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Concordanza por Rokyuu

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Notas del capitulo:

Capítulo cortísimo, pero necesario. Dado que es tan corto, trataré de subir el siguiente el miércoles! 

Una vez más, gracias por leer! 

 

Al ver las casas del condominio desde fuera, cualquiera pensaría que vivía en condiciones complicadas. Esto, hasta cierto punto, no era cierto. Para las tres personas que conformaban mi familia, esa pequeña casa era más que suficiente. Habíamos caído, hace ya mucho tiempo, en la nueva tendencia de las casas que funcionan más como hoteles y menos como hogares. Las tres habitaciones, dos baños, cocina y pequeña sala eran lo único que necesitábamos.

Nos habíamos mudado a ese lugar hace poco más de tres años. Mi madre huía de la vida vacía de las enormes casas de residenciales, mi hermana estaba feliz de poder estar más cerca de los hogares de sus amigas donde ya en aquel entonces se refugiaba. Yo no encontré nada bueno ni nada malo con la mudanza, además de la molestia de empacarlo todo y luego volverlo a desempacar en un lugar del cual ni siquiera habíamos tomado medidas. Al final del primer día de mudanza, todo estaba en su lugar, y lo que no había encontrado lugar estaba afuera en el pequeño jardín, olvidado momentáneamente.

Mi familia consistía en una madre medio adicta al trabajo y una hermana cinco años menor que dormía en su habitación tal vez tres noches a la semana. Luego estaba yo, quien le sacaba todo el provecho a la habitación de cinco por cinco metros. Pasaba ahí dentro estudiando, durmiendo, leyendo o pensando en Ray mientras miraba distraídamente la enredadera que comenzaba a invadir el marco de mi ventana. Así había sido siempre.

Todavía recuerdo el rostro de Ray cuando vio el condominio por primera vez. Tres años atrás, el color de las paredes era diferente, así como las plantas que había en los jardines, el diseño en los barrotes de las puertas de afuera, color de las casas, tono de la madera de las puertas principales. Todo el lugar daba una sensación de ruralidad, lo cual resultaba un poco irónico, considerando que a un lado había un pequeño edificio de guardería y al otro una enorme casa cuya renta compartían cinco estudiantes universitarios con quienes nunca me llevé.

Ray quiso entrar a mi habitación, pero no lo dejé.

De ninguna manera.

“¿Pero por qué?” preguntó el Ray de aquella época, “¿para qué rayos me dijiste que viniera entonces?”

“No te enojes,” reclamé, “simplemente te quise enseñar mi nuevo territorio. Eso no significa que mi madre haya cambiado de opinión sobre las visitas”.

“Ah. Eso,” se rascó la cabeza, como cayendo en un hostigamiento. “Más te vale que insistas o sino esa ley nunca va a cambiar”.

“Ya sé, ya sé.” Guardé silencio por un momento. Sonreí. “Tan pronto la cambie, te llamaré para hacértelo saber. Así podremos probar los videojuegos sobre los que te venía comentando el otro día”.

Así de normales y poco importantes eran nuestras conversaciones. Para esos días, todavía no me había dado cuenta de mis sentimientos, ni de que yo era “de esos”.

Mi madre siempre odió las visitas. Me tomó algunos meses y un par de sucesos clave entender el por qué de aquel odio irracional. Empecé a detestarlas también. Eso es, las deteste hasta que dejé de juntarme con Ray. Entonces me invadió una especie de soledad que no había sentido antes y que me hizo desear que alguien, quien fuera, incluso las molestas y ruidosas amigas de mi hermana, llamara a la puerta para darme una excusa por la cual arrastrar mi cuerpo fuera de la cama, donde se concentraba mi miseria como una nube negra y densa.

Ray nunca me buscó en casa. Mientras yo me empecinaba en alejarme cada día más y más, él nunca vino a verme o a intentar verme, aunque sabía donde vivía. Pensé que todo se debía a que él ya hace tiempo había querido cortar lazos conmigo también. Seguramente había visto mi huída como una señal favorable. Se me iban las horas en mi habitación, boca arriba, enredado con las sábanas, ahogándome en mi propio pesimismo que no consideraba sino las peores opciones para cualquier evento.

Parte de mí agradecía el hecho de que mi madre trabajara hasta tarde y mi hermana tuviera actividades en casi todos los clubs de la escuela. Me permitía llorar a gusto y con frecuencia en el espacio entre las prácticas y la hora de la cena. Lloraba lágrimas gordas, calientes y amargas que bajaban por los lados de mi cabeza hasta llegar a mi cabello desordenado que las absorbía y hacia desaparecer como por acto de magia. Lloraba, dormía, trabajaba y asesinaba los días uno a uno.

Recuerdo una vez, quizá dos meses luego de haberme enterado de que Ray había sido aceptado en el equipo de baloncesto, que estos tenían programado un encuentro amistoso con una escuela rival. No se suponía que fuese nada oficial o serio, pero los equipos no lo tomaron como un simple juego. Especialmente para los nuevos miembros, era una oportunidad que no debían desaprovechar.

El plan original no era ir a ver jugar a Ray. Por más que quisiera, existía la remota posibilidad de que Ray me reconociera entre la multitud y me buscara después para hacerme largas series de preguntas y demandar respuestas. Sin embargo, unos 4 minutos antes de la hora programada, me lavé la cara para borrar todo rastro de lágrimas, hice mi cama, tomé mis llaves y salí corriendo de casa camino al instituto.

Fue uno de esos días en los que ser miserable me daba asco, como si hundirme en mi propia bilis y pesimismo me fuera ahogando lentamente hasta que no podía aguantar más, y tenía momentos esporádicos de querer hacer algo diferente.

Al llegar al gimnasio, me di cuenta de que no eran solo los equipos quienes se habían preparado especialmente para ese día. Si bien el lugar no estaba completamente lleno de gente, como ocurría con otros encuentros, me costó algo de tiempo encontrar un asiento hasta atrás primero, y luego un poco más adelante, por el deseo inconsciente de ver a Ray más de cerca.

Me di cuenta de cuánta razón había tenido al dejarlo ir. Estaba seguro de que el baloncesto era a lo que él estaba destinado. Ese día no solo inició el juego, sino que lo jugó completo. Además, fue el marcador estrella de todo el encuentro, con 40 puntos anotados.

Mis manos aplaudían inconscientemente luego de cada anotación.

Él sonreía de lado cada vez que anotaba, sin perder concentración en el juego, como si fuera un niño que acaba de descubrir el deporte. Si había recibido un buen pase o hecho una jugada en combinación con un compañero de equipo, ambos chocaban sus manos en alto. Luego, Ray sonreía ampliamente.

Minutos antes de que el encuentro terminara, cuando ya el resultado estaba más que decidido, me fui a casa.

No aguanté verlo así, tan cerca pero tan lejos a la vez.

Mi plan resultó perjudicial para mi mismo. Ya cuando las lámparas en las calles se iban encendiendo, llegué a mi casa y lloré amargamente, ahogando los sonidos en una almohada.

Concilié el sueño pensando en cuánto desearía ser más fuerte.

 

-

 

Tres años después, al entrar a mi habitación luego de haber pasado una tarde agradable con Ray, me invadió una sensación de satisfacción mezclada con amargura y nostalgia. Le había dicho a mi madre que era un amigo, pero en verdad no sabía cómo referirme al embrollo de consideraciones en torno a mi relación con él. “Amigo” era simplemente el término menos inapropiado.

Tiré mi bolso por cualquier parte, me quité las zapatillas y me lancé sobre la cama. Luego de tres largos años de tragarme todas las emociones, era lógico que lograra soportar mayores cargas. No lloré. Sonreí. En contra de cualquier pronóstico, sonreí.

Ese era el efecto de Ray en mí.

Saqué el móvil de mi bolsillo y busqué su número. Lo miré como si esperara que me hablara, aunque sabía que era estúpido y algo infantil. Me puse de pie nuevamente, me cambié de ropa y cepillé mis dientes. Extrañamente, me sentía cansado, muy cansado, como si hubiera tenido tres prácticas en lugar de una. Decidí no darle importancia a cualquier tarea que podría tener que haber hecho y, una vez más, me dejé caer sobre la cama. Me escabullí bajo las sábanas y miré hacia la ventana, sin poder ver la enredadera, pues ya no había luz que me dejara distinguirla del otro sinfín de sombras que se juntaban en el marco.

¿Cuántas veces había llorado por Ray?

Muchas.

¿Seguiría llorando?

Muy probablemente.

Pero por el momento, solo deseé dejar correr las grabaciones mentales que había hecho. Volver a imaginarme su voz, sus movimientos. Sus manos que habían sostenido mi móvil y que me habían empujado, bromeando, camino a casa.

Ray volvió a entrar a mi vida, y me sentí demasiado desgastado como para oponer resistencia.

Mientras en mi cabeza daban vueltas miles de posibilidades, oscilando entre las más optimistas y las más crueles, me quedé profundamente dormido.

 

Notas finales:

Siento haber tardado tanto en responder los reviews, pero al verlos no supe qué hacer... Siento que no me merezco su buen trato! 


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