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No... por Marbius

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… Seas Juan  devorado por el lobo [Mes 9]

 

—Nada —denegó Sandra moviendo la cabeza de lado a lado, una sonrisa en labios—. Sea lo que sea, sabrán el sexo del bebé hasta el día del parto.

—Qué remedio —exhaló aire Bill, que desde el momento en que había entrado a la consulta, sabía que sus intentos serían infructíferos; el bebé seguía sin dejarse ver.

—Era de esperarse —se palmó Tom el vientre—. Bultito tiene carácter y sabe mostrarse firme.

—Por lo demás —apartó Sandra el visor del ultrasonido de la barriga del mayor de los gemelos—, todo marcha a la perfección. Niveles óptimos, la presión en su sitio, tus análisis también demostraron que estás sano como un caballo. —Sonrió—. El parto podría hasta ser ahora mismo si lo desean.

Bill y Tom intercambiaron una mirada de terror.

Por su parte, el mayor de los gemelos deseaba esperar que el curso de la naturaleza siguiera su camino. Su cita de aquel día era el primer día de agosto cuando el calor del verano se dejaba sentir con más fuerza que en años anteriores, calentamiento global o no.

La doctora Dörfler les había explicado desde la primera cita con ella, que el alumbramiento tendría lugar a partir de que el mes empezara e incluso hasta los días finales de éste, así que Bultito tenía treinta días para decidir su cumpleaños. Siendo que el bebé había elegido el día quince por medio de sus ya conocidas pataditas, Tom no quería presionar el tema.

—¿Ahora mismo? —Repitió en voz alta, con un enorme tono de duda—. No sé, más bien, no lo creo. ¿No es demasiado pronto?

—El ultrasonido reveló que el bebé ya tiene los pulmones completamente formados —les explicó Sandra tomando el expediente de Tom y rellenando el formulario de aquella cita—. Pero si prefieren esperar… Al bebé aún le falta ganar un poco de peso, nada que no pueda obtener en la incubadora.

—¡Incubadora jamás! —Refutó Bill cruzándose de brazos—. Preferimos esperar a que suceda naturalmente, ¿no es así, Tomi? —Confirmó con su gemelo.

Éste se demoró en responder, al parecer muy concentrado en limpiarse el gel que cubría su vientre con una toalla de papel y acomodándose la camiseta que llevaba con mucho cuidado.

La verdad es que Tom no sabía exactamente qué decidir. En su cabeza, la naturaleza era la más sabia. No por nada había elegido ésta que fueran las mujeres y no los hombres, quienes llevaran a las criaturas a cuestas; reconocía su superioridad en cuanto a control del dolor y paciencia respecto a que estar en estado no era nada fácil; él lo sabía por experiencia. Por lo mismo, si era la naturaleza quien decidía cuándo sería el momento del parto, él estaba más que dispuesto a acatar sus órdenes sin rechistar.

—¿Y si esperamos? —Preguntó al fin—. Digo, Bultito sabrá cuándo es el momento para que salga, ¿o no? Ni antes ni después de que deba hacerlo.

—Es una buena opción —dijo la médica—. Ustedes deciden a fin de cuentas.

—Tom confirmó con su gemelo en un breve intercambio antes de hablar por los dos. —Entonces esperaremos. Sigue en pie la fecha el quince.

 

—No hay nada mejor que esto en el mundo… —Exclamó Tom con felicidad, tendido de espaldas sobre la cama que compartía con Bill y con éste rendido a sus pies, masajeándoselos—. Y si lo hay, no lo conozco, ¡ah! —Gimió cuando su gemelo deslizó las manos sobre el arco del pie y un punto donde la tensión y el peso del embarazo se distendió.

Ahora menos que antes, el mayor de los gemelos apenas caminaba, sólo si era necesario y nada más; ningún paso extra. El vientre le impedía ahora no sólo dar largas caminatas, sino el estar de pie por largos periodos de tempos; ni hablar de bajar las escaleras más de dos o tres veces al día. Incluso para bañarse, Tom lo hacía sobre una silla y dejaba a Bill el resto de su aseo.

Por fortuna para él, su gemelo no sólo era el mejor enfermero que uno pudiera desear, sino también un padre amoroso que se desvelaba con él cuando Bultito se negaba a dormir y le cantaba no sólo nanas de cuna, sino también sus propias canciones. Y sumado a su currículo de hermano amoroso, también era la pareja que cualquiera pudiera desear, siempre consintiendo cada pequeño capricho que Tom pudiese tener, ya fuera pastel de chocolate hecho en casa o nueces que hubiera que ir a comprar a medianoche a alguna tienda al otro lado de la ciudad. Todos y cada una de sus peticiones, sin importar cuán ilógicas e irracionales resultaran de boca de alguien bajo el efecto de las hormonas, Bill los cumplía sin rechistar, siempre despidiéndose con un beso y feliz de que el pago fuera una sonrisa a cambio.

—Ahhh —soltó Tom un quejido adolorido, convencido de que quizá Bill no sabría tocar la guitarra más allá de tres acordes, pero de que era el más talentoso con sus dedos. Una presión agradable justo en el sitio donde le dolían los pies, se lo confirmó—. Eres tan bueno conmigo —murmuró con ojos entrecerrados de placer. Si tan sólo tuviera puré de papá con queso de nachos encima… Sería el hombre más feliz de la tierra.

—Puedo ser aún más bueno contigo —dijo Bill al llevarse un pie de Tom a los labios y besar la punta del dedo gordo—. Eh, Tomi… —Repitió su acción depositando otro beso en el empeine y otro más abajo, en la línea del pie. Un pequeño giro y su lengua trazó una línea desde la base hasta el tobillo.

—Mmm, Bill —gimió Tom, ya no por el masaje, sino por las acciones de su gemelo. ¿Y éste qué tramaba? La doctora Dörfler ya les había advertido que nada de acción triple x para ellos dos; que mejor se apiadaran de su mano amiga y dejaran el otro tipo de actividades para después del parto. Ante su incredulidad por verse cortado de su suministro de sexo gratis, Bill había exigido una explicación razonable, a lo que la médica le había explicado que no era seguro para el bebé y que un orgasmo lo suficientemente fuerte podría desencadenar el trabajo de parto en un segundo. No valía la pena arriesgarse por media hora de placer.

Así que con sexo fuera de las cartas con las que podía jugar, ¿qué plan perverso tenía Bill en mente al tomar a Tom por las rodillas y abrirle las piernas con lentitud?

—Bill… —Amonestó Tom a su gemelo—. Ya sabes lo que Sandra dijo.

—Lo sé perfectamente bien, Tom, muchas gracias —dijo Bill categóricamente—. Ella dijo, y cito: “Nada de sexo para ustedes dos hasta que el bebé esté en su cuna y dormido, cuarenta días después del parto”. Créeme —le brillaron los ojos a la media luz de la habitación y Tom tuvo que tragar saliva con nerviosismo—, la escuché a la perfección.

—¿Entonces…? —Tom respiró con pesadez, la excitación de lo que Bill hacía, cobrando factura—. ¿Qué piensas hacer?

—Nada que rompa las reglas —se lamió Bill los labios. Sin esperar ninguna señal, tiró de las caderas de Tom hasta tenerlo completamente recostado y relajado—. Ahora, Tomi, disfruta…

El mayor de los gemelos sintió como Bill alzaba un poco la delgada camiseta que llevaba puesta y apenas sobrepasaba la línea de los bóxers que usaba, las prendas más ligeras para descansar luego de un baño, para luego tirar de éstos hasta dejarlos en sus rodillas.

—Quítalos —pidió.

Bill obedeció deshaciéndose de la prenda con una risita al tiempo que los tiraba al otro lado de la habitación describiendo una perfecta parábola.

—Ahora, tengo que decir que si me pateas de nuevo… —Murmuró Bill al depositar besos a lo largo y ancho de los muslos de Tom, presionando la piel a su alrededor con dos manos sudorosas.

—N-No, lo prometo, pero sigue… ¡Ah, ahí!—Tembló Ton con anticipación. Cuando al fin el cálido aliento de Bill descendió sobre su erección, soltó un gemido mitad de placer y descontrol.

Trabajando con su lengua y dedos ágiles, Bill parecía saber lo que hacía; ciertamente lo hacía, pensó Tom al estrujar las manos sobre el cobertor de la cama cuando un muy certero lametón contra el costado de su pene lo hizo estremecerse de pies a cabeza.

—Bill, cariño, no sé cómo te voy a pagar esto —musitó Tom, acariciando los mechones de cabello de su gemelo que caían sobre su cadera—. Eres tan bueno conmigo…

El menor de los gemelos se apartó del regazo de Tom con un sonoro sonido húmedo. —Yo sé cómo…

—Ni lo pienses —denegó Tom. El sexo oral no era el campo en el que mejor se desempeñaba, eso por seguro. Al no tener más experiencia con otro hombre que su propio gemelo, Tom no podía estar muy seguro de si aquella actividad le gustaba o no. Ahogarse con el miembro de alguien en la boca nunca era placentero, pero siendo Bill, los ruiditos que hacían camino al orgasmo siempre lo compensaban. Y sin embargo, prefería cualquier otra actividad a ésa. No que realmente su gemelo pudiera protestar, porque en cuanto a posiciones, Tom se encontraba muy limitado.

—Sucio —bufó Bill—, no pensaba en eso. Más bien… ¿Qué tal manualidades? —Sugirió con ligereza, como si realmente ofreciera hacer tarjetas de navidad hechas a mano y no ayuda para masturbarse—. ¿Qué dices?

Tom consideró que la sensación que llevaba entre las piernas y como de bien Bill la trabajaba. —Tienes un trato y mi palabra de honor.

—Perfecto —dijo Bill antes de volver a descender el rostro y volver a tomar a Tom entre sus labios.

Usando una mano para masajear sus testículos, Bill trabajó la lengua un par de veces sobre el glande de su gemelo antes de abrir la boca y succionarlo por completo. El gemido que obtuvo a cambio fue el mejor de los pagos, sin importar si después seguía su turno o no. Por regla general, Tom casi siempre terminaba molido y drenado de toda energía después del orgasmo, situación que no había hecho sino intensificarse después de estar embarazado.

Decidido a que así fuera a modo de premio por llevar a su primogénito, Bill comenzó a succionar con más fuerza, trabajando la lengua y su arete sobre el dorso en repetidas ocasiones, obteniendo con cada movimiento un nuevo jadeo.

Tan concentrado estaba en ello, que no apreció cómo los gemidos pasaron a ser de placer a ser de dolor.

El conocimiento llegó cuando Tom soltó un alarido que retumbó en las paredes y gritó a voz de pulmón “¡El bebé viene en camino!” lo suficientemente alto como para detenerle el corazón un segundo por el miedo.

—¡BILL! —Chilló Tom apenas su gemelo se apartó de su entrepierna.

—¡TOM! —Gritó éste a cambio, con el corazón retumbándole en las orejas—. ¿Qué pasó? ¿Qué dijiste? ¿De qué demonios hablas cuando dices que el bebé viene?

Tom rodó los ojos, no por el fastidio, sino por el dolor. Llevándose una mano al vientre bajo, soltó un alarido parecido al que daría un castrati en el momento de ser emasculado.

—Bultito… —Masculló entre dientes cerrados; los ojos haciéndosele agua con cada sílaba—. Duele…

Bill lo miró como si le hubiera confesado que el fin del mundo estaba a cinco minutos de distancia. —Tienes que estar bromeando… No puedo ser cierto. ¡No puede ser! ¡Aún faltan quince días! ¡Incluso más!

—¡Lo sé! —Gritó Tom en respuesta, rodando sobre su costado cuando una aguda punzada de dolor lo hizo lloriquear como un niño pequeño—. Llévame al hospital, llama a Sandra, a Gustav, a Georg, ¡a mamá! ¡Haz algo o me las pagarás, Bill! ¡Pide ayuda a la policía, bomberos, llama al 911 si hace falta, pero hazlo! —Aulló antes de que una punzada en el centro del vientre lo dejara sin respiración.

Bill cerró los ojos un segundo, tomando todo el aire que era capaz de una vez y tratando de ser rápido y funcional, no rápido y estúpido. —Ok, primero… Vamos a hacer lo que Sandra nos dijo. Te tienes que vestir antes de salir de casa.

—No hay tiempo —murmuró Tom con el rostro bañado de lágrimas—. Dame una manta y me envolveré con ella hasta donde pueda.

—Bien, segundo paso… —Bill observó la habitación como si fuera la primera vez que estuviera en ella antes de que sus ojos se posaron en una maleta que tenían prevista desde el quinto mes para una situación como ésa. En su interior llevaban todo lo necesario, desde pañales y ropa para bebé, hasta los pasaportes y un teléfono extra, todo planeado para una situación desde lo más normal a lo más trágica—. La maleta, claro.

Un largo quejido por parte de Tom, lo trajo a la realidad.

—Yo llamo a Sandra —dijo Tom entre respiraciones—, tú enciende el automóvil, sube la maleta y ven por mí sin caer por las escaleras.

—No me tardo —se dio vuelta Bill para salir por la puerta, olvidando el hecho de que estaba en pijamas y descalzo.

Tom soportó las ganas de lloriquear como una nena mientras marcaba el número de su doctora, pero apenas ésta contestó con un adormilado “¿Hola?”, rompió en llanto. —Bultito viene en camino y no sé qué hacer —berreó con desolación.

Amaba a Bill, pero sabía de sus limitaciones. Si él mismo no podía soportar el estrés de llegar a hospital en una pieza sin atropellar a alguien en el camino o conseguir una multa por exceso de velocidad o subirse a la acera o cualquier otra loca idea que se le viniera a la mente, dudaba mucho que su gemelo pudiera.

—¿Tom? —Sonó la voz al otro lado de la línea—. ¿Estás seguro?

—¡Duele como si lo estuviera! —Esnifó el mayor de los gemelos—. Y no tengo ni la menor idea de lo que va a pasar…

—Sube con Bill al auto y vengan a la clínica, es todo, ¿ok? ¿Me escuchas? Nada de paradas en McDonald’s o Burguer King, sin importar cuánta sea la tentación, ¿de acuerdo? Directo al hospital. Los estaré esperando ahí.

—Sí, sí —asintió Tom a pesar de que la médica no lo veía—, de acuerdo.

—Y Tom… —El tono de Sandra se escuchó ligeramente divertido—, no entres en pánico.

 

La carrera al hospital resultó ser… Un poco fuera de lo normal.

Empezando con Bill, que apenas subió la maleta al automóvil, decidió que estaba completo y no necesitaba nada más. Fue hasta el kilómetro tres que se dio cuenta de que iba al hospital sin el paciente. Para cuando regresó, Tom estaba maldiciendo a su gemelo, aún en la entrada de la casa y rodeado de pañuelos desechables.

Un “Me olvidaste, idiota, y eso lo sabrá Bultito en cuanto tenga edad de entenderlo” lo recibió en la entrada. Tras ayudar a Tom a subir y por fin enfilar al hospital, Bill se enfocó en conducir sin estrellarse contra todo edificio que se le cruzara al frente. Ignorando un par de luces rojas y señales de alto, llegó a la clínica en tiempo récord.

Apenas en el estacionamiento, Sandra ya los esperaba en compañía de dos enfermeras capacitadas y a las que ya se les había pagado por adelantado por su silencio.

Una vez Tom entró al edificio, Bill se dedicó a llamar a todo mundo, o al menos a todos los que sabían del estado de su gemelo: A su madre, a Gordon a Jörg, a Gustav y a Georg, a Jost incluso… Y aunque pocos agradecieron ser despertados a medianoche, todos prometieron estar ahí lo más rápido posible.

El resto fue esperar.

 

—¿Falsa alarma? ¡¿Cómo que ‘falsa alarma’?! —Enfatizó Bill las palabras de Sandra, una vez está salió del quirófano sin una pizca de sangre ni un cabello fuera de su sitio, apenas una hora después de que Tom entrara a la sala—. ¿Dónde está el bebé?

—Dormido, aún dentro de su placenta —se apartó Sandra el cubrebocas que llevaba aún puesto. Apenas se lo apartó y su sonrisa se hizo presente—. Como dije, fue una falsa alarma. Contracciones Braxton Hicks.

La cara de desconcierto de Bill fue digna de una fotografía. —De nuevo, repite pero en un idioma que pueda entender. ¿Contracciones Bastón Prix?

La médica denegó con la cabeza. —Braxton Hicks.

—¿Pasó algo? —Aparecieron Gustav y Georg por el corredor lateral, los dos con prisa y cara de haber sido despertados; sus ropas informales y el venir despeinados lo confirmaba—. ¿Ya nació? —Preguntó Georg con emoción—. No trajimos nada de ropa, pero podemos regresar más tarde…

—Aún no ha nacido el bebé —los bajó Sandra de las nubes.

—Exacto, al parecer por unas contracciones llamadas Braston Jils —aclaró Bill.

—Braxton Hicks —rodó Sandra los ojos—. Como sea, no es nada grave, pero el parto aún no ha ocurrido.

—¿Entonces qué pasó? —Quiso saber Bill, ignorando los gestos de decepción de sus amigos al ver que nada había pasado—. ¿Va a nacer más tarde o qué?

—No es la opción más viable —dijo Sandra—. De momento Tom está sedado con un tranquilizante lo más leve posible. El bebé apenas lo sentirá.

Gustav alzó la mano como si estuvieran en la escuela. —Perdón por interrumpir, pero me puede decir alguien qué diablos pasa. Me niego a creer que recibí una llamada a mitad de la noche diciendo que ya voy a ser tío, sólo para encontrar que la multa que me pusieron por exceso de velocidad no valió la pena.

Sandra se presionó el tabique nasal. —Bien, permítanme que lo explique.

—Por favor —dijo Bill, tronándose los nudillos.

—Tom tuvo una serie de contracciones que él confundió con la labor de parto. Nada fuera de lo normal. Algunas mujeres también tienen esa errónea idea, especialmente las primerizas.

—Pero estaba llorando… Tom no llora por nada, nunca —le aseguró Bill con preocupación—. ¿Está segura de que son esas contracciones como sea que se llamen?

Gustav y Georg rieron entre dientes, recordando que cierto, el mayor de los gemelos no solía llorar muy seguido, al menos no como Bill, pero cuando lo hacía, generalmente provocado por alguna película ñoña y cursilona de Disney, lo hacía sin parar y como un crío que quiere a su mamá.

—Es totalmente comprensible —prosiguió Sandra una vez dirigió miradas asesinas a Georg y a Gustav—. Para una madre primeriza el dolor suele ser uno de los principales miedos. Durante el embarazo este tipo de contracciones suceden seguido, pero es sólo hasta los últimos meses cuando se pueden apreciar como un verdadero dolor. Por lo general, se les considera precursoras del trabajo de parto, aunque no siempre.

—¿Entonces Tom está de parto o no? —Se rascó Georg la cabeza—. Ya no entiendo.

—Todavía no. Por eso digo que fue una falsa alarma. Este tipo de contracciones van a suceder con frecuencia en los próximos días hasta que Tom dé a luz. Hasta entonces, tendrá que soportar el dolor y en caso de que sea muy fuerte, tomar un medicamento que le voy a recetar. Nada peligroso —agregó al ver como Bill comenzaba a fruncir el ceño en un gesto de preocupación—. No es nada que afecte su cuerpo o a la salud del bebé. Sólo un antiespasmódico y un relajante en uno.

El menor de los gemelos soltó un suspiro. —¿Entonces dice que están bien él y el bebé?

—Completamente —le palmeó Sandra el hombro—. Ha muchas madres primerizas les suele suceder esto. No es nada que deba preocuparnos.

—Pero Tom no es una mujer —musitó Bill.

—Precisamente por eso el dolor fue tanto. Al no tener un útero que estuviera preparado desde un inicio para un embarazo, son los músculos del estomago los que Tom sintió contraerse. Suele ser un poco más doloroso, por no hablar de que los hombres suelen tener una menor tolerancia al dolor.

El menor de los gemelos se apartó unos pocos de mechones del rostro, el alivio pintado en cada una de sus facciones. A pesar de que la desilusión de no tener a su bebé consigo en ese mismo instante era mucha, prefería que el parto sucediera cuando tuviera que suceder.

—Tengo que preguntar por si esto vuelve a ocurrir en otra ocasión —interrumpió la médica los pensamientos de Bill—, ¿qué estaba haciendo Tom cuando sucedieron las contracciones?—Arqueó una ceja, esperando una respuesta plausible.

El menor de los gemelos deseó poder hundir la cabeza en arena, abochornado de tener que explicarle a la médica la clase de actividades en las que estaban envueltos antes de tener que correr al hospital como locos.Sabía que no se sentiría tan mal de haber seguido las recomendaciones de la doctora, pero como no era así… La culpa lo carcomía por dentro.

Por fortuna para él, apreciando el tono rojizo que le corría no sólo por el rostro, sino también por las orejas y el cuello, Sandra decidió dejarlo pasar.

—Bien, no es tan importante —pasó de largo el tema—. De momento, Tom duerme. Para la mañana ya podrán volver de vuelta a casa y sin complicaciones.

Bill soltó un suspiro desde lo más profundo de su ser, agradeciendo a Sandra el no ahondar en lo que ella seguramente ya sospechaba. Hacer lo que te era negado era una cosa cuando había razones válidas en contra, pero hacerlo y que algo saliera mal, no tenía perdón. Gracias a la buena suerte, que nada malo había pasado por su pequeño desliz.

—¿Puedo verlo? —Preguntó en lugar de seguirse atormentando.

Sandra iba a decir no. Tom estaba agotado a causa del estrés; las visitas no era una de las prioridades en su lista para su paciente, pero al ver a Bill en las mismas condiciones, no pudo más que conceder el permiso.

 

—Cariño, no es que no los quiera a ti y a Bill —abrazó Simone a su hijo mayor dos días después de que éste saliera del hospital—, pero si se vuelven a equivocar y me hacen volar quinientos kilómetros por avión a mitad de la noche para un alumbramiento en falso…

—Oh, mamá, ya nos disculpamos —se sumó Bill al abrazo—. Y no volverá a suceder.

—Eso esperamos —bostezó Gordon; en sus palabras, demasiado viejo como para soportar la tensión, el desvelo y el viaje cuando no era cierto que uno de sus hijastros estaba dando a luz de emergencia.

—Mis pequeños bebés, espero que se cuiden mucho —besó Simone a sus dos hijos en cada mejilla, dejándoles sendas marcas de lápiz labial—. No quiero volver a tener que cruzar el país por nada, así que la próxima vez que llamen, que valga la pena.

—Ajá, la próxima vez procuraré que sea un accidente horrible en verdad, mamá —bromeó Tom con hastío—, así valdrá la pena que vengas a visitar a tus dos únicos hijos y tu próximo nieto.

—Compórtate —le dio ésta un ligero golpe en el hombro—. Quiero que me llamen para lo que sea, pero sólo vendré de vuelta cuando tengan a mi nieto o nieta en brazos.

—Y el premio para la madre del año es… —La chanceó el menor de sus hijos.

—Cariño, hora de partir —consultó Gordon su reloj de pulso—. Si no, perderemos el avión de regreso.

—Ya, ya, ¿es que no puede una madre despedirse de sus adorados bebitos? —Arrugó Simone la nariz.

—Aw, mamá, ya no somos tus bebitos —se quejó Tom—. Vivimos por nuestra cuenta desde hace años y te vamos a dar un nieto. Danos al menos un poco de crédito por eso.

—Si logran que el bebé sobreviva una semana con ustedes, lo haré —dijo con total seriedad Simone—. Así que cállenme la boca con sus acciones y demuéstrenme que pueden —tomó a su marido de la mano—. Los veré luego, mis bebés.

Los gemelos la despidieron en la puerta, en parte tristes por la partida de su madre (algo así como una pequeña parte en realidad; Simone podía llegar a ser abrumadora en una inmensa variedad de ocasiones) y en otra, aliviados de que por fin se iba. Era su progenitora, pero también un dolor de cabeza cuando se lo proponía; en su papel de abuela sobre protectora, ciertamente lo era.

—Al fin —murmuró Bill aún con una sonrisa amplia en labios, agitando la mano en despedida al taxi que se alejaba y llevaba a sus padres de vuelta a casa.

—Amén —sentenció Tom, también con cansancio—. Qué días, qué caos. Todo por nada, aún estoy embarazado. —Quizá en venganza o por casualidad, Bultito dio una patada con fuerza—. Que es una dicha, claro que sí.

—¿Otra vez pateó? —Inquirió Bill, conociendo los ataques de malhumor que Bultito llevaba en los genes como buen Kaulitz—. Si sigue así, va a salir dando patadas a todo mundo.

—Mientras no le dé a Sandra en pleno rostro —murmuró Tom, cerrando la puerta una vez el taxi en el que iban sus padres se perdió en la lejanía—. Fiu, es un alivio saber que mamá estará lejos en un par de horas. La quiero mucho pero…

—Es agotadora, lo sé —finalizó Bill la frase por él—. Yo también soy su hijo —guiñó un ojo.

Tom le sacó la lengua y cerró la puerta.

Aún seguían siendo ‘los bebitos’ como Simone los llamaba.

 

Quizá fue algo en el tono en que lo dijo, o la manera en que lo hizo; también pudo ser la petición, un repentino antojo de pepinillos en jugo de salmuera, comida que de antes a Tom le repugnaba y que de pronto era su favorita, pero cuando Bill tomó las llaves de la mesita que tenían colocada en la entrada y miró a Tom sentado al tope de la escalera, no pudo sino experimentar un escalofrío que subió y bajó por su espalda que lo hizo temer lo peor.

—¿Estás seguro que quieres que vaya? —Preguntó con inseguridad.

Tom lo miró como si estuviera loco. —¡Claro que sí! —La simple idea de los pepinillos lo tenía salivando en exceso—. Ve o Bultito tendrá cara de salmuera o algo así —lo chanceó, luego de que esa misma mañana se habían reído de un artículo de Internet que versaba sobre antojos no satisfechos y como éstos ocasionaban daños en el futuro bebé—. Anda, Bill, o te juro que no te dejaré dormir en la cama.

Por esa amenaza y porque de cualquier modo el menor de los gemelos no era capaz de negarle nada a Tom, Bill había salido de incógnito, llevando una sudadera con gorro que le tapase el rostro y cero maquillaje. Un viaje rápido a la tienda más cercana no era nada, lo había hecho antes. Tom estaría bien mientras regresaba.

Y para creerle, una y otra vez, Bill se repitió aquellas ideas, deseando en verdad creerlas.

Una vez en la tienda, compró no uno, sino tres frascos jumbo de pepinillos a sabiendas de que su gemelo no se mediría con la cantidad. La transacción de la compra fue rápida; el supermercado vacío a altas horas de la noche a excepción de algunos compradores tardíos, favorecía su propósito de comprar sin ser asediado por la prensa sensacionalista. Bill ya casi podía leer los encabezados: “Vocalista de Tokio Hotel, encontrado ¡sin maquillaje!” o alguna patraña por el estilo.

Ya una vez en el camino de vuelta, trató de convencerse de que aquel extraño presentimiento que había tenido al salir de casa era sólo eso, una extraña idea que no lo dejaba de perturbar desde el incidente de días atrás con lo del falso parto y todo.

Desde entonces, tanto él como Tom habían estado más tensos de lo que se atrevían a admitir, pero como Sandra había dicho: Eran contracciones sin más importancia que un poco de dolor.

Confiado en ello, fue que Bill dio un brusco frenazo en el auto al contestar el teléfono y escuchar la voz estrangulada de Tom llorando al otro lado de la línea.

 

—¡¿Cómo que otra vez era una falsa alarma?! —Rezongó Bill tres horas después, de vuelta en el hospital y entre asombrado e incrédulo de la cara de burla que Sandra tenía al decírselo—. ¡Es que esto no es un juego!

—No se lo digas a ella, sino al señor ‘parto prematuro y falso’ —masculló Gustav a través de la mano con la que se sostenía la cabeza apoyada sobre una de las incómodas butacas de la sala de espera.

—Eso —secundó Georg al baterista, bostezando al grado de que las mandíbulas parecían salírsele de la boca—. Es la segunda vez que nos saca a medianoche de la cama para que siempre no tenga al bebé. Si sigue así, yo mismo le haré la cesárea, ¡y gratis!

—Suele suceder —se encogió Sandra de hombros—. Las madres primerizas suelen experimentar el dolor con mayor sensibilidad.

—¡Sensibilidad mis…! ¡Tom no es ninguna madre primeriza, por Dios!—Maldijo Bill, el más molesto de todos. En su loca carrera por llegar al hospital, una vez que recogió a Tom y lo subió al automóvil con fuerza sobrehumana, porque de otra manera no se explicaba levantar a su gemelo con una barrigota como la que traía, había llegado tembloroso y en crisis al grado de necesitar un par de pastillas relajantes.

A ese ritmo, iba a tener canas antes del fin de mes.

—Por desgracia, Tom jamás había experimentado niveles de estrógeno tan altos —habló Sandra con profesionalismo—. Su dolor es real.

—¿Quiere decir que esto es serio y no una broma suya para traerlo al hospital con cada molestia? —Quiso saber Gustav—. Porque si es así, creo que podré perdonarlo… Algún día, si es que me encuentra de buenas —finalizó con acritud.

—Exacto —sacó Sandra una pluma y su pequeño block de recetas—. Voy a surtir un analgésico aún más poderoso que la vez anterior—. Tal vez los primeros días le produzca malestares estomacales como diarrea o náuseas, quizá ambos, pero servirá para el dolor de maravillas.

—Si sólo eso nos ahorra las visitas a las dos de la mañana al hospital —murmuró Georg tirándose del cabello en el proceso.

Gustav le pasó el brazo por encima. —Recemos porque así sea.

—Delicados —los desdeñó Bill, tomando la receta y guardándosela con descuido en el bolsillo trasero de los pantalones—. ¿Ahora puedo ver a Tom?

—Misma habitación de siempre —indicó Sandra, apuntando al corredor que llevaba a la sala de operaciones de aquel piso—. Está un poco avergonzado por esta segunda falsa alarma —susurró—, así que no seas muy duro con él. Necesita apoyo, no regaños.

Bill asintió, dejando que los pies lo guiaran a la habitación donde hacía menos de una semana que había recogido a Tom. Golpeando la puerta con los nudillos dos veces, alcanzó a oír un leve gruñido que tomó como ‘adelante’.

Una vez dentro, caminó despacio hacía la figura tendida de costado que le daba la espalda. —¿Tomi?

El cuerpo que descansaba en la cama se movió un poco.

—Vamos, Tomi, no estoy molesto contigo —dijo—, nadie lo está —mintió por su estado anímico. La verdad era que Gustav estaba fastidiado y Georg con un tic que revelaba lo mucho que aquella situación lo estaba desgastando física y anímicamente, pero molestos… Bueno, sí estaban molestos. Mucho, pero estaba seguro de que se les pasaría en cuanto vieran al bebé y se percataran de que todo había valido la pena.

—¿Volviste a llamar a mamá? —Miró Tom por encima de su hombro, los ojos rojos e hinchados de tanto llorar—. Dime que no vienen.

—No —se sentó Bill al borde de la cama de sábanas blancas y esterilizadas—.  Lo hice dos veces. Una para decirle que iba a ser abuela y otra para decirle que otro día, no hoy.

—¿Y ella qué dijo? —Se sorbió el mayor de los gemelos la nariz contra la manga—. ¿Sonaba enojada?

—Hey, ¿de qué va eso de estar molestos o no contigo? —Se acostó Bill al lado de su gemelo, abrazándolo de cuerpo entero con una pierna encima de las suyas, una mano sobre su vientre y otra en su cabello, dando caricias largas—. Ya te dije, nadie te culpa si es lo que te preocupa. Estas cosas pasan todo el tiempo, Sandra nos lo explicó. No es tu culpa en lo absoluto.

Tom soltó un suspiro. —Quizá, pero me siento como un idiota blandengue que no soporta ni una pizca de dolor y corre al hospital al menor piquete en el vientre. Si sigo así, voy a terminar como Juan del cuento ése de Juan y el lobo.

Bill se río entre dientes, viendo la semejanza entre la historia de la que Tom hablaba y su propia situación. En ésta, Juan era un niño que cuidaba ovejas en una montaña cercana a su pueblo y que un día decidió gritar pidiendo ayuda porque un lobo lo iba a atacar. Los aldeanos habían acudido a su llamado de auxilio sólo para descubrir a Juan riéndose a mandíbula batiente y orgulloso de su broma, pues no había ningún lobo. Lo mismo sucedió día tras día, hasta que hartos de ello, los habitantes del pueblo decidieron que no le creerían al mentiroso de Juan. Quisiera la mala suerte que el día en que sí apareció el lobo y Juan pidió ayuda a gritos, asustado del lobo, nadie acudiera a su rescate y el niño fuera devorado por la malvada criatura.

—Sin importar cuántas veces me hagas venir al hospital contigo a cuestas y el corazón en la garganta, Tomi —besó Bill la mejilla de su gemelo—, yo siempre lo haré con gusto porque te amo a ti y a Bultito más de lo que te puedes imaginar, ¿ok?

Tom tragó saliva. —Gracias.

 

Gracias a la nueva receta de Sandra, de vuelta en casa y tomando sus píldoras con exactitud de reloj suizo, Tom no volvió a experimentar ningún dolor. Una semana después y luego de golpearse el dedo pequeño del pie contra la esquina de la cama al grado de sacarse sangre, el mayor de los gemelos descubrió que apenas si había sentido el contacto del mueble, pero no el dolor, que a juzgar por la sangre que manó de su herida y de la bandita que fue necesaria colocarle en su herida, había sido bastante.

Claro que tal como había dicho Sandra, los malestares que acompañaban de tan maravillosa droga estaban a la orden del día. Primero con una repentina explosión de dolor de estómago que desencadenado una larga estadía en el sanitario para Tom, seguida de días de náuseas matutinas que no padecía desde sus primeros meses de embarazo y que por intervención divina, disminuyeron con los días hasta sólo ser una molestia a primera hora de la mañana que desaparecía en cuanto Tom se lavaba los dientes.

El transcurso de los días pronto volvió a recobrar una calma inusual, que bajo el efecto de los potentes medicamentos que el mayor de los gemelos ingería, tomaba tintes coloridos, casi al grado de ver arcoiris y unicornios cabalgando por la senda de los colores cálidos.

En un principio, asustado por alguna de las incoherencias demasiado rosas e irreales que Tom decía antes de dormir, luego de la última píldora del día, Bill había consultado a Sandra, sólo para descubrir que los efectos eran los normales y que las opciones eran ésa, un Tom que parecía alegrarse hasta por las deposiciones del sanitario o un Tom que sufría, pataleaba y lo arrastraba al hospital a mitad de la noche, agonizando en dolor.

Decidir no fue difícil.

—Quiero tostadas —gruñó Tom una semana y media después de haber comenzado con su régimen de pastillas. Apartando el brazo de Bill de su cuerpo, se decidió por ir descalzo hasta el piso inferior y hacerse él mismo el pequeño antojo.

La noche anterior él y Bill se habían desvelado hasta altas horas de la madrugada decidiendo posibles nombres para Bultito, desechando al final cada uno con una mueca de disgusto, hasta que al final habían caído rendidos de cansancio.

El menor de los gemelos seguía dormido, así que Tom se inclinó sobre él y depositó un suave beso en su mejilla. —Perezoso dormilón —murmuró al ver como sus párpados se movían—, voy a bajar a la cocina para hacerme unas tostadas, ¿quieres algo?

—Café… Mucho café —barbotó Bill, rodando al otro costado de la cama.

Tom rió entre dientes, encantado cómo Bill se comportaba cuando aún estaba medio dormido.

Bajando las escaleras hasta la cocina no fue una labor fácil, pero nada que con práctica y mucho cuidado el mayor de los gemelos no pudiera hacer. Una vez frente a la alacena, sacó un par de rebanadas de pan y las puso dentro de la tostadora. Apenas la tuvo trabajando, abrió la puerta del refrigerador y extrajo la mantequilla.

Recordando que Bill quería café, rellenó la jarra y puso a trabajar el colador una vez colocado el filtro.

Esperando a que la tostadora terminara de hacer el pan, Tom no podía más que sentirse orgulloso de su trabajo. Un año atrás, apenas si se tomaba la molestia de marcar algún número y pedir el desayuno. No que comer pan tostado con una ligera capa de mantequilla fuera un cambio drástico y radical, pero de eso a nada…

Tamborileando los dedos sobre la mesa, Tom apreció el sonido de pasos bajando las escaleras y luego la despeinada cabeza de su gemelo se dejó ver a través del umbral.

—Pensé que ibas a dormir más —sonrió al verlo.

—Yo igual, pero entonces olí café recién hecho y… ¿Tomi? —La expresión adormilada de Bill dio paso a una de desconcierto—. ¿Derramaste agua en el suelo?

El mayor de los gemelos miró al suelo y lo encontró rebosante de un líquido no del todo transparente, aunque tampoco oscuro.

Dado que Tom no se podía inclinar o agachar en el suelo so pena de necesitar una grúa para recuperar su posición, Bill se arrodilló para tocar el líquido, que a juzgar por su textura y olor, no era agua.

—¿Qué es? —Gruñó Tom con molestia—. No me digas que es alguna fuga, acabamos de comprar la casa y es nueva. Argh, no puede ser.

—T-Tomi —empezó a temblar Bill, contemplando a su gemelo con ojos abiertos—. Cre-Creo q-que… tu fuente se rompió…

En un principio, Tom parpadeo sin entender gran cosa. El medicamento que tomaba lo tenía tomando a la ligera todo asunto, importante o no. ¿La fuente? En su cabeza, una verdadera fuente con salidas fastuosas de agua se instauró.

—No entiendo —murmuró al fin—. ¿No es ninguna tubería?

Bill se puso de pie y denegó con la cabeza. —Tenemos que llamar a Sandra. Creo que esta vez en serio. ¿Crees poder ir subiéndote al automóvil? ¿Harías eso por mí?

Tom asintió con inseguridad al mismo tiempo que su pan saltó listo de la tostadora.

 

—Te lo juro, Georg, que si es otra ‘falsa alarma’ —exageró Gustav el tono al decirle a su novio lo que pensaba de las imprevistas llamadas de Bill cuando menos se las esperaban—, mi quedaré sin paciencia. Es más, ya no tengo paciencia, así que más le vale que sea en serio o…

Apenas aquellas palabras salieron de su boca, las puertas del piso que estaba reservado exclusivamente para el uso de Tom mientras estuviera embarazado, se abrieron de golpe por una camilla guiada por Sandra, una enfermera joven y Bill, que apenas podía seguirles el paso con los ojos anegados en lágrimas e inseguro de por dónde pisaba.

—En un momento vendré por ti, hasta entonces espera —le indicó Sandra con sequedad, más en su papel de doctora que de amiga—. ¿Quieres estar presente en la cesárea?

Bill abrió amplios los ojos. —¿Tom va a estar consciente durante la operación?

—Más o menos —dijo Sandra—. La anestesia que le vamos a colocar lo tendrá en un estado semi despierto, pero no sentirá ni una pizca de dolor. Para él sería bueno que tú estuvieras a su lado, sosteniéndole la mano.

El menor de los gemelos se estremeció visiblemente, pero aceptó.

Apenas Sandra y la enfermera se llevaron a Tom, Gustav y Georg rodearon a Bill con los brazos, viendo que estaba pálido como la cera y apenas se sostenía en pie.

—¿Ahora es la buena, eh? —Codeó Georg a Bill, que parecía congelado.

Gustav amonestó al bajista con una mueca. —¿Qué pasó? —Quiso enterarse de todo.

—No fue nada grave, sólo que se reventó la fuente en la cocina —habló Bill sin ningún tono—. Al principio pensé que era alguna tubería, pero entonces… Tom estaba empapado y no sentía nada, ni dolor, ni una molestia, ni siquiera la humedad de sus pantalones…

—Es el medicamento, ¿lo sabes, verdad? Todo va a salir bien, Tom es lo suficientemente fuerte como para tener quince de tus hijos y poder con otros quince. Esto no será nada —consoló Gustav a su amigo.

—¿Listo? —Asomó Sandra la cabeza a la sala de espera, buscando a Bill con la mirada—. Vamos a iniciar en cualquier momento. Necesito que te laves y la enfermera te preparará.

Bill avanzó unos pasos antes de volverse a sus amigos. —¿Llamarían a mamá? ¿Y a David? Explíquenles todo y díganles que esta vez no es una falsa alarma —dijo antes de desaparecer tras las puertas del quirófano.

Georg y Gustav soltaron sendos suspiros.

—Esperemos nos crean —murmuró Gustav.

—La tercera es la vencida —respondió Georg.

 

—Hey, Tomi, cariño… ¿Me escuchas? —Apreció Tom. Tendido de espaldas, una cegadora luz en el techo lo tenía entrecerrando los ojos. Intentó alzar la mano pero su cuerpo parecía negarse a responder. Extrañamente, tenía la sensación de poder mover los dedos un poco, pero levantar el brazo parecía ser una titánica tarea—. ¿Tomi? Hey…

El mayor de los gemelos sintió la presión de una mano helada contra su mejilla. Al voltear el rostro, se encontró con Bill vestido de pies a cabeza con ropa quirúrgica, desde la mascarilla, el gorro, el traje y los guantes, todo de un pulcro tono azul.

—¿Vamos a la playa? —Por extraño que sonara aquello, Tom pensó por un segundo estar en el paraíso tropical de las Maldivas, recostado en la arena y con el sol de frente. El extraño atuendo de Bill sólo era un paso más allá de la simple negación de su gemelo  broncearse, quien no contento con el bloqueador factor protección solar de 100, ahora se cubría de pies a cabeza.

—No, estamos en el quirófano. Bultito va a nacer en cualquier momento —dijo Bill tratando de sonar alegre, pero con la voz temblorosa en el proceso—. En unos minutos sabremos al fin qué es. Tenemos que pensar en nombres… Al fin sabremos qué ropa comprarle y… y…

—Tranquilo —arrastró Tom las palabras—. Yo debería estar nervioso… No tú, por favor, no tú…

—Sí, claro, tienes razón —se enjugó Bill los ojos—. ¿Sientes eso? —Quiso saber, al tomar la mano de su gemelo entre las suyas y presionarla.

—Poco —balbuceó Tom, concentrándose en sentir algo por debajo de la barriga. Casi nada. Se quiso reír de cómo sus pies se negaban a cooperar, pero lo dejó de hacer en el momento en que se percató de la presión que se presentaba ligeramente helada sobre su vientre bajo—. ¿Sandra, eres tú?

—¿La que te abre en dos y está trayendo a tu Bultito al mundo? —Sonó la voz de la doctora—. Sí, soy yo. Hola, lo estás haciendo muy bien así.

—No siento nada —mintió Tom. La idea de estar siendo rebanado en dos como si fuera un trozo de carne en la carnicería no era ni remotamente agradable, ni hablar de reconfortante, pero tampoco era tan horrorosa como había creído en un principio. En lugar de eso, era nada. Apenas una sensación que le llegaba desde lejos, como gritos en el desierto.

—Es justo lo que quería oír —dijo Sandra con diversión.

Los siguientes minutos pasaron casi en silencio. De vez en cuando Bill volvía a llorar o murmuraba palabras de apoyo a Tom, a pesar de ser él quien las necesitaba, pero por lo demás, la operación transcurrió con relativa calma.

Así fue hasta que el llanto fuerte y consistente de su bebé, su pequeño Bultito, inundó cada rincón de la sala de operaciones.

—Poderosos pulmones —declaró Sandra con un orgullo propio de una madre—. Felicidades, es un bebé muy sano y hermoso.

—¿Qué es? —Ladeó Tom la cabeza, muriendo de curiosidad por al fin saberlo—. Alguien dígame qué es Bultito… ¿Niño o niña?

—Oh, Tomi… Es una preciosura —exclamó Bill con la voz cargada de emoción, soltando la mano de su gemelo para recibir en brazos a la criatura envuelta en una manta del más puro color blanco.

Tom apenas vio a Bultito un segundo.

El bracito que se extendía por fuera de la manta era pálido, muy blanco como Bill y él; la mano con la que coronaba la punta pequeña y cerrada, un puño firme que agitaba en sus primeros momentos de vida acompañados de un llanto potente que pronosticaba su ya fuerte y rebelde carácter.

—Mira —se inclinó Bill sobre su gemelo para mostrarle el rostro más angelical que éste hubiera visto jamás.

A pesar de estar cubierto de moco y aún húmedo, Bultito llevaba consigo los sempiternos rasgos de un Kaulitz: La nariz pequeña y bien formada que se alzaba orgullosa; los labios bien definidos de un tono casi rojo; las pestañas espesas que cubrían un par de ojos azulados como los de todo recién nacido. Pasarían semanas antes de saber su color verdadero. Coronando lo que Tom llamaría ‘lo más bonito que alguna vez hubiera expulsado del cuerpo por un orificio no sacro’ para mortificación de su gemelo o cualquiera que lo quisiera escuchar, Bultito tenía la cabeza cubierta de un cabello rubio como él y como Bill lo tuvieron alguna vez en la niñez.

—Es… —Quiso Tom decir ‘precioso’, pero en las brumas del cansancio, no supo expresarse—. ¿Qué fue?

Bill movió los labios pero el sonido no alcanzó a Tom, que se dejó vencer por la bruma de la inconsciencia y cerró los ojos antes de poder escuchar algo.

 

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