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A los trece por Marbius

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5.- Bofetada de rabia

 

—Tomi, espera aquí, no me tardo —dijo Bill a su gemelo con rapidez, al dejar todo lo que cargaba en brazos a un lado de él y entrar a la oficina del doctor Reimann.

El mayor de los gemelos suspiró. Largo y tendido hasta que ya no pudo más.

Domingo, por fin domingo en la mañana, día en el que iba a ser dado de alta y de una vez por todas podría marcharse a casa.

En brazos llevaba algunos de los regalos recibidos en los últimos días. Muñecos de felpa, varios arreglos florales, unas revistas e incluso libros. Y no sólo eso; Bill ya había empacado las tarjetas, cartas y algunos otros pequeños obsequios que habían llegado de diversas partes de Alemania de parte de familiares, amigos y fans que se habían tomado la molestia.

Tom no sabía si sentirse agradecido o molesto, porque entre tantos objetos, apenas si iban a caber en el automóvil durante el viaje de regreso, pero tampoco se veía con el corazón para desechar todo a la basura.

A fin de cuentas, el trayecto a casa no sería largo. Un par de horas y volvería a su vieja cama, a su vieja habitación, a su viejo yo… Tom se mordió el labio inferior, no pudiendo evitar la preocupación que de pronto se cernía sobre él como una nube oscura presagiando tormenta.

¿Y cómo no hacerlo si su supuesto viejo yo en realidad no lo era? A pesar de que el espejo no mentía, Tom se sentía como de trece años. Ni siquiera tenía con qué comparar, pero su mente lo decía, sus recuerdos también, y de momento, era de lo único que se podía fiar.

Apoyando los codos sobre las rodillas, se inclinó al frente, agradecido de ya no llevar consigo el estorboso turbante de vendas sobre la cabeza. En su lugar, Bill le había colocado un simple gorro negro, que aparentemente era uno de sus favoritos, pero que no recordaba en lo absoluto.

Llevándose una mano a la cabeza, al menos comprobó que si bien el resultado no era del todo de su agrado, se veía… decente. Es más, bien podría acostumbrarse. Y tendría que hacerlo, eso sin remedio, pues su anterior cabello en rastras ya no era más que un recuerdo del que no tenía constancia y su nuevo estilo -uno que no estaba seguro si gustaba o no- estaba para quedarse al no haber marcha atrás.

Con todo, Tom no pudo más que extrañar el peso de sus antiguas rastas y preguntarse qué había detonado su decisión de deshacerse de ellas, siendo que él siempre pensó en mantenerlas y cuidarlas con la misma devoción de siempre. En palabras de Bill, la simple intención de probar un estilo diferente y ya.

“No dijiste gran cosa, sólo un día apareciste sin ellas y fue todo” había dicho Bill días atrás cuando Tom le preguntó. De sus viejas rastas ya no quedaba nada. Con la misma facilidad, Bill le había platicado de la fogata que habían hecho en el jardín trasero y como cada una de ellas había ardido en el fuego, todas excepto una, que Tom aún atesoraba en un cajón escondido dentro de su habitación.

Decidido a no deprimirse por ello, Tom parpadeó repetidas veces para borrar todo indicio de humedad en sus ojos. Con la mirada baja, se preguntó por undécima vez si el mundo volvería a girar del lado correcto y su vida enderezaría su cauce.

—Tom, pequeño muchachito, ¿te vas sin despedirte? —La voz y la alegría con la que las palabras resonaban en el aséptico pasillo, sacaron a Tom de sus tristes cavilaciones y alzó los ojos con igual felicidad a la enfermera Welle, quien entraba a su turno una hora antes sólo para poder despedirse de uno de sus ‘pacientes favoritos en todo el mundo’, como solía llamar al mayor de los gemelos—. Ven acá, cariño, quiero un beso y un abrazo de despedida.

Con torpeza, Tom se puso de pie y se dejó envolver entre los brazos regordetes de la enfermera Welle. Ésta era más baja que él por al menos veinte centímetros, y sin embargo, se sintió protegido cuando ésta lo rodeó por la espalda.

Apoyando el mentón sobre su cabeza, la abrazó por los hombros con el mismo cariño y se dejó mecer por sus tiernas palabras de apoyo.

—¿Volverás, no es así? Tienes que visitarme alguna vez, Tom —le dio un último apretón la enfermera antes de soltarlo—. Porque quiero oír de tu propia boca que todo regresó a la normalidad.

—Eso si vuelve —murmuró Tom con pesar.

—Volverá, tenme fe, cariño —le pasó la mujer la mano por las mejillas—. Ahora, tengo que trabajar y esta será nuestra despedida, pero no olvides a esta vieja enfermera que tanto te quiere.

—Ni tú a mí —volvió Tom a abrazar a la enfermera Welle una última vez antes de despedirse de ella una última vez. Viéndola avanzar por el largo pasillo que conectaba la sala de espera con el interior del hospital, se preguntó si en verdad volvería a verla.

Muy dentro de sí, esperaba que la respuesta fuera afirmativa.

—¿Tomi, listo? —El mayor de los gemelos giró el rostro a un costado para encontrar a Bill, libre al fin, llevando consigo un cargamento más de medicamentos y un pequeño fólder papelería correspondiente.

—¿Qué dijo el médico? —Quiso saber Tom, al tiempo que tomaba un par de regalos en brazos y juntos avanzaban hacía la salida.

Por seguridad, su automóvil estaba estacionado cerca y las pocas fans que habían acampado cerca del hotel, estaban agazapadas a cierta distancia y ellos lejos de sus ojos espías.

—Nada nuevo. Qué podrías tener migraña, así que me dio más medicamentos y uhm… Una lista de posibles psicólogos por si tú querías, ya sabes, hablar —se encogió de hombros, sacando al mismo tiempo las llaves del vehículo que llevaba en el pantalón—. Le dije que no creía fuera necesario, pero insistió, así que… A fin de cuentas, el que decide eres tú.

Tom no dijo nada.

Psicólogos, bah. Creía en ellos tanto como en unicornios de color arco iris bajando por una senda de caramelo. Antes muerto que en un consultorio de esos locos.

—Paso —murmuró con desgana.

Una vez dentro del automóvil, con todo lo que llevaban consigo en la parte trasera y cajuela, además de los cinturones abrochados y haber mirado a ambos lados de la calle, emprendieron el regreso a casa.

Casi como por arte de magia, Tom comenzó a cabecear de sueño.

Por órdenes de los médicos, el mayor de los gemelos pasaría una pequeña temporada sin conducir, por aquello de estar bajo los efectos de las drogas y en un estado debilitado. Además, de que aunque técnicamente ya tenía licencia, su edad mental no era la apropiada para manejar.

Así que Bill lo hacía. Con la radio a volumen bajo y a una velocidad prudente, pronto estaban en carretera y enfilando directo a casa.

—¿Tienes sueño? —Preguntó Bill a su gemelo cuando lo vio bostezar por tercera vez en los últimos cinco kilómetros.

Tom se acomodó mejor en el asiento y asintió. —Siento los ojos pesados.

—Duerme —miró Bill de reojo el pequeño reloj digital que venía dentro del automóvil—. Aún nos quedan un par de horas de viaje.

—Mmm —balbuceó Tom, sacándose los zapatos y reclinando el asiento un poco hacía atrás.

Tomando una de las mantas que llevaban consigo del asiento trasero y tras beber un último sorbo del agua que llevaba consigo acompañado de una pequeña píldora roja para prevenir cualquier malestar, Tom cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.

 

El verano en el que cumplen catorce, es en el que Bill conoce a su primera novia.

Su nombre es Eva; pequeña y con un cabello corto y dorado que le cae en suaves ondas por el rostro pecoso, justo entre los ojos verdes. Tiene un cuerpo nada excepcional, pero unas manos delicadas que Bill sujeta siempre que puede.

Tom no puede odiarla más.

Cuando da la casualidad de contestar el teléfono o la puerta y es ella, el mayor de los gemelos no oculta su gesto de fastidio. Al contrario, lo demuestra cuanto puede, ya sea con una mueca de desprecio o un tono de desdén, todo para dejarle claro lo mucho que la aborrece.

No es sino hasta tres semanas después de empezar a salir, que Bill lo confronta y obtiene un “Es una tonta, no me gusta nada para ti” claro y a voz de grito que retumba por toda la casa y hace estremecer a Simone y a Gordon en la planta baja, quienes habían observado todo como simples espectadores.

Luego de eso, Bill dura días sin hablarle a Tom y éste pasa el mismo tiempo encerrado en su habitación, sin apenas salir y de mal humor.

Pero cuando al fin todo cae bajo su propio peso (Bill termina su romance de verano con Eva) y los gemelos entierran el hacha de la guerra entre ellos, algo ha cambiado.

Tom se disculpa con Bill y viceversa, dan por zanjado el asunto, pero muy dentro de sí, el mayor de los gemelos admite que quizá, muy posiblemente, o más bien, en su totalidad, está enamorado de Bill.

Mierda…

 

—No te quites el cinturón —ordenó Bill a su gemelo cuando éste comenzó a despertarse y se quiso desabrochar la protección—. Ya estamos por llegar —anunció al ver que Tom parecía no entender—. ¿Qué tal dormiste?

Tom sintió la boca espesa y la lengua torpe. —Me duele el cuello.

—Aguanta un poco más —dijo Bill con la vista fija en la carretera—. Una vez en casa, podrás dormir en tu cama.

El mayor de los gemelos no contestó nada. En su lugar, apoyó el rostro hinchado de tanto dormir contra el frío cristal de la ventana. El reloj marcaba las tres horas que ya tenían fuera del hospital, pero a Tom le parecían un parpadeo.

—¿Bill?

—Qué.

—¿Recuerdas… —Tom se pasó la lengua por los labios resecos, preguntándose si no estaba cometiendo una tontería al traer a colación un tema bastante peliagudo— a Eva?

Imperceptiblemente, los dedos de Bill apretaron el volante. —Un poco, sí. Wow… No desde hace mucho. ¿Por qué? —Inquirió un tono más bajo que el resto de la oración.

Bill recordó a Eva al instante. No lo hacía desde al menos unos cuantos años, pero su rostro pecoso apareció al instante en su cabeza. Era imposible olvidarla, siendo que había sido su primer amor, o al menos algo que se le parecía. Lo más lejos que habían llegado era haberse agarrado las manos y compartir un par de besos íntimos en sitios un poco escondidos, pero Bill atesoraba aquellos recuerdos por lo que eran.

—Uhm —en lugar de responder, Tom hesitó unos segundos antes de volver a hablar—. ¿Sigues molesto?

—¿Por haberlo arruinado entre ella y yo? Nah, Tomi, eso ya pasó —se encogió Bill de hombros—. Por Dios, ¿cómo puedes recordar algo que sucedió hace tanto? —Arrugó la nariz—. No he sabido de ella en siglos.

—Yo tampoco —secundó Tom, sonriendo muy en contra de su voluntad.

El viaje permaneció unos minutos más en silencio, cuando de pronto Bill disminuyó la velocidad y entró en una carretera aledaña. —Ya casi —murmuró.

—¿Ya casi qué? —Tom miró por la ventanilla, encontrando alrededor bastante desconocido.

—Ya casi estamos en casa, Tom. ¿Es que no reconoces algo?

El mayor de los gemelos bajó un poco el cristal de la ventana y miró el paisaje casi desolado con un poco de decepción. —No. —Intentó divisar en la distancia algo familiar, cualquier cosa, pero todo parecía tan ajeno. Loitsche parecía haber revertido el proceso de crecimiento y en su lugar haberse encogido al punto de parecer un pueblo fantasma.

—Me rindo, no reconozco nada —se volvió a acomodar en el asiento con los brazos cruzados al frente—. Loitsche parece otro.

Bill soltó una carcajada. —¿Loitsche, Tom? Tienes que estar bromeando…

El mayor de los gemelos arqueó una ceja al tiempo que se giraba para encarar a Bill.

—Ya no vivimos con mamá y Gordon desde hace… Uh, ¡años! No desde el primer disco al menos.

En su asiento, Tom empezó a temblar.

—¿Por qué? —Preguntó con voz pequeña.

—¿En serio preguntas por qué? —Rió Bill con tranquilidad—. Tenemos veinte años, Tom; lo lógico sería que viviéramos en nuestro propio departamento. En este caso, nuestra propia casa. La compramos hace apenas unos meses y… ¿¡Tom!? —Bill frenó de golpe al ver por el rabillo del ojo como su gemelo luchaba con manos torpes por apartarse el cinturón de seguridad y al mismo tiempo abrir la portezuela.

—¡No, suéltame! —Golpeó Tom a Bill en el hombro al intentar apartarlo—. ¡Suéltame, maldita sea! ¡No me toques! ¡Quítate! —Gritó con estruendo.

—No puedes salir del auto, idiota —se aferró Bill a la chaqueta que Tom llevaba puesta, pero éste se la quitó apenas sin esfuerzo y abrió la portezuela con una patada—. ¡Tom Kaulitz, ven acá! ¡TOM! —Bill vio con impotencia y rabia como su gemelo empezaba a caminar a lo largo del terraplén de la carretera, sin rumbo, arrastrando los pies—. No puedo creer que estés haciendo esto, Tom… —Masculló para sí, saliendo a su vez del vehículo apenas puso las luces intermitentes y azotando la portezuela en el proceso.

Ignorando su enojo, al menos por veinte metros, Tom le llevaba la delantera.

Con los brazos abrazando su centro y la barbilla pegada al pecho, caminaba deprisa sin saber muy bien a dónde se dirigía. ¿Por qué todo había cambiado tanto y tan de golpe? Como si perder siete años de su vida no fuera suficiente, ahora tenía que aceptar el hecho de que las cosas no eran como antes en lo absoluto y ya no era ningún niño, muy a pesar de que se sintiera como tal.

—Tom, espera… —Escuchó a Bill a sus espaldas. Apretando el paso, Tom ignoró las lágrimas que le corrían por las mejillas y presagiaban su primer golpe de realidad—. Vamos Tom, no sea un niño. Regresa al auto de una buena vez…

—¡Soy un adolescente! ¡Tengo trece años, Bill! ¡Te lo repito por si lo olvidas! —Se giró Tom en redondo, furioso de repente, empujando a su gemelo en un ataque de rabia—. Y como tal, estoy asustado y furioso y… —Se cubrió el rostro con ambas manos—. ¡Esto no es justo! —Rompió en llanto.

Dejándose caer en su sitio, apoyó la mejilla sobre las rodillas y comenzó a llorar con más fuerza.

Frente a él, Bill resopló con el corazón latiéndolo como un martillo contra el pecho.

El doctor Reimann ya les había advertido a ambos de las negativas probabilidades a las que Tom se veía sometido de tener un ataque de histeria debido a la pérdida de memoria. “Los cambios” había dicho con su peculiar voz serena, “pueden parecer insignificantes, pero para Tom, podrían no serlo tanto. Lo que él más necesita durante su convalecencia son objetos, personas y situaciones que ya conozco y no representen un cambio drástico en su vida.”

Bill avanzó los últimos metros que lo separaban de su gemelo y con cuidado le puso una mano sobre la cabeza. —Perdón por no habértelo dicho antes, pero desde hace tiempo que vivimos tú y yo solos. Bueno, y nuestras mascotas, Tomi; no es nada nuevo o algo de lo que deberías estar asustado.

—Pues lo estoy —sorbió Tom la nariz; el tono de su voz enronquecido—. Puedes burlarte todo lo que quieras.

—No me burlo, Tomi —se arrodilló Bill a su lado y lo abrazo pese a la resistencia que su gemelo oponía—, pero no quiero que vuelvas a hacer eso. Intentar salir así del auto y todo eso —se explicó—. Puedes llorar todo lo que quieras —agregó.

—Ugh —gimió Tom, cerrando los ojos con fuerza y sintiendo muy para su desagrado, como las lágrimas no le dejaban de correr por las mejillas y el cuello—. Quiero ir a casa…

—Y lo haremos.

—… con mamá y Gordon —finalizó lamentablemente Tom—. Por favor… —Agregó al ver que Bill no respondía nada—. No pediré nada más, pero por favor…

—Tomi —sujetó Bill el rostro de su gemelo en sus manos, haciéndolo que levantara la vista a pesar de estar avergonzado por estar llorando como un bebé—, no podemos.

—¿Por qué no? —Aunque sabía lo infantil que sonaba, Tom no podía evitarlo.

—Hace tiempo que no hay nada nuestro ahí. Todos nuestros objetos personales están en nuestra nueva casa. Dios, ni siquiera recuerdo la última vez que dormimos ahí… La última Navidad la pasamos tú y yo solos porque mamá y Gordon fueron de vacaciones a España.

Tom se mordió el labio inferior. —No tengo a donde regresar… —Musitó.

—Hey, Tomi… —Bill besó la mejilla de su gemelo y al instante las mejillas de éste comenzaron a arder—. Claro que sí, tú tienes un sitio al que volver. Vas a venir a nuestro hogar, conmigo —puntualizó con fiereza—. Cuando caíste de la plataforma del escenario tuve tanto miedo de que no fuera así nunca mas, pero mira dónde estamos ya. Un par de kilómetros no serán nada.

Tom tragó saliva. —¿Vivimos solos?

—Sólo nosotros dos, Scotty y los demás —se contuvo Bill de nombrar a los demás perros; no importaba, Tom no los iba a recordar—. Espera a conocerlos, ellos seguro te han extrañado.

—¿Y Kas? —Preguntó Tom por la vieja gata que les pertenecía. Un regalo por parte de una amiga de su madre, quien su mascota había tenido crías y buscaba un hogar para éstas.

—Ya era vieja —buscó Bill la mano de su gemelo y la apretó—. Hace más de tres años. Guardamos sus cenizas en una urna encima del refrigerador.

—Donde a ella le gustaba dormir —sonrió Tom muy a su pesar, con los ojos anegados en humedad.

—Exacto —exhaló Bill con cansancio. Espero unos minutos antes de continuar, dándole a Tom tiempo para recobrar la compostura—. ¿Estás listo para regresar?

El mayor de los gemelos se limpió el rostro con el dorso de la mano, avergonzado por su exabrupto. —Sí, perdón por… Todo —finalizó con timidez—. Me voy a comportar mejor de ahora en adelante.

—Así me gusta, pero —se puso en pie Bill y ayudó a su gemelo—, no me trates con tanto respeto. ¿Recuerdas? Gemelos. Tenemos la misma edad.

—Cierto… —Musitó Tom por lo bajo, obviando el hecho de que para él, Bill no sólo era mayor ante sus ojos, sino también una figura de autoridad en ésa su nueva vida; la tentación era tanta—. Anciano —le sacó la lengua antes de salir corriendo en dirección al automóvil.

Durante todo el trayecto, con Bill resoplando detrás de sus talones y gritando que era trampa salir sin contar hasta tres, Tom no pudo sacudirse la cálida sensación, olvidada tiempo atrás, de lo mucho que sus sentimientos dominaban la parte de su corazón que pertenecía a Bill.

 

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