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Lo azul por Marbius

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Como el agua teñida

 

—No me gusta para nada esto –tamborileó Bushido los dedos con impaciencia sobre la cabeza de su fiel anguila Chakuza—. En lo mínimo, debo de decir –siseó con rabia contenida, rechinando los afilados dientes al contemplar con desagrado la escena que tenía al frente.

Espiando por órdenes de su amo, Sido le llevaba la imagen clara de cómo Bill era rescatado, literalmente, de las manos de un viejo libidinoso por un príncipe. Su príncipe. Bushido contuvo las ganas de vomitar; no tenía que adivinar el resto. Sido era lo bastante habilidoso como para escurrirse por las tuberías del castillo. La siguiente sucesión de imágenes le confirmaron sus sospechas: El ingenuo tritón apartando los labios del beso que le pondría fin a su maldición y le evitaría morir al final del ciclo lunar. Idiota.

Bushido no podía permitirlo.

Acariciando con especial adoración el caparazón de de cangrejo que había pertenecido a Gustav, recubierto con las escamas de la antigua figura marina de Georg, se encontraba la voz de Bill. Esas tres pertenencias bien podrían estar separadas, pero Bushido las prefería juntas, colgando de su cuello gracias a un poco de kelp.

—Regresa, Sido –le indicó con malhumor evidente en la voz a la anguila. Su campo de visión se distorsionó hasta desaparecer del todo; su vasallo estaría de vuelta en poco tiempo.

—Mi amo… —Comenzó lambiscón Chakuza, arqueando su figura casi líquida hasta enrollarse en los propios tentáculos de Bushido. Éste lo sujetó cerca de la cabeza y lo retorció sin malicia aparente, sólo por simple diversión al verle los ojos negros inflamarse—. A-Amo… —Tartamudeó Chakuza con terror evidente en su tono—, mi señor, por favor…

—Mmm… —Bushido lo dejó ir sin más. Para sí, tarareó una melodía cualquiera.

Con la llegada de Sido, llegó la solución. Bushido decidió que era momento de hacerle una visita a Bill para su propio beneficio.

 

—Georg… —Gustav sacudió al aludido por el hombro, esperando a que despertara—. ¡Georg! –Gritó ya con desesperación. El pescadillo abrió un ojo perezoso, nada alterado.

—¿Mmm? Gus, vete a dormir. Mañana va—… —Se volvió a dormir.

El cangrejo soltó un bufido de indignación. Menos de dos semanas para conseguir que Bill recibiera su ‘beso de amor verdadero’ o la patraña que representara eso, y Georg quería dormir. ¡Increíble! Sin resignarse, Gustav tomó la manta que cubría a su amigo, y de un tirón, lo dejó en descubierto a la noche fresca. —¡Arriba!

—Gusti, uhm, dormir, dormir… —Se arrastró Georg a lo largo de la cama—. Todo puede esperar hasta mañana, jo.

—Es Bill –dijo Gustav con tono serio, obteniendo así que Georg tomara en serio su papel de protector del príncipe tritón—. Creo que no está tomando con la seriedad adecuada su… misión –declaró con seriedad—. De haberlo besado, ya estaríamos en casa. Eso si el Rey Jörg no nos manda a la cocina como platillos.

—Por el contrario –se sentó Georg—, yo creo que Bill lo toma muy en serio.

—¡Pero si no lo besó! –Se estrujó la cabeza Gustav con ambas manos—. Es un idiota, un desconsiderado, un egoísta de lo peor, un…

—Shhh… —Lo silenció el pescadito con una amonestación. Su protegido dormía a escasos metros de las dos camas que a insistencia suya y del propio Bill, se habían colocado en la habitación del soberano. En casos comunes, jamás durmiendo en una misma habitación alguien de la realeza con sus sirvientes; mucho menos siendo una ‘dama de alta alcurnia’ con sus dos vasallos, ambos varones ‘de dudosa procedencia’ como las malas lenguas murmullaron, pero Tom lo había permitido sin oponer ninguna réplica—. No quiero que te oiga decir semejantes tonterías.

—¿Yo digo tonterías? –Se exaspero Gustav—. Dos semanas más, catorce días en los que veré mis posibilidades de vida haciéndose más y más y mucho más pequeñas –bufó—. O morimos en el pacto con Bushido o el Rey Jörg lo hace con sus propias manos. ¡Poseidón nos proteja!

—No seas tan pesimista –le pasó el brazo Georg por encima de los decaídos hombros—. Para que todo salga bien, tanto para nosotros como para Bill, tengo un plan.

—¿Un plan? –Se sorbió la nariz el cangrejo—. ¿Cuál plan? ¿Por qué no me habías dicho? Idiota –lo empujó por el costado—, dejaste que me preocupara en vano.

Georg dio una breve mirada a la figura dormida de Bill, que perdida entre los finos edredones de plumas, soñaba apaciblemente. Por una amistad de años y el enorme aprecio que le tenía no sólo como futuro soberano de los siete mares, sino por él, Bill, haría lo que fuera.

—Escucha con atención…

 

—Uhm, Bill… Con respecto a lo del otro día… —El tritón alzó el rostro del ramo de flores azul intenso que acababa de recibir para encontrarse con un Tom tímido y de mejillas rojo carmín.

Paseando por los jardines de palacio al día siguiente de su casi beso, ambos parecían caminar de puntas sobre cristal roto. Siendo políticamente correctos, un poco fuera de sus personalidades, habían intercambiado un saludo leve al encontrarse luego del desayuno. El príncipe Tom había preguntado por un paseo y el tritón había asentido con recato.

—Perdón –dijo al fin Tom. Alzó los ojos hasta hacer que su mirada se posara en la de Bill; una claridad en ella que no dejaba lugar a dudas: Creía haber actuado mal—. Fue inapropiado el haber pensado… El haberme excedido con mi comportamiento. Te juro que jamás volverá a pa-… —Calló cuando los dedos de Bill se posaron sobre sus labios con delicadeza.

El tritón denegó tristemente con la cabeza, su cabello suelto moviéndose por inercia con el movimiento de su dueño.

Bill moría en el más literal de los sentidos por poder decir la verdad. Que no, que deseaba ese beso con cada minúscula parte de su ser, que las ansias, los nervios y las ganas eran tantos que sentía fogonazos rojos por todo el cuerpo. Más que nada, decir que aquél sería su primer beso y estaba al borde del colapso, si no es que a punto de volar con alas que sólo la ilusión le daba a sus pies. Además, no sólo por él, sino por Georg y Gustav. El tritón jamás olvidaría qué se encontraba en juego, tanto la vida de sus amigos como su propia voz significaban demasiado como para perderlas.

Lo que no le restaba querer disfrutar del romance mientras duraba.

No dudaba de los sentimientos de Tom, tampoco de los suyos.

—¿Bill? –El príncipe tomó la mano de Bill con delicadeza y se la llevó a la mejilla. Con naturaleza, besó primero el dorso y luego la muñeca, donde el pulso se aceleró.

El aludido se estremeció de pies a cabeza. El ramo de flores que aún llevaba sujeto en la otra mano, resbalándosele para dar contra los pisos de piedra que recubrían el castillo.

En cuestión de un segundo los dos se encontraban unidos por un abrazo. Bill con ambos brazos rodeando el cuello de Tom y el rostro oculto en el cuello de éste. El príncipe por su parte, rodeando la estrecha cintura del tritón, posando los dedos sobre el tafetán que componía el vuelo del vestido claro que Bill llevaba aquella mañana por recomendación de David Jost, quien le aseguró que la identidad de ‘la joven princesa’ debía permanecer secreta en lo posible.

—Mmm –sintió Tom enrojecer sus orejas, apretando más a Bill entre sus brazos, sintiendo las tibias respiraciones que dejaba sobre su cuello. No se encontraban precisamente escondidos de ojos ajenos y temía que el íntimo momento se viera interrumpido por alguien, quien fuera.

No dudaba tampoco que Gustav y Georg los estuviesen observando con ojos críticos, esperando cualquier señal para rescatar a su tan amado protegido de sus garras. Lo mismo David Jost, que casi juraba ya planeaba las invitaciones de compromiso.

—¿Está bien si…? –Tom recorrió lentamente la espalda de Bill, primero con una mano insegura, luego ya con ambas y siendo un poco más insistente cuando el tritón depositó una serie de besos cálidos a lo largo de su cuello y luego en la mandíbula—. Oh… —Jadeó con un poco de ahogo—. Bill, yo…

—… Shhh, idiota –escuchó Tom a escasos metros. Con pocas ganas de hacerlo, soltó a Bill y éste hizo lo propio. Separándose uno del otro apenas tuvieron escasos segundos para recomponer su aspecto.

El tritón alisando la tela del vestido con dedos húmedos de nerviosismo, acalorado desde el núcleo de su ser. La piel en todo el cuerpo picando, como si quisiera desprendérsele y arrastrarse de vuelta con Tom. Nada romántico ni por asomo, pero era así como se sentía.

Un poco más, estaba seguro, y habrían acabado besándose. La simple idea le producía un zumbido en los oídos que lo dejaba en la sordera total. Mordisqueándose el labio inferior, contempló sus repentinas sospechas de quién podría haberlos interrumpido, al ver aparecer a Georg y a Gustav enfrascados en una intensa discusión.

Esos dos llevaban toda la mañana igual; inclinados el uno sobre el otro e intercambiando palabras a media voz. Bill frunció el ceño no sólo por verse interrumpido, sino por intriga a lo que aquel par estaría planeando hacer a instancias suyas o más bien, sin él.

Tomando aire para tranquilizarse, se apartó del lado de Tom para acercarse a sus dos amigos, que al instante detuvieron su conversación a susurros y lo voltearon a ver con gesto culpable.

—No sé qué planean, pero no hagan nada –murmuró Bill apenas moviendo los labios, grandes aspavientos con los brazos. Hasta donde Tom sabía, él no podía comunicarse de ninguna manera más que usando su cuerpo.

—No podemos –respondió Gustav con seriedad—. Lo que se tiene que hacer, se hace.

—Ni se les ocurra pensar que… —El labio inferior del tritón tembló—. Ya no me puedo ir de aquí. Yo lo… —La palabra se le atascó por su inmensidad. Bill quería a Tom. Más que eso, lo amaba. No era algo que podía explicarse, ni definirse. Era así y ya, sin importar el poco tiempo que llevaban juntos. Y estaba seguro de que el príncipe le correspondía. Si Georg y Gustav estaban confabulando en su contra para arrastrarlo de vuelta al mar, no los dejaría. Jamás lo permitiría. Antes prefería morir—. No espero que lo entiendan, pero lo amo… —Y sin esperar una, se dio media vuelta enfilando hacía un Tom deslumbrante con una enorme sonrisa.

Tomando la mano que le ofrecía, cerró los dedos en torno a los del príncipe para terminar con aquella caminata matutina por los jardines.

El tiempo entero experimentando una opresión de culpa en el pecho, pero resignado a que era el precio a pagar por sentir al mismo tiempo un amor tan grande.

 

—Vamos a morir, Gus –dijo Georg, tendido sobre la arena y declarando algo que de antemano sabían. Al desprenderse de sus escamas, Georg lo había tenido claro: Iba a morir en menos de un mes. Lo mismo Gustav; al menos Bill tenía esperanza. La diferencia entre aquella revelación y la otra, era la certeza de que el futuro realmente llegaba y te tomaba por sorpresa. La parte agria de la vida era que realmente te encontraba de cuatro patas y con el culo en alto. Así de cabrona.

—Cállate –lo mandó silenciar Gustav, caminando sobre la playa luego de tantos días sin acercarse al mar. Las olas se mostraban embravecidas, algo como una futura tormenta se arremolinaba en torno a la línea del horizonte; con toda seguridad llovería en la noche una vez tomara tierra.

—No, en serio. Vamos a morir –se semi incorporó Georg al apoyarse sobre su codo—. Bill va a conseguir su beso de amor eterno como en cuento de hadas, vivirá feliz el resto de su vida humana, pero nosotros… —Suspiró—. Nosotros, compañero, vamos a morir sin remedio. –Cerró los ojos—. ¿Y sabes? No me importaría seguir viviendo como humano el resto de mi existencia. Es sólo que no quiero… —Se pasó la mano por el cuello en un gesto que lo decía todo.

Gustav le dio la razón. Resignado a que el fin de su vida se acercaba peligrosamente, se dejó caer a un lado de Georg. Tomó un puñado de arena y la dejó caer sobre la playa con gesto ausente.

Permanecieron sentados en la misma postura hasta el anochecer, sin palabras, al final dejando que la marea alta subiera y las olas los empaparan. Georg apoyó su cabeza en el hombro de Gustav y éste lo abrazó con temblores de miedo.

Luego regresaron al castillo.

 

—Mi señor –anunció su llegada David Jost a los aposentos del príncipe Tom. Recto como tablón, el secretario personal eliminó todos los pasos que lo separaban de su amo antes de soltar la bomba—. Madame Schiller ha comenzado ya a confeccionar el vestido de novia.

Tom, que descansaba en sus aposentos un poco antes de la cena, dejó de fingir el estar dormido para abrir los ojos de golpe y atragantarse hasta con el aire que respiraba.

—Siendo tan obvias, mi señor, sus intenciones con la ‘señorita’ Billie, me he tomado las libertades de organizar la boda. El Rey Jörg se encuentra sumamente complacido al respecto. Tanto que… —Jost extrajo de su bolsillo una pequeña caja en sobrio terciopelo negro.

—¡No! –Tom se sentó en su cama, incrédulo de lo que estaba a punto de presenciar—. Es una broma, ¿no es así? Tú sabes bien que Bill no es una chi-…

—Con todo respeto, señor, eso no importa –brillaron los ojos de David—. Nadie más lo sabe en el castillo además que usted, yo y los dos sirvientes que acompañan a la princesa. Incluso si lo supiera, el Rey Jörg lo aprobaría.

—¿Y la descendencia…? Dios, qué estoy diciendo. Es una locura –Tom soltó una carcajada—. ¿No es así? ¿Es una broma del viejo?

—Su padre el Rey jamás bromearía con esto –abrió finalmente la caja el secretario, mostrando su interior. Dentro se encontraba la más exquisita pieza de joyería que la familia real poseía: El anillo de matrimonio que la consorte, la reina, debía poseer. Una delicada banda de platino decorada con minúsculas piezas de diamantes coronada con una roca azul profundo del tamaño justo para conservar la elegancia en su sencillez y lo suficientemente ostentosa como para causar asombro. Muy merecido su nombre, ‘La gema del aliento’ porque todo aquel que sus ojos posara sobre ella, lo perdía en sorpresa.

Al morir la madre de Tom, la por todos amadísima Reina Simone años atrás de una enfermedad que la debilitó hasta acabar con su vida, el Rey Jörg había deslizado de su frío dedo la sortija, entre lágrimas diciéndole a Tom que apenas contaba con escasos diez años de edad, que sería su futura esposa, la mujer que él mismo amara, la única que portaría el anillo de vuelta y nadie más que ella.

Por lo mismo, el Rey jamás había obligado a Tom a contraer nupcias. Siempre tomando con resignación las negativas que éste ponía a casarse sin amor con cualquier princesa.

—Mi señor, el momento ha llegado. El Rey no es ciego, sabe reconocer ese aspecto de bobo enamorado cuando usted contempla a la señorita Billie.

Tom dejó que Jost depositara la suave caja en sus manos. –Pero… El príncipe se contuvo—. Mi padre tiene que saber quién es en realidad Bill –recalcó el nombre—. Sólo si él lo acepta, le pediré matrimonio. Esta misma noche.

—No es necesario –dijo una voz, que Tom identificó como la de su padre. Empujando la puerta entreabierta de su habitación, al parecer esperando el momento propicio para delatar su presencia, se encontraba el mismísimo Rey Jörg. El príncipe palideció de golpe, esperando lo peor. Incluso así, sabía que no podría alejarse de Bill; que uno de los dos tendría que morir para que su destino de estar juntos no se cumpliera—. Hijo mío –extendió los brazos el Rey, los ojos anegados en lágrimas—, estoy muy feliz por ti. Me harías feliz tomando en matrimonio a una criatura tan hermosa y amable.

—Pero padre… —Tom bajó la mirada—. No es… Bill no es una chica. Es un…

—Lo sé, lo sé –lo abrazó igual el Rey Jörg—. No me importa. Eres mi hijo, hablamos de que lo quieres, ¿no? –Se separó un poco para contemplar a Tom, que con toda la vergüenza del mundo dijo un ‘sí’ silencioso con la cabeza—. Entonces que no se hable más –batió palmas de alegría—. Los preparativos ya han comenzado. Tenemos dos semanas para hacer de ésta una boda que marque época.

—El palacio entero trabaja en ello, mi señor –le aseguró David Jost con una leve reverencia desde un costado; tan discreto como fiel—. Los detalles se están ultimando para la fecha planeada.

Tom se quedó con la boca abierta unos segundos antes de interrumpirlos.

—Muy bien, entiendo todo esto pero… —Tomó aire—. Bill aún no ha dicho que sí. Deberían tomarlo todo con calma, por si acaso él, uhm… —Se pasó la mano por la nuca en un gesto de nervios al rechazo—. Quizá diga que no. Es una posibilidad –confesó lo último para sí— que su respuesta sea no.

—¡Pamplinas, mi señor! Si me permite el arrebato –lo consultó de reojo con su soberano, obteniendo un permiso tácito—, no hay criatura en el reino que se le resista. Y así como usted ama al joven Bill, él hace lo propio de todo corazón. Dirá que sí sin dudarlo ni un segundo.

El príncipe deglutió la enorme piedra que llevaba en la garganta antes de hablar. —¿Y cuándo debo darle el anillo? Oh, ¿y qué pasa con la fiesta de compromiso y-…?

—Mi señor, todo eso fuera de sus preocupaciones –le aseguró Jost al encaminarse a su ropero y abrir las dos puertas—. Esta misma noche se planea una cena de gala. Las cocineras y todos los sirvientes trabajan en ello. El resto depende de usted –le guiñó el ojo por encima de una capa rojo sangre y otra azul marino que evaluaba como posibles atuendos.

—Hazme orgullos, hijo –dijo el Rey Jörg.

Tom esbozó la sonrisa más grande de su repertorio; así iba a ser.

 

—Chicos, ¿están molestos conmigo? –Bill observó a sus dos amigos a través del espejo sobre el cual se reflejaba. Por órdenes de David Jost, debía vestirse con el mejor vestido que Madame Schiller le proporcionara y estar listo para las ocho en punto en el comedor principal. Sin más explicaciones de su parte, había abandonado la habitación, dejándolo a él sin la menor idea.

Gustav y Georg por otra parte, habían entendido lo necesario. De regreso al palacio, habían oído lo justo para enterarse de que ésa era la noche especial.

—No, por supuesto que no –le ayudó Georg con el corsé, tratando de ser rápido. Bill necesitaba tomar un baño de tina antes de ponerse el primoroso vestido azul plata, casi blanco, que la costurera le había enviado con órdenes expresas de usarlo.

—¿Gus? –El labio inferior del tritón tembló levemente—. Siento mucho haberme comportado como un caprichoso. Yo… —Se encogió de hombros, dejando que el vestido de la tarde cayera por su cuerpo en un montículo a sus pies.

—Tranquilo, no pasa nada –lo calmó el cangrejito. Haciendo uso de sus nuevas manos, le ayudaba a Bill a deshacer el tocado que recogía a medios sus cabellos—. Jamás podríamos estar molestos contigo, ni Georg ni yo. Ahora a bañarse –le dio unos golpecitos en la cabeza—. Tengo el presentimiento de que Jost no es alguien que soporte las tardanzas.

—Más bien le daría un infarto –terció Georg, haciéndolos reír.

Bill les dio la razón. Tenía poco más de una hora para estar del todo deslumbrante y la prisa era algo que tenía que incluir en su itinerario.

Diez minutos después, se encontraba en la tina rebosando de agua y olvidando que aún quedaba mucho por delante con aún más poco tiempo, jugaba con el jabón. En el océano no existía nada parecido y él disfrutaba de jugar con la enorme cantidad de burbujas y espuma que lograba sobre la superficie del agua.

Divirtiéndose con una pompa de jabón que flotó por encima de su cabeza unos segundos, contuvo un grito apenas audible al cubrirse la boca con la mano cuando de entre la espuma blanca, salió la horrible cabeza de una de las anguilas que pertenecía a Bushido.

Asqueado de la serpiente marina que con velocidad nadó hasta él y se le enroscó en torno al cuerpo, giró el rostro a un costado cuando la boca del monstruo se le acercó a la cara y a escasos centímetros de su mejilla comenzó a hablar.

—Mi pequeño tritón –reconoció Bill la voz como la del brujo del mar—, mucho tiempo sin vernos o tener noticias. Espero no haber interrumpido.

Bill apretó los dientes con fuerza; las náuseas acrecentándose. La anguila llevaba consigo el aroma de las profundidades, una inconfundible mezcla de muerte, oscuridad y algo más que prefería no saber. El viscoso cuerpo frotándose contra el suyo y dándole la creciente desesperación de arrancársela del cuerpo y lanzarla lo más lejos posible.

—Aún tengo dos semanas –articuló entre dientes—, déjame en paz.

—Todos tienen dos semanas, cariño –habló la anguila con perverso placer en enfatizar el ‘todos’. Bill no lo dejó ir de largo.

—¿Quiénes son todos? –Cuestionó el tritón—. El trato era conmigo, no metas a Georg o a Gustav –amenazó aferrando los dedos al borde de la tina, dispuesto a romperle la horrible cabeza ofidia a la anguila contra el mármol de las paredes del baño.

—Cada quien hace sus propios tratos conmigo –sentenció la voz—. Ellos necesitaban cuerpos humanos que yo proporcioné; también pagaron su precio. Ya no tienen una vida que les espere en el mar porque me pertenecen. Son mías.

Bill se arrancó el cuerpo baboso de la anguila del cuerpo de un tirón. Ésta cayó sobre el agua donde su sombra oscura se revolvía sobre la antes limpia superficie de la bañera. El tritón dio un salto fuera del agua y se envolvió con una toalla antes de dar un grito de alarma.

Casi instantáneamente, Gustav y Georg entraron en el baño.

Georg tomó a Bill en brazos, consolando su llanto histérico, mientras que Gustav cazaba la anguila con la misma habilidad que cuando tenía tenazas. En cuanto la tuvo entre sus manos, le retorció la cabeza hasta separarla del cuerpo y la tiró de vuelta a la tina donde no se volvió a mover.

Con una lentitud casi exasperante, el agua se comenzó a teñir primero de negro, pero conforme se diluía la sangre del animal en la tina, adquiría un rojo oscuro de aspecto espeso.

—Poseidón nos cuide –musitó Gustav secándose las manos. El castigo por haber matado uno de aquellos bichos horripilantes que pertenecían a Bushido era la muerte; lo sabía con el olor a pútrido que comenzó a invadir la habitación.

Sin darse media vuelta a contemplar el cuerpo de la anguila flotando en sus propios desechos, ayudó a Georg a llevar de vuelta a la habitación a Bill, donde lo recostaron sobre la cama y lo cubrieron con una manta gruesa de pies a cabeza.

El tritón no tardó mucho en recuperarse del shock, ansioso por saber las respuestas a las preguntas que de pronto lo atormentaban. ¿De qué hablaba Bushido? ¿Cuál era el trato que Gustav y Georg habían hecho? La revelación cayó como un rayo al darse cuenta de lo que el brujo del mar hablaba. Aquellos dos habían pedido ser humanos y al mismo tiempo sentenciado sus existencias. Él tendría salvación si conseguía un beso de Tom, ellos ninguna.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas sin control. –Idiotas –les recriminó con la voz ronca—, ¿van a morir por mi terquedad?

Los labios de Gustav se convirtieron en una tensa línea; Georg dio su respuesta y la del cangrejo en una. Un rotundo ‘sí’ que lo decía todo. Claro que morirían por él.

Abrazado a ellos, Bill dejó pasar la hora indicada para estar listo. Ignoró los toques a su puerta lo mismo que cualquier otro intento de separarlos. Al final, cerca de medianoche, se dejó vencer por el sueño, aún tomando en cada mano, una de sus amigos.

 

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