la estufa y una alacena que abarcaba toda la parte de arriba completaban el inmueble de aquella habitación destinaba a la preparación y posterior consumo de alimentos.

Sebastian estaba enfrente de la estufa, con una espátula metálica en una mano y el mango de la sartén en la otra. Al sentirle, apartó los ojos de la lumbre y los dejó caer con cierta sorpresa sobre su figura.

—Oh. —exclamó, como si no hubiera esperado que se levantara por su cuenta. —Ya despertaste. Buenos días.

El chico no estuvo muy seguro si debía responder la amigable sonrisa que ahora le dedicaba el adulto (después de todo el sonreír por sí mismo todavía le resultaba bastante complicado) así que se limitó a asentir, mientras cruzaba los brazos sobre el pecho.

—Buenos. —contestó entonces, en voz baja.

—Casi termino de hacer el desayuno. —anunció Sebastian, volviendo a volcar su atención a lo que fuera que se estaba cocinando en el sartén. —¿Por qué no te sientas? En un momento te lo sirvo.

Igual que antes, Ciel recibió sus cuidados con un callado movimiento de cabeza, y luego atravesó el cuarto, tomando asiento en la primera silla que encontró a su alcance. Desde su lugar, el muchacho se limitó a observar los calculados movimientos del mayor, tan rutinarios ya por la familiaridad de la habitación. Luego, los platos, los vasos y los cubiertos ocuparon los espacios vacíos de la mesa.

Ciel aceptó sin protestas los huevos revueltos y el jugo de naranja, así como también el extraño y pesado manto de silencio que los ciñó a ambos después de las formalidades habituales de una comida (“Lamento no tener mucho”, “Está bien, no hay problema”, “¿Te gusta?”, “Está bueno”) y que se extendió hasta que el muchacho ya no pudo seguir escondiéndose detrás de las sobras que ahora estaban en su plato.

—Siento lo de anoche. —musitó, la mirada desviada y las manos retorcidas debajo de la mesa. —No quería… — ¿Ser odioso? ¿Débil? Sí. No. ¿Por qué de pronto la sangre le quemaba las mejillas? —Lo siento.

Sebastian había detenido sus movimientos. Tenía la acidez del jugo atorada en la garganta y tuvo que toser para hacerla bajar hasta su estómago.

—Ciel, no te preocupes por eso. —dijo a continuación, intentando sonar condescendiente (¿Con quién? Él sabía muy bien con quién). —Está bien, lo entiendo perfectamente.

Una risa amarga, de esas con las que el niño sí estaba familiarizado, se le escapó del pequeño pecho, de forma tan esporádica que pareció un bufido.

—Sí. —murmuró luego, aún evitándolo. —Supongo que sí.

El ángel no se iba y otra vez reclamaba su dominio. Ambos, psicólogo y paciente, lo dejaron retejer su red, uno, tratando inútilmente de fingir que la discusión no tenía nada que ver con ellos, y el otro, luchando por razonar aquello que no se debe (que no se puede) razonar.

—No sé ni por qué quiero insistir en esto. —soltó el muchacho, incapaz de soportar la forma en que las palabras se le amontonaban en el filo de los dientes. —Sólo… Sólo siento que debo hacerlo. —a pesar de que no tenía las palabras, a pesar de que en el fondo sabía que nunca tendría las palabras.

Sebastian continuó observándolo, en un silencio que era ya más ilusión impuesta que realidad inexorable.

—Ciel…—el chico no levantó la mirada, pero su cuerpo reaccionó. Un suave estremecimiento lo recorrió por entero, y Sebastian se vio obligado a apartar los ojos. —No me malinterpretes, pero no creo que entiendas la magnitud de lo que estás implicando. —aunque no le veía, podía sentir perfectamente la fuerza (y la furia) de los orbes del muchacho. Dentro de lo que cabía, era buena señal. Recordaba eso. Ya estaba regresando a él mismo.

—¿Lo dices por mi edad? —fue su respuesta, una cuestión tan pesada y dura como la voz con la que la articulaba. —¿O porque eres mi psicólogo?

—¿La verdad? —“Ninguna.” —Ambas. Aunque te empeñes por actuar como uno, no eres un adulto. Tienes trece años, una edad por naturaleza muy impresionable. Y si a eso le sumamos que, en efecto, yo soy tu doctor… —negó con la cabeza, de forma suave. —Es demasiado pronto para que te preocupes por algo así, más por alguien como yo. 

Ahora se atrevió a encararlo. Siendo honestos, esperaba ver una helada ira desbordándose de sus azules iris (las personas siempre se molestan cuando les ponen frente a una posible verdad) sin embargo, y aunque sí veía una chispa de enojo, había más… dureza que otra cosa. Una dureza curiosa. Una dureza llamada voluntad.

—¿Y cuándo sería el momento? ¿En cinco años? —cruzó los brazos sobre el pecho, en un gesto prepotente. —Vamos, doctor Michaelis, no soy un idiota. Sé lo que me está diciendo, y déjeme decirle que si fuera el caso, entonces habría caído por los últimos cinco psicólogos que me han atendido, incluyendo a Angela. —ante la mención de la mujer, Michaelis hizo una mueca. Sin poder evitarlo, Ciel compuso una sonrisilla, pues por ella él estaba ahí. —Así que no, no me venga con ese sermón barato. Hasta ahora me ha sorprendido con sus técnicas así que no baje el nivel, por favor.

Seguramente debió de sorprenderse. Esa sería la reacción normal, en especial porque hacía menos de unos minutos, Ciel se había mostrado tan tranquilo y sumiso. Pero Sebastian no se asombró, al contrario. Ver al chico así le resultó de lo más apaciguador, porque ese era el Ciel que conocía… y al que quería tanto.

Así pues, durante el siguiente segundo se mantuvo inmutable. Luego, negó otra vez con la cabeza, y dejó escapar una suave risa.

—Aún eres joven. —replicó, con la simpleza de los adultos. El muchacho no cambió la expresión que tenía, aunque su mirada pareció suavizarse un poco.

—¿Qué clase de respuesta es esa?

—La que quieras tomar. —Sebastian extendió las manos sobre la mesa, dejando las palmas hacia arriba, en un gesto de rendición. —Te daré la razón, pero sólo respecto a las técnicas. Mi experiencia habla, Ciel, pero si me equivoco… —encogió los hombros, mostrando una tranquilidad que, de momento, era lo más real que podía ser. —Cinco años no es mucho tiempo. Al menos no para eso.

Y en cierta medida, era lo mejor. Ciel se lo recordaba: Él era el psicólogo. Lo que pensara o creyera, no importaba. Estaban los hechos y Ciel, su paciente. Esto que sentía, esto que el chico sentía… daba igual. Lo único tangible era que tenía que asegurarse de que estuviera bien. Si después se arrepentiría, si después dolería… sería después. Ahora, en este momento, y como anoche, no.

“Mientras el Rey viva…”

Ciel pareció entenderlo. Suavemente, descruzó sus brazos e imitó su movimiento, dejando que sus manos quedaran una a lado de la otra.

—De acuerdo. —dijo, en voz baja. Entonces, una pequeña sonrisa asomó por sus labios. Sebastian sintió la fuerza del océano golpearle el pecho, alejando de él sus dudas, sus miedos. Sin poder evitarlo, correspondió su gesto, y sus dedos buscaron los del niño. Él no se apartó cuando los encontró, al contrario. Los sostuvo con la misma firmeza, como quien sostiene una figura de cristal.

—De acuerdo. —repitió el adulto. —Es un trato.

El chico asintió. En sus ojos bailaba una chispa de diversión.

—Sabes, hay quién diría que estoy haciendo un trato con el diablo.

Sebastian arqueó una ceja, pero, igual que Ciel, no pudo evitar soltar una risilla.

—Tal vez lo haces. No te consta que no sea un demonio y que acabas de cederme tu alma.

—Si es así, es el peor trato que un demonio puede hacer. —Sebastian volvió a reír. Ciel ya no, pero la sonrisa seguía en su rostro. Se le veía bien.

—Anda, tengo que lavar los platos. —con eso, se puso de pie, y dejó ir la mano del chico. Él se lo permitió, quedándose en su sitio mientras lo observaba recoger todo para llevarlo al fregadero. Entonces, el silencio volvió a envolverlos, pero esta vez resultó un silencio agradable, familiar.

Ciel cerró los ojos. Por un momento se creyó de vuelta en el consultorio, con los libros alrededor de ellos. Nunca admitiría en voz alta que ese lugar le gustaba mucho, y que en gran número de ocasiones lo hizo sentir seguro.

“Como Sebastian”

Se permitió soñar despierto un poco más, sin pensar, mientras el agua corría. Después de todo, y en palabras del mayor, el niño era él. Por supuesto que merecía un instante de paz, un instante de pura fantasía, aunque fuera sólo ese.

Michaelis parecía de acuerdo. No dijo nada durante su tarea, e incluso se tomó más tiempo del necesario para realizarla. Y es que pensaba. Pensaba en su persona, en lo que acababa de pasar, en lo que iba a pasar.

“Bien que mal, el momento es ahora. Soy su psicólogo.”

Luego de acomodar el último plato, Sebastian regresó a la mesa. Ciel levantó los parpados, dejándole ver la fortaleza de sus azules ojos, los mismos que siempre le había visto en el consultorio.

—Tu celular. —Michaelis sacó el aparato del bolsillo trasero de su pantalón, y se lo extendió. El muchacho lo observó, componiendo una expresión de visible sorpresa.

—Así que eso fue lo que sonó… —dijo en voz baja, acariciando con sus dedos la pantalla destrozada. Sebastian arqueó una ceja.

—¿Sonó?

Ciel asintió. Durante un largo minuto, se dedicó a examinar el teléfono roto, y tanto él como el adulto sabían que era una táctica barata para ganar tiempo. Al final, el Phantomhive soltó un bufido y lo miró.

—Te conté lo que pasó hace años pero no lo que pasó anoche…

Aquel segundo relato fluyó con mayor facilidad. Ciel no tuvo problemas en darle detalles, así como tampoco en ahogar algunas maldiciones dirigidas a su progenitor. Sebastian escuchó en silencio. No le interrumpió más que para pedirle que ahondara en tal o cual cosa, y después de que terminara, se llevó una mano a la barbilla. En el rostro lucía un gesto de profunda reflexión.

—Tu padre no debió de decirte eso.

—Lo sé, pero la cuestión es que lo hizo. No quiero verlo, ni quiero escuchar tampoco sus disculpas. —desvió la mirada, al mismo tiempo en que su rostro se teñía de sombras. —La cuestión no es por mí y no es a mí a quien le debe pedir perdón.

La imagen de Angelina les llenó la cabeza a ambos. Sebastian recordó la alegría de la mujer cuando la felicitó, y por lo mismo, no le costaba imaginar lo terriblemente mal que debía de estar en ese momento.

—Eso lo entiendo, sin embargo, — hizo una pausa, intentando sopesar la reacción del chico al decir lo siguiente: —sigue siendo tu padre.

Ciel se estremeció. Michaelis contuvo el aliento, esperando lo que fuera que el muchacho quisiera decir. Sin embargo, y cuando el niño volvió a dejar sus ojos en los suyos, sólo encontró cansancio.

—¿Debo entonces regresar?

Sebastian se apresuró a negar con la cabeza, ahogando, a duras penas, su tonto impulso de estirar la mano y sujetar la suya firmemente, igual que hacía unos minutos.

—No me refería a eso. Haces bien en alejarte, él también tiene que pensar, pero es tu papá. Ahora mismo debe de estar muy preocupado por ti. —extrajo otro celular de su pantalón, el suyo, que a diferencia del de Ciel estaba completo y funcional.

—No te digo que le hables. —dijo, luego de notar la expresión que ponía al ofrecérselo. —Aunque un mensaje de texto le ayudaría. No podrá pensar en otra cosa si cree que te ha pasado algo.

El chico no respondió nada. Eso era buena señal, al menos en primera instancia. Si no se negaba rotundamente, era porque sí lo estaba considerando.

Michaelis sofocó una sonrisa al ver que Ciel extendía el brazo y tomaba el celular. No llevó más de un minuto escribir algo, y después de asegurarse de que había sido enviado, le regresó el teléfono.

—No quiero que me digas si te contestó, ¿De acuerdo? —tenía la voz dura, al igual que las pupilas. —Y si llama, no quiero que le contestes.

—Así será.

—Bien.

Ciel se recargó en la silla mientras Sebastian guardaba su celular. No bien terminó de hacerlo, lo sintió vibrar con lo que le parecía ser la dichosa contestación, pero mantuvo su promesa y no le dijo nada ni tampoco lo sacó para comprobarlo.

—Ahora…—dijo, dejando al aire la oración.

—¿Ahora? —repitió el chico, encarnando una ceja.

—Ahora debemos definir qué haremos a partir de este momento. —Sebastian se recargó en el respaldo de la silla, mientras extendía las manos con las palmas hacia arriba. —Puedes quedarte conmigo, no me molesta que lo hagas, pero debemos pensar en la cuestión del tiempo. Lo mejor para ti a largo plazo sería que te instalaras con un familiar, ya sea algún tío u otra tía que tengas en la ciudad. En ese caso tenemos que contactarlos y ponerlos al tanto de la situación, al menos parcialmente. Si no quieres, debemos sopesar otras opciones, ya sea que permanezcas aquí una temporada o busquemos algún sitio pequeño que podamos rentarte.

Ciel no compuso ningún tipo de expresión. De hecho, permaneció estático, denotando vida únicamente por el brillo tembloroso en sus pupilas.

—No tengo más familiares que mi tía. —dijo entonces, en voz un tanto fría. —El único con el que podría quedarme… —Sebastian vio la sonrisa amarga que se le instalaba en los labios, y, al ver que el muchacho no agregaba otra cosa, decidió escarbar otro tanto.

—¿Un amigo? —aventuró. Al percibir un ligero estremecimiento, continuó. —Hablas de Alois, ¿Cierto? —lo recordaba bien, tanto por sus encuentro en el parque de diversiones como por lo que Ciel llegaba a contarle de él. En apariencia, era un buen chico, pero mostraba comportamientos inusualmente precoces y un grado preocupante de dependencia hacia el tutor que siempre lo acompañaba.

“Ciel insiste en que se porta bien con él. No apostaría mi vida pero preferiría mil veces que se quedara con Alois a que volviera con su padre.”

Al menos si quería. Por la expresión amarga que ahora ponía el chico, no estaba ya tan seguro.

—Alois… —musitó, apartando la vista y empezando a retorcer los dedos. —Él y yo… —hizo una a pausa. Luego, soltó un suspiro. —Estamos peleados. El viernes le dije que no quería saber nada de él, y se molestó por ello. —una sonrisa triste le surcó los labios, al mismo tiempo en que sus ojos se llenaban con el recuerdo de aquella pelea. —No hemos hablado desde entonces. Supongo que me tomó la palabra.

Sebastian no dijo nada. O al menos no lo hizo en primera instancia. Dejó que el silencio llenara los espacios un momento, y luego, cuando el muchacho volvió a mirarle, supo que podía decir algo ahora sin temor a que no lo escuchara.

—¿Alois sabe algo de lo que me contaste anoche? —Ciel no dudó en asentir. Sebastian repitió el movimiento, conservando su postura tranquila. —Entonces deberíamos intentar ir. 

El Phantomhive frunció el ceño. Los labios se le separaron, visible intención de decir algo, sin embargo, al cabo de unos segundos los juntó sin haber dejado que las palabras fluyeran de su lengua.

—Me dijiste que es tu amigo. —replicó Sebastian, no dejando pasar la oportunidad de convencerlo. —Bien que mal, conoce tu historia. No lo he tratado directamente, pero estoy casi seguro de que reaccionó así porque sabe que te estás haciendo daño. Si vas y le explicas lo que pasó, lo entenderá.

El menor desvió los ojos. Michaelis esperó entonces, callado, consciente de que al no estarle rechazando de entrada lo estaba pensando…

—De acuerdo. —dijo, en tono derrotado. —De cualquier forma tenemos que ir. Hay algo de ropa mía en su casa y no vendría mal que la recuperara.

Sebastian sonrió y le dio la razón, aun cuando ambos sabían que eso era una excusa.

—Vayamos preparando todo. Iré por tu ropa, puedes usar el baño mientras tanto.

Ciel asintió. De forma lenta se puso de pie y salió de la habitación. Sebastian se quedó otro momento. La sonrisa en sus labios se fue desvaneciendo poco a poco.

“Esto…”

Sacó el teléfono, viendo en la pantalla los mensajes de texto pendientes, las llamadas perdidas. Entonces, sin sentir culpa, apagó el aparato y volvió a guardarlo.

 

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Sebastian sabía que Alois pertenecía a una familia acomodada, pero aun así, no pudo evitar quedarse un tanto impresionado por la casa. Es decir, tenía toda la pinta de casona antigua y orgullosa, con sus altos muros y sus columnas y sus jardines impecables.

—No parece mala idea que te quedes aquí. —musitó por lo bajo, comparando sin justicia la sencillez de su apartamento con lo que ahora se le presentaba enfrente.

—No tienes idea. —fue la respuesta de Ciel, una que iba cargada de frustración y miedo. —Estaré contento si siquiera me abre la puerta.

Michaelis le miró, pero luego de una de sus cortas evaluaciones que el chico tanto detestaba, no dijo nada y terminó de acercarse a la reja de entrada.

—No llames. —le dijo el niño a Sebastian antes de que pudiera presionar el botón del timbre. —Marca 0511. —así lo hizo, y a continuación las puertas se abrieron de forma silenciosa.

—¿Contraseña personal? —Ciel asintió.

—Vengo tan seguido que prefirió dármela.

El auto retomó la marcha de forma perezosa, y de la misma manera, el mayor lo hizo atravesar el camino de adoquines y foresta. Cuando llegaron a la puerta principal, lo estacionó en un sitio donde creía no estorbaba y dirigió su atención al Phantomhive.

—¿Seguro que no quieres que me baje contigo?

Ya lo habían hablado en el departamento, y lo habían vuelto a debatir en el auto. Ciel se negó a ceder el más mínimo trozo de terreno, y por la mirada que ahora le regresaba, las cosas no eran diferentes a pesar de la cercanía.

—Tengo que hacer esto yo. —contestó, quitándose el cinturón. —Yo causé el problema, yo tengo que resolverlo. —abrió la puerta y salió. Sin embargo, antes de cerrar, asomó la cabeza, dejando que Sebastian pudiera verle el rostro que aparentaba tranquilidad y el miedo que se reflejaba en sus pupilas. —Estaré bien. Ya regreso.

Con eso, dejó a Sebastian en el auto. Ciel anduvo entonces hacia la puerta, subiendo los peldaños, respirando hondo, levantando el brazo para llamar cuando la tuvo enfrente… pero la mano se le quedó a medio camino, al igual que el latido de su corazón. Durante un largo segundo, no pareció haber nada, ni mundo, ni tiempo, ni siquiera el chico de cabello rubio que lo observaba con ojos hinchados.

—Alois. —murmuró, por decir algo, por apartar el silencio, por volver a la realidad. Alois permaneció quieto otro instante… antes de soltar una risa histérica que le llegó hasta lo más hondo de los huesos.

—Vaya, el perro regresa arrastrándose. —dijo, recargando su peso en la puerta, revelando una sonrisa quebrada. —¿Qué demonios quieres, Phantomhive? Si mal no recuerdo, me dijiste que me querías fuera de tu vida. —Ciel abrió la boca, pero Trancy se le adelantó, como sólo él podía. —Ah, no, no, lo recuerdo mal, me dijiste que nunca fuiste mi amigo, que sólo te me acercaste por lástima. —la expresión de diversión se acentuó en sus fracciones, al mismo tiempo que la ira en sus ojos celestes. —¿Entonces, señor hipócrita? ¿En qué te puede ayudar el niño mimado?

Ciel se quedó callado. Siendo sinceros, no esperaba… bueno, no esperaba algo así. Realmente la imagen que creyó iba a encontrar era la de un Alois llorando, la misma que logró ver el viernes, cuando le mintió. Sin embargo, a lo que se enfrentaba a ese momento…

“Es muy parecido a mí.”

—No quise decirte esas cosas, Alois. —dijo. El chico rió por lo bajo.

—¿Eso que oigo es una disculpa? Ni empieces, Phantomhive, no quiero tu disculpa.

—Pero yo quiero decírtela.

—¿Quieres o tienes? Ya me di cuenta que los de tu familia suelen confundir los dos términos.

—Alois…

—Eres un imbécil. —la sonrisa en sus labios desapareció, lo mismo que la máscara de diversión que lucía. Ahora revelaba sus emociones, las verdaderas, la ira y el dolor que desde el principio teñían de negro sus orbes cielo. —Me dices niño mimado, pero tú eres un jodido egoísta que sólo piensa en su dolor. ¿Quieres ser un mártir? Pues selo, pero no vengas con la estupidez de que no me importa.

Apretó la mandíbula. Ciel notó que los dedos se le ponían blancos ahí donde los enterraba en la madera.

—Eres un idiota, un insensible, un… —la voz se le quebró. Su rostro se contrajo en una expresión de sufrimiento, sin embargo, ni una sola lágrima le recorrió las mejillas. Y Ciel sabía muy bien el motivo. —¿Qué carajos quieres? Dímelo y déjame en paz.

El Phantomhive dio un paso al frente. Alois no hizo intento de moverse, y él lo tomó como buena señal. Dio otro, y luego otro, y luego otro…

—Sí, soy un imbécil. —comenzó a decir, mientras la distancia se cortaba. —Soy un idiota y un insensible y un mocoso con complejo de mártir. —tomó a Alois de los hombros, sintiendo los temblores de su llanto, y entonces, lo abrazó, lo abrazó muy fuerte. —Lo lamento, Alois. No debí decirte esas cosas, no eran verdad. Yo… tenía mucho miedo. No es excusa pero… tenía tanto miedo… —el nudo en la garganta le cortó el aire, y si bien Alois ya no podía llorar, él lo hizo por ambos. —Desde que te conozco mi vida dejó de ser un completo infierno. Tú eres una cuerda de salvación, una pausa… y me dio miedo descubrirlo. Creí que si te seguía manteniendo a mi lado, iba a romper mi promesa. No podía… Pero ahora… —se apartó un poco, lo justo y suficiente para que pudieran encararse. —Me doy cuenta de que no tengo promesa que romper, ni deuda que pagar. Sólo… Sólo esto. Mi vida.

“Vive, Ciel.”

Alois no dijo nada. No se movió, no cambió… No hasta que estuvo seguro de que sus ojos no mentían.

—Eres un imbécil. —murmuró, justo antes de abalazarse sobre él y regresarle el abrazo con la misma violencia. —Un imbécil, Phanthomhive.

Ciel sonrió.

—Lo sé, Alois. Lo sé.

Para cuando fueron por Sebastian al auto, los dos muchachos ya se habían calmado. Alois todavía tenía los rastros del llanto en la cara, pero no era nada que una buena noche de sueño no pudiera arreglar.

—Gracias por todo, doctor Michaelis. —le dijo, mientras se atrevía a colgarse de su brazo. —Ciel es un terco, nada más lo escucha a usted.

—Ya cállate, Alois. —replicó el mencionado, rodando los ojos y adelantándose para no tener que verlos. El rubio hizo caso omiso al comentario y continuó hablando amenamente. Sebastian lo escuchó con una sonrisa, aunque, si era honesto, lo que le causaba gracia no era tanto las quejas que el Trancy soltaba, sino las miradas de reojo que les daba el Phantomhive y el brillo de celos que detectaba en sus ojos.

“Lindo.”

Al llegar al interior, Michaelis olvidó por un momento vigilar a su paciente. Y es que la mansión no quedaba corta con respecto a la poderosa visión que ofrecía desde afuera: El techo era alto, adornado con candelabros antiguos cuyas modificaciones les permitían trabajar utilizando energía eléctrica. Los muebles no pertenecían a este siglo, sin embargo, estaban en perfecto estado, limpios y sin polvo. Las paredes y las mesas estaban llenas de pinturas y estatuillas, a veces tan variadas en su estilo y material que estaba seguro eran más herencia que adquisición de los actuales dueños. 

—Increíble. —musitó, bastante impresionado. Alois sonrió, diciendo algo respecto a que si por él fuera muchas de esas cosas no estarían ahí, pero Sebastian no le hizo mucho caso pues de un momento a otro, sintió que unos pesados y fríos ojos se le clavaban en el cuerpo.

Claude no hizo amago de saludarlos. De hecho, si se puso en pie fue sólo porque Alois soltó a Sebastian y corrió a su encuentro, colgándose de su brazo mientras lo jalaba hacia donde estaban.

—Claude se ha quedado conmigo todo el rato. —dijo. —Me pidió que no te abriera la puerta, pero no le hice caso. Creo que está más molesto contigo que yo, Ciel.

Eso parecía ser cierto. Si bien Sebastian sólo convivió con Claude un par de horas en aquella salida al parque de diversiones, la expresión monótona que enmarcaba su rostro era más acentuada que aquella vez. Y cuando observó de reojo a Ciel, la seriedad en sus pupilas se lo confirmó.

—Lo siento, Claude. —comenzó el Phanthomhive, en voz suave. —Sé que le hice daño a Alois…

—Ya sabes cómo es. —le interrumpió bruscamente el mayor. —No ha podido dormir bien por tu causa.

Ciel se mordió el labio inferior. Alois soltó una exclamación, mientras jalaba del brazo a Claude por decirle “algo que ya no tenía importancia”. Pero él, manteniendo la frialdad de su expresión, no se dejó amedrentar. Continuó observando a Ciel, con tal intensidad que parecía querer quemarlo vivo en ese mismo momento.

Sebastian dio un paso al frente. Con eso, quedó entre Ciel y el adulto, entre el enojo y el odio que le dirigía.

—Lo está intentado. —replicó, sin siquiera intentar ocultar su molestia. —Usted como tutor ya debería saber lo complicado que es trabajar con adolescentes.

Claude permaneció estático. Lo único que lucía vivo en él eran sus ojos, unos ojos que no sólo buscaron los de Sebastian, sino que los soportaron, los atacaron igual que agujas calientes. Quien sabe en qué habría terminado el asunto si Claude hubiera tenido la oportunidad de contestarle. Siendo honestos, las palabras no habrían sido suficientes para ninguno de los dos.

En cualquier caso, el hubiera no existe. Antes de que Claude pudiera siquiera separar los labios, un sonido fuerte y extrañamente familiar los interrumpió, haciendo que todos sin excepción miraran por instinto hacia la puerta.

—¿Quién puede estar llamando el día de hoy? —inquirió Alois al aire. Claude se soltó suavemente del agarre del menor y fue hasta la entrada, sin embargo, en lugar de abrirla, le dio un golpecito con los nudillos, haciendo que apareciera una pequeña pantalla que hasta el momento, Sebastian no había visto. En silencio, el adulto manipuló la superficie con los dedos, hasta que pareció encontrar la información que quería.

—Es un auto no registrado pero conocido —dijo, mientras apartaba los fríos ojos de la pantalla para dejarlos caer sobre un ahora tenso Ciel. —Es tu padre quien está llamando.

Notas finales:

Y PUES BUENOOOOOOO. Madre mía, ocho años desde la última actualización. La verdad es que sí me da mucha vergüenza, pero la vida es la vida. No me malinterpreten, no me ha sucedido nada catastrófico o particularmente malo que me alejara de la escritura, al contrario. He estado escribiendo mucho durante estos últimos años, sólo que… bueno, no lo publicaba. Estudiar literatura me abrió mucho el panorama pero también me hizo sumamente crítica con mis textos. No es malo, sin embargo hace más tardado mi proceso creativo y me cuesta. Este capítulo lo tengo en el tintero desde hace dos años, y lo he reescrito como no tienen idea. La verdad es que aunque me ha gustado, se nota que es viejo, tiene muchas inconsistencias en el tono y en la focalización pero… bueno, todos los capítulos de este fanfic son así. Y es que Painting Dreams es la historia más larga que tengo hablando de capítulos, y el tiempo entre ellos se nota. La verdad es que es muy agradable leerlo con esa visión, porque entonces veo que sí he crecido y me dan ganas de descubrir hasta donde puedo llegar cuando lo termine. No me quiero ir por las ramas, así que lo resumiré en que esta historia tendrá su final sí o sí. Aunque ya no esté en el fandom y me llamen la atención otros géneros, no voy a dejar este fanfic tirado. Se merece tener su último capítulo y así será. Sólo… trataré de que no sea dentro de otros ocho años, JAJAJAJAJAJA. En fin.

Antes de terminar, una última cosa. Amor yaoi me borró la historia de Nuestro Holocausto. La tengo guardada, no se preocupen, pero la cosa es que ya no me dan ganas ni de resubirla ni de reescribirla. La trama es una romantización de lo que sucedió durante la segunda guerra mundial y honestamente me causa mucho conflicto tratarla. Pero sé que algunas de ustedes la leían y pues… si alguien quiere saber en qué terminaba, puede dejarme su correo en los comentarios y con gusto les mando un resumen de qué iba a pasar y cuál iba a ser el final. Por mientras, no, esa historia no será resubida. Seven Devils es otro fanfic que también me borraron pero ese era más un crossover. Quizá lo suba, no lo sé, todavía lo estoy pensando. Por mientras, cualquier cosa, igual déjenme su correo y en caso de que no lo suba, les hago saber la historia completa. Y por último, Candys and Devils… aun no sé si darle cuello o no. Me tomaré el resto del año para saberlo. Si para octubre no subí la segunda y última parte, va pa fuera. Y así. Lamento dar noticias tan tristes luego de decir que Painting Dreams sí será finalizado pero… he crecido. Hay historias que ya no me interesa sacar y otras que aunque me gustan, ya no me llaman tanto porque estoy concentrada en otras. Es parte de crecer y la verdad me alegra. No estaría chido tener mi edad y seguir con lo mismo, jajajajaja. En fin.

Espero les haya gustado el capítulo. Ya estoy trabajando en el siguiente y si todo sale bien, más tardar a finales de año estará en la plataforma. Vivir sola tiene sus ventajas, jajajajaja. Las amo un chingo, y gracias por la paciencia. E igual, una disculpa por los fanfics perdidos, eso sí no fue cosa mía, asdasdasdasd. Cuídense <3


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