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Mutti por Marbius

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Los recién casados

 

—Mgggh –gimió con dolor Gustav por milésima vez en lo que iba de la noche. Formando un puchero con los labios, se giró en la cama contemplando la egoísta posibilidad de decirle a Georg que deseaba, ¡exigía!, un masaje en el estómago. El bebé le pateaba con tanta fuerza entre las costillas, que ya no soportaba más. Por desgracia para él, en el lugar donde el bajista solía dormir con la boca abierta y algún ocasional ronquido, estaba libre—. ¿G-Georg? –Adormilado, al mismo tiempo que acosado por las punzadas de dolor que sólo parecía aumentar conforme los minutos pasaban y Georg seguía sin aparecer, Gustav encendió la lamparita de noche esperando encontrar respuestas.

Sólo entonces fue que se dio cuenta de la lucecita que se proyectaba por debajo de la puerta del baño. Con toda seguridad, el bajista se encontraba en el sanitario haciendo uso de las instalaciones para uno de sus acostumbrados viajes de madrugada.

Con paciencia, más que nada porque sabía que no iba a poderse dormir sin que el bajista le pasara las manos por el vientre hasta aplacar su dolor, Gustav esperó por cinco minutos. Luego diez. Al final treinta, cada vez más impaciente y rechinando los dientes. ¿Tan difícil era echar una meada nocturna? Cuando Georg volviera, le iba a decir lo que pensaba al respecto.

Refunfuñando, tanto por tener que ponerse en pie con el dolor y además porque iba a sacar a Georg del baño a base de patadas en caso de ser necesario, Gustav abrió la puerta del sanitario para encontrar un cuadro para nada agradable. Abrazando la taza como si la vida se le fuera en ello, pálido, sudoroso y con el cabello salpicado en vomito, Georg devolvía las tripas por lo menos una quinta vez en lo que iba de la noche.

—No me veas, Gus –balbuceó el bajista apenas divisó a Gustav. Tirando de la cadena, se dejó caer en el frío azulejo con un largo gemido—. Creo que mi intoxiqué con algo –escupió en papel higiénico que sostenía con manos trémulas.

—¿Qué comiste? –Gustav rezaba porque nadie más en la casa estuviera en la misma posición que Georg. De ser así… El ruido del drenaje funcionando en algún otro lugar del segundo piso le dio la respuesta que necesitaba. Y luego otro…

—¿T-tú tam-mbien te si-sientes mal-l? –Georg se pasó la mano por el rostro en un gesto doloroso. Segundos después, estaba inclinado de vuelta en la taza.

Gustav no podía estar más asqueado. El estómago se le revolvía oyendo a Georg devolver los contenidos de su estómago hasta la primera papilla digerida, su propio malestar olvidado. Al fin y al cabo, ¿cómo comparaba que el bebé le diera pataditas en las costillas cuando al bajista se le volteaban las tripas? Deseaba con todo su ser dar media vuelta y regresar a la cama todavía tibia, pero sabía que eso no era posible.

Soltando un suspiro, se arrodilló junto a Georg. Sosteniéndole el cabello porque eso era lo que los esposos hacían, tanto en la salud como en la enfermedad, se encargó de tener listo para él una toalla con la qué limpiarse la boca y un vaso con agua.

 

—Diosss… —Se quejó Bill una vez más aquella mañana al yacer acostado en el sillón de la sala, mano sobre el vientre inflamado—. Gustav tenía razón: Ese puré de papa era un presagio satánico.

—Secundo –le dio la razón Tom, tendido a su lado y temblando con fiebre—. Yo comí dos raciones. Dímelo a mí. Mierda.

—Princesitas lloronas –se burló Bushido, pero abrazando una cubeta para el vómito y con la cabeza en el hombro de Clarissa, no era mucha la dignidad que le quedaba.

Saldo final luego de haber consumido puré de papa en mal estado: Cuatro enfermos en cuarentena por haber comido como cerdos (Bill, Tom, Georg y Bushido), dos en estado no tan crítico por haber estado a dieta (Clarissa y Melissa) y tres con apenas gases y un dolorcillo vago por haber preferido el postre a la comida (Ginny, Gweny y Gustav).

—Creo que vamos a tener que cancelar la boda –admitió su derrota Gustav, con la cabeza de Georg en su regazo. Si las opciones eran dar marcha atrás a los planes o dejar que Georg vomitara en plena marcha nupcial, prefería lo primero sobre lo segundo sin lugar a dudas. No veía romance en dar el ‘sí’ entre arcadas y oliendo a rayos.

—No, Gus, estoy bien. Más que… —Eructó—. Bien. De maravilla –murmuró Georg con los ojos en blanco, apenas consciente del mundo en el que se encontraba. Con la piel manchada en tonos verdes a causa del mareo, parecía salido de una película de zombies.

En palabras del doctor, nada que mucha agua, visitas regulares al sanitario y mucho Pepto-Bismol no solucionara. La parte mala de su diagnóstico era que no prometía que estuvieran sanos y fuertes sino hasta en veinticuatro horas. Tiempo justo para la boda, mas no para los preparativos. Ante sí, Gustav veía abrirse un abismo; no estaba seguro de poder con todo.

—Pero si no falta nada. Todo está listo –lo animó Clarissa a seguir adelante con los planes de boda—. Lo único que hace falta es asegurarte de que todo salga como lo planeaste.

—No suena tan sencillo –gruñó el rubio con disgusto, volteando el rostro al ver que Georg se disponía a vomitar un poco más en su cubo—. Tengo que ir a la tintorería, llamar a los del buffet, confirmar el envío de flores, la banda que va a tocar va a hacer una prueba de sonido para mañana y yo… —Los ojos se le humedecieron—. Yo creo que es mejor cancelar.

—No, Gusss –murmuró Georg con apenas fuerzas—. Tiene que ser mañana. ¿Recuerdas qué fecha es?

Gustav se limpió el borde de los ojos con un poco de papel higiénico. Claro que recordaba la fecha. La llevaba incrustada en la memoria a base de fuego. Era la del día en el que se habían conocido. El verdadero inicio, olvidando todas las demás fechas en su haber.

Por mucho que los años hubieran pasado sobre ellos, sin importar las dificultades, primero en Georg al no aceptar cuánto amaba a Gustav o de qué manera lo hacía, luego con la paternidad de las gemelas y al final con la dura aceptación de que habían nacido para estar juntos, era aquella fecha tan especial la que iba a conmemorar tantos años de espera.

—No puede ser otro día –suplicó Georg, apenas con fuerzas para decirlo—. Estaré bien, mañana todo estará bien, Gus. Debemos de seguir adelante.

Al baterista se le contrajo el pecho. Si tenía que ser mañana, mañana sería…

 

—Va en serio Gustav, si me dejas, sólo una llamada y… —Para no variar y perder la costumbre, David Jost trataba de conseguir que su baterista favorito diera su brazo a torcer ante la idea de invitar a un fotógrafo de celebridades a la boda. Rotundo ‘No’ de Gustav, que se contuvo de cerrarle la puerta de la casa en las narices y lo dejó pasar.

—Todos están en el jardín –le indicó vagamente. Lo que más necesitaba su atención justo en ese instante, eran los miembros de la tropa de meseros que la compañía de banquetes le había mandado. Todos, sin excepción, parecían sacados del peor de los tugurios. El que no traía arracadas en la nariz unidas por cadenas a los pezones, llevaba un tatuaje gigantesco de un dragón.

El rubio no tenía quejas en contra del arte corporal ajeno, pero si era honesto, las pintas que los meseros se cargaban, aunadas a los peinados estrafalarios y al uniforme más extraño que hubiera visto jamás (pantalón verde, chaleco rojo y camisa amarilla), le inspiraba la misma confianza que caminar a las tres de la mañana en un callejón del peor barrio en Berlín: Antes muerto.

Se presionó el tabique nasal. –Ok, chicos, estoy pagando €10 por hora y por cabeza así que… —Sus ojos se enfocaron en una chica de ojos enormes pero tan maquillada que parecía víctima de violencia intrafamiliar con la sombra púrpura negroide del párpado móvil— quiero joyería fuera del rostro, mangas largas y buen servicio. La propina, créanme que será buena.

Viéndolos en acción, se enfocó en minucias. Empezando por conseguir a alguien que le amarrara las agujetas de los zapatos, que llevaba una hora esperando a que su madre terminara de peinar a las gemelas y no veía para cuando un fin.

—Gusti, te necesito –lo sujetó Bill del brazo cuando éste se dirigía al segundo piso en búsqueda de Georg, que recuperado milagrosamente, se terminaba de anudar la corbata.

—¿No puede esperar? –Gustav se quiso abofetear a sí mismo; claro que no podía esperar. Nadie parecía saber resolver problemas si él no estaba presente—. ¿Qué pasa?

—¿Pediste una escultura de hielo? –El rubio asintió—. Bueno, creo que no trajeron la que viste en el catálogo.

Gustav se asomó al pasillo, donde un enorme tipo con cara de pocos amigos y aspecto de haber dormido sólo dos horas en una semana, se paraba con expresión adusta, enseguida de una enorme escultura de hielo que representaba a un hombre desnudo y con una enorme y orgullosa erección de al menos veinticinco centímetros, sin exagerar.

—¡¿Qué diablos es eso?! –El rubio se ahogó con su propia saliva.

—¿Usted es Gustav Schäfer? –Preguntó el empleado—. Firme aquí por favor.

—Yo no pedí eso. Mi estatua era de un par de cupidos, no… ¡Esto! –Apunto con un dedo el baterista, horrorizado una vez que veía de cerca la prominente erección, que hecha de hielo, estaba tan detallada que podía decir que no tenía la circuncisión y además resaltaba las venas—. Quiero una explicación.

—Lo siento, mis instrucciones fueron claras. ‘Un adonis modelo trece en la residencia Schäfer’, ahora firme, por favor. –Anonadado, también perturbado porque creía que la punta del pene de la estatua le podía sacar un ojo si no tenía cuidado, el baterista firmó el recibo—. Tenga buenas tardes –se despidió el hombre.

—¿Qué diablos se supone que voy a hacer con…?

—¿Mami? –De golpe, Gustav se giró sobre su eje para encontrarse a sus dos preciosas hijas arregladas con los vestidos blancos que les había escogido para la ocasión, además del cabello acomodado tal como recordaba que su madre hacía con su hermana cuando era pequeña—. ¿Qué es eso? –Ambas niñas señalaron la estatua.

—Uhm, ah… Nada, nada. Ahora vayan con tío Bu y… —“Díganle que me traiga una soga con la que colgarme”, pensó con desesperación. Se recompuso—. No sé, muéstrenle sus nuevos zapatos. Pídanle que las cargue a caballito, le va a encantar.

Apenas las niñas salieron al jardín, Gustav se quiso desplomar.

El evento principal empezaba en dos horas y había tanto por hacer… De pronto, la idea de la soga no sonaba tan tétrica como en un inicio.

—Gus, ¿estás bien? Te estás poniendo pálido. ¿Quieres que llame a alguien? –Dijo Bill con tono preocupado.

Gustav asintió. –Agua –musitó.

En menos de un minuto, Bill le llevaba un vaso de agua… Y la mala noticia de que el hielo aún no llegaba, lo mismo que las bebidas alcohólicos. No dispuesto a molestarse por nimiedades en vista de que ya había llegado tan lejos, Gustav le rompió uno de los testículos a su amigo de hielo y lo echó en su bebida. Aquel pequeño gesto le supo a gloria.

 

Contra todo pronóstico posible, apenas la fiesta dio inicio, la mala suerte se esfumó. Los meseros sirvieron a la perfección, las bebidas y la comida fluyeron libres, el fotógrafo contratado capturó grandes imágenes de inmortales instantes y cuando al fin llegó el momento de la boda civil, Gustav no pudo estar más feliz.

Ante la compañía de familia y amigos más cercanos, firmó su parte del contrato, vio como Georg hacía lo propio y ambos sellaban su propio pacto con un beso casto en los labios que arrancó exclamaciones de alegría entre los presentes.

Le siguió una serie de brindis donde cada discurso era mejor que el anterior y la lista de buenos deseos, la de anécdotas vergonzosas y la de bromas indecentes no dejaba de superarse hasta el punto en el que Gustav deseó no haber estado tan embarazado para poder beber alcohol y así esconder su bochorno con un poco de embriaguez.

Para el final de la noche, apenas si quedaban invitados. En un rincón del jardín, los gemelos, Bushido y Jost disfrutaban de las últimas botellas de vino jugando una infantil versión de verdad o castigo que se veía divertida pero en la que Gustav no deseaba participar.

Sentado al lado de Georg en una de las sillas reclinables, se dejaba devorar el cuello a veces, un tanto alarmado de ser tan impúdico ante los demás, pero excitado por la perspectiva que se veía venir. Las gemelas tenían horas de haberse ido a dormir y el resto de las personas que quedaban, tenían asegurada su estadía en la noche. No sería de mala educación si de pronto se le antojaba llevar a su recién estrenado marido a la habitación de arriba y hacer de las suyas.

—¿Señor Listing?

—¿Sí, señor Schäfer? –Contestó Gustav con una sonrisa taimada en labios. Al igual que con el nombre de las gemelas, cada quien iba a conservar el suyo. El haber contraído matrimonio era más una formalidad para la burocracia, pero había algo en ello que resultaba tan atrayente.

Agradeciendo los ligeros toques por encima de la camisa, Gustav gimió cuando la boca de Georg se cerró en torno al lóbulo de su oreja y los dientes lo torturaron con una caricia húmeda. –No aquí –alcanzó a musitar en un jadeo—, los demás nos pueden ver.

—Que vean –dictaminó Georg al avanzar un poco más por debajo de la ropa del rubio y llegar a la curva de su vientre, justo al borde del pantalón—. No van a ver ni oír nada nuevo. ¿Recuerdas hace años cuando viajamos juntos en autobús luego de no hacerlo por meses?

—Lo recuerdo –se burló Gustav—. Bill se había acabado la batería del otro autobús con su secadora y tuvimos que viajar los cuatro juntos como en los viejos tiempos. No recuerdo dónde fue el concierto, pero…

—Francia –lo interrumpió Georg—. Sólo que eso no es lo que más tengo en mente.

Y Gustav le daba la razón. Olvidando que los gemelos iban a viajar en el mismo autobús que ellos, habían tenido sexo sobre la mesa de la cocina. Nada nuevo, sólo que cuando descubrieron que tenían público, no les importó mucho y prosiguieron. El menor de los gemelos juraba que desde entonces se le había quitado lo voyeurista.

—Démosles otro espectáculo –alzó las cejas Georg, hundiendo más la mano en los pantalones de Gustav y recibiendo un golpe juguetón.

—Nunú –denegó el baterista—. Quiero cama. Esta barriga no me hace sentir sexy. No quiero que me vean tan gordo –admitió con un puchero.

—Oh, pero si eres tan sexy como nadie más lo será, Gus –volvió a la carga Georg, un poco achispado por los incontables brindis. Un beso detrás de la oreja y el baterista era todo suyo, sumiso como cachorro de humano.

—No lo voy a poner en duda, pero de momento, no. –Gustav se mostró serio y Georg tuvo que ceder.

Abrazados en brazos del otro, pasaron el siguiente par de horas compartiendo viejas confesiones. No fue sino hasta casi despuntar el amanecer cuando el resto de los invitados se arrastró a su respectiva cama en diversos estados de embriaguez, que ellos decidieron que era buen momento de hacer lo propio e irse a dormir.

Tendidos de lado a lado en la cama, se dieron un beso de buenas noches antes de caer dormidos, las manos entrelazadas con un flamante anillo de matrimonio en sus dedos anulares.

 

—No las dejen desvelarse. Antes de ponerlas en la cama, asegúrense de que se lavan los dientes, a veces sólo mojan el cepillo… —Recomendó Gustav, siendo empujado fuera de su casa con una pequeña maleta de mano colgando del brazo—. ¡Ah, y no olviden…!

—Gus, tranquilo –le puso Bushido las manos sobre los hombros—. Nosotros cuidaremos a las niñas. Tú diviértete sin preocupaciones.

—Exacto –secundo Bill al levantar  del suelo a Ginny, que parecía al borde del llanto porque mamá y papá iban a salir de viaje y las iban a dejar—. Ya nos hemos encargado de ellos antes. Ustedes hagan cosas alocadas en su luna de miel.

—Eso pretendemos –les guiñó un ojo Georg—, pero Gustav se empeña en no ir a ningún lado.

—Perdóoon por no querer dejar a mis nenas solas –dijo Gustav con resentimiento en la voz, inclinándose sobre Gweny y dándole un beso en la frente, para luego repetir sus acciones sobre su otra hija.

A la mañana siguiente de la boda, llegaba la luna de miel.

Georg había planeado los detalles del mismo modo obseso con el que Gustav lo había hecho con la boda, así que se iban por una semana de vacaciones a alguna playa perdida cerca del Ecuador. El itinerario no incluía salidas, paseos o siquiera poner un pie por de fuera de la cama. Con advertencias de Sandra pendiendo sobre sus cabezas como una espade de filo peligroso, cualquier actividad ‘más allá de moderada’ estaba prohibida. Tomando ventaja sobre esa recomendación en particular, el bajista planeaba darle buen uso al colchón extra firme que se había asegurado que su suite de recién casados tuviera.

—¿Estás listo? –Le preguntó a Gustav apenas las maletas estuvieron en la cajuela del automóvil y todo estuviera listo para partir.

Una mirada al puchero del rubio le dijo todo: Gustav quería quedarse.

Nadie lo podía culpar. Era la primera vez en toda su vida que se iba a separar de sus hijas, y siendo la ‘madre’ abnegada que era, le dolía el alma de manera física con la simple idea de no arroparlas esa noche, ni hablar de los siete días que conformaban su luna de miel.

A cargo de Gweny y Ginny se iban a quedar Bushido a tiempo completo, los gemelos en las tardes y Clarissa y Melissa en las mañanas. De manera idílica, Gustav no tenía porqué preocuparse, sabía que sus nenas estaban en buenas manos, pero eso no le restaba lágrimas en lo que a la separación se debía.

—¿Van a extrañar a mami, verdad? –Se las acurrucó en el regazo con fuerza. Las niñas asintieron con las caritas húmedas de llanto; para ellas también era muy difícil separarse de Gustav—. Tienen que portarse bien. Comerse todos los vegetales. Hacer la tarea. Bañarse todos los días. Así cuando mami vuelva se va a sentir muy orgullosa de ustedes, ¿ok?

Aquella promesa de buen comportamiento se selló con un beso. Muy a su pesar, el tiempo de la despedida llegó y al salir de casa, Gustav no desvió la mirada ni un segundo sino hasta que perdió a toda su gran y loca familia de vista.

—Y ahora a la playa –se animó a sí mismo al limpiarse los ojos y tratar de pasar el corazón que creía se le había hecho una piedra en la garganta—. Van a estar bien, ¿no? Están en buenas manos.

—Las mejores –le aseguró Georg con la vista fija en la carretera. Iban a tiempo para alcanzar su vuelo y tener una luna de miel idílica y repleta de romance.

—Sólo espero que Bushido no las quiera llevar a algún club de strippers –murmuró de pronto Gustav—, o peor, que a los gemelos se les olvide que no deben comer cereal después de que anochezca o jamás las podrán hacer que vayan a la cama. ¡¿Y sí…?! –Se alteró de pronto, mano en el pecho, justo por encima del corazón acelerado—. Oh Dios, ¡cualquier cosa puede sucederles!

—Gus, Gus tranquilo –lo reconfortó Georg al ponerle la mano en la pierna—. No va a pasar nada. Cuando estemos de vuelta, no vas a creer ni que pasaron dos horas sin verlos. Y si les dan azúcar después de que caiga el sol –compartió una sonrisa maliciosa con su flamante recién esposo— ya será su problema.

—¿Nos burlaremos de ellos? –Guiñó Gustav un ojo.

—Lo haremos –consintió Georg.

 

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