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Lo azul por Marbius

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Como la guarida de LaFee

 

Tom en ningún momento hizo amagos de moverse. Con los ojos grandes de incredulidad, siguió la trayectoria de la daga que Bill empuñaba con ambas manos, resignado a su manera de que si las cosas eran de una manera, era por algo. Que si Bill las deseaba así, él no iba a oponerse ni un ápice.

Por eso se sorprendió en su totalidad cuando una almohada rellena con plumas de ganso estalló ante la presión de la navaja, justo enfrente de sus asombrados ojos. El golpe no iba dirigido a él en ningún momento. De haberse movido, de haber luchado, le habría golpeado en pleno pecho, pero no era así. Su pasividad fue lo que lo salvó.

—¡Bill! –Gritó. El tritón había caído a la cama y lloraba con amargura—. Bill, no, por favor… ¿Qué…? ¿Por qué? –Articuló al fin, extendiendo una mano trémula a los hombros de Bill que subían y bajaban al ritmo de sus respiraciones agitadas—. Bill…

—No –rugió Bill, apartándose del agarre de Tom—. ¡No! ¡No!

Como una revelación, el conocimiento de que Bill hablaba atravesó la bruma que eran los pensamientos de Tom.

—¿Puedes hablar? –Articuló con sorpresa—. Pero si… —Repentinamente furioso, lo giró de cuerpo completo, encontrándose con un cuadro que prefería no observar. El rostro de Bill estaba constipado, los ojos rojos, los labios temblorosos. El cabello hecho un desastre alrededor de la cara—. ¿Me mentiste todo este tiempo? ¡¿Lo hiciste, Bill?! –Lo zarandeó con repentina furia.

—No…

—¿Entonces por qué me quisiste matar? ¿Por qué fingiste que no podías hablar? –Los dedos de Tom se tornaron blancos dada la presión con la que sujetaba los hombros del tritón—. ¡Dime por qué! Yo te quise… Te quiero… —Musitó con un rictus de dolor—. Te di todo y tú sólo fingías.

—Tomi –rechinó Bill los dientes, la presión de las manos del príncipe triturándole los huesos—. No lo podrías entender.

—Pruébame –lo retó Tom—. Dime la verdad –aflojó su agarre—. Porque si me engañaste, te juro que… —Tragó saliva, sin palabras. No podía decir mentiras en las cuales juraría por su honor y el de sus antepasados por un castigo. Tampoco por la muerte. Amaba demasiado a Bill, incluso por encima de su sorpresiva traición—. Te escucho.

Bill tironeó de la sábana hasta envolverse con ella. Ya una vez cubierto, se limpió los ojos con ella. No hacía más que retrasar lo inevitable, asustado de muerte con el tic-tac del reloj y también con tener que enfrentar la verdad con Tom. –Yo… —Se atragantó con sus palabras—. Yo te amo, eso no es mentira –admitió sin ninguna intención que no fuera decir la verdad.

Tom bufó de incredulidad.

—¡Es verdad! –Dijo el tritón; los puños tensos en torno a la tela de la sábana—. Estuviste a punto de morir en ese naufragio, yo te rescaté. Te llevé a la playa y permanecí contigo hasta el amanecer.

—No puede ser –escupió Tom con desprecio—. A ti te conocí mucho después. Además, ningún ser humano normal podría haber sobrevivido a esa tormenta. Lo mío fue mera suerte.

Las mejillas de Bill ardieron. –Nunca dije que fuera humano… —Musitó con voz pequeña. Ignoró los ojos de Tom clavándose en él y continuó—. Intercambié mi voz por dos pares de piernas, sólo tenía un mes. Tenía que conseguir un beso tuyo –se pasó la lengua por los labios—, pero desde el inicio siempre quise más de ti. Quería que me ama-…

—No sigas –gruñó Tom—. ¿Pretendes que me crea tus mentiras? –A éste se le formó un nudo en la garganta; deseando con todas sus fuerzas creerle a Bill, ignorar el resto de la historia y así sumirse en la placidez. En lugar de ello, se apartó de la cama, decidiendo que lo mejor era alejarse un poco de Bill o volvería a caer—. Si lo que querías era que te amara, bien, ya lo tienes –habló con la mandíbula tensa—. Te amo, nos casamos. Luego me quieres apuñalar hasta la muerte. Bueno, muchas gracias –susurró con sarcasmo en cada una de sus sílabas—. Tú sí que sabes demostrar cuánto me amas supuestamente.

—Tomi –balbuceó Bill, estirándose lo suficiente como para tomar las manos de Tom entre las suyas y con delicadeza de movimientos, acercarlo de vuelta a su lado—. Perdóname, ¿sí? Porque a veces soy tan egoísta que no me doy cuenta de a quiénes lastimo.

El príncipe se dejó en volver entre los brazos de su conyugue. Pensando que si moría en ese instante, lo haría en paz. Incluso aunque las palabras de Bill fueran mentiras tiradas a su rostro como bombas, las aceptaría de buena gana. Cerrando el abrazo en torno a la estrecha cintura del tritón, se sumió en el sopor del que había sido arrancado mientras dormía. La esencia marina, casi factible a la salinidad del océano que exhalaba de Bill, le recordaba los viejos tiempos de su niñez, cuando aún el peso de la corona no había caído sobre sus hombros y era libre para disfrutar del agua del mar a su antojo.

—¿Por qué quisiste acabar con todo? –Cuestionó Tom—. Si lo que querías era matarme, yo te habría dejado, Bill –confesó el príncipe—. No habría tenido ninguna duda.

—Lo sé –lloriqueó Bill, hundiendo la nariz en el cuello de su amante—. No te moviste. Deseaba que lo hicieras, que al hacerlo la daga te atravesara por tu propia culpa –se atragantó con sus palabras—. Yo solo no podría. Y entonces Georg y Gustav, oh Poseidón… —Cerró los ojos con fuerza.

—Dímelo todo –suplicó Tom, pegando el pecho plano de Bill contra el suyo y adaptando sus respiraciones a una misma acompasada—. Absolutamente todo y veré qué hacer por ti. Lo que sea. Pide cualquier cosa y yo me encargaré de cumplirlo.

—Entonces… —Bill se separó un poco de Tom, lo suficiente para tenerlo cara a cara. Las narices de ambos rozándose, los labios anhelando una cercanía que durante mucho, tanto que parecían décadas y no días, habían deseado—. Escucha mi historia y después… —Tanteó por el suave colchón de la cama hasta encontrar la daga que yacía ahí. En cuanto su agarre se afianzó en torno a ésta, se la presentó a Tom—. Después sabrás lo que hay que hacer.

—¿Es todo? –Preguntó Tom. Pasando un dedo por el filo del arma, siseó de dolor cuando el simple contacto hizo brotar la sangre roja.

—Es más de lo que te debería pedir jamás –admitió Bill—. ¿Estás listo?

Tom asintió solemnemente.

 

—¿Gus? –Georg bajó la cabeza con tristeza, el último campanazo de la torre, de aquella noche, resonando en eco por todo el reino—. ¿Lo hizo, no es así? Ése idiota –murmuró con voz trémula, los ojos húmedos derramando su contenido sobre las olas.

Gustav le puso el brazo encima, meciéndose ambos con el oleaje, en un gesto íntimo que pretendía demostrar consuelo. –Sí –dijo—, lo hizo.

Desnudos dentro del agua de la playa, los dos habían esperado desde el final de la ceremonia en la playa. Tendidos primero de espaldas, habían hablado de todo y nada; de cómo la vida parecía siempre tan larga hasta que te encontrabas en un camino sin retorno que conducía directo a la muerte. Luego se habían quitado sus ropas y decididos a que su última morada debía ser el mismo océano que les había dado la vida, habían caminado una distancia considerable dentro del oleaje.

Pero una vez pasada la medianoche, el día límite de su permanencia en la tierra, ambos lloraban. No de alegría al saber que vivirían mucho más de lo que les correspondía, si no de la más infinita tristeza al saber que Bill no sólo había dado su vida por ellos, sino también la de alguien más. Fuera por propia voluntad o víctima de un asesinato, los dos tenían la certeza de que el príncipe Tom también estaba muerto.

—No podemos regresar ya –dictaminó Gustav, limpiándose los ojos—. A ningún lado. Perdimos nuestros viejos cuerpos y el océano nos está vedado. Tampoco podemos regresar a tierra. Una vez descubran que el príncipe y su consorte han muerto en la noche de bodas… Nosotros también corremos riesgos –aceptó con tranquilidad.

—¿Nos van a cazar? –La piel de Georg se llenó de piel de gallina. El oleaje marítimo demasiado frío para un cuerpo que no estaba acostumbrado al agua—. ¿A dónde vamos a ir, Gus?

—No lo sé –confesó el cangrejito—. Ni la menor idea. –Experimentando un escalofrío por su cuenta, apretó la mano de Georg que sujetaba con la suya y tironeó de él de vuelta a la playa—. Vamos –respondió la pregunta que éste le hacía con los ojos—, Bill no murió para que nosotros lo hiciéramos quedándonos en el agua helada y enfermando. Dormiremos un poco en la playa y luego…

—Luego veremos qué hacer –finalizó Georg, el cansancio de la tensión cubriéndolo con una invisible manta de pesadez que lo hizo arrastrar los pies durante el trayecto que los separaba de sus ropas.

Mientras se vestían, los dos guardaban silencio, sumidos en sus propios pensamientos, calibrando opciones que desechaban apenas las sopesaban. Con Bill muerto, no veían gran razón para permanecer en la tierra, no importara que el joven tritón hubiera dado su vida por ellos. Debatiéndose entre las dos opciones, lo único que parecía sensato era dormir un poco para aclarar la mente.

Al final, escondidos en una pequeña saliente de arena y rocas, fue Gustav quien dio con la solución. Incorporándose con torpeza entre la oscuridad y el sueño, dijo una única palabra—: LaFee…

 

Y cuentan las viejas leyendas de los tritones y las sirenas, que en el principio de la vida tanto en la tierra como en el mar, las deidades dieron todo su poder en totalidad para crear vida en el planeta que tanto amaban. Cediendo cada pizca de su inmortalidad, crearon diversas criaturas.

Así como en la tierra habitaban los humanos, en el cielo volaban los ángeles y en los océanos vivían los tritones. Cada especie reinando su territorio sin inmiscuirse demasiado en la de los demás, casi ignorando la existencia de los unos y otros.

Una vez extinguidas las viejas deidades, el precario control que separaba a las distintas especies se tornaba más y más delgado. El riesgo de ruptura era enorme. Para ello, cada raza creó sus propias leyendas.

En el océano, la existencia de Bushido, el brujo que cumplía con su propia maldición. Un antiguo tritón que deseó poder y lo obtuvo a modo de trueque. Así como él recibió lo suyo, tuvo que entregar algo a cambio. Por cada deseo que concedía, cobraba su parte. Y a modo de contraparte, LaFee, su compañera de toda la vida e incluso de la muerte que jamás tendrían, por los siglos de los siglos, que era la encargada de recomponer lo que Bushido hacía.

La presencia de ambos se murmuraba de boca en boca a lo largo de los siete mares, con la misma admiración y el temor reverencial que sus poderes podían acarrear a quien se atreviera a invocarlos. El simple hecho de pedirles algo, lo convertía a uno en alguien caída en desgracia. Un proscrito que acarrearía la marca de ‘maldito’ invisible por todo el cuerpo, pero que deformaría la línea de su vida por haber atentado en contra de un cambio a ésta.

Así, las leyendas de los tritones hablaban de esto dos, sus semidioses. Uno escondido en las cavernas más profundas del mar, cerca de los volcanes submarinos que convertían la travesía a su guarida en algo peligroso y la otra, su fiel compañera, tan cerca de la superficie que el riesgo de develar su identidad ante los humanos era alto.

“No vale la pena el riesgo” y “Son leyendas de tiempos antiquísimos” eran las frases con las que los tritones desdeñaban la posibilidad de acudir con alguna de sus dos deidades, siendo la verdadera, el temor.

A veces el precio demasiado para pagar, equivalente a la petición y sin embargo elevado.

 

—“¿Entre el océano y el cielo?” –Repitió incrédulo Georg, siguiendo a Gustav a grandes zancadas a lo largo de la desolada playa—. ¿Qué carajos espera que entienda con eso, Gus? ¡Hey, Gus! –Aceleró el paso, notando como se quedaba rezagado—. Espérame.

Él también recordaba las viejas leyendas. Su madre solía contárselas a él y a sus miles de hermanos como parte de su educación. La diferencia entre él y Gustav, era que no se las tomaba tan al pie de la letra.

La simple mención de LaFee ya lo desconcertaba lo suficiente como para pensar que el sol, la arena y el agua de mar ya le estaban afectando aquel cuerpo humano suyo. LaFee, hasta donde recordaba, era aquella princesa sirena que había dado su vida por amor a cambio de la eternidad apartada de su amado.

Saber que Bushido era su amado, aparentemente le había dado a esperanzas a Gustav de que la leyenda no fuera tal, sino una realidad.

Apoyando sus esperanzas en ello, corría a lo largo de la playa, buscando el punto que él creía era el correcto. La Cola de la Sirena era un acantilado escarpado que coronaba su caída directo a uno de los remolinos marinos más conocidos. Se decía que el salto era síntoma de locura y que la caída era razón de muerte. Palabras nada agradables a menos que se fuera un suicida.

—Gus, vamos, es una patraña. No vas a saltar, ¿o sí? –Tosía Georg a media carrera, muy por detrás de Gustav, que en cuestiones de velocidad, era el primero.

—No es como si fuéramos a morir, Georg –le respondió el cangrejo al comenzar la empinada subida que componía La cola de la sirena—. E incluso si eso pasa, no me importa –sentenció Gustav.

Resignado a su suerte, Georg siguió de cerca de Gustav, los dos escalando aquella saliente rocosa por el resto de la tarde. No era como si tuvieran algo mejor quehacer. Los guardias del palacio aún les seguían la pista de cerca, incluso después de un mes completo de la muerte de los príncipes consortes.

Ambos aún lloraban a Bill, incluso a Tom, cuando recordaban el regalo que les habían hecho dando sus vidas por ellos. Por lo mismo, no iban a descansar hasta devolvérselas de nuevo. Por honor, por justicia, por lo que fuera, los querían de vuelta sanos y salvos como debía ser desde un principio antes de que tanto enredo como deudas y pagos tomara sus vidas en una dirección en la que ninguno podría encontrar la verdadera felicidad que merecía.

Fue casi al atardecer cuando al fin alcanzaron la cima de aquella roca. El océano que se vislumbraba a sus pies de un asombroso tono azul que se confundía en el horizonte con el del cielo. Una delgada línea dorada que señalaba la separación, más por razones físicas que otra cosa.

—“Donde el cielo encuentra al mar, ahí a LaFee podrás tú llamar” –recitó Gustav el fragmento de uno de los cuentos en verso que recordaba de memoria—. Es aquí –enmudeció apenas lo dijo, cayendo de rodillas sobre las duras rocas—. Hemos llegado, al fin… —Sollozó, enjugándose las lágrimas con la raída camisa que llevaba a modo de penitencia, desde el día de la muerte de Bill—. No lo puedo creer…

—Poseidón jamás dejaría desamparados a dos de sus hijos –lo abrazó Georg desde atrás—. Gusti, anda, de pie, ya estamos aquí. Lo más difícil ya pasó.

—No –negó el cangrejo—. Lo difícil será saltar. Creo –añadió poniéndose de pie y asomándose por el precipicio. A sus pies se abría un acantilado con decenas de metros de profundidad y rompía a la saliente de una rocas oscuras que circundaban un gigantesco remolino de agua embravecida. El ruido resultaba aturdidor al oído, por lo que Gustav se retiró unos pasos.

—Georg, ven acá… —Éste se acercó con pasos lentos, inseguros. Recibió un abrazo y se vio de pronto empujado hacía atrás. Sin aviso alguno, Gustav agitó la mano, despidiéndose, y de espaldas se dejó caer al vacío sin retorno.

—¡Gustav! —Chilló Georg, acercándose al borde, justo a tiempo para presenciar como su amigo se fundía entre la espuma del torbellino y desaparecía. Sin pensarlo un segundo más, él también saltó.

 

¿Gusti? –El eco reverberó en los oídos de Georg, que se estremeció en su suave lecho. Una olisqueada alrededor suyo le dijo que estaba acostado en una cama hecha de algas y kelp. Justo como si estuviera en el mar de nuevo, de vuelta en casa… Abrió los ojos de golpe para maravillarse ante el azul intenso, casi demasiado intenso, que decoraba cada centímetro de la cueva de piedra en la que al parecer habían ido a dar—. ¿Gustav? –Repitió su llamado, encantado con la acústica del lugar. Era un sitio demasiado precioso; podría acostumbrarse a vivir ahí con facilidad.

Por el rabillo del ojo apreció un leve movimiento, que al girar la cabeza se transformó en Gustav con un cuenco, al parecer de comida, en las manos.

—Al fin despertaste –exclamó el cangrejo con una enorme sonrisa, al tiempo que le tendía el cuenco rebosante algas comestibles—. No vas a adivinar jamás donde estamos –susurró con excitación.

—Sorpréndeme –casi escupió Georg con la boca repleta de comida, no perdiendo el tiempo en llenarse el estómago.

—¿Ya despertó? –Preguntó una tercera voz, ésta siendo grave y delicada, al mismo tiempo muy femenina—. Oh, qué alivio. Pensamos que la caída había sido grave.

—¿Quién…? –Tosió Georg, atragantándose con la comida.

La criatura que se acercó a él vestía de blanco en su totalidad. Una copia contraría de lo que era Bushido, llevaba el largo cabello suelto, los ojos claros y un gesto de amabilidad eterna pintada en el rostro. Tenía que ser… ¡Pero no podía! ¡Ésas eran leyendas! Cuentos para los pequeños tritones. ¿Acaso era cierto…? La caída debía ser más dura de lo que él había pensado.

—Es LaFee –confirmó sus sospechas Gustav—, y va a conceder nuestro deseo –le dio la buena noticia—. Volveremos a ver a Bill y a Tom, Georg. Vamos a volver a estar juntos de nuevo.

—Pero… —Alzó un dedo admonitorio LaFee.

—Claro, claro… Antes tenemos que pagar el precio –concedió Gustav—. No será fácil, pero estaremos juntos. ¿Aceptas?

Pese a que no entendía gran cosa de lo acontecido, Georg dijo ‘sí’ con rotundidad. Sin segundos pensamientos.

 

Y se dice, que de entre las tres razas que alguna vez habitaron la tierra, sólo la de los humanos perduró. Y también que no fue su ambición la que les dio ese puesto privilegiado, sino la decisión de Bushido y su amada LaFee.

Cansada de esperar un tiempo en el que los dos pudieran estar juntos al fin, fue ella quien deseo dos pares de piernas para ella y su amado, quien tuvo que cumplir su capricho dada su posición. A cambio, ambos perderían su vida eterna.

Renaciendo como dos pequeños bebés, los mitos hablan de un par de campesinos, viudos ambos, que se encargaron de las dos criaturas como si fueran sus propios hijos.

Que por su servicio prestado, las antiguas deidades cedieron una infinita parte de su poder restante y les concedieron un único deseo, con la esperanza de lograr que ellos no llegaran a un acuerdo y la promesa de una recompensa les fuera denegada.

Muy para sorpresa de los dioses, los dos campesinos pidieron el mismo deseo, sin consultarse siquiera.

Y contaron los descendientes de ellos, tanto de los campesinos como de los brujos del mar, que sus palabras fueron ‘un final de cuento de hadas para ellos dos’, deseo que les fue concedido sin tardanza o réplica alguna.

 

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