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Semtiminifi por Marbius

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FELICIDAD

 

Cuando Bill era pequeño, la felicidad era totalmente representada por su madre y por Tom. Los fines de semana, ésta incluía a su padre, de la misma manera que de lunes a viernes ese lugar era ocupado por Gordon. Las cosas eran así de alguna manera y así le gustaban. Los demás días, las horas restantes y los minutos perdidos bien podrían ser sus abuelos en alguna visita ocasional o quizá una amistad momentánea. Sonreírle a la vecina que siempre tenía crías de gatos y le dejaba acariciarlos o el conductor del autobús que siempre hablaba del clima con un verdadero interés y una pasión que no correspondía a su expresión ceñuda. Con los años, el número de personas fueron aumentando y también la dichosa felicidad, pero cuando reía como loco y su cabeza volaba por ella, siempre regresaba a las bases: su madre… Tom, su Tom.

De alguna manera, todo eso había quedado relegado con los años. Mentalmente, entendía que no podía tener ocho años por siempre y que las cosas, si bien conservaban su esencia, cambiaban inevitablemente.

Estaba seguro de eso y más cuando miraba entre la baranda de las escaleras de su casa y veía a su madre y a Gordon mirar una vieja película romántica un sábado en la noche y actuar como adolescentes enamorados. Se entrelazaban en el viejo sillón y sus cabezas estaban apoyadas juntas. Posiblemente se susurraban ternezas al oído y Bill eso le parecía lo apacible del mundo.

—Parecen… —Y el crujir de las tablas lo hizo salir de ensimismamientos. Tom se sentaba a su lado en el peldaño más alto y ambos contemplaban la escena.

Su madre tenía un enorme tazón de frituras en las piernas y de tanto en tanto Gordon parecía tomar algunas, sólo que ocasionaba risitas indiscretas en su madre que delataban que no era lo único que hacía.

—Es como su luna de miel –dijo Bill con las orejas rojas—. Supongo que desde que nosotros ya no estamos…

—Hey –le interrumpió Tom—, yo sigo aquí. Eso es… —se estremeció—. Por Dios, mi madre está de coqueta en la sala de mi casa.

—Su casa, Tomi –aclara Bill—. Y esta es una visita corta, ya no es tu… Nuestra casa. –Tragó duro por la idea. Siempre sería su casa, pero tenía que admitir, por su propio bien, que ya no estaban ahí de la misma forma que antes.

Se giró de costado y entonces apreció cuán cerca estaba de él Tom. Era una cercanía no solían tener más allá de los cuatro muros de su cuarto de hotel, o como en esos días, de su habitación.

Tom parecía también tener eso en cuenta y ladeando la cabeza, le dio una sonrisa entre tímida y con atisbos de malicia. Su mano serpenteó por la escasa distancia que había entre ambos y atrapó la de Bill, quien sintió un agradable sobresalto en la base de su estómago y apretó en respuesta.

El menor se mordió los labios y miró por encima de su hombro hacía donde sus padres descansaban. Ambos estaban demasiado concentrados en la película y en besarse como para distraerse y darse cuenta de que eran espiados de nueva cuenta. Ya no por unos niños como antes. Él también estaba ausente, porque Tom se acercó y su nariz siguió la línea de su mandíbula haciéndole estremecerse.

—¡Tom! –Susurró airado. Batió sus manos y lo alejó tanto como pudo, haciendo que su espalda diera contra la barandilla y que ésta rechinara.

En el piso de abajo, se escucharon algunas risitas tontas. Luego el platón cayendo al suelo y una luz se encendió de improviso iluminándolo todo de manera obscena. Bill ni siquiera se atrevió a voltear pues sentía el rostro ardiendo de vergüenza y pensaba que se delataría. Bajó el rostro y apenas así encontró el valor para darse media vuelta y encontrar a su madre acalorada y con aspecto culpable.

—Chicos, ¿Qué hacen ahí? –Preguntó la mujer mientras se levantaba del sillón y se acomodaba un poco los botones de su blusa—. ¿No quieren… —Miró a su marido y su cara tomó un tono carmesí— … cenar algo?

—Nah. –Tom se levantó y bajó los peldaños de dos en dos con ligereza. Bill le siguió de cerca, aunque con piernas temblorosas y cuando se encontraron todos juntos, un incómodo silencio se hizo presente.

Bill no pudo más que rascarse un poco en la nuca y sentirse como un crío que había atrapado a sus padres en la cama y haciendo el amor. Un sentimiento entre la culpa y la vergüenza que le subía de los pies a la cabeza y lo acaloraba. No estaba muy lejos de esa idea, pensaba, porque Gordon no había abandonado su lugar en el sillón, pero un sospechoso cojín cubría su regazo de manera indiscreta.

—Quizá quieran ver la película con nosotros –comentó Simone sin mirar a ninguno de sus dos hijos. Carraspeó un poco y era obvio que ninguno de los presentes quería eso.

—Las llaves están sobre la mesa –murmuró Gordon de pronto. Hizo una mueca ante la idea, pero continuó—: es viernes en la noche y ustedes dos necesitan salir de la casa a… —Cerró los ojos buscando una excusa plausible— relajarse y divertirse un poco. ¿Qué tal usar mi automóvil para eso?

—Es sábado –corrigió Bill, pero recibió una patada de su gemelo, quien ante la mención del auto de su padrastro, tenía un brillo particularmente ansioso en sus ojos. En cierto modo, a Bill le pareció del mismo tipo de mirada que solía darle desde que abría la puerta de su habitación y se abalanzaba sobre él.

No era para menos. Bill entendía de automóviles lo mismo que de física nuclear, o de matemáticas, pero no ir más lejos. Empezando porque ni en neutral y empujándolo por una pendientes podría hacer que uno arrancara. Pero en su mente, la idea de que valía la pena aceptar y de que el rostro de Gordon luciendo con dolor por soltar a su objeto más preciado, era garantía de ello, le hicieron no denegar ante la mirada de Tom, quien ya tenía las llaves en mano y casi huía por la puerta antes de oír quejas de arrepentimiento seguro.

Era una situación en la que todos ganaban, pero aún así a Bill le quedaban reticencias. Su opción de ir a dormir con Tom desde temprano se arruinaba drásticamente con eso, pero no podía decirlo en voz alta y clara, ya casi era arrastrado por la puerta hacía la cochera.

—Hum… —Empezó a decir. Su madre lo miró debatiéndose entre dejarlos marchar u oponerse de alguna manera e hizo lo segundo.

—Quizá sea un poco tarde y… —Hizo caso omiso de su marido, quien la agarró de la cintura y la sentó en su regazo posesivamente. Para él, la opción de tenerlos ese fin de semana en casa no era viable.

—Bien, bien… —Murmuró el hombre para sí mismo al tiempo que se inclinaba un poco y sacaba su billetera.

Al instante siguiente, Tom ya tenía su mano extendida y una sonrisa que no se le veía más que en contadas y muy especiales ocasiones. Como cuando molestaba a George o pensaba en hacerlo…

—¿Cincuenta para el cine, refrescos y palomitas de maíz o ya no hacen eso? –Al decirlo, sonó resignado y soltó el billete en manos del mayor de los gemelos, quien lo metió a la bolsa trasera de su pantalón y luego la volvió a extender con un gesto alegre. A Gordon no le quedó de otra que dar un billete más—. Si algo le pasa al coche, lo pagarás de ahí.

Tom ignoró el comentario e hizo una enumeración bastante curiosa.

—Unas cervezas –levantó un dedo—, algo para comer y gasolina. Oh –un cuarto dedo se alzó— la multa –dijo triunfante.

—¿Qué multa? Preguntó su padrastro, no muy seguro de cuánto le iba a costar eso y si estaba dispuesto a pagarlo.

—Venir a casa de madrugada puede ser un poco peligroso y… —Gordon hizo un gesto. Ya sabía para donde iba todo y con resignación total, muy seguro de ello y sintiendo a su mujer encima de sus piernas, dio la billetera completa.

—Lo entiendo. Quédense en algún hotel no muy caro. Han ganado.

—Yep –dijo Tom.

—¡Gordon! –Le recriminó su mujer—. ¿No hablarás en serio?

No le dio tiempo de más pues al instante Tom se inclinaba sobre su mejilla, la besaba y salía por la puerta arrastrando a Bill con él.

 

—Es broma, tiene que ser una jodida broma todo esto –iba diciendo Bill mientras cruzaban la gravilla y el césped con el que su madre había decorado el patio de enfrente y aún era asido de la mano de Tom contra la suya rumbo a la cochera.

—No –Tom se detuvo y frente a la tenue luz de la farola lo miró con una seriedad que en él lucía perturbadora—. Bill, tú sabes, hay que hablar.

El mencionado dio un respingo. Cierto eso. Tenían que hacerlo, pero durante todos los días anteriores había sido fácil eludir esa cuestión por simples pretextos que tenían bases reales. Su madre y Gordon siempre estaban en casa y la privacidad era poca sino es que nula.

—No quiero. –Bill se sintió infantil del todo renegándose y casi enfilando de regreso a casa, pero Tom aún tenía su mano y usó eso para anclarlo al suelo. Una mirada dura también aumentó eso.

—Ya estamos afuera –dijo Tom con toda la calma que era posible—. No arruines esto, por favor.

—Que te den por el culo, Tom Kaulitz –masculló el menor con rabia. El mayor sólo sacó la lengua y lo miró lascivamente al tiempo que alzaba sus cejas—. Bien, ese papel es mío, pero te puedes ir al diablo.

Tom no dijo nada, pero hizo saltar la alarma del auto con un clic y el orgullo le invadió del todo, cuando ya encendido y con el brazo por el respaldo del copiloto, miraba a ambos lados de la calle y salía del estacionamiento. A lo lejos creyó vislumbrar la cortinilla de la sala moverse y estaba casi seguro que era Gordon, razonando que el precio de una noche solos no era tan cara como para soltar su automóvil, pero ya era tarde.

Muy contento, puso el estéreo a funcionar pero dio un salto en el asiento y un volantazo bastante brusco contra una banqueta cuando de las bocinas comenzó a salir música de las Spice Girls a todo volumen.

—¿Qué… demonios es eso? –Bill rió con fuerza y olvidando momentáneamente su mal humor, bajó un poco la ventanilla y el aire le dio con fuerza en el cabello.

—¿No esperabas que Gordon trajera uno de nuestros discos? –Volteó para ver a Tom, pero éste conducía muy concentrado y se mordía los labios en el proceso. La sola imagen hizo que el estómago del menor se volviera de agua.

—Creo que puedo vivir sin música –dijo de pronto. Apagó el aparato y casi de manera instantánea se arrepintió. El silencio y la tensión regresaron con mayor ímpetu y eso le hizo desear encontrarse en cualquier otro lado.

Avanzaron algunos kilómetros así hasta que las luces de las aceras se apagaron del todo y entonces se encontraron surcando la oscuridad a una velocidad que no deberían. Bill lo sabía y Tom por igual, pero su loca carrera parecía tener el fin de alejarlos del todo del mundo y lo cumplía.

Luego Tom disminuyó la velocidad y poco a poco el automóvil se detuvo, justo en medio de la carretera desolada.

—Me siento como fugitivo –murmuró Bill. Miró por encima de su hombro y distinguió a la distancia las luces de un vehículo que se acercaba con prisa y que en menos de un minuto se iba a estrellar con ellos si no desaceleraba.

—Bill, yo… —De improviso, Tom soltaba su cinturón de seguridad e inclinándose con dulzura sobre Bill, le besó en los labios.

Se contemplaron escasos segundos antes de oír el bocinazo y el otro coche hizo un cambio de luces airado al pasar a su lado. También hizo notar su molestia usando el claxon y ambos gemelos rieron.

—Tengo una idea –comentó de pronto el mayor. Ajustando el espejo retrovisor dio marcha en reversa y con una hábil torción de llantas, hizo que el vehículo diera media vuelta y regresaron de nueva cuenta.

—¿Conducir al otro lado de la ciudad y hacer lo mismo? –Bill apoyó su cabeza en el frío cristal y sintió un silbido por encima de su cabello. Cerró la ventanilla y esperó la contestación de su gemelo, quien metió cuarta y no dijo nada—. ¡Tom! Si vas a ignorarme, detén el auto que me regreso caminando.

—Vas a encontrarte algo que no te va a gustar –chanceó el mayor.

—No me importa, no puede ser peor que… Esto. Demonios –masculló con acritud. Sabía que estaba actuando descontrolado y que su escaso diálogo no daba para mucho en la pequeña cabina, pero estaba sintiendo claustrofobia. Moría, de verdad que lo hacía, por la sensación de ahogo.

Desde el momento en que habían salido de la casa ya todo se había ido a la mismísima mierda y no encontraba otra manera de eludirlo que no fuera arruinándolo del todo con uso de toda su fuerza de voluntad.

La cuestión es que cuando lo hacía con saña y ánimos de dejarlo todo por perdido, Tom no cedía. Le conocía muy bien para caer en su pequeña trampa.

—Bill, sólo cállate, me pones de nervios. No lo eches a perder desde antes.

—¿El qué? –Preguntó con una piedra en la garganta. Estaba tan desasosegado que no dudaba en abrir la portezuela y saltar. Cualquier cosa podría ser mejor que hablar, propiamente dicho. Eso lo aterraba y sus manos húmedas se ciñeron con fuerza y temblores a la palanca.

Tom lo miró de reojo pero algo saltó dentro de él cuando vio a Bill a un paso de la histeria total y frenó un poco para acercarlo un poco contra sí y tranquilizarlo.

—¿Qué tal una… —Bajó el tono de su voz a niveles apenas audibles y a Bill le costó bastante creer que lo que había oído no era una broma que la mugre de sus orejas le gastaba de manera cruel— cita?

Eso bastó para hacerle soltar la manija. Para que la idea de saltar por la puerta de un vehículo en movimiento pareciera estúpida y también para hacerle sonrojar. Luego bajó la cabeza y queriendo ayudarle a su gemelo en la labor de deshacerse de la dulce tensión que reinaba, sólo atinó a decir con tono tímido:

—Te tienes que portar bien. –Miró un poco de costado y vio contra la luz de la primer farola, que Tom tragaba con fuerza.

—Ok.

 

A final de cuentas, la predicción de Bill no había estado tan errada. Tom había conducido de vuelta a la ciudad y tras tardarse alrededor de quince minutos en el único supermercado decente que había en toda la zona y salir con una bolsa a reventar, habían salido de la ciudad por la misma carretera pero para el lado contrario.

Así, habían conducido unos kilómetros hasta encontrar un declive en la estrecha carretera y tras bajar por el arcén con cuidado y evitando las cunetas repletas de agua tras una reciente lluvia, se habían estacionado bajo un apacible árbol y lejos de los posibles viajantes que pasaran a esa hora.

Tom había apagado el motor y tras un suspiro inusitadamente largo, había tomado la bolsa que estaba sobre las piernas de Bill y sacado una cerveza que siseó al ser destapada. Tras darle un sorbo, le ofreció un trago, pero Bill declinó y con un renovado interés y dicho sea de paso, unos nervios que le hacían castañear los dientes, revolvió entre las compras.

Encontró una lata que a la poca luz de la luna, distinguía como algún tipo de soda. Pero al abrirla y posteriormente beberla supo que era de jugo, pero tenía tan poca afición por las frutas que no supo identificarlo.

Se lamió los labios con cuidado tratando de identificar el sabor, pero sólo consiguió fruncir el ceño en concentración. Era algo entre lo dulce y lo espeso y casi podía jurar que era pera. Se iba a girar hacía Tom para preguntarle qué era o al menos preguntarle si podía encender alguna luz, pero se vio acorralado contra el cristal y abrazado de manera estrecha.

—Tom –dijo no muy seguro. Apoyó las manos en sus hombros y la lata que tenía en manos, osciló peligrosamente y amenazando con caerse—. Espera, se cae esto aquí adentro y Gordon nos mata.

—Te mata –susurró contra su oreja. Buscó su mano y Bill dio un chillido cuando la lata se le resbaló, pero Tom sólo la había tomado y colocado en uno de los porta vasos con delicadeza. Jadeó de alivio y lo volvió a hacer al sentir los dientes de su gemelo contra su barbilla—. Eso si no te mato yo antes aquí.

—Agh, ni lo pienses. –Haciendo acopio de toda la fuerza de voluntad que tenía en esos momentos, la cual no era mucha si tomaba en cuenta el bulto que comenzaba a formarse en sus pantalones, Bill lo alejó un poco y desvió la mirada. Si veía a Tom, aunque fuera su sombra, le iba a saltar encima—. Este es un pésimo lugar para pensar en esas cosas y… —Gimió ante la sorpresa de tener la mano de Tom encima de su ingle y presionando con ligereza.

—Billy malo, pensando en cosas malas –y alzando los labios, fue en pos de los de Bill quien en un inicio renegó, pero luego correspondió su atrevimiento con tomar su rostro entre sus manos y halarlo más cerca con ansiedad.

Tom vio su oportunidad en ello y tras profundizar el beso, se levantó de su asiento para cruzar la corta distancia que los separaba. Sus manos en los cabellos de su gemelo, buscando un agarre más firme, pero deslizándose entre éste con dulzura. Fue hasta que lo tuvo contra el asiento y con la cabeza ladeada que pudo finalmente acorralarlo del todo y centrarse en atenciones devotas.

Por su parte, Bill batía temblorosamente sus pestañas, muriendo de nervios por abrir los ojos y buscar una ruta de escape de su hermano. Escape que no quería realizar, pero que pensaba, aliviaría sus temblores. Ni fue necesario eso, o al menos no hasta que sintió su mano masajear con insistencia entre sus piernas y con dedos torpes, buscar en la bragueta de su pantalón.

Algo dentro de él dio un tirón y se separó con ojos enormes y labios entreabiertos e hinchados. Tom lo notó y detuvo sus movimientos para abrir sus propios ojos y verle tan de cerca que incluso en esa oscuridad, apreciaba los detalles de su rostro con bastante precisión.

—¿Qué? –Preguntó. Retrocedió un poco y al hacerlo la palanca de cambios se le incrustó en el trasero haciéndole dar un respingo—. Mierda, mierda… —Masculló malhumorado y regresando—. Esa porquería me ha violado.

—Te lo tienes merecido –murmuró Bill y extendió su mano buscando su bebida—. Algún loco puede rondar por aquí y vernos. –La idea le hizo poner una mueca en su rostro y mirar con desconfianza por encima de su hombro.

En todo el lugar, no se veía nada. Algunos árboles impedían ver más allá de diez metros y si bien eran una barrera bastante buena, no era del todo segura. Los vagabundos solían rondar la zona y no era tan buena hora como para fiarse de no vigilar al respecto.

En cualquier momento, sentía Bill, podía salir un loco homofóbico con un hacha y matarlos a los dos. La idea le hizo balbucear algo y con un poco de vergüenza, tomar la mano de Tom, quien seguía reculando por el golpe.

—Es peligroso estar aquí, deberíamos irnos –susurró. Por alguna loca idea, le parecía que si decía eso un poco más alto, algún enmascarado con una navaja de treinta centímetros les saltaría sobre el parabrisas y los degollaría—. Tomi, tengo… —Suspiró con fuerza— mucho miedo.

—No jodas –Tom sonó divertido al decirlo y se inclinó de nueva cuenta para besarlo, pero dio un respingo al sentir su mano siendo triturada y supo que iba en serio—. Bill, no juegues. He estado aquí decenas de veces y nunca ha pasado nada. El sitio es tan seguro como estar en… No sé, la maldita escuela. –Lo besó de nueva cuenta y sin soltar su mano, con la otra tomó su rostro y acarició a lo largo de éste.

—¿No has oído hablar de las masacres escolares? –Musitó Bill. Recordaba los casos del noticiero donde algún alumno entraba con un arma y disparaba a todos lados. La primera vez que se había enterado al respecto, tuvo la certeza de que en su propia escuela pasaría y que él sería el primero a causa de lo impopular que era. Ese viejo temor estaba de nueva cuenta presente y era complicado de explicar.

Luego las palabras de Tom le golpearon con fuerza. El miedo se le desvaneció del todo y una laxitud lo dominó completamente cuando calibró lo que había escuchado. Tom. Ese sitio. “Muchas veces”, pensó, pero se corrigió de manera instantánea, “No, decenas de veces”. ¿Esa iba entre diez y noventa y nueva?

La idea tan racional le hizo reír y doler de maneras que no había experimentado jamás. Su estómago se contrajo y era como querer escupir lo que apenas hacía unos minutos había bebido. Sólo entonces lo supo: era mango y sí, un poco de pera.

—¿Masacres de qué? Estás chalado, aquí no pasa nada excepto que te atrapen en la movida y con los pantalones en las rodillas. –Tom puso una mano en el hombro de Bill y al instante fue repelido con extrema fuerza. Supo al instante que algo malo había pasado—. Hey…

—Supongo que aquí tenías hasta tu estacionamiento privado –dijo Bill. Seguía riendo, de una manera desquiciada, pero lo hacía. Sólo que tenía los ojos extrañamente entornados y una mirada que ponía cuando estaba a punto de vomitar algo de sí mismo con mucha amargura—. ¿O es que me equivoco?

—¿De qué hablas? –Preguntó con cautela el mayor.

Se alejó totalmente y pasó a ocupar lugar en su propio asiento mientras sacaba una nueva lata de cerveza y le daba un largo sorbo.

—Cuida lo que dices, sólo eso. –Bill se acomodó un mechón de pelo y se giró a la ventanilla. Trataba de atisbar algo en la lejanía, otra coche, quizá, ahora que sabía en qué tipo de lugar estaba.

Los ladrones, violadores y asesinos en masa que se escondían en la oscuridad desaparecieron para dar lugar a algún policía calvo y barrigón de fétido aliento que rondara en el lugar con linterna en mano y dispuesto a detener a toda pareja que encontrara en posición comprometedora. Todo eso en la mente de Bill, pero de alguna manera muy real. Tangible, casi palpable.

Suspiró con desánimo ante la idea y entonces la mano de Tom que subía por su pierna se detuvo. Bill mismo la frenó en su ascendente camino y reprimiendo las ganas de pellizcarla, sólo la apretó con fuerza.

—Este lugar apesta –masculló.

—Me pareció perfecto para hablar. –Bill vio de reojo que su gemelo daba un nuevo trago a su lata y se limpiaba la boca con el dorso de su muñeca. La manera de decirlo o al menos en la que él apreció el tono de sus palabras, le irritó y enfureció casi como una llamarada subiendo de sus pies y consumiéndolo todo.

—¿A quién has traído aquí para hablar? ¡Por favor, Tom, no seas… Ridículo con eso! –Explotó. Se cruzó de brazos y se enfurruñó en su asiento con el corazón dando tumbos en sus sienes, si es que era eso y no una embolia fulminante.

Pasaron unos momentos y Tom terminó con su lata. Luego la comprimió totalmente y está desapareció en la palma de su mano hecha un puño totalmente. El ruido resonó con una fuerza que rayaba en la exageración y quizá era debido a que ni sus respiraciones se apreciaban en el reducido y solo, a excepción de ellos, lugar. Bill no quería mirar eso, pero no tuvo la frialdad para ello y encontró que su gemelo estaba con una expresión neutral y mirando al frente.

Una línea iluminaba un poco al frente y fue entonces que se percataron de que no habían apagado los faros del automóvil. Con un movimiento veloz, Tom lo hizo y entonces la oscuridad se hizo completa.

Aún sentados uno al lado del otro por no más de treinta centímetros a lo más, era complicado el apreciar sus siluetas una al lado de la otra.

El temor de Bill regresó y con una congoja que amenazaba con colapsarle, buscó la mano de Tom con dedos temblorosos. La encontró a no mucha distancia, pero su búsqueda había sido lo más difícil que había hecho en semanas. Temía no encontrarle; temía hacerlo y ser repelido con disgusto.

En lugar de eso, sintió la caricia suave en sus nudillos y el apretón intensificándose y le entraron unas tremendas ganas de llorar por ser tan pueril y unsuplicio duro de soportar.

—¿Soy una astilla en el trasero? –Preguntó con un nudo en la boca.

—Eres una estaca, Bill –Tom suspiró al decirlo, pero el toque de su mano se volvió más suave aún—, pero he aprendido a vivir con eso.

—No deberías –musitó con el tono de quien han regañado y tiene toda la culpa. De quien acepta el castigo correspondiente y es presa de su miseria.

—No, pero lo hago. –Bill sintió el temblor en su mano y en cuanto Tom empezó a hablar de nueva cuenta, supo que era la de él la que temblaba; la de ambos, haciendo justicia a la verdad que no se podía eludir. Vadeaban agua pantanosa e iban juntos en eso. Le correspondió el apretón para darle ánimos—. Este es un sitio muy agradable. En verdad quería que lo conocieras.

—Es… Un buen lugar –admitió el menor, agradeciendo la oscuridad pues le evitaba las excusas para el tono carmín de sus mejillas—. Gracias, supongo, por traerme aquí. –Suspiró no muy seguro—. Ha sido un lindo detalle.

—De nada, creo. –Se hizo una pausa que llenó a Bill de ansiedad, pero tras tomar aire, Tom comenzó a hablar—. Lo siento, ahí lo tienes. Lo lamento mucho y pido disculpas por lo del otro día. Yo… No quería herirte.

—Me gustaría decir ‘lo sé’, pero es mentira, ¿no? –Bill soltó un hipido, medio sollozo, medio de alivio y se inclinó por encima del espacio que los separaba hasta encontrar el hombro de Tom y apoyar la frente ahí.

Gruesas lágrimas de descanso que no podía detener. Tom incluso limpió un poco sus mejillas pero era como querer detener lo inevitable.

—Estás conmigo… —Comenzó Bill, aún con zozobra en el pecho y con destrozos en su interior. Estaba totalmente roto.

—Estoy aquí, Bill. –Tom acaricio su cabeza y se inclinó un poco para darle un tentativo beso en la frente, en la punta de la nariz y posteriormente en los labios. El sabor fue salado y el contacto húmedo. Inclusive así, no era del todo malo.

—No, no… Tú estás conmigo –jadeó al intentar decirlo sin ahogarse de alguna emoción que lo atormentaba—, no sólo aquí a un lado. Estamos juntos, de eso hablo.

—Sé de que hablas, Bill –murmuró rozando su nariz contra la mejilla de su gemelo y cerrando los ojos. El gesto poco importaba por la oscuridad, Bill no lo vería, pero temía que de no hacerlo, él también iba a empezar a llorar.

El momento se volvió íntimo. Intercambiando suspiros, ambos se contemplaron apenas iluminados por la luz externa y se besaron con ligereza una y otra vez no muy seguros de cómo proceder.

Las manos que antes descansaban a los costados se volvieran posesivas en su agarre y pronto Tom tuvo las suyas cobijadas bajo la camiseta de Bill y éste presionando a Tom por la espalda con rudeza. Jadeaban quedamente, pero era obvio que no era el lugar adecuado. El momento era perfecto, pero no el sitio.

Tom lo demostró con torpeza cuando se abalanzó sobre Bill y con descuido golpeó la lata de jugo que aún no estaba terminada y esta se volcó encima de ellos y sobre el asiento.

—Estamos muertos –murmuró Bill.

—Castrados –secundó el mayor.

—Gordon nos va a crucificar. Oh mierda.

Bill palpó a lo largo del asiento y sus dedos sólo sentían pegajoso por todos lados. Había la opción de haber hecho un estropicio y limpiar con un poco de papel higiénico o haber hecho un lago y tomar como la mejor opción huir hacía la frontera con… “Polonia”, pensó Bill no muy seguro. La geografía no era lo suyo. Lo importante, era huir de Gordon, quien amaba a su carro tanto como a su mujer.

Tom lo único que había atinado a hacer era a abrir la puerta de su lado y conseguir que la bombilla interior se encendiese. Ante ellos, la mancha al fin hizo aparición. Nada grave, por fortuna divina.

—Quítate la camiseta –dijo el mayor de pronto. Tenía una sonrisa traviesa entre labios y propiamente dicho, mordía los suyos mientras Bill se cruzaba de hombros y denegaba con un gesto de timidez.

—¿Aquí? –Preguntaba con un deje de coquetería que le hizo sentir el calor por todo el rostro y cuello.

—Podemos limpiar con ella y esto quedaría perfecto. –Extendió la mano y esperó que a Bill se desnudara.

Al instante Bill frunció el ceño y se giró de costado.

—Limpia con la tuya –murmuró de mal modo.

—Bill –dijo Tom como advertencia. El menor se viró y por la mirada que Tom le dirigió, supo que iba a terminar hasta sin pantalones.

—No. –Voz firme.

Luego Tom cerró la puerta y la oscuridad se hizo presente. Medio segundo después, Bill estaba sin camiseta y sin aliento. Tom le besaba con rudeza y aunque el cristal se sentía helado contra sus hombros y nuca, una ráfaga de calor dio vueltas dentro de él como remolino.

—Nunca me digas que no, Bill –murmuraba Tom entre beso y beso. Dejaba de lado la camiseta y olvidaba el desastre mientras con dedos ansiosos tanteaba a un costado del asiento hasta obtener lo que quería.

Jaló la palanca necesaria y Bill dio un grito cuando su asiento se iba hacía atrás en un único movimiento y quedaba a merced de su gemelo. Éste se sentaba encima de él y con mucho cuidado descendía para devorar su pecho y mordisquear con sus dientes la piel de su vientre. Sus manos viajaban con prisa sobre su estómago y luchaban contra el cinturón, la bragueta y el botón al mismo tiempo.

—Tommm… —Vibró Bill ante un seguro lametón en su vientre y en dirección al pecho—. El loco del hacha…

—¿De qué carajos hablas? –Tom levantó su cabeza y apoyó su barbilla en el hueso de la cadera de Bill. Sus manos aún intentaban, aunque con menos intensidad, el desnudarlo lo más rápido posible.

—Aquí no, ¿sí? –Suspiró—. Además mi espalda está pegajosa; me siento incómodo.

Se hizo una pausa momentánea y Tom se apartó.

—Bien, pero te aseguro que lo más peligroso de este lugar puede ser un pervertido con una linterna, no un maniaco con una sierra.

—Un hacha, Tomi –murmuró girando los ojos.

—Lo que sea –y por el tono que usó Tom, a Bill le dio un tumbo en el pecho. Extendió su mano buscándolo y dio contra uno de sus costados. No muy seguro que tocaba, pues la enorme camiseta que su gemelo portaba, era un bulto de tela amorfo que no sabía identificar.

—Hey, no te enojes –balbuceó.

—Bill –exhaló aire con fuerza— no estoy enojado, estoy preocupado por la jodida mancha. ¿Ok? Sólo eso. Nada de paranoias. –Tanteó una mano al aire y a Bill le dio contra el rostro, un golpe que no dolió pero soltó una queja—. Perdón –murmuró Tom—, pero no estoy molesto. Es sólo que nada está saliendo bien… —Su mano acariciando la mejilla de Bill y éste sintiendo cosquillas en la punta de sus dedos—, ya sabes, en esta primera cita… —Carraspeó un poco al decirlo y Bill ya casi lo veía con las mejillas sonrojadas y mordiéndose el labio—. Como sea.

—Siempre podemos volver a intentarlo –dijo Bill con una voz delgada y pequeña que apenas pudo reconocer como suya.

—Bien.

—Muy bien.

 

Al final dieron por perdido lo del asiento. Una mancha iba a aparecer ahí y nada era tan grave como para no tener solución. Bill dijo “tintorería” y Tom “yo pago” lo que dejó el asunto zanjado y terminado al menos hasta que tocara regresar a casa y su padrastro viera.

También de manera tácita y por partida doble, dejaron la camiseta de Bill de lado y de alguna manera la de Tom también, quien la pasó por encima de su cabeza e hizo de ella una pequeña almohada sobre la cual posaron ambas cabezas y estirándose hasta donde podían en el asiento trasero, se acostaron a descansar.

No era una madrugada particularmente cálida, pues de hecho ambos tenían la piel erizada, pero encontraron solución en ello abrazándose tan fuerte como podían y si bien eso no remediaba todo, la parte que arreglaba era perfecta.

Era la felicidad o al menos así la sentía Bill.

Le parecía que no iba muy errado mientras succionaba el labio inferior de su gemelo y sentía sus manos rodearlo por la espalda y mecerlo con lentitud encima de su regazo. No había manera de equivocarse con eso.

O quizá sí. En algún punto de todo ese tiempo, iba a amanecer. La seguridad y el confort que sentía se iban a desvanecer y regresar a la realidad, si bien no era la miseria, no era la felicidad.

—Tom –susurró. El toque que sintió en un hombre le hizo continuar—: quiero quedarme aquí por siempre.

—No eres un ermitaño –contestó con simpleza—. Las fans se morirían de tristeza. Y Gordon pediría que devolviéramos su auto.

—A la mierda con eso… —Masculló.

Los golpes de realidad no le gustaban. “Bien, las cosas son así”, pensó. Se levantó y comenzó a vestir.

—Hora de regresar –dijo y Tom acató sin pretextar nada.

 

Para Tom, la felicidad era más concreta y del tipo material.

Al igual que Bill, apreciaba a su madre y la familia ocupaba un lugar importante en su escala de objetos preciados, pero no era algo que le hiciera saltar de alegría. Pasar las tardes en casa o charlas con su progenitora no eran ocasiones tan memorables como para hacerle sonreír como imbécil a cada rato y por eso para él no entraban en la categoría de la felicidad.

Por otro lado, tampoco tenía algo muy claro en ello y no era del tipo de persona que pensase mucho al respecto. Al menos no como Bill.

Por eso, responderle era difícil.

—¿Qué es lo que más te hace feliz en el mundo? –Habían preguntado mientras tallaba su ojo. Mientras bostezaba y llenaban el tanque de gasolina a las seis de la mañana y se preparaban para regresar.

“Tú”, habría podido ser una respuesta correcta en la medida de lo posible. Era la que Bill quería oír y por lo tanto correcta, pero ciertamente no era verdadera y ahí radicaba un punto importante: lo que era mentir y simplemente no decir la verdad.

—No sé –y se había recargado en el asiento con un gesto cansado. En verdad estaba cansado, al grado que lo único que quería era llegar a casa, sacarse los zapatos y tirarse a dormir de golpe doce horas. Esa era su verdad en esos momentos y muy posiblemente su felicidad si lograba hacerlo.

El resto del camino se había tornado un bloque tenso. Uno donde ninguno de los dos habló y uno en el que al llegar no se atrevieron a nada más que ir a sus respectivas habitaciones y cerrar las puertas al mismo tiempo.

 

—Cariño, ve por tu hermano, ya vamos a cenar –dice Simone poco antes de las siete. Coloca los últimos platos y alinea los cubiertos que Tom ayudó a acomodar. Es su manía: pedir ayuda y al final ella hacerlo todo hasta que quede a su manera.

De alguna manera irritante, de otra, algo muy tierno. Ciertamente, sea quien sea el que la vea, algo digno de atención.

Tom asiente y sube las escaleras con parsimonia. No está tan ansioso de ver a su gemelo y de algún modo, sabe que es un sentimiento recíproco.

Por ende, toca la puerta con sus nudillos aunque su costumbre es pasar sin más. Gira la perilla y entra cerrando detrás de sí. Pasa apenas oye el clic y camina entre la oscuridad no muy seguro de dónde puede estar Bill.

Tampoco lo tiene que pensar mucho. Contra la ventana, su silueta se recorta y mira desde su improvisado puerto de exploración las pocas luces que conforman su ciudad de noche. Son míseras, apenas un puñado, pero Bill parece concentrado en verdad. Tanto, que no nota la presencia de Tom hasta que besa su mejilla y ni así expresa una gran reacción.

—Hey –dice y busca su mano. La estrecha mientras se aparta el cabello del rostro.

—Vamos a cenar y es esa porquería que Gordon hace cuando venimos. –Arruga la nariz al decirlo y se alegra de ver al menos que Bill sonríe ante el comentario.

—La última vez que comimos eso, me enfermé.

—Yo se lo di al perro –confiesa con calma y sin soltar su mano, lo abraza dando un tentativo paso al frente.

Al instante Bill apoya su barbilla en su hombro y Tom hace lo propio.

—Esto es la felicidad, ¿sabes? –Comenta con seriedad. Pasa su mano libre por su cintura y siente que su gemelo hace lo propio mientras el pulso de ambos se acelera en espera de lo que viene.

Decir lo que se tiene que decir, es siempre mucho más fácil cuando no miras al frente o a los ojos a la persona a quien se lo tienes que decir. No es cobardía, sino una especie muy particular de valor. Casi un suicidio…

—Debiste decirlo antes… O siempre, Tomi –farfulla Bill con dolor. Apoya su mejilla en su hombro y el agarre de su mano se torna posesivo e inseguro. Teme abrazar y sentir que sólo tiene aire entre los dedos. Que Tom se pueda ir—. He estado tan jodidamente asustado desde que todo esto empezó, que sólo quiero dar marcha atrás.Esto no parece nada justo.

—Bill… —Con cuidado soltó su mano y tocó su rostro pero estaba totalmente seco. Lo abrazó con más fuerza aún y el temblor de sus rodillas cobró un nuevo impulso; él sí lloraba, estaba aterrado y aún con Bill a su lado, era una sensación de estar cruzando por todo eso en la absoluta soledad.

—Es que ya no hay manera de devolver todo, Tomi. Lo hemos podido arruinar todo y… Y yo sigo tan asombrado de no desear nada más que esto. Es… Enfermo del todo. Estamos locos o quizá sea yo.

—Somos los dos, Bill. Está bien porque es mutuo, porque somos los dos y porque en verdad puedo decir que quiero estar por siempre contigo. –Trago con fuerza y fue como haberse tirado de algún lugar muy alto sin nada que amortiguase la caída pero con verdadera fe de que los milagros existían.

Bill fue su milagro cuando rompió a llorar y lo besó repetidamente, presa de una risa o un llanto histérico que tenía algo de ambas emociones.

—Es amor, es amor… —Murmuró apretando los ojos y rodeando su nuca con ambas manos—, pero no digas que me amas, porque aún es mentira.

—Cállate que lo echas a perder, idiota –masculló Tom. Soltó sus manos de la cintura de Bill para limpiarse los ojos y agradeció hacerlo, pues en ese instante su madre abrió la puerta y tanteó entre la oscuridad en búsqueda del interruptor.

Cuando al fin pudo encender la luz, ambos estaban a una prudente distancia y con gestos esquivos.

Simone atinó únicamente a mover la cabeza y dar un paso dentro de la habitación no muy segura de qué era lo que pasaba, pero confiada en que no podía ser demasiado grave.

—Chicos, ¿pasa algo?

—Me duele la cabeza –balbuceó Bill, y se lanzó a sus brazos como cuando tenía cinco años—. Me duele tanto que creo que voy a llorar.

—Cielo, ¿estás bien? –La mujer se alejó un poco y tras comprobar con su mano que no tenía fiebre, ordenó que se recostara. Dijo que Tom le subiría algo para comer y desapareció por la puerta, sin cerrarla tras su salida.

—No sé si eso estuvo cerca, pero… Casi se me caían los pantalones del susto –dijo Tom cuando dejó de oír las pisadas en las escaleras—. ¿En verdad te sientes mal?

Miró a Bill y éste se apretaba la camiseta justo encima del corazón. Sabía que dolía ahí porque también se sentía así.

—¿Quieres que traiga de lo que hizo Gordon? –Preguntó con una mueca y metiendo ambas manos en las bolsas de su pantalón. Con la luz encendida, se sentía totalmente cohibido y Bill lo entendió.

—Es su cena especial. Un poquito no me matará… —Sonrió tímidamente—. Eso espero…

 

Para Bill, alejarse de casa en cada ocasión era igual de doloroso que la primera vez. Discernir entre una ocasión u otra era imposible, pues en cada una, cuando su madre se desaparecía en la distancia, por mucho que la viera sonreír y agitar su mano orgullosa de ambos, quedándose al lado de Gordon y en verdad repleta de alegría por ellos dos, a él le parecía todo podía ser una última vez. Siempre trataba de hacer una fotografía mental, asustado de perder eso en el tiempo que tardase en regresar.

En cada ocasión, Tom daba palabras de consuelo al respecto, pero dadas las nuevas circunstancias, Bill no sabía cuál iba a ser su proceder.

Por eso, se mostró ligeramente ausente mientras su madre se despedía de ambos por la ventanilla del taxi y lanzaba besos para sus dos hijos. Apenas agitó la mano en ademán de despedida y en cuanto el taxi dio vuelta por la calzada, se giró a ver a Tom, quien bostezaba ante levantarse tan temprano para tomar el primer vuelo y esperó.

—Si Gordon amenaza de nuevo con preparar su ‘carne especial’ –masculló, haciendo hincapié en la ironía con sus manos— yo haré lo propio no viniendo de regreso. Ow, duele…

Bill le miró con los labios completamente fruncidos y un gesto hosco.

Tom tenía la sensibilidad de una patata, quizá con la diferencia de que hasta las verduras en algún momento habían tenido vida y habían soltado un único quejido al ser arrancadas de la tierra, o eso decía su abuela y Bill lo creía. No, Tom era muy afortunado de ser llamado patata y por eso mismo un surco se hizo en la frente del menor mientras su mal humor mañanero, se disparaba.

—Abrázame, estúpido –dijo con fuerza.

El taxista carraspeó y ajustó su espejo retrovisor para ver un poco mejor pero una mirada de Bill lo hizo desistir.

Y en el asiento de atrás, Tom abrazó a Bill y eso, era la felicidad.

En eso, Bill siempre tendría que ayudar a Tom. Tom quien tenía la sensibilidad de una patata, pero a quien amaba con todo su corazón.

Tom, quien ciertamente bullía de felicidad al lado de su gemelo que sentía lo mismo. La jodida felicidad, sí.

 

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