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A los trece por Marbius

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22.- El gemelo pródigo.

 

Dos horas después de la desaparición de Tom, Bill aún seguía llorando y sin saber si algún día podría dejar de hacerlo. Vestido, porque al final el frío de la temporada le había ganado a su shock inicial, llevaba un par de pantalones sucios, unos viejos tenis deportivos que ya casi no usaba por considerarlos feos y una camiseta que alguna vez le había pertenecido a Tom y éste se la había heredado por ser demasiado pequeña por lo que el menor de los gemelos la usaba por lo general, para dormir.

Sentado frente a la mesa de la cocina, contemplaba el teléfono, aún indeciso de llamar a su madre y darle la bizarra noticia de que había perdido a su ‘hermano pequeño’;en realidad mayor por diez minutos de una vida y menor por los siete años de otra, según quisiera contar. O más bien, que éste había huido de su lado sin haber dejado detrás una nota que indicara su paradero. En otras circunstancias, el menor de los gemelos seguro habría encontrado eso gracioso, pero en tiempo presente, apenas si podía mantenerse en una pieza.

Bill no sabía si sentirse furioso, preocupado o triste; una mezcla de las tres emociones lo tenía congelado en su sitio y de vez en cuando le permitía limpiarse los ojos con el borde de su playera. Por encima de todo, Bill se sentía como un imbécil; ¿qué había salido tan mal entre los dos apenas unas horas antes, que había ocasionado la situación en la que se encontraba?

Tom estaba herido, paralizado de casi medio cuerpo, sin consciencia de quién era realmente o lo mucho que había cambiado su vida en los últimos siete años, y había huido de casa… Ya no vivían más en Loitsche y al parecer había salido con las manos vacías. Una rápida inspección en su habitación por órdenes de David, le había dado a Bill pistas suficientes como para saber que Tom no llevaba consigo ni el teléfono móvil, así como tampoco sus tarjetas de crédito. Si bien no podía estar seguro de si Tom llevaba o no dinero consigo, su actual estado negativo lo inducía a pensar que no.

—Mierda, Tomi… —Se inclinó frente a la mesa, tratando de no pensar en lo escenarios cada vez más tétricos. La ignominia era lo peor, pues sentado ahí en lo único que podría pensar era en no perder la compostura. ¿Y si Tom estaba en apuros? ¿Si le había pasado un accidente? ¿Si alguien lo reconocía en la calle? O peor, ¿si jamás volvía y lo único que quedaba de él era el recuerdo de la última vez que lo había visto, al darle la espalda y molesto?

David le había dicho que se mantuviera en casa, que no saliera, que no entrara en pánico, pero Bill había replicado mordazmente que era más fácil decirlo que hacerlo. Por mucho que Jost le asegurara que haría lo posible que estuviera en sus manos, dando parte a la policía y hospitales aledaños de manera discreta para no armar escándalo y alertar a la prensa en caso de que el asunto no llegara a mayores, el menor de los gemelos en lo único que podía pensar era en tomar las llaves del automóvil y salir a buscar a Tom por su propia cuenta, sin tomar en consideración nada más.

A punto de sufrir otro acceso de llanto, aún con el teléfono estrujado en la mano, el ruido de los perros ladrando lo alertó. Poniéndose de pie en un salto, corrió torpemente a la entrada de la casa justo a tiempo para abrir la puerta y encontrar a Tom, de rodillas y rodeado de sus mascotas, que guiadas por alguna especie de sexto sentido canino, le frotaban el cuerpo con la cabeza y le lamían el rostro y las manos cual si le dieran la bienvenida al mítico hijo pródigo.

—… hey, tranquilos… —Decía el mayor de los gemelos, tomándose su tiempo para rascarles a todos detrás de las orejas—. No más besos para ustedes.

Ardiendo en rabia y viendo rojo por un segundo, Bill rechinó los dientes. —¿Y para mí qué, no hay besos? —Espetó con veneno, casi escupiendo las palabras.

—Bill… —Se giró su gemelo, la mochila que llevaba a cuestas deslizándose sobre su hombro inerte hasta caer al suelo en su audible ‘plop’.

El menor de los gemelos tuvo que tomarse un minuto para recobrar la calma y no ahorcarlo con sus propias manos. Con su alrededor dando vueltas y un zumbido en los oídos, presa de sus emociones, rompió a llorar, dejándose caer de cuclillas y enterrando el rostro en las rodillas.

—¡Bill! —Presto a su lado, Tom lo rodeó con los brazos, pero el menor de los gemelos se resistió ferozmente, soltando un certero golpe que los hizo caer a ambos hacia atrás.

—Nada de ‘Bill’ para ti, ¡imbécil! —Se cubrió Bill la boca, luchando por mantener una inexistente calma—. ¿Te vas sin avisar y desapareces ¡por horas! sólo para regresar como si nada? —Su nariz se expandió al tomar aire con fuerza—. Yo no lo creo. Oh no, señor, ni le pienses. ¡Ni te atrevas!

El mayor de los gemelos bajo la mirada, preparado para la reprimenda que iba a caer encima de él como nieve en plena tormenta invernal, de la cual se sabía merecedor y no iba a luchar en su contra.

—¿E-Es que n-no pens-saste en l-lo pre-preocupado que estar-r-ría? —Lloriqueó Bill, bañado en el alivio de tener a Tom de vuelta en casa; estaba furioso, sí, pero más que eso, saber que nada malo le había pasado lo cubría como un manto protector—. Eres un desconsiderado.

Tom asintió, y recobrando el papel del hermano mayor que había cedido desde su caída en el escenario y subsiguiente pérdida de memoria, abrazó a Bill y lo dejó llorar hasta el final.

 

—… No, está bien… En una pieza, si es lo que preguntas, sí… Me aseguraré de que sufra —gruñó Bill al decirlo y dedicarle una mirada de odio reconcentrado a su gemelo, que sentado en el borde de su cama, recién salido de la ducha y aún húmedo de agua, tragó saliva con dificultad—. Si, gracias. Buenas noches a ti también… Claro, ¿cinco de la tarde? Ok, ahí estaremos… Adiós y gracias. Ah —soltó por último, finalizando la llamada con su manager y dándole la espalda a su gemelo—. David quiere que sepas lo mucho que te va a hacer sufrir en cuanto te vea de vuelta, sólo para que sepas —agregó mirando por encima de su hombro y apretando los labios.

—Mmm —contestó el mayor de los gemelos, jugueteando con el borde de su toalla.

Dejando de lado su marejada de emociones, Bill tomó asiento a su lado, no tan cerca como normalmente lo haría, pero tampoco al otro lado de la cama y eso ya era ganancia.

—¿No te vas a vestir?

El mayor de los gemelos se encogió de hombros con desgana.

—Puedes pescar un resfriado —lo golpeó Bill con el codo, tratando de sacarle una respuesta más activa de su parte—. ¿Imaginas sumar eso al resto?

La barbilla de Tom se hundió más contra el pecho. —Perdón.

—¿Hmmm?

—Dije ‘perdón’, por… todo, ya sabes —se apresuró Tom a hablar—. Y comí carne —finalizó, para cerrar la boca con fuerza.

El menor de los gemelos se inclinó hacia su lado, apoyando la mejilla contra su hombro desnudo. Contra todo pronóstico, giró un poco el rostro y le depositó un beso ahí mismo. —De todo lo que hiciste hoy, comer carne es lo único que te voy a perdonar, de momento… —Cerró los ojos, aturdido por la marea de emociones vividas durante el transcurso del día—. Y mañana tenemos cita con el médico, a las cinco, así que disculpami desconfianza, pero cerré todas las puertas y ventanas con llave…

Un leve rubor cubrió el cuerpo de Tom. —Comprendo.

—Duerme conmigo, ¿sí?—Pidió Bill de pronto—. No porque crea que vas a huir de vuelta, es sólo que… Aún tengo miedo de perderte.

Para Tom, luego de esas palabras, fue como si una mano invisible abriera a tajo sus costillas cual camisa y le estrujara el corazón.

—No voy a volver a huir.

—Lo sé —suspiró su gemelo—, no tiene que ver con eso.

“¿Entonces con qué?”, pensó Tom, pero antes de que pudiera actuar, Bill ya estaba en pie y el momento para preguntar había pasado.

Sin palabras, porque muchas acciones entre ellos dos así eran, Tom se vistió con lentitud, arrastrándose luego bajo las mantas de su cama compartida donde Bill lo esperaba de espaldas pero sin la vibra asesina que llevaba horas antes. En su lugar, emanaba angustia de un cuerpo frío y tenso; una piel que bajo la luz de la lámpara de noche, se veía aterida por el frescor de la noche.

—Abrázame, ¿sí? Tengo frío —dijo Bill en voz baja, mirando por encima de su hombro con ojos cansados—, y apaga la luz, por favor.

Tom lo hizo, y fue así como entrelazó su cuerpo con el de Bill y el peso del día terminó de caer sobre ellos dos como una loza de cemento.

—Te amo, ¿sabes? Y no lo digo porque no lo sepas ya, sino porque creo que los dos necesitamos una reafirmación —murmuró Bill, su pulso acelerándose—. Eso que hiciste hoy… Creí que nada superaría el día de tu accidente, cuando miré por el agujero del escenario y te vi ahí tendido inconsciente debajo del entarimado, sangrando de la cabeza y sin responder a mis gritos, pero esto… Nunca me había asustado tanto.

—Bill…

—No, déjame terminar —rodó el menor de los gemelos hasta quedar frente a frente con Tom, sus labios tan cerca que se rozaban—. Esto de hoy, fue lo más estúpido que hayas hecho jamás.

—Lo sé.

—No, la verdad creo que no lo sabes. Y es lo que me asusta más, Tomi. Ni siquiera cuando tenías trece años de verdad hiciste algo como esto. Jamás. Aunque salieras de casa sin avisar, siempre dejabas una nota, un mensaje, algo… Hoy sólo saliste por la puerta sin decir ni ‘adiós’.

—Estaba furioso —se justificó Tom—. Sólo quería salir, no estaba pensando en consecuencias.

—Exacto. Porque antes siempre pensabas con el cerebro y ahora… Algo está mal contigo. Y no hablo de ti como persona, sino algo aquí —Bill llevó una mano al rostro de Tom y presionó más arriba, justo en el punto donde apenas días antes (incluso si parecían siglos antes) el médico en turno había retirado los puntos que unían la sutura de su caída—, aquí en tu cabeza. ¿No te das cuenta?

—No —apretó Tom la mandíbula, retrocediendo de los dedos que masajeaban su cuero cabelludo.

—Hace rato, cuando hablaste con mamá… —Bill se mordió el labio inferior antes de proseguir—. ¿Recuerdas lo que hiciste después?

Tom frunció el ceño. ¿Por qué Bill sacaba eso a colación? Cierto, Tom había hablado con su madre una vez el shock inicial había dado paso a las acciones normales; avisar a su progenitora del pequeño incidente había sido lo primero en la lista y Tom lo había hecho con la cabeza gacha incluso si la reprimenda era telefónica.

—¿Eso qué tiene que v-…?

—Responde —ordenó Bill—. ¿Qué hiciste después?

—Comí algo, pero sigo sin ver qué relación tiene —refunfuñó Tom, sintiendo que Bill estaba exagerando el asunto y poniéndose de malas por ello—. ¿Por qué? No ve nada fuera de lo común en comer.

—¿Qué hiciste con el teléfono después? —Inquirió Bill en un susurró, con los ojos fijos en Tom y éste se quedó callado por largos segundos tratando de recordar.

En su memoria, Tom había finalizado la llamada y luego comido, no había un punto intermedio donde hubiera perdido el teléfono o lo hubiera dejado en algún sitio; simplemente, entre el punto medio de una acción y otra, el aparato había desaparecido sin más.

—No recuerdo —cedió Tom a regañadientes, cuando al cabo de largos minutos, su memoria lo traicionó y lo dejó como un idiota—. Me rindo. ¿Y eso qué importa? Va a aparecer en algún lado de la casa, gran cosa.

—Lo metiste al refrigerador, Tomi —dijo Bill—. Sacaste el cartón de la leche y dejaste el teléfono dentro, a un lado de la mantequilla. No te dije nada, pero cuando abrí la puerta ahí estaba y tú parecías no haberte dado cuenta en lo absoluto.

El mayor de los gemelos escuchó aquello con un vago dolor de estómago. Cerró los ojos con fuerza, intentando por todo medio posible recordar algo de lo que Bill hablaba, pero sin éxito alguno. ¿Realmente había hecho eso? ¿Así sin más?

—No es cierto.

—Tom…

—¡Mientes! —Alzó la voz el mayor de los gemelos; sin darse cuenta, sus ojos estaban de nueva cuenta abiertos y un sudor febril bañaba su cuerpo por completo.

—No miento, es la verdad —susurró Bill, asustado a su vez—. Algo no está bien contigo, Tomi, pero mañana lo vamos a averiguar…

Extenuado por el día, aturdido en la bruma que cubría su mente racional, Tom asintió a medias. Con Bill poseso de su cuerpo, abrazándole como una segunda piel, pronto cayó dormido en un sueño sin descanso.

 

—… porque Tom no estará toda la vida para ti —escucha Tom a su madre desde la cocina. El ruido de dos pares de pies y el de la vajilla al ser colocada sobre la mesa, le indican que el desayuno está a punto de ser servido y que su madre no está sola. A modo de confirmación, la voz de su gemelo se eleva en una respuesta que denota malhumor.

—Lo sé, mamá.

—¿Y bien? —El tono en que lo dice, hace que Tom decida esperar antes de dar un paso dentro de la cocina—. Vivir por su cuenta es normal, ¿pero juntos ustedes dos? Es…

—¿Es qué, mamá? —Tom esboza una mueca cuando el ruido de los cubiertos cayendo sobre la superficie de la mesa, al parecer, con rabia, retumba en sus oídos—. Siempre hemos estado juntos, es normal que queramos tener nuestro propio lugar.

—Sí —concede Simone, pero al cabo de unos segundos vuelve a la carga—. ¿Pero un solo departamento? No sé… ¿Por qué no vivir en dos diferentes? Cerca el uno del otro. Así podrían mantener esa independencia de la que tanto hablas.

—Mamá…

—No, escúchame por una vez, Bill. —Tom se muerde el labio inferior, la vista fija en sus pies descalzos. Sabe que esa conversación no es para sus oídos, que no debería estar ahí espiando como un rufián, pero no puede evitarlo. Se trata de Bill, y cualquier cosa que versa sobre su gemelo, es de su incumbencia, incluso si su madre piensa lo contrario.

—Por Dios —refunfuña el menor de los gemelos; Tom casi lo puede ver cruzado de brazos, adoptando una posición de lucha—. Nada de lo que digas me hará cambiar de idea. Ya somos mayores de edad y decidimos esto juntos.

—No es normal —contraataca Simone—. Tom es diferente a ti, tal vez él sí quiera un departamento para él mismo y tú egoístamente decidiste por ambos lo que creías correcto.

—No lo que creía correcto —rechinó la voz de Bill—, ¡lo que es correcto! Somos gemelos, debemos estar juntos. Como nuestra madre, deberías entendernos, apoyarnos, pero veo que es imposible.

—¡Bill! —Chilló Simone—. Te prohíbo que me hables en ese tono.

Desde su sitio, Tom siente el corazón palpitarle más cerca de la garganta que del pecho. Su madre y Bill ya llevan días discutiendo. Desde el mismo momento en el que cruzaron el dintel de su puerta, anunciando que tenían un mes libre y planeaban utilizarlo para mudarse juntos a su primer departamento, la hostilidad había crecido entre ambos bandos. Su madre alegando primero que aún eran muy jóvenes para moverse a su propio lugar, a lo que Bill replicó que el mes anterior había sido su cumpleaños dieciocho, tenían el dinero, ¿así que por qué no?; y después, al ver que no funcionaban sus argumentos, Simone había optado por recurrir a la negativa de que vivieran los dos bajo el mismo techo, escudando entre sus razones, lo peculiar del asunto.

Pero así como Simone no había querido ceder en el tema, Bill había hecho lo propio, empacando todo aquello que se fuera a llevar consigo sin hacer caso de ruegos, amenazas o gritos.

—Sólo quiero lo mejor para ustedes dos —dice Simone luego de un largo silencio; Tom aguza los oídos en espera de más palabras—. Pero no creo que tú o Tom encuentren a otra persona, una pareja —aclara—, si se mantienen tan unidos el uno al otro. Tienes que entender que un día él no estará para ti ni tú para él como lo hacen ahora. Es parte de crecer.

—No sabes nada…

—Lo sé, tú no quieres a nadie más que Tom. ¿Pero y Tom? ¿Alguna vez le has preguntado?

El mayor de los gemelos parpadea para eliminar el ardor en sus ojos, escuchando una conversación que le corta profundo en el pecho, deseando que sus piernas no estén tan afianzadas al suelo y pueda alejarse de todo lo que le molesta.

—En verdad, no sabes nada… —Repite Bill y es entonces cuando Tom se libera del hechizo que lo mantiene atento a su discusión.

Subiendo a trompicones los escalones de dos en dos hasta su habitación, en lo único que puede pensar es si su relación más allá de lo fraternal con Bill de cinco años ya, es correcta.

No por el dilema moral, no por la falta de amor (Dios sabe que Tom ama a Bill y viceversa; y ninguna clase de amor que tuviera tal intensidad podría ser jamás incorrecta), es que por primera vez desde que Tom llevó a Bill donde se encuentra Samuel y lo besó bajo sus hojas, entiende que quizá algún día sea Bill y no él, quien desee tener una familia, alguien más en quién buscar el apoyo, el amor, el contacto de otro cuerpo…

Tom sabe que para él, esa persona es Bill, ¿pero y el propio Bill? De no haberlo besado la noche de su decimocuarto cumpleaños, ¿habría sido todo igual o el rumbo de su relación hubiera sido otro en su totalidad?

El resto del día lo pasa en cama, alegando un dolor de cabeza y durante las siguientes semanas, hasta que se mudan fuera de la casa de su madre, se mantiene separado de Bill. Después apenas si puede alejarsedos pasos lejos de él.

Su gemelo no le recrimina nada. Contento de tener su propio departamento y de que Tom haya vuelto a ser el mismo de antes, apenas si sospecha que sus días juntos están contados.

 

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