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A los trece por Marbius

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23.- Brechas.

 

 

 

Bill aprieta la mandíbula con fuerza, los labios tensos y resecos, igual que los ojos.

 

—Estás molesto —dictamina Tom, en calma a pesar de que el temblor en sus manos lo traiciona.

 

—No. —El menor de los gemelos quiere decir “Estoy devastado, ¿es que no lo ves, idiota?”, pero en lugar de ello, trata de mantener la poca compostura que no ha huido de su cuerpo—. Y bien, ¿cómo va a ser todo de ahora en adelante? —Pregunta en lugar de desmoronarse como el castillo de arena que se siente—. ¿Vas a mudarte? ¿Tengo que irme yo? ¿No me vas a volver a hablar en tu vida o vas a borrarme de ella definitivamente?

 

Por una fracción, los ojos de Tom, igual de carentes de emoción que los suyos, relampaguean; sólo un segundo, antes de humedecerse. —Bill…

 

—¡Tengo qué preguntar! —Eleva éste la voz, atragantándose con el nudo que le atenaza en la garganta—. Porque no puedo hacer mis maletas así como si nada e irme con mamá y Gordon… —Las lágrimas que hasta entonces se habían negado en caer, corren libremente por sus mejillas—. ¿A dónde voy a ir?

 

Tom rompe la distancia entre ambos. Arrodillándose a los pies de la cama donde Bill está sentado, y que hasta entonces había sido su cama -la de ambos; ‘su’ cama-, sujeta las manos de su gemelo.

 

—Shhh, no llores. Eso es lo peor.

 

—¡Entonces no me hagas sufrir! —Balbucea Bill, limpiándose la comisura de los ojos con la manga de la camiseta que usó para dormir. Es muy temprano en la mañana, no deberían estar teniendo esa conversación tan seria a esas horas del día, pero Tom así lo quiso y a Bill no le queda de otra más que enfrentar la realidad con un amanecer que le parece opaco y sin vida entrando por su ventana—. ¿Por qué quieres terminar conmigo? —Inquiere, clavando la mirada en los ojos de Tom.

 

Éste los desvía sin hacer contacto. —Bill…

 

—No, dime —aprieta más la mandíbula el menor de los gemelos—. ¿Por qué tan de pronto? ¿Por qué? —Susurra, temiendo escuchar una respuesta que sea aún más definitiva que su separación—. ¿Es por alguien más? —Quiere saberlo, incluso si eso sería la puñalada final.

 

Tom deniega moviendo la cabeza de lado a lado. —Jamás.

 

—¿Entonces…? —Bill se inclina sobre su gemelo, un gesto entre ambos que normalmente proseguiría con un beso; en su lugar, Tom gira el rostro, dejando que los labios de Bill se estrellen contra su mejilla igual de húmeda por las lágrimas—. Tomi… —El mayor de los gemelos disfruta esa pequeña palabra, el aire tibio impactándose contra su piel bañada en llanto. Es catártico; es más doloroso de lo que puede soportar.

 

—Vamos a estar bien, ¿sí? —Eleva Tom las manos hacia el rostro de Bill, enredándose en su cabello, apretando la cabeza de su gemelo contra la suya y haciendo que sus respiraciones erráticas aumenten de nivel—. Estaremos bien, lo prometo, Bill, lo prometo…

 

Pero Bill no responde. Llorando sin poder contenerse, aferrándose a su gemelo como a un madero de salvación, cae de rodillas a sus pies, nivelando su estatura con la de Tom y gimotea por la pérdida más dolorosa de su vida.

 

Tom lo entiende, también sufre, pero por ser él quien termina todo entre ellos -también por ser el responsable que las inició- asume su papel de hermano mayor, dando consuelo, afecto, apoyo incluso, pero ningún otro sentimiento más.

 

 

 

Tom despertó de golpe a la mañana siguiente, abriendo la boca por una bocanada de aire y tal como en sus sueños, con el rostro bañado en llanto. Le costó largos minutos en silencio, tendido en la cama que compartía con Bill, darse cuenta de que todo había pasado ya., que poco quedaba por hacer; el pasado estaba en el ayer y ese era un día que no se podía repetir jamás.

 

Y sin embargo, había sido tan real… Apenas un año atrás, él había dado el primer paso y roto su relación con Bill. El mismo Bill que en esos momentos yacía de frente a él, envuelto en las mantas y ajeno a sus sueños, dormido como si el mundo se hubiera detenido por ellos dos en un eterno ciclo de felicidad, con una mano debajo de la almohada y la otra escondida cerca del cuello, la boca entreabierta, respirando con normalidad, sin percatarse de lo mucho que Tom sentía por él en esos instantes.

 

“Pero esto no puede durar”, pensó el mayor de los gemelos, mirando el reloj que descansaba sobre la mesa de noche y hastiado comprobar que era demasiado temprano para estar despierto. Eran quince menos las cinco de la mañana y su cita médica no sería hasta dentro de doce horas.

 

Rodando sobre el colchón, Tom resopló con fastidio, convencido de que por mucho que lo intentara, el sueño no volvería a él, sino que lo eludiría lo más posible.

 

Casi como si pudiera detectar su malestar, Bill, aún con los ojos cerrados, extendió una mano sobre la cama, eliminando la escasa distancia que los separaba y presionando en el brazo de Tom.

 

—Aún es muy temprano. Duérmete —le ordenó sin molestarse en utilizar sus fuerzas.

 

—Mmm —gruñó Tom en respuesta, convencido de que si fuera tan fácil volver a caer en el mundo de los sueños, él seguro no estaría ahí, despierto y contemplando el techo sobre su cabeza como si fuera el paisaje más interesante del último año.

 

—¿Qué horas son? —Arrugó Bill la nariz al preguntar, acercándose a Tom y apoyando la mejilla tibia contra su hombro desnudo—. Yumi, hueles bien —exhaló contra la piel del mayor de los gemelos y éste se estremeció del más puro gusto.

 

—Casi las cinco —susurró Tom, acercándose un poco a Bill y besándole la sien descubierta.

 

—Muy… temprano… —Exhaló éste con una sonrisa de satisfacción en sus facciones—. Duerme y en la mañana haré algo extra especial por ti —prometió Bill, relajándose de vuelta.

 

Tom no tuvo tiempo de contestar antes de que éste regresara a los brazos de Morfeo.

 

—Te amo —murmuró Tom, consciente de que sus palabras iban a saco roto. Bill ya estaba profundamente dormido, agotado por las emociones del día anterior, y no podía escucharlo desde el sitio donde se encontraba. A pesar de ello, al mayor de los gemelos no le pasó desapercibida la pequeña, apenas perceptible sonrisa, que su gemelo esbozaba en los labios.

 

Decidido a no arruinar su descanso, Tom se deslizó fuera de la cama, poniendo especial cuidado en no despertar a su gemelo por segunda vez y con delicadeza arroparlo hasta el cuello de vuelta bajo las mantas. Pese a que el invierno se encontraba a un mes de distancia, el frío de otoño se dejaba sentir, bajando la temperatura día a día y haciendo más y más difícil salir de la cama conforme avanzaban en el calendario.

 

Haciendo una mueca de disgusto cada vez que su descalzo pie derecho tocaba el suelo helado -no así el izquierdo-, Tom avanzó a tientas fuera de la habitación que compartían, cerrando la puerta detrás de sí con apenas un imperceptible clic de la manija.

 

Una vez seguro de que estaba fuera del alcance de los oídos de Bill, Tom decidió que en orden, estaba una visita al sanitario. Una vez ahí, pasó un poco de tiempo de calidad con el baño, para después de jalar la cadena, lavarse los dientes con meticulosidad. Más atento a su reflejo en el espejo que a si ya se había lavado la misma muela más de tres veces, cuando al fin se enjuagó la boca, el sabor mentolado del dentífrico le quemaba hasta la garganta.

 

Decidido a que Bill merecía dormir por toda la mierda que le había hecho pasar el día anterior al desaparecer sin aviso ni advertencia, Tom salió por la puerta que conectaba el baño con su habitación, no con la de su gemelo, y una vez a solas entre sus objetos, contemplando con escaso interés el mobiliario y la decoración, la idea de si volvería a casa del hospital recordando todo o nada, lo asaltó de golpe, dejándola la sensación de haber recibido un puñetazo en pleno estómago.

 

Sentándose al borde de la cama, cuidadoso de no arrugar la colcha, pasó largos minutos con la vista perdida en la distancia, la impresión de llevar encima una estrecha armadura de plomo por todo el cuerpo, aposentándose en su tronco y extremidades, haciéndole difícil hasta respirar.

 

Tom estaba aterrado.

 

No por él, porque se sabía fuerte, capaz de vencer cualquier obstáculo que se le presentara, sino por Bill. Y no porque su gemelo fuera débil o la contraparte de sí mismo, pero porque Bill llevaba la tensión sobre sus hombros de una manera diferente, dejando que se acumulara al punto en que el peso se convertía en una carga demasiado dura de llevar. Jamás demostrando su propio pesar, pero cayendo de rodillas y sin ninguna clase de aviso cuando éste se volvía demasiado para él.

 

Y para mal, el mayor de los gemelos sabía muy dentro de su ser, que la avalancha que se les venía encima con la fuerza de un tsunami, podría acabar con ambos sin ningún problema.

 

Asustado por sí mismo, pero más preocupado que nunca por Bill, Tom rebuscó debajo de su cama el único objeto, que él y sólo él sabía de su existencia, sonriendo un poco al encontrarlo y que podría, de alguna manera que ni él mismo comprendía, ayudarlos en el tiempo por venir.

 

Con una satisfacción que sólo el conocimiento de protección daba, sonrió leve, apenas perceptiblemente, al grueso volumen que llevaba en las manos, abriéndolo en la primera página y leyendo lo que había sido su diario en el último año.

 

“No puedo huir de ti, ¿a dónde? Tú eres mi mundo, sólo puedo escapar dentro de ti…”

 

Tom, extrayendo el bolígrafo que reposaba a la mitad de las hojas, justo en donde su última anotación había sido, procedió a pasar las siguientes horas de la madrugada, escribiendo.

 

Letra tras letra, pasando al papel todo lo que llevaba adentro y rezando en su fuero interno porque Bill entendiera. ¿El qué? Eso ni él mismo lo sabía aún.

 

Y cuando al fin terminó, extenuado hasta el punto de decir ‘no más, por favor’, arrancó de la última página media hoja, escribiendo unas palabras en ella y doblándola con cuidado, para al final guardársela en el bolsillo.

 

Un mensaje, que ya tenía destinatario.

 

 

 

—Uhmmm —estiró Bill los brazos por encima de la cabeza, descendiendo las escaleras, atraído por el ruido del televisor y caminando en dirección a la sala de estar. Ahí, envuelto en una manta y recostado con la cabeza sobre un cojín, estaba Tom, comiendo papas fritas directamente de la bolsa y viendo lo que parecía ser la tercera temporada de la Mansión de las Conejitas de Playboy.

 

Atento a su presencia, el mayor de los gemelos cambió de canal apenas Bill dio un paso dentro de la habitación, atrapado in fraganti e igual de asustado que si tuviera realmente trece años y creyera que lo iban a reprender por estar viendo soft-porn en la estancia familiar a plena luz del día.

 

—No soy mamá, ¿recuerdas? E incluso a ella no le importa tanto si vemos esto o no —se rió Bill, tomando un sitio libre a los pies de Tom, que envueltos en calcetines, buscaron un sitio en el regazo de su gemelo—. Tampoco es para tanto. Eres mayor de edad, Tomi.

 

—En ese caso… —Regresó Tom el canal, justo a tiempo para ver a la más rubia de las chicas en pantalla, posar totalmente desnuda para lo que parecía una sesión de fotos—. Sexy —se lamió Tom el labio inferior.

 

—Quieto, Casanova —lo amonestó Bill, pellizcándole un dedo del pie derecho y logrando con ello que su gemelo chillara de dolor.

 

—Ough —se quejó Tom—. La próxima vez que quieras hacer eso, el izquierdo, por favor.

 

Con aquella mención, las risas entre ambos murieron, dejando de fondo el ruido del televisor.

 

Decidido a romper la tensión entre ambos, fue Bill el primero en hablar de vuelta. —¿Dormiste algo o…?

 

—Nah, no pude —se encogió Tom de hombros, metiendo la mano a la bolsa de papas fritas y comiendo un bocado sin mucha ceremonia—. ¿Y tú? Quiero decir. ¿Dormiste bien?

 

—Algo así —respondió Bill, poniéndose de vuelta en pie y alejándose unos pasos del sofá—. Es casi mediodía. Tenemos que salir de cada poco antes de las cuatro si queremos llegar con un poco de tiempo a la cita… Por cortesía, sí.

 

—Cortesía —repitió Tom con los ojos clavados en la pantalla del televisor, aquel miedo que lo había tenido clavado al suelo y con los labios cosidos fuertemente para no decir nada de sus síntomas o la parálisis, de vuelta y con más fuerza que antes.

 

Pero ahora Bill lo sabía y no iba a permitir más retrasos. Ese día, a las cuatro de la tarde, los dos estarían frente a su médico de cabecera y sería para bien.

 

“Parabién, parabién, parabién…” se repitió Tom, dejando la sala detrás de sí en caos, pero enfilando rumbo al baño por la primera ducha del día. Por cortesía tal y como Bill le había dicho, también por una pizca de nostalgia, Tom se dio el último baño que creyó tendría en esa nueva vida.

 

El simple pensamiento le resultó dramático, pero mientras se quedó quieto bajo el chorro de agua caliente, dejando que el jabón que su gemelo tanto adoraba con aroma a flores silvestres lo sumergiera en otro mundo, en lo único que Tom podía pensar era en esa nota que tenía escondida en el bolsillo y en cómo lograr que llegará a su destino.

 

Por una vez, no debía fallar en lo absoluto.

 

 

 

—¿Listo? —Preguntó Bill, dándole a Tom preferencia al pasar por la puerta de entrada en su hogar—. ¿Llevas el equipaje? ¿El cepillo de dientes?

 

Sin mediar explicaciones, desde un inicio el menor de los gemelos preparó dos maletas: Una para él y otra para Tom, consciente de que su estadía en el hospital sería de por lo menos una noche.

 

—Sí, mamá —avanzó Tom con desgana, enfilando rumbo al automóvil. A medio camino, luego de asegurarse de que la casa estaba cerrada en su totalidad, Bill lo alcanzó y le quitó las dos maletas—. Yo puedo solo.

 

—Olvídalo —rebatió el menor de los gemelos—. Yo me encargo de esto, tú sólo sube.

 

Una vez listos, emprendieron la partida al hospital.

 

En el viaje, imperó el silencio total. Bill les ahorró la conversación insulsa a ambos encendiendo la radio; Tom lo apoyó subiendo el volumen para ahogar cualquier posibilidad de charla.

 

El viaje transcurrió sin un mínimo de intercambio en palabras, sólo el ruido de sus respiraciones aunado al del motor y nada más, pero en la entrada del centro médico, sus manos se encontraron en medio de los asientos, lo mismo que sus ojos. Eraun gesto, uno solo, pero lo dijo todo entre ambos.

 

“Yo también te amo”, incluso si ninguno de los dos dijo lo otro primero.

 

 

 

Bill desaparece por el fin de semana. No quiere ver a Tom vaciar la habitación que hasta entonces compartían. Pasa tres días en un hotel y cuando regresa a casa, es como si nada hubiera pasado realmente.

 

Tom sigue ahí, lo recibe con normalidad exceptuando su sempiterno beso en los labios que dice ‘bienvenido’; comen, hablan, conviven, hacen su vida, pero no se siente igual.

 

En la noche, cuando Bill acude a su cama, por primera vez aprecia el tamaño inadecuado para una sola persona. Sin Tom, el colchón es una vasta llanura que él no alcanza a cubrir incluso si se abre de brazos y piernas como una estrella marina.

 

Tendido de espaldas, a sabiendas que Tom se encuentra a escasos metros de distancia, lo único que puede hacer es yacer en silencio, dejando que gruesas lágrimas le empañen la visión.

 

Dentro de sí, algo se extingue.

 

Eso, es el final.

 

 

 

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